Ambos
nos divertíamos en nuestra visita al museo. Sara ejercía de profesora de arte,
y de las buenas, y yo, de alumno travieso de hormonas alteradas prendado de su
enseñante hasta los tuétanos. El problema residía en que los púberes y lujuriosos
deseos del alumno le impedían disfrutar plenamente de aquella inmejorable
compañía y beneficiarse de sus conocimientos; sufría desvaríos pasionales ante aquella
naturaleza única, ante aquella involuntaria voluptuosidad que lo tentaba, padecía
arrebatos vesánicos y depravados que culminaban en inevitables escarceos, en flirteos
imposibles de formalizar en aquel lugar.
–Pues
antes de volver a subir, podríamos ver un poco de pintura gótica o
hispano-flamenca. Creo que hay un cuadro que te impresionará. Sígueme. –Sara
volvió a cogerme de la mano después de unos instantes en que, por cautela, y
siguiendo su buen criterio, me castigó a ver el resto de las pinturas de la
sala en silencio, sólo hablaba ella y guardando una distancia que ella calificó
“de seguridad”.
–Te sigo sumiso
–hice el ademán de tirar algo por detrás de mi hombro izquierdo repetidas
veces.
–Miedo
me das. ¿Qué haces? Ya llevabas un rato portándote razonablemente bien, y ahora
te pones a hacer el bambarria de nuevo.
–Espanto
al diablo que me incita al pecado echándole sal.
–Pero sin ella.
–No te has dado cuenta,
pero la he cogido de la mesa de “La última cena” de Juan de Juanes –le guiñé.
–Mira que te
gusta hacer el gilí. –Sara rio.
–Será gili, sin
tilde.
–No. Gilí, con
ella, vamos… lelo. –Sara rio.
–Palabra nueva;
anotada. Estás siendo despiadada conmigo.
–Eras
tú el que quería venir al Museo del Prado conmigo.
–Después
de una ducha fría tengo buenos propósitos, pero eso me dura poco. Pienso en que
voy a disfrutar de tus conocimientos, pero, a los pocos minutos, ya estoy
fantaseando con el envoltorio de tanta sabiduría –añadí engolando la voz y enarcando
las cejas repetidas veces.
–¡Qué
cochino eres! –Sara rio–. Eso de envoltorio no te ha quedado muy romántico.
–Es
que estoy de “bajón” –puse una expresión de fingida tristeza en mi rostro–.
–¿Y
eso? –En aquel momento entrábamos en la sala 51A y estábamos solos. Sin que
ella pudiera hacer nada, sin darle tiempo a reaccionar, la cogí de la cintura y
la besé el cuello varias veces seguidas, luego la miré arrepentido y me
disculpé.
–Lo
siento. No me puedo controlar ante semejante belleza, ante la perfección hecha
carne.
–Aquí
no hay ducha, pero la necesitas, y bien fría. –Sara volvió a reír.
–No
sé si podré centrarme –la gruñí en el oído–.
–Por
la cuenta que te trae, o esta “carne” se va a enfadar de verdad.
–Irremediablemente,
deberé controlar mis actos –me separé de ella dramatizando mis palabras y
recomponiendo mi figura.
–Sí.
O puede caerte una sarta de guantazos. Así que… –Sara me sonrió mientras nos
situábamos en el centro de la sala.
–Ante
una nueva derrota… Continúa pues –dije resignado.
–Esta
sala alberga una colección interesante de pintura hispano-flamenca del s. XV.
Lo más llamativo del conjunto es esa monumental tabla que tenemos enfrente que
es la que te voy a explicar un poco. Se trata de “Santo Domingo de Silos
entronizado como obispo” de Bartolomé Bermejo. Pero hay obras de Martín Bernat,
que trabajó con él, o de Miguel Ximénez que trabajó con Bernat, y al que
influyó mucho la pintura de Bermejo. También hay varias tablas de otros autores
que no conocemos; Maestro de Sopetrán, Maestro de Miraflores, Maestro de D.
Álvaro de Luna. Se les ha dado el nombre de un lugar donde trabajaron, o de alguna
obra que hicieron. Por ejemplo, el Maestro de D. Álvaro de Luna es uno de los
dos pintores que hicieron el retablo de la capilla de Santiago en la catedral
de Toledo, fundada por D. Álvaro de Luna.
–Comprendo
–asentí realmente centrado e interesado–.
–Pues
vamos con Bartolomé Bermejo. Su nombre real era Bartolomé de Cárdenas; Bermejo
era un apodo, no se sabe seguro si porque era pelirrojo, porque tenía un tono
de piel rojizo, o porque gustaba de vestir prendas de ese color.
–El colorado
–bromeé.
–Sí. Nació en
Córdoba, se cree que hacia 1440, y trabajó principalmente en el Reino de
Aragón. Es probable que recibiera en Valencia la influencia de la pintura
flamenca, quizá Van Eyck, Van der Weyden o Dirk Boats. Es un gran dominador de
la pintura al óleo. Su obra se caracteriza por el realismo, por la riqueza de
color, y por un cuidado excepcional por el detalle
–Echando
un primer vistazo, todo lo que dices lo puedo apreciar sin dificultad.
–Este
fue un encargo que le hizo la iglesia de Santo Domingo de Silos de Daroca. Esta
es la tabla central, la única que completó, incumpliendo el contrato, algo que
le valió incluso la excomunión.
–Eso
parecen palabras mayores.
–Bermejo
era de origen judeoconverso y, normalmente, la excomunión complicaba la firma
de contratos, o el acceso a otros encargos. El caso es que aquí nos representa
a Santo Domingo de Silos sentado en un trono gótico de minuciosa arquitectura donde
destacan, por su colorido, dentro de hornacinas con doseles y pináculos, las
tres virtudes teologales y las cuatro capitales.
–Eso me lo
tendrás que explicar.
–Espero
acordarme, a veces me lío con tanta virtud. Sigo. Bermejo nos presenta al santo
como una figura monumental, hierática, de gran seriedad y fuerza expresiva, de
rostro enérgico y facciones duras, mirando imperturbable directamente al
espectador con los atributos propios de un obispo, mitra, báculo y libro. El
santo va ataviado con casulla y una rica capa pluvial decorada profusamente, en
la que puedes ver algunos santos locales representados.
–Veamos
–la interrumpí–. San Pedro, Santa Bárbara, San Andrés y… me planto.
–No
está mal. Cabe subrayar el detallismo de la vestimenta, el de las piedras preciosas
y perlas de la mitra y el broche de la capa, la soberbia trasparencia del velo
que cuelga del báculo que cae hacia su izquierda… Las carnaciones están muy
bien logradas, aunque a mí me asombra la calidad y el realismo con el que pinta
ojos, cejas, barba y pelo del Santo.
–Tienes
razón. En general el cuadro es un puro detalle.
–Para
acabar, intentaré reconocer a las virtudes. Iremos de arriba abajo. Primero las
teologales, las tres de arriba. En lo alto, la Caridad emerge del fuego y acoge
a un anciano y un joven. A la derecha del santo está la Fe, con tiara papal,
símbolo de la iglesia católica, cáliz y patena recuerdo de la Eucaristía, y una
cruz de palo largo en alusión a la resurrección. A la izquierda está la
Esperanza con su tradicional color verde en la vestimenta, y con una rama en la
mano izquierda y un medallón con el rostro de Cristo de perfil en la derecha.
–No lo veo.
–Acércate todo
lo que puedas, es un detalle finísimo. Está parcialmente oculto por el báculo.
–Me ha costado.
De cerca me parece una tabla indudablemente virtuosista. Tuvo que costarle
pintar esto.
–Estoy de
acuerdo. Vamos con las Virtudes Cardinales, A la derecha y, de arriba abajo, la
Justicia, con su típica espada y su balanza, aunque Bermejo le añade corona y
no obvia la típica venda de los ojos. Debajo está, para mí, la imagen más
curiosa y bonita de todas, la Fortaleza, que protege con una espada a una
figura humana desnuda que es tentada por un diablillo negro que porta una bolsa
de dinero.
–Está muy
lograda –apunté
–A la izquierda,
arriba, de rojo, la Prudencia con un libro y un cirio, y debajo, la Templanza
que vierte agua sobre un recipiente de vino para rebajar su graduación y reducir
sus efectos. Creo que no me he equivocado.
–Muy meritorio,
yo me hubiera liado seguro. ¡Cuánta virtud! –bromeé–.
–Fíjate como el
oro domina una composición en la que resalta el rostro y manos del santo, y los
colores verde, rojo y azul de las figuras. Me llama la atención especialmente
el verde que utiliza en el forro de la capa pluvial y el libro del santo, en el
joven al que protege la Caridad, en la Esperanza y la Fortaleza. Y creo que eso
es todo. No te canso más.
–Fantástico. Es
curioso lo bien que pinta las arquitecturas góticas. Parecen parte del retablo
físico que rodea la tabla. Magnífico.
–Es un conjunto
fantástico.
–Estoy pensando
en esas hornacinas donde están las virtudes. Cómo sigas aguantándome, siendo
tan paciente conmigo, y enseñándome tantas cosas, acabaré poniéndote en un
pedestal.
–¿Y eso?
–pregunto Sara extrañada–. Aventuro que desnuda como una Venus, sabiendo que no
tienes una idea buena… –ironizó.
–Tranquila,
estarás vestida y recatada.
–Qué miedo me
das… –añadió sonriéndome expectante.
–Sí mujer, ya me
encargaré yo de despojarte de tus atavíos, y de poseerte hasta la extenuación cada
vez que bajes. –Sara rio mientras se dejaba coger de la cintura.
–Deduzco que
será mejor que me quede como una virtud en la hornacina durante la visita. Ya tardabas
mucho en soltar una gansada. Anda, vamos al piso de arriba. Nos queda muchísima
“tela que cortar” –concluyó tirando de mí hacia las escaleras, mientras yo ya
pensaba, rijoso, en adorar aquella figura en mi altar particular, y en aliviarla
de sus vestimentas y yacer con ella en cuanto pisara el suelo y, curiosamente,
también en unas tijeras, por si la tela de la que hablaba Sara que había que
cortar en la planta de arriba era la de su ropa.
–Pues a mí lo
del pedestal… –finalicé jocoso.
–Anda, sube que
te voy a… –Ella me dio un cariñoso pestorejazo, y rio con ganas ya subiendo las
escaleras.
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