sábado, 18 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. SANTO DOMINGO DE SILOS ENTRONIZADO DE BARTOLOMÉ BERMEJO.


        Ambos nos divertíamos en nuestra visita al museo. Sara ejercía de profesora de arte, y de las buenas, y yo, de alumno travieso de hormonas alteradas prendado de su enseñante hasta los tuétanos. El problema residía en que los púberes y lujuriosos deseos del alumno le impedían disfrutar plenamente de aquella inmejorable compañía y beneficiarse de sus conocimientos; sufría desvaríos pasionales ante aquella naturaleza única, ante aquella involuntaria voluptuosidad que lo tentaba, padecía arrebatos vesánicos y depravados que culminaban en inevitables escarceos, en flirteos imposibles de formalizar en aquel lugar.
        –Pues antes de volver a subir, podríamos ver un poco de pintura gótica o hispano-flamenca. Creo que hay un cuadro que te impresionará. Sígueme. –Sara volvió a cogerme de la mano después de unos instantes en que, por cautela, y siguiendo su buen criterio, me castigó a ver el resto de las pinturas de la sala en silencio, sólo hablaba ella y guardando una distancia que ella calificó “de seguridad”.       
–Te sigo sumiso –hice el ademán de tirar algo por detrás de mi hombro izquierdo repetidas veces.
        –Miedo me das. ¿Qué haces? Ya llevabas un rato portándote razonablemente bien, y ahora te pones a hacer el bambarria de nuevo.
        –Espanto al diablo que me incita al pecado echándole sal.
–Pero sin ella.
–No te has dado cuenta, pero la he cogido de la mesa de “La última cena” de Juan de Juanes –le guiñé.
–Mira que te gusta hacer el gilí. –Sara rio.
–Será gili, sin tilde.
–No. Gilí, con ella, vamos… lelo. –Sara rio.
–Palabra nueva; anotada. Estás siendo despiadada conmigo.
        –Eras tú el que quería venir al Museo del Prado conmigo.
        –Después de una ducha fría tengo buenos propósitos, pero eso me dura poco. Pienso en que voy a disfrutar de tus conocimientos, pero, a los pocos minutos, ya estoy fantaseando con el envoltorio de tanta sabiduría –añadí engolando la voz y enarcando las cejas repetidas veces.
        –¡Qué cochino eres! –Sara rio­–. Eso de envoltorio no te ha quedado muy romántico.
        –Es que estoy de “bajón” –puse una expresión de fingida tristeza en mi rostro–.
        –¿Y eso? –En aquel momento entrábamos en la sala 51A y estábamos solos. Sin que ella pudiera hacer nada, sin darle tiempo a reaccionar, la cogí de la cintura y la besé el cuello varias veces seguidas, luego la miré arrepentido y me disculpé.
        –Lo siento. No me puedo controlar ante semejante belleza, ante la perfección hecha carne.
        –Aquí no hay ducha, pero la necesitas, y bien fría. –Sara volvió a reír.
        –No sé si podré centrarme –la gruñí en el oído–.
        –Por la cuenta que te trae, o esta “carne” se va a enfadar de verdad.
        –Irremediablemente, deberé controlar mis actos –me separé de ella dramatizando mis palabras y recomponiendo mi figura.
        –Sí. O puede caerte una sarta de guantazos. Así que… –Sara me sonrió mientras nos situábamos en el centro de la sala.
        –Ante una nueva derrota… Continúa pues –dije resignado.
        –Esta sala alberga una colección interesante de pintura hispano-flamenca del s. XV. Lo más llamativo del conjunto es esa monumental tabla que tenemos enfrente que es la que te voy a explicar un poco. Se trata de “Santo Domingo de Silos entronizado como obispo” de Bartolomé Bermejo. Pero hay obras de Martín Bernat, que trabajó con él, o de Miguel Ximénez que trabajó con Bernat, y al que influyó mucho la pintura de Bermejo. También hay varias tablas de otros autores que no conocemos; Maestro de Sopetrán, Maestro de Miraflores, Maestro de D. Álvaro de Luna. Se les ha dado el nombre de un lugar donde trabajaron, o de alguna obra que hicieron. Por ejemplo, el Maestro de D. Álvaro de Luna es uno de los dos pintores que hicieron el retablo de la capilla de Santiago en la catedral de Toledo, fundada por D. Álvaro de Luna.
        –Comprendo –asentí realmente centrado e interesado–.
        –Pues vamos con Bartolomé Bermejo. Su nombre real era Bartolomé de Cárdenas; Bermejo era un apodo, no se sabe seguro si porque era pelirrojo, porque tenía un tono de piel rojizo, o porque gustaba de vestir prendas de ese color.
–El colorado –bromeé.
–Sí. Nació en Córdoba, se cree que hacia 1440, y trabajó principalmente en el Reino de Aragón. Es probable que recibiera en Valencia la influencia de la pintura flamenca, quizá Van Eyck, Van der Weyden o Dirk Boats. Es un gran dominador de la pintura al óleo. Su obra se caracteriza por el realismo, por la riqueza de color, y por un cuidado excepcional por el detalle
        –Echando un primer vistazo, todo lo que dices lo puedo apreciar sin dificultad.
        –Este fue un encargo que le hizo la iglesia de Santo Domingo de Silos de Daroca. Esta es la tabla central, la única que completó, incumpliendo el contrato, algo que le valió incluso la excomunión.
        –Eso parecen palabras mayores.
        –Bermejo era de origen judeoconverso y, normalmente, la excomunión complicaba la firma de contratos, o el acceso a otros encargos. El caso es que aquí nos representa a Santo Domingo de Silos sentado en un trono gótico de minuciosa arquitectura donde destacan, por su colorido, dentro de hornacinas con doseles y pináculos, las tres virtudes teologales y las cuatro capitales.
–Eso me lo tendrás que explicar.
–Espero acordarme, a veces me lío con tanta virtud. Sigo. Bermejo nos presenta al santo como una figura monumental, hierática, de gran seriedad y fuerza expresiva, de rostro enérgico y facciones duras, mirando imperturbable directamente al espectador con los atributos propios de un obispo, mitra, báculo y libro. El santo va ataviado con casulla y una rica capa pluvial decorada profusamente, en la que puedes ver algunos santos locales representados.
        –Veamos –la interrumpí–. San Pedro, Santa Bárbara, San Andrés y… me planto.
        –No está mal. Cabe subrayar el detallismo de la vestimenta, el de las piedras preciosas y perlas de la mitra y el broche de la capa, la soberbia trasparencia del velo que cuelga del báculo que cae hacia su izquierda… Las carnaciones están muy bien logradas, aunque a mí me asombra la calidad y el realismo con el que pinta ojos, cejas, barba y pelo del Santo.
        –Tienes razón. En general el cuadro es un puro detalle.
        –Para acabar, intentaré reconocer a las virtudes. Iremos de arriba abajo. Primero las teologales, las tres de arriba. En lo alto, la Caridad emerge del fuego y acoge a un anciano y un joven. A la derecha del santo está la Fe, con tiara papal, símbolo de la iglesia católica, cáliz y patena recuerdo de la Eucaristía, y una cruz de palo largo en alusión a la resurrección. A la izquierda está la Esperanza con su tradicional color verde en la vestimenta, y con una rama en la mano izquierda y un medallón con el rostro de Cristo de perfil en la derecha.
–No lo veo.
–Acércate todo lo que puedas, es un detalle finísimo. Está parcialmente oculto por el báculo.
­–Me ha costado. De cerca me parece una tabla indudablemente virtuosista. Tuvo que costarle pintar esto.
–Estoy de acuerdo. Vamos con las Virtudes Cardinales, A la derecha y, de arriba abajo, la Justicia, con su típica espada y su balanza, aunque Bermejo le añade corona y no obvia la típica venda de los ojos. Debajo está, para mí, la imagen más curiosa y bonita de todas, la Fortaleza, que protege con una espada a una figura humana desnuda que es tentada por un diablillo negro que porta una bolsa de dinero.
–Está muy lograda –apunté
–A la izquierda, arriba, de rojo, la Prudencia con un libro y un cirio, y debajo, la Templanza que vierte agua sobre un recipiente de vino para rebajar su graduación y reducir sus efectos. Creo que no me he equivocado.
–Muy meritorio, yo me hubiera liado seguro. ¡Cuánta virtud! –bromeé–.
–Fíjate como el oro domina una composición en la que resalta el rostro y manos del santo, y los colores verde, rojo y azul de las figuras. Me llama la atención especialmente el verde que utiliza en el forro de la capa pluvial y el libro del santo, en el joven al que protege la Caridad, en la Esperanza y la Fortaleza. Y creo que eso es todo. No te canso más.
–Fantástico. Es curioso lo bien que pinta las arquitecturas góticas. Parecen parte del retablo físico que rodea la tabla. Magnífico.
–Es un conjunto fantástico.
–Estoy pensando en esas hornacinas donde están las virtudes. Cómo sigas aguantándome, siendo tan paciente conmigo, y enseñándome tantas cosas, acabaré poniéndote en un pedestal.
–¿Y eso? –pregunto Sara extrañada–. Aventuro que desnuda como una Venus, sabiendo que no tienes una idea buena… –ironizó.
–Tranquila, estarás vestida y recatada.
–Qué miedo me das… –añadió sonriéndome expectante.
–Sí mujer, ya me encargaré yo de despojarte de tus atavíos, y de poseerte hasta la extenuación cada vez que bajes. –Sara rio mientras se dejaba coger de la cintura.
–Deduzco que será mejor que me quede como una virtud en la hornacina durante la visita. Ya tardabas mucho en soltar una gansada. Anda, vamos al piso de arriba. Nos queda muchísima “tela que cortar” –concluyó tirando de mí hacia las escaleras, mientras yo ya pensaba, rijoso, en adorar aquella figura en mi altar particular, y en aliviarla de sus vestimentas y yacer con ella en cuanto pisara el suelo y, curiosamente, también en unas tijeras, por si la tela de la que hablaba Sara que había que cortar en la planta de arriba era la de su ropa.
–Pues a mí lo del pedestal… –finalicé jocoso.
–Anda, sube que te voy a… –Ella me dio un cariñoso pestorejazo, y rio con ganas ya subiendo las escaleras.

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