Hay cuadros que desde la primera
vez que los contemplas consiguen sacarte una sonrisa. Son pinturas que en
cualquiera provocan ternura, son obras con las que empatizamos sin siquiera
habernos asomado a su significado, al sentido de su contenido, no ya a sus
cualidades y calidades técnicas o compositivas; sólo nos hace falta observar
los rostros y los gestos de los protagonistas para conmovernos con la dulzura
de los modelos, con la gracia de sus ademanes. Este es el caso de “La Sagrada
familia del Pajarito” de Bartolomé Esteban Murillo.
El
gran éxito de Murillo fue acercar la devoción a lo cotidiano, o viceversa, como
queramos, probablemente en esto fuera fundamental el carácter del autor; tuvo
fama de ser un hombre fundamentalmente “bueno”, yo creo que con eso está todo
dicho. Esta escena religiosa de la Sagrada Familia podría asociarse perfectamente
a un momento íntimo y habitual en la casa de una familia sevillana humilde de
mediados del siglo XVII; una de las muchas situaciones cotidianas a las que
Murillo se asomó de manera magistral.
A ninguno se nos debe escapar que se trata, en
el fondo, de una escena devocional en la que San José cuida de su hijo quien,
con un pajarito en la mano, juega a mostrárselo, a chinchar al perrillo que
tiene a sus pies. Al lado, la Virgen María observa la escena con un rostro
amable, comprensivo y tierno, mientras realiza una labor cotidiana como es la
de devanar lana.
Llama la
atención la importancia que toma San José en la composición. Desde el s. XVI, idea
principalmente impulsada por los carmelitas, se trató de reivindicar la labor y
la importancia de la figura de San José, que deja de ser iconográficamente un
anciano de barba blanca que aparece apartado del hecho principal representando,
más como un accesorio que otra cosa, para tomar protagonismo dentro de un nuevo
modelo de escena familiar, como es el caso, en el que aparece retratado como un hombre
maduro con barba, cercano al niño, protector y cariñoso, que deja tras de sí
los instrumentos de su trabajo como carpintero para atenderle, y a quien, quizá,
haya regalado ese pajarito.
En cuanto a la
composición, la escena principal se desarrolla sobre una diagonal que podemos trazar
desde el perro, pasando por el niño (principal zona iluminada del cuadro y
centro de la narración, con su rostro y vestimentas de albura refulgente) y que
culmina en la figura de San José, y que divide en dos el cuadro dejando a la
Virgen con el ovillo entre las manos fuera de la escena principal junto con el
cesto de la ropa y la devanadora. El niño está pintado de manera magistral con
delicadeza en los rasgos, sutileza en los detalles como los de sus cabellos
rubios, e incluso veracidad y realismo en su gestualidad, al representarlo
alzando la mano con el pajarillo contrariando al perrito que, al pie de la
escena, parece no tener ojos para otra cosa.
El
mayor especialista en Murillo probablemente sea el recientemente jubilado profesor
vallisoletano Enrique Valdivieso. En una de sus charlas me inspiré para elaborar
mi relato “El niño de Murillo” que quedó finalista en el III premio de relatos Ciudad de
Sevilla en 2018. El profesor Valdivieso siempre hace hincapié en la delicadeza con
la que Murillo nos acerca la vida cotidiana a la religión; en este caso nos abre
las puertas de una humilde casa sevillana donde se está produciendo una escena
familiar y entrañable, la misma que podría haberse dado en Nazaret.
Tras
el último paso del cuadro por el magnífico servicio de restauración del Museo
del Prado de la mano de María Álvarez- Garcillán, la obra ha recuperado su
luminosidad, el sentido de los espacios y gran parte de su vistosidad. No
debemos olvidar que el cuadro sufrió daños importantes, principalmente tras el
expolio por parte de las tropas napoleónicas.
Disfrutemos
de él. Saludos.
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