martes, 31 de marzo de 2020

EL PASO DE LA LAGUNA ESTIGIA DE JOACHIM PATINIR.



        A muchos ni les sonará el nombre de Joachim Patinir, el autor de esta maravillosa obra que cuelga de la sala nro 055A del Museo del Prado; “El paso de la laguna Estigia” (1520-1524). El visitante no avezado suele pasar de largo por este espacio para adentrarse en la llamativa, con todos los merecimientos, sala del Bosco.
        El caso es que yo siento cierta debilidad por Patinir, también por el Bosco, pero es que éste último es mucho más famoso. Patinir es el primer gran paisajista de la historia de la pintura, y las obras que están en esa sala, además de la que me ocupa, lo demuestran bien a las claras, “las tentaciones de San Antonio Abad” (esta la pintó en colaboración con Quentin Massys que hizo las figuras del primer plano mientras el maestro desarrolló el inconfundible paisaje), “Descanso en la huida a Egipto” o “Paisaje con San Jerónimo”. Y por dar algún detalle más de esta extraordinaria sala quiero destacaros las grandes obras de Peter Brueghel el viejo, “El triunfo de la muerte”, maravillosa obra, y “El vino de la fiesta de San Martín”, gran cuadro, pero con un estado de conservación inferior al anterior.
        En definitiva, se trata de una sala monumental, pero que está justo antes de la gran sala Bosquiana, lo cual puede resultarnos beneficioso, porque suele estar vacía y permite su disfrute con amplitud, serenidad y detallismo, y nos concede la posibilidad de la travesura de buscar, con paciencia, en dos de los cuadros de Patinir, las figuras por las que se le conoce al autor como “the kaker” el “defecador” (según Karel Van Mander el gran historiador del arte del s. XVI); pequeños protagonistas que aparecen en posición “comprometida” en alusión al pecado. No me resisto a deciros que uno está en el cuadro que nos ocupa hoy (a la izquierda del cancerbero tras una roca en cuclillas) y otro en “el Descanso de la huida a Egipto” (frente a una casa al fondo, igualmente acuclillado).
        Dejemos la monumentalidad de las obras de la sala y centrémonos en “el paso de la laguna Estigia”. Patinir nos representa en primer plano a Caronte en la barca que está llevando a un alma en la versión clásica del tránsito tras la muerte al momento de su elección. Patinir pinta unos paisajes espectaculares a ambos lados de la laguna dividiendo la tabla en ese plano vertical en tres, mientras plantea una línea de horizonte muy alta, muy propia de él, que equilibra de alguna manera la composición del cuadro. A la derecha representa el infierno con su oscura boca bajo la muralla que custodia el cancerbero o perro de las tres cabezas. Por encima apreciamos unas edificaciones en llamas, muy bosquianas, que dejarán su poso en Peter Brueghel, el viejo, o eso me parece a mí, en “El triunfo de la muerte”. Fijémonos que el camino hacia el infierno es atractivo y engañoso, de muy fácil acceso, con pájaros y frondosos y detallistas árboles frutales en la entrada, a pesar de esconder alusiones al pecado o al demonio, con esa figurita con cabeza de mono que mira al espectador abajo a la derecha, y que parece querer ocultarse a la vista del alma y del barquero.
        Al lado contrario se sitúa el paraíso de influencia más cristiana con animales de varios tipos, con ángeles acompañando a otras almas que ya se han salvado, con una construcción también muy bosquiana al fondo. La entrada al paraíso es angosta y está oculta tras unas yermas y abruptas rocas haciendo alusión a la dificultad que supone la salvación.
        En definitiva, en el cuadro la suerte está echada para el alma que ya ha elegido dada la inclinación de la barca a virar hacia el infierno, y que la vista del fallecido y de Caronte se dirigen hacia allí, aceptando el camino atrayente y mendaz al que invita esa amplia y fascinante entrada al tártaro. 
           Espero que lo disfrutéis como yo. Saludos.

lunes, 16 de marzo de 2020

EL GATO NEGRO DE EDGAR ALLAN POE



      “El gato negro” de Edgar Allan Poe es un cuento breve de horror considerado una obra maestra del género, y uno de los más escalofriantes de la historia de la literatura. Lo cierto es que está muy bien escrito y, el autor, nos acerca a los hechos narrados con gran veracidad y sadismo.
        El relato versa sobre un matrimonio que, aparentemente feliz, comparte su vida con un gato negro, y está narrado en primera persona por el marido. Las cosas cambian cuando el protagonista comienza a dejarse llevar por el alcohol que provoca en él incontrolados arrebatos de ira próximos a la locura. Finalmente, terminará descargando todo su odio y resentimiento sobre el gato al que, primero, agrede y deja tuerto y, más tarde, asesina.
        Ese mismo día su hogar desaparecerá presa de un incendio. En una de las paredes de la casa aparece una mancha, la silueta de un gato ahorcado. Nuestro personaje-narrador, sumido en la desesperanza, ya que el matrimonio ha perdido todos sus bienes, ahondará su relación con la bebida. Ahogando sus penas en una taberna, su vida se cruzará con la de un gato tuerto con una extraña mancha en el lomo; el animal se dejará acariciar, le tomará cariño, y le seguirá a su casa.
        La convivencia del nuevo gato con el matrimonio agravará los problemas del protagonista llevando el cuento a un trágico y sorprendente desenlace.

sábado, 14 de marzo de 2020

EL FANTASMA DE CANTERVILLE DE ÓSCAR WILDE.



   “El fantasma de Canterville”, de Oscar Wilde, es una entretenida y divertida novela corta que se desarrolla en el Castillo de Canterville, cerca de Ascot en Inglaterra.
        La familia Otis, perteneciente a la materialista burguesía americana, decide comprar el castillo a Lord Canterville, rancio y honorable aristócrata inglés, que no duda en advertirles que en el inmueble mora el fantasma de Simón Canterville, algo que insiste en incluir en el contrato de compraventa.
        Esta singular y práctica familia americana está encabezada por Mr. Otis, un hombre moderno y realista, y su republicana mujer Lucrecia, con quien ha tenido cuatro vástagos: Washington, la bella rubia Virginia, y dos traviesos gemelos, apodados barras y estrellas como la bandera norteamericana.
        Los Otis enseguida comienzan a sufrir las visitas del fantasma a las que hacen frente con flema; lejos de asustarse, logran que el estado de ánimo del fantasma, herido en su amor propio, pase del enojo a la depresión por ser incapaz de incomodarlos.  
Simón Canterville, morador por más de trescientos años del Castillo tras asesinar a su esposa Eleonore, será objeto de las burlas y bromas de los revoltosos gemelos, de la constancia de Washington a la hora de limpiar con un producto milagroso la mancha de sangre “de color mutante” que reaparece todas las mañanas, y del pragmatismo de Mister Otis, quien llega a recomendarle un frasco de lubricante para engrasar las cadenas para que no meta ruido al deambular por las noches.
        Finalmente, el fantasma encontrará la solución a su patética existencia junto a los nuevos dueños del castillo de la mano de la bella Virginia a la que desvelará la causa de su trágica muerte, y le hará partícipe de su deseo de morir dignamente y de descansar para siempre en un cementerio.

domingo, 8 de marzo de 2020

UN DÍA DE LLUVIA.

Centrales térmicas de Velilla del río Carrión y Poblado de Iberdrola. Allí nací y me crié.

       El día volvió a amanecer aborrascado, con el cielo cubierto por densos nubarrones. Al abrir la ventana, el fuerte aroma a tierra húmeda que desprendía el suelo lo impregnó todo. Los campos verdes y encharcados desaguaban frente a su casa.
        –Allí arriba ha tenido que llover bastante –se dijo, asomándose al alfeizar mientras dejaba que aquel ambiente agradable, húmedo y fresco entrara en la habitación para quedarse, como si se tratara de un viejo camarada.
        Al contrario que la mayoría de la gente que conocía, aquel tiempo le gustaba de verdad. Eran los días, en los que, envuelto en soledad, disfrutaba de su propia compañía. Eran los días, en los que, con su chubasquero negro, salía a mojarse, a deambular sin un objetivo aparente, aunque al final siempre acababa allí, en la presa.
Salió de casa. Ráfagas racheadas de llovizna comenzaron a azotar su rostro…
        –¡Qué dulce está el agua! –­pensó relamiéndose los labios empapados por los leves regueros que comenzaron a descender desde lo alto de su cabeza, cosquilleándole las mejillas.
        El tiempo parecía detenerse aquellos días en los que el sol era incapaz de traspasar aquella masa densa y aborregada de algodón grisáceo que cubría el cielo, que engullía parte del paisaje, ocultando su belleza tras una cortina aterciopelada y plomiza de neblina. Eran días de paz e introspección.
        Paseaba intentando no perder ni un sólo detalle de todo aquello que le rodeaba, aquello que conformaba su pequeño paraíso, quizá intuyendo que algún día aquel mundo únicamente estaría presente en sus recuerdos, grabado en sentidas y vívidas imágenes que la melancolía se encargaría de guardar con ternura entre las arrugas de su memoria.
Caminaba despacio y reflexivo, con las manos desnudas y ligeramente ateridas, empapadas por el agua que se deslizaba por la tela impermeable de las mangas del chubasquero, observando los escasos movimientos de su horizonte; algunos pájaros se atrevían a volar entre la lluvia sorteando las ramas de los árboles, levemente mecidas por el viento. De vez en cuando se detenía y cerraba los ojos para escuchar; la llovizna aguijoneaba el silencio creando un suave rumor que adormecía plácidamente sus sentidos.
Como una especie de ritual, aprovechaba para inspeccionar las dos cunetas que flanqueaban la carretera. La pequeña estaba limpia; el agua circulaba ágil evacuando la que rebosaba del asfalto. La grande, que permanecía sujeta a un robusto muro horadado por grandes agujeros que parecían mirarle fijamente, recogía el agua que, procedente de la montaña, se había estancado en las praderas hasta rebosarla. El paso del tiempo, y los duros inviernos, con sus nevadas, y fuertes heladas, iban desportillando aquel dique de hormigón que, colonizado por el musgo y el moho, separaba los campos de la carretera; decenas de trozos desprendidos dejaban un rastro de desconchones en las paredes y salpicaban el fondo de la cuneta, convirtiendo el discurrir del agua en una carrera de obstáculos, formando pequeños rápidos a medida que la inclinación de la canalización aumentaba.
Más tarde, casi al final de la carretera, se detenía junto al profundo desagüe donde la cuneta grande dejaba que el agua se perdiera en dirección al río a través de oscuras canalizaciones, mientras observaba la silueta de aquella coqueta ermita rematada por un pequeño campanario, adornada con vistosas cristaleras de colores, con su característico, potente y estilizado frontón, y su pórtico flanqueado por columnas, algo que le llevaba siempre de nuevo a su infancia…
–¡Cuántos días de juegos en torno a aquella bonita y entrañable iglesia! –pensó
Luego, cruzaba la carretera “general”. El asfalto, negro de carbonilla, brillaba empapado por la llovizna. El carbón que transportaban los camiones para alimentar las calderas de las centrales térmicas, se apilaba en dos enormes montañas artificiales, muy cerca. Los días en los que el viento las azotaba con fiereza, el polvo negro volaba libre y se depositaba inmisericorde a su antojo. La carretera no era una excepción. El carbón se adhería a ella, aplastado por las ruedas de los vehículos.
Se acercaba entonces el momento de bajar a la presa. El primer tramo de escaleras, prácticamente irreconocible, aparecía engullido por el césped, y techado por una vegetación de pequeños robles, que formaban una especie de túnel junto con la verja que rodeaba el recinto de las centrales. El resto de los tramos conseguían mantenerse milagrosamente libres de maleza, aunque la vegetación, poco a poco, iba reconquistando terreno al hormigón.
Una barandilla oxidada ejercía de quitamiedos ante la importante pendiente que había que salvar, escalón tras escalón, hasta llegar a la parte de arriba del embalse, encajonado en aquel valle que el discurrir intemporal del río había labrado.
Al llegar al pie de la carretera que cruzaba la presa, levantaba la vista y respiraba hondo pensativo. Una verja impedía el paso, pero, desde allí, podía disfrutar del bonito paisaje que espejeaba sobre la superficie lisa y opaca, importunada por el choque de miles de gotas de aguas que difuminaban, en parte, el reflejo de los montes cercanos, del robledal pintado de ocre por el otoño, de los tonos grisáceos de las rocas escarpadas que permanecían orgullosas, desafiando a la gravedad al borde del agua; acantilados quizá sostenidos por alguna fuerza misteriosa.
El monótono murmullo que provocaba el choque de la lluvia contra aquella enorme masa de agua oscura y llana, le producía una sensación relajante que conseguía atraparle durante un tiempo.
Instantes después, agarrándose a las ramas de los árboles, se deslizaba monte abajo hasta llegar al pie de la presa. El ruido era ahora ensordecedor. La furia del agua se desataba al encontrar una vía de escape a su encierro. Las compuertas dejaban que resbalara por el lomo de hormigón del coloso hasta que chocaba contra la base, lanzando rociones de espuma blanca que se perdían entre el oleaje y la corriente aguas abajo, salpicando con nubes de vapor de agua las orillas del río.
El paseo había merecido la pena de nuevo. Regresaría, después de permanecer, allí sentado en una roca, mojándose con la aguarrada no sabría decir cuánto tiempo, observando como el agua escapaba de su cautiverio, esperando que, en algún momento, el sol lograra abrirse paso entre las nubes para regalarle un arco iris que llevarse como colofón; otro bonito recuerdo, una imagen más que la nostalgia seguramente conseguiría retener en lo más profundo y sentido de su memoria, para devolvérsela cuando ya no viviera allí.

sábado, 7 de marzo de 2020

EL MAESTRO DE LAS SOMBRAS DE DONATO CARRISI



      “El maestro de las sombras” de Donato Carrisi es una buena novela de misterio y suspenso, al menos entretiene y engancha, que es lo que yo le pido a este tipo de libros. Es el tercer volumen de una saga, aunque yo lo he leído el primero; creo que ya os comenté que me paseo por la biblioteca y cojo el libro que me “llama” en ese momento.
        La acción se desarrolla en Roma, en 2017. La ciudad, después de padecer una gran tempestad, se ve abocada a un apagón forzoso para reparar las tres centrales eléctricas que abastecen la urbe y que han resultado dañadas por un rayo.
Es en este momento cuando surge el recuerdo del mandato del Papa León XI quien, en 1521, 9 días antes de morir, ordenó que Roma nunca estuviera a oscuras. El miedo a las consecuencias de su incumplimiento recorrerá todo el texto; el temor a que el mal se adueñe de las calles preocupa a las autoridades que permanecen en estado de máxima alerta frente a los posibles disturbios.
        Instantes antes del apagón, Matilde Frei, una mujer que vive sola tras la desaparición de su hijo Tobías 9 años atrás, recibe una misteriosa llamada telefónica en la que la voz de un niño le pide que vaya a buscarlo. Ella recuerda al pequeño que la policía nunca halló.
        Por otro lado, los protagonistas principales de la novela son Marcus, el último penitenciario, un sacerdote al servicio del vaticano que se dedica a resolver “anomalías”, los casos más horribles relacionados con la iglesia, y Sandra Vega, una fotógrafa forense, la mejor en su campo, que es reclamada de su retiro por sus jefes para investigar una serie de asesinatos que se han producido con un denominador común, su extremada crueldad.
        El autor nos describe una ciudad apocalíptica con el Tíber desbordado, como en sus peores inundaciones, y con los delincuentes campando a sus anchas; la policía se ve incapaz de hacer frente a tanta maldad.
        Y ahora, si os apetece leer este libro, es el momento de que descubráis cual es la relación del desaparecido niño Tobías con la amnesia temporal que sufre Marcus, el penitenciario, tras aparecer desnudo en la cárcel del Tullianum, y el nexo que le une a este, con la atractiva investigadora Sandra Vega.   

domingo, 1 de marzo de 2020

LOS GALEONES DEL REY DE JOSÉ CALVO POYATO



     “Los galeones del rey” de José Calvo Poyato es una novela histórica ambientada en Sevilla, concretamente en 1646, un momento de crisis en la monarquía hispánica, de declive de nuestras armas en toda Europa, al igual que de decadencia de la ciudad hispalense; no olvidemos que se sitúa a tres años de la gran peste que reducirá a la mitad la población de la capital andaluza, hecho que precipitará su abandono en favor de la emergente Cádiz, ciudad que la sustituirá como capital del comercio americano.
        La narración arranca en el momento previo a la llegada de la flota de indias, de la que se dice que porta uno de los cargamentos más valiosos de su dilatada historia.
Un grupo de conspiradores capitaneados por el Duque de los Alcores, Rodrigo Ponce de León, planea hacerse con tan preciado tesoro. Para ello harán correr el bulo de que la peste, traída por la flota de indias, se ha extendido virulentamente por la costa gaditana y onubense. En un momento donde las comunicaciones son lentas, este poderoso grupo se hará con el control de la información que llega a Sevilla, ciudad que se ve absolutamente convulsionada, cuyas autoridades civiles y religiosas deciden cerrar sus puertas, organizar procesiones para tratar de contener la parca, y ordenar una preventiva cuarentena par los galeones de la flota en el Arenal.
        Diego Ruiz de Acevedo, medico de prestigio en la ciudad, que ha estudiado en Holanda y que ha pertenecido a los Tercios de Flandes, y su fiel amigo, Jerónimo de Loaysa, un ilustre imaginero cuya obra maravilla a sus conciudadanos, se enfrentarán a los conspiradores. El médico será comisionado por las altas instancias sevillanas con el objetivo de investigar la extensión del foco pestilente en las costas andaluzas, descubriendo su inexistencia. El imaginero, que vive un fogoso e imposible amor con la mujer del malvado Duque de los Alcores, la portuguesa Leonor de Mascarenhas, descubrirá por casualidad las intenciones de Rodrigo Ponce de León y sus secuaces.
        Ambos pondrán en peligro su vida para intentar frustrar los planes de los confabulados, enfrentándose al poderoso grupo nobiliario que controla, con sobornos, gran parte de las altas esferas civiles y religiosas de la ciudad.
        Se trata de una novela que se lee muy fácil dado que el autor nos transporta con gran acierto a la Sevilla del momento (aquel que conozca la ciudad podrá situar gran parte de los escenarios de la narración), una urbe que se mueve entre la devoción y la religión, entre el libertinaje y la delincuencia, donde los palacios de los nobles y las grandes instituciones como el Cabildo Catedralicio o la Casa de Contratación toman el mismo protagonismo que el mundo de los bajos fondos encarnados por las tabernas, mesones y mancebías insalubres. En definitiva, una novela con todos los ingredientes para pasar un buen rato; amistad, amor, intriga, traición, corrupción y ambición se mezclan en jugosas dosis para lograr transportarnos a la Sevilla de mediados del S. XVII.