Centrales térmicas de Velilla del río Carrión y Poblado de Iberdrola. Allí nací y me crié.
El día volvió a amanecer aborrascado,
con el cielo cubierto por densos nubarrones. Al abrir la ventana, el fuerte
aroma a tierra húmeda que desprendía el suelo lo impregnó todo. Los campos
verdes y encharcados desaguaban frente a su casa.
–Allí
arriba ha tenido que llover bastante –se dijo, asomándose al alfeizar mientras dejaba
que aquel ambiente agradable, húmedo y fresco entrara en la habitación para
quedarse, como si se tratara de un viejo camarada.
Al
contrario que la mayoría de la gente que conocía, aquel tiempo le gustaba de
verdad. Eran los días, en los que, envuelto en soledad, disfrutaba de su propia
compañía. Eran los días, en los que, con su chubasquero negro, salía a mojarse,
a deambular sin un objetivo aparente, aunque al final siempre acababa allí, en
la presa.
Salió de casa. Ráfagas racheadas
de llovizna comenzaron a azotar su rostro…
–¡Qué
dulce está el agua! –pensó relamiéndose los labios empapados por los leves
regueros que comenzaron a descender desde lo alto de su cabeza, cosquilleándole
las mejillas.
El
tiempo parecía detenerse aquellos días en los que el sol era incapaz de
traspasar aquella masa densa y aborregada de algodón grisáceo que cubría el
cielo, que engullía parte del paisaje, ocultando su belleza tras una cortina aterciopelada
y plomiza de neblina. Eran días de paz e introspección.
Paseaba
intentando no perder ni un sólo detalle de todo aquello que le rodeaba, aquello
que conformaba su pequeño paraíso, quizá intuyendo que algún día aquel mundo únicamente
estaría presente en sus recuerdos, grabado en sentidas y vívidas imágenes que
la melancolía se encargaría de guardar con ternura entre las arrugas de su memoria.
Caminaba despacio y
reflexivo, con las manos desnudas y ligeramente ateridas, empapadas por el agua
que se deslizaba por la tela impermeable de las mangas del chubasquero,
observando los escasos movimientos de su horizonte; algunos pájaros se atrevían
a volar entre la lluvia sorteando las ramas de los árboles, levemente mecidas
por el viento. De vez en cuando se detenía y cerraba los ojos para escuchar; la
llovizna aguijoneaba el silencio creando un suave rumor que adormecía plácidamente
sus sentidos.
Como una especie de ritual,
aprovechaba para inspeccionar las dos cunetas que flanqueaban la carretera. La pequeña
estaba limpia; el agua circulaba ágil evacuando la que rebosaba del asfalto. La
grande, que permanecía sujeta a un robusto muro horadado por grandes agujeros
que parecían mirarle fijamente, recogía el agua que, procedente de la montaña, se
había estancado en las praderas hasta rebosarla. El paso del tiempo, y los
duros inviernos, con sus nevadas, y fuertes heladas, iban desportillando aquel
dique de hormigón que, colonizado por el musgo y el moho, separaba los campos
de la carretera; decenas de trozos desprendidos dejaban un rastro de
desconchones en las paredes y salpicaban el fondo de la cuneta, convirtiendo el
discurrir del agua en una carrera de obstáculos, formando pequeños rápidos a
medida que la inclinación de la canalización aumentaba.
Más tarde, casi al final
de la carretera, se detenía junto al profundo desagüe donde la cuneta grande
dejaba que el agua se perdiera en dirección al río a través de oscuras canalizaciones,
mientras observaba la silueta de aquella coqueta ermita rematada por un pequeño
campanario, adornada con vistosas cristaleras de colores, con su característico,
potente y estilizado frontón, y su pórtico flanqueado por columnas, algo que le
llevaba siempre de nuevo a su infancia…
–¡Cuántos días de juegos
en torno a aquella bonita y entrañable iglesia! –pensó
Luego, cruzaba la
carretera “general”. El asfalto, negro de carbonilla, brillaba empapado por la
llovizna. El carbón que transportaban los camiones para alimentar las calderas
de las centrales térmicas, se apilaba en dos enormes montañas artificiales, muy
cerca. Los días en los que el viento las azotaba con fiereza, el polvo negro volaba
libre y se depositaba inmisericorde a su antojo. La carretera no era una
excepción. El carbón se adhería a ella, aplastado por las ruedas de los
vehículos.
Se acercaba entonces el
momento de bajar a la presa. El primer tramo de escaleras, prácticamente
irreconocible, aparecía engullido por el césped, y techado por una vegetación
de pequeños robles, que formaban una especie de túnel junto con la verja que rodeaba
el recinto de las centrales. El resto de los tramos conseguían mantenerse milagrosamente
libres de maleza, aunque la vegetación, poco a poco, iba reconquistando terreno
al hormigón.
Una barandilla oxidada
ejercía de quitamiedos ante la importante pendiente que había que salvar,
escalón tras escalón, hasta llegar a la parte de arriba del embalse, encajonado
en aquel valle que el discurrir intemporal del río había labrado.
Al llegar al pie de la carretera
que cruzaba la presa, levantaba la vista y respiraba hondo pensativo. Una verja
impedía el paso, pero, desde allí, podía disfrutar del bonito paisaje que
espejeaba sobre la superficie lisa y opaca, importunada por el choque de miles
de gotas de aguas que difuminaban, en parte, el reflejo de los montes cercanos,
del robledal pintado de ocre por el otoño, de los tonos grisáceos de las rocas escarpadas
que permanecían orgullosas, desafiando a la gravedad al borde del agua; acantilados
quizá sostenidos por alguna fuerza misteriosa.
El monótono murmullo que
provocaba el choque de la lluvia contra aquella enorme masa de agua oscura y
llana, le producía una sensación relajante que conseguía atraparle durante un
tiempo.
Instantes después, agarrándose
a las ramas de los árboles, se deslizaba monte abajo hasta llegar al pie de la
presa. El ruido era ahora ensordecedor. La furia del agua se desataba al
encontrar una vía de escape a su encierro. Las compuertas dejaban que resbalara
por el lomo de hormigón del coloso hasta que chocaba contra la base, lanzando rociones
de espuma blanca que se perdían entre el oleaje y la corriente aguas abajo,
salpicando con nubes de vapor de agua las orillas del río.
El paseo había merecido la
pena de nuevo. Regresaría, después de permanecer, allí sentado en una roca,
mojándose con la aguarrada no sabría decir cuánto tiempo, observando como el
agua escapaba de su cautiverio, esperando que, en algún momento, el sol lograra
abrirse paso entre las nubes para regalarle un arco iris que llevarse como colofón;
otro bonito recuerdo, una imagen más que la nostalgia seguramente conseguiría
retener en lo más profundo y sentido de su memoria, para devolvérsela cuando ya
no viviera allí.
Precioso, me ha encantado y de alguna manera me ha devuelto a mi niñez cuando pasaba las tardes de lluvia con mi querido papá en el puerto de Benidorm .Águeda Sellés 🤗
ResponderEliminarGracias. Echo de menos la lluvia. Aquí hay sol y playa. No podemos tenerlo todo. Besos
ResponderEliminarMe gusta, destila paz un contacto muy intimo con lo que le rodea, muy bien conseguido, te sientes bien y tranquila Gracias
ResponderEliminarGracias a ti por leerlo. Me alegro de haberte despertado esas sensaciones con mis letras. Saludos
EliminarMuy bonito. De vez en cuando nos afloran los recuerdos y hay que soltarlos. Un beso.
ResponderEliminarA veces consigo plasmarlos decentemente. Besos
EliminarMuy bonito , consigues que se viva ese momento 👏👏.
ResponderEliminarGracias. Me alegro de haberlo conseguido. Saludos chaval.
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