domingo, 8 de marzo de 2020

UN DÍA DE LLUVIA.

Centrales térmicas de Velilla del río Carrión y Poblado de Iberdrola. Allí nací y me crié.

       El día volvió a amanecer aborrascado, con el cielo cubierto por densos nubarrones. Al abrir la ventana, el fuerte aroma a tierra húmeda que desprendía el suelo lo impregnó todo. Los campos verdes y encharcados desaguaban frente a su casa.
        –Allí arriba ha tenido que llover bastante –se dijo, asomándose al alfeizar mientras dejaba que aquel ambiente agradable, húmedo y fresco entrara en la habitación para quedarse, como si se tratara de un viejo camarada.
        Al contrario que la mayoría de la gente que conocía, aquel tiempo le gustaba de verdad. Eran los días, en los que, envuelto en soledad, disfrutaba de su propia compañía. Eran los días, en los que, con su chubasquero negro, salía a mojarse, a deambular sin un objetivo aparente, aunque al final siempre acababa allí, en la presa.
Salió de casa. Ráfagas racheadas de llovizna comenzaron a azotar su rostro…
        –¡Qué dulce está el agua! –­pensó relamiéndose los labios empapados por los leves regueros que comenzaron a descender desde lo alto de su cabeza, cosquilleándole las mejillas.
        El tiempo parecía detenerse aquellos días en los que el sol era incapaz de traspasar aquella masa densa y aborregada de algodón grisáceo que cubría el cielo, que engullía parte del paisaje, ocultando su belleza tras una cortina aterciopelada y plomiza de neblina. Eran días de paz e introspección.
        Paseaba intentando no perder ni un sólo detalle de todo aquello que le rodeaba, aquello que conformaba su pequeño paraíso, quizá intuyendo que algún día aquel mundo únicamente estaría presente en sus recuerdos, grabado en sentidas y vívidas imágenes que la melancolía se encargaría de guardar con ternura entre las arrugas de su memoria.
Caminaba despacio y reflexivo, con las manos desnudas y ligeramente ateridas, empapadas por el agua que se deslizaba por la tela impermeable de las mangas del chubasquero, observando los escasos movimientos de su horizonte; algunos pájaros se atrevían a volar entre la lluvia sorteando las ramas de los árboles, levemente mecidas por el viento. De vez en cuando se detenía y cerraba los ojos para escuchar; la llovizna aguijoneaba el silencio creando un suave rumor que adormecía plácidamente sus sentidos.
Como una especie de ritual, aprovechaba para inspeccionar las dos cunetas que flanqueaban la carretera. La pequeña estaba limpia; el agua circulaba ágil evacuando la que rebosaba del asfalto. La grande, que permanecía sujeta a un robusto muro horadado por grandes agujeros que parecían mirarle fijamente, recogía el agua que, procedente de la montaña, se había estancado en las praderas hasta rebosarla. El paso del tiempo, y los duros inviernos, con sus nevadas, y fuertes heladas, iban desportillando aquel dique de hormigón que, colonizado por el musgo y el moho, separaba los campos de la carretera; decenas de trozos desprendidos dejaban un rastro de desconchones en las paredes y salpicaban el fondo de la cuneta, convirtiendo el discurrir del agua en una carrera de obstáculos, formando pequeños rápidos a medida que la inclinación de la canalización aumentaba.
Más tarde, casi al final de la carretera, se detenía junto al profundo desagüe donde la cuneta grande dejaba que el agua se perdiera en dirección al río a través de oscuras canalizaciones, mientras observaba la silueta de aquella coqueta ermita rematada por un pequeño campanario, adornada con vistosas cristaleras de colores, con su característico, potente y estilizado frontón, y su pórtico flanqueado por columnas, algo que le llevaba siempre de nuevo a su infancia…
–¡Cuántos días de juegos en torno a aquella bonita y entrañable iglesia! –pensó
Luego, cruzaba la carretera “general”. El asfalto, negro de carbonilla, brillaba empapado por la llovizna. El carbón que transportaban los camiones para alimentar las calderas de las centrales térmicas, se apilaba en dos enormes montañas artificiales, muy cerca. Los días en los que el viento las azotaba con fiereza, el polvo negro volaba libre y se depositaba inmisericorde a su antojo. La carretera no era una excepción. El carbón se adhería a ella, aplastado por las ruedas de los vehículos.
Se acercaba entonces el momento de bajar a la presa. El primer tramo de escaleras, prácticamente irreconocible, aparecía engullido por el césped, y techado por una vegetación de pequeños robles, que formaban una especie de túnel junto con la verja que rodeaba el recinto de las centrales. El resto de los tramos conseguían mantenerse milagrosamente libres de maleza, aunque la vegetación, poco a poco, iba reconquistando terreno al hormigón.
Una barandilla oxidada ejercía de quitamiedos ante la importante pendiente que había que salvar, escalón tras escalón, hasta llegar a la parte de arriba del embalse, encajonado en aquel valle que el discurrir intemporal del río había labrado.
Al llegar al pie de la carretera que cruzaba la presa, levantaba la vista y respiraba hondo pensativo. Una verja impedía el paso, pero, desde allí, podía disfrutar del bonito paisaje que espejeaba sobre la superficie lisa y opaca, importunada por el choque de miles de gotas de aguas que difuminaban, en parte, el reflejo de los montes cercanos, del robledal pintado de ocre por el otoño, de los tonos grisáceos de las rocas escarpadas que permanecían orgullosas, desafiando a la gravedad al borde del agua; acantilados quizá sostenidos por alguna fuerza misteriosa.
El monótono murmullo que provocaba el choque de la lluvia contra aquella enorme masa de agua oscura y llana, le producía una sensación relajante que conseguía atraparle durante un tiempo.
Instantes después, agarrándose a las ramas de los árboles, se deslizaba monte abajo hasta llegar al pie de la presa. El ruido era ahora ensordecedor. La furia del agua se desataba al encontrar una vía de escape a su encierro. Las compuertas dejaban que resbalara por el lomo de hormigón del coloso hasta que chocaba contra la base, lanzando rociones de espuma blanca que se perdían entre el oleaje y la corriente aguas abajo, salpicando con nubes de vapor de agua las orillas del río.
El paseo había merecido la pena de nuevo. Regresaría, después de permanecer, allí sentado en una roca, mojándose con la aguarrada no sabría decir cuánto tiempo, observando como el agua escapaba de su cautiverio, esperando que, en algún momento, el sol lograra abrirse paso entre las nubes para regalarle un arco iris que llevarse como colofón; otro bonito recuerdo, una imagen más que la nostalgia seguramente conseguiría retener en lo más profundo y sentido de su memoria, para devolvérsela cuando ya no viviera allí.

8 comentarios:

  1. Precioso, me ha encantado y de alguna manera me ha devuelto a mi niñez cuando pasaba las tardes de lluvia con mi querido papá en el puerto de Benidorm .Águeda Sellés 🤗

    ResponderEliminar
  2. Gracias. Echo de menos la lluvia. Aquí hay sol y playa. No podemos tenerlo todo. Besos

    ResponderEliminar
  3. Me gusta, destila paz un contacto muy intimo con lo que le rodea, muy bien conseguido, te sientes bien y tranquila Gracias

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti por leerlo. Me alegro de haberte despertado esas sensaciones con mis letras. Saludos

      Eliminar
  4. Muy bonito. De vez en cuando nos afloran los recuerdos y hay que soltarlos. Un beso.

    ResponderEliminar
  5. Muy bonito , consigues que se viva ese momento 👏👏.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias. Me alegro de haberlo conseguido. Saludos chaval.

      Eliminar