viernes, 25 de septiembre de 2020

DIPLOMA RECIBIDO DEL CONCURSO DE AZUAGA 2019.

 


    Buenos días.

        Hoy me ha llegado el diploma que me acredita como finalista en el V Certamen literario “Entre pueblos” 2019, modalidad relatos, por mi obra “Entre la bruma del tiempo”. Por razones sanitarias la entrega de premios que, en principio se había retrasado al 19 de septiembre, finalmente quedó suspendida definitivamente por los “dichosos” rebrotes. El galardón ya cuelga, como merece, en el lateral de mi blog junto a mis otros modestos logros (creo que sólo se ve en la versión web del blog; con el móvil habría que ir abajo del todo de la página principal para cambiar a versión web y poder verlo). De todos modos, en este post os dejo enlazados mis pequeños orgullos, por si alguien quiere recordarlos o leerlos por primera vez. Saludos, y feliz día de San Alberto.

         “Ilusión y recuerdo” Relato 2º clasificado en Villa del Prado, 2019 y 2º finalista en Azuaga 2018.

         “El niño de Murillo” Relato finalista en el III certamen “Ciudad de Sevilla”.2018.

         “Un momento perfecto”. Ganador premio provincial Guardo, 2009.

         “Los días del adiós”. Ganador en Jerte, 2008.

         Pregón del concurso literario de Guardo. 2015.














jueves, 24 de septiembre de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (CAPÍTULO VIII)

 


             Lo cierto es que, a pesar de mi lamentable estado, tenía curiosidad por saber lo que había acontecido en aquella habitación durante el tiempo que mi consciencia se había rendido ante la “fuerza” del remoquete que me había propinado Sara. Sabía lo que había sucedido antes de llegar ella y, dolorosamente, lo que me había pasado a mí después, tras recibir aquel contundente derechazo.

Ella seguía aplicándome hielo en ambos lados del rostro. Cuando lo hacía en el lado izquierdo mi campo de visión se centraba en ella, y percibí que a veces me miraba con compasión, las más con resentimiento e indiferencia. Cuando lo hacía en el lado derecho, mi rostro se volvía hacia mi Irene Adler que seguía practicando sus juguetonas insinuaciones a pesar de los reproches de Sara, cruzando, con calculada distracción, sus piernas de piel nacarina con amplios movimientos que a cualquiera hubiesen hecho perder los nervios y algo más. Pero no era mi caso, en aquel trance, y teniendo a mi sargento de hierro particular encargada de mi convalecencia, más valía no hacer ademán, ni comentario alguno, ni siquiera un casual movimiento ocular que pudiera resultar mínimamente interpretado como sospechoso de lujuria. Así que, cuando miraba hacia aquel lado, procuraba perder mi vista y mis pensamientos en un horizonte menos turbador que entre aquellas dos refulgentes columnas dóricas de mármol de fuste liso que sostenían el hermoso y modelado edificio que era el joven y seductor cuerpo de mi Irene Adler, culminado por aquella arrolladora mirada de ojos glaucos.

        Así que, allí estaba yo después de haber encajado aquella antuviada, maganto y aliquebrado, a merced de aquellas dos bellezas irresistibles, confundido por su actitud y camaradería, y en la peor de las situaciones, sintiéndome como el interior de un sándwich, un insulso quídam de jamón y queso, atrapado entre dos auténticos panes de molde que competían en personalidad y atractivo.

        –Pues la verdad es que el pobre camarero se llevó la impresión de su vida. –Mi Irene Adler rompió el silencio que había impuesto Sara instantes antes ordenándola callar de aquella manera que me resultó tan extraña porque ambas acabaron riéndose.

        –¿Qué pasó? –pregunté timorato implorando amnistía con mi mirada a Sara.

        –Ya te dije que nos asustamos al verte en el suelo –contestó escueta y arisca.

        –Bueno… –interrumpió mi Irene Adler–. Eso fue después.

        Observé como Sara iba a decir algo, pero al final no lo hizo. Pasó sorprendentemente, y a una velocidad inusitada, de una expresión de reproche, a otra de resignación, para acabar en auténtica diversión; sonreía para mi desconcierto.

        –Verás… –Mi Irene Adler pareció comprender que tenía el campo libre para dar su versión de los acontecimientos. Sara no iba a poner ningún obstáculo a su narración–. Tú “pantera negra” –evidentemente hacía referencia a Sara, su atuendo y su ira–, se me abalanzó sin darme cuartel, me agarró de los pelos y me llevó contra la pared, inmovilizándome, acompañando su ataque con una serie de curiosos calificativos que salían atropelladamente de su boca.

        Miré entonces a Sara.

        –La situación era evidente. La insulté, perdí los nervios…y no fui muy fina, lo reconozco. Y no sé por qué lo hice con aquellas palabras tan rebuscadas.

        –El caso es que, en el fragor del enfrentamiento, perdí la toalla, y este fue el panorama con el que se encontró el pobre camarero al asomar a la puerta. En primer plano, un hombre yacía en el suelo, aparentemente sin sentido. En el fondo de la habitación, junto al ventanal, una auténtica “pantera negra” tiraba de los pelos a una joven desnuda sujetándola entre el cristal y la pared mientras la vociferaba palabras ininteligibles para él, palabras desusadas o propias del habla de germanía. Evidentemente el camarero no se enteró de casi nada de lo que me dijo, pero yo sí, que para eso estudio filología –presumió finalmente mi Irene Adler

        Mi cara de asombro debía de ser un poema. No podía sonreír porque me lo impedía mi estado, pero, por dentro, seguro que me estaba desternillando. No me lo podía creer, Sara enfrentándose a mi Irene Adler por mi culpa, y despotricando en castellano desusado y en el lenguaje vulgar de los pícaros y delincuentes del s. XVII.

        –Me salió una letanía que aprendí en la facultad y que jamás pensé que utilizaría en mi vida. Fue un juego en su día. –Sara trató de justificar el uso de aquel vocabulario ofensivo.

        –Ya… y todos eran sinónimos de prostituta. Me llamó, que yo recuerde, bordiona, iza, lumia, marca, perendeca, tusona… Ah, y lo que seguramente le llevó a sacar una serie de conclusiones erróneas al pobre camarero, furcia y fulana, que eso sí que lo debió de entender perfectamente.

        –O sea que no te preocupaste por mí en un principio –comenté intentando manifestar decepción.

        –Por supuesto que me ocupé de ti. Te sacudí lo más fuerte que pude. Te hubiese arrancado el corazón, pero…

        –Pero… entonces se centró en mí, hasta que llegó el camarero.

          Lo cierto es que el hombre nos pidió un poco de cordura, nos separó, me tapó con el vestido de la recepcionista instándome a que me lo pusiera, y fue entonces cuando empezamos todos a preocuparnos por tu estado. Luego, mientras Sara ya se ocupaba de ti, yo me esforcé en explicar al camarero lo sucedido en la playa, y cómo me habías tratado con total corrección y cortesía; en definitiva, que eres un auténtico caballero, que me habías llevado a tu habitación para que no cogiera un resfriado, que todo se embrolló al presentarse tu pareja por sorpresa y encontrarse ante una situación muy comprometedora. Una cuestión de lógica malinterpretación –comentó su análisis con total desparpajo.

        –Y fue cuando le pedí al pobre hombre que me ayudara a ponerte sobre la cama, y que nos trajera algo de hielo. Luego, ella me contó todo lo que había sucedido por la tarde, y me pidió disculpas por lo que había pasado –concluyó Sara.

        –Y te lo creíste así… porque te lo dijo ella –dije extrañamente ofendido.

        –Reconozco que me costó hacerlo. Ese vestido y sus braguitas encima eran una prueba dolorosa de tu traición. Pero estaban manchados de arena, y su versión me pareció verosímil después de todo.

        –Bueno tuve que ser muy directa con ella –añadió Mi Irene Adler siguiendo su relato con natural frescura.

        –La creí porque me dijo que habías sido su Sherlock aquella tarde, y esa es una de tus anticuadas virtudes, eres un galán trasnochado, de los que ya no quedan; aunque también me confesó que le hubiese gustado que no lo hubieras sido tanto –Ambas rieron–. Además, no tardé en explicarle con suficiente vehemencia, y creo que lo comprendió enseguida, que tú eras “mi coto de caza privado” –dijo alzando su puño amenazadoramente hacia ella–. Luego, comenzamos a hablar de otras cosas mientras te reponías, de sus estudios, de que no sabéis vuestros nombres porque os conocéis por vuestras divertidas alusiones literarias, también me preguntó por mi congreso en Cáceres, y yo le conté que quería darte una sorpresa, y que la que se quedó pasmada fui yo al verla con el albornoz del hotel recién salida del baño, con su provocativa ropa interior yaciendo a la vista junto a la puerta.

–Creo que al verme junto a la ventana secándome el pelo, pensó que tenía una cornamenta como la de “Islero”. –Mi Irene Adler mostró una vez más su buen humor, y su saber, utilizando conocimientos taurinos.

–¿Islero? –preguntó Sara.

–El toro que mató a Manolete –afirmé aparentemente serio, pero enormemente divertido.

        Todo aquello comenzaba a tomar forma, al menos el desenlace, pero parecía surrealista. En pocos minutos Sara había tratado de ajustar las cuentas conmigo noqueándome sin piedad alguna, y luego había tratado de despellejar a mi Irene Adler. Sólo la milagrosa y oportuna aparición de un camarero, unas sinceras explicaciones, y el razonar de dos personas inteligentes, habían impedido que el ajuste de cuentas fuera completo, un ajuste que, respecto a mi rostro había quedado resuelto por K.O técnico antes de salir al cuadrilátero y, en mi mente, iba recuperando su habitual inclinación hacia la lujuria a pesar de las circunstancias puesto que comencé a pensar en lo endiabladamente ceñidos que ambas habían llevado aquellos dos fatídicos vestidos sobre sus esculturales e irresistibles cuerpos; el rojo que llevara mi Irene Adler, contrastando con sus abismantes y afilados ojos verdes, y el negro que vestía Sara, una auténtica venus, morena, mediterránea a rabiar, que alumbraba todo lo que le rodeaba con aquellos ojos castaños de mirada penetrante y melancólica.

        –¿Te llevo a casa? –preguntó Sara dejando de atenderme y acercándose a la ventana, junto al escritorio donde estaba sentada mi Irene Adler

        –Cuando quieras, parece que nuestro paciente…Perdón…tú paciente… –pauso unos instantes sus palabras y rio divertida mientras dejaba claro que Sara era la única dueña de mis designios–, Ya está mejor –contestó  mientras no perdía ocasión de insinuarse una vez más bajando de la mesa enseñando algo más que los muslos, colocándose tardía e intencionadamente el vestido de la recepcionista dirigiéndose luego hacia la puerta del baño para recoger, tentadora,  con la mayor sensualidad y picardía que pudo, su vestido y sus braguitas rojas, color con el que había conseguido teñir  gran parte de aquella tarde, y casi enterrarme.

        –¡Anda! ¡Vamos! –concluyó Sara conformista dándole una colleja cariñosa–. Eres el diablo en persona, un súcubo.

        –¿Puedo darle un beso para despedirme?

        –Si te acercas otra vez a él te arranco tus preciosos ojos verdes y te lleno de purines las cuencas.

        –Caray, eso tiene que escocer… –respondió ella. Entonces ambas rieron y salieron de la habitación. Sara cerró la puerta poco después de que mi Irene Adler se volviera para dedicarme una última mirada con sus inolvidables clisos glaucos y una despedida, cómo no, provocadora, llevándose la mano a sus carnosos labios, ahora ya sin carmín, para lanzarme un beso y decirme con salero y descaro:

        –Un placer, Sherlock. Hasta la vista. Me voy con tu preciosa pantera negra.

        ¡Aquella mujer era la caraba!


sábado, 19 de septiembre de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. SUSANA Y LOS VIEJOS DE IL GUERCINO.

SUSANA Y LOS VIEJOS. ÓLEO SOBRE LIENZO. IL GUERCINO. 1617
               

          Después de aquel breve inciso en nuestro recorrido por el Museo del Prado que nos había llevado a la contemplación de aquellos dos fantásticos lienzos de Murillo sobre la fundación de Santa María la Mayor en Roma, “El sueño del patricio Juan” y “El patricio revela su sueño al papa Liberio”, en el que habíamos disfrutado recordando nuestro feliz paso por la Ciudad Eterna en aquel maravilloso viaje que hicimos con motivo de que Sara participara en un congreso de Historia Medieval en la Universidad de la Sapienza, volvimos sobre nuestros pasos, dejando atrás la sala 6 con los fantásticos lienzos de Caravaggio, “David vencedor de Goliat”, y Bernardo Strozzi “La curación de Tobías” y “La Verónica”

        –Retomemos nuestra visita, vayamos a la sala 5. Viene que ni pintada… –afirmó Sara enigmática.

        –No entiendo.

        –Ya lo verás. Seguimos con la pintura barroca italiana, Domenichino, Reni, Lanfranco, Procaccini, Crespi… –En aquel momento ya nos asomábamos a la sala.

        –Y Guercino, por lo que veo.

        –Muy bien. Además, imagino que no hayas identificado su cuadro “San Pedro liberado por un Ángel” precisamente…

        –Me conoces como si me hubieses parido. No, es “Susana y los viejos” el que conozco en la intimidad –ironicé.

        –Lo imaginaba…por el desnudo de la protagonista, por supuesto.

        –No veo por qué otra cosa más interesante iba a ser –dije sonriéndole haciéndole una carantoña con un dedo en su nariz–. También he de decir que todo desnudo me recuerda a cierta irresistible medievalista toledana…

        –Sí, también me imaginaba que dirías eso como buen candongo que eres–añadió ella resignada.

        –Aunque me gusta más tu piel que es más morena. La muchacha del cuadro tiene una seria necesidad de broncearse. En fin… que me gustan las superficies más atezadas… –dejé caer con gracia mientras rozaba suavemente su brazo derecho con el envés de mi mano.

        –Ya… Salvo la de la Irene Adler esa de tu relato de piel “ebúrnea” que al parecer te va a llevar a la perdición. –Sara volvía a hacer mención a la muchacha protagonista de “Un horizonte rojo turbador”, la serie de relatos que estaba escribiendo sin ningún éxito de crítica y público, algo, por otro lado, ya habitual.

        –Eso es literatura y, probablemente, de la mala –protesté.

        –Bueno… Yo creo que más que literatura es “calentura”, lo que guía tus dedos sobre el teclado. –Sara rio divertida.

        –Quizá la culpa la tengas tú y tu irresistible presencia –le dije zalamero, haciéndole un gesto cariñoso y lascivo con los labios.

        –Pues ya puedes empezar a desfogarte con esta morena también en la ficción, o te daré una colleja –Sara rio–. La verdad es que te venía a enseñar este cuadro, un poco también por el relato que estás escribiendo.

        –¡Explíquese vuesa merced! –exclamé sorprendido y pomposo.

        –Cada cosa a su tiempo y los nabos en adviento –la expresión de Sara me hizo gracia a pesar de que iba cargada de cierto retintín–. Giovanni Francesco Barbieri…

        –Ese quien es.

        –Il Guercino.

        –Qué manía tenían de ponerles motes a todos.

        –¿Sabes de qué le viene el nombre?

        –Pues en buena lógica debió de nacer en algún pueblo italiano que se llamaría Guercia o algo parecido.

        –No seas lelo –Sara rio–. El pintor era bizco, en italiano quercio.

        –Así que se quedó con el “bizquito”.

        –Exacto. El pintor ejecutó una escena…

        –Ni que la hubiera matado –bromeé.

        –Eso lo dejo para mí como no me prestes atención.

        –Soy todo oídos –acaté sin dejar mi tono jocoso.

        –Como decía… la escena representa un pasaje del libro del profeta Daniel. Susana era la bella esposa de Joaquín, un hombre muy respetado entre los judíos. Su jardín era un lugar muy frecuentado por la comunidad hebrea, particularmente por dos ancianos jueces, Arquián y Sedequía que acudían allí a dirimir algunos pleitos. Así es como los viejos quedaron prendados de la belleza de Susana. Y una vez que ambos se confesaron mutuamente sus lascivos deseos hacia la joven decidieron acecharla.

        –¡Dios les cría y ellos se juntan! ¡Viejos verdes!

–¿No te sientes identificado? –Sara rio con su provocadora pregunta y prosiguió–. Un día muy caluroso, Susana creyó que el jardín ya estaba vacío y ordenó a sus doncellas que la trajeran aceite y jabón, y que cerraran el recinto; quería darse un baño. Las sirvientas así procedieron sin darse cuenta de que los ancianos se habían ocultado en el interior. Fue entonces cuando los jueces abordaron a Susana e intentaron que ella atendiera sus libidinosos pasiones entregándoles su virtud bajo amenazas.

        –¡Qué indecencia! ¡Qué procacidad! –exclamé con teatralidad.

        –Y hay más, como ella no cedió a sus deshonestas proposiciones la denunciaron por adúltera, elevando el falso testimonio de que la habían sorprendido ayuntándose con un muchacho en el jardín; joven que habría conseguido huir de los ancianos al ser descubierto en plena faena.

        –Ahora ya pasan a ser unos cabritos –apunté con salero.

        –Susana habría sido condenada de no haber intervenido el joven profeta Daniel quién impuso a los ancianos jueces una prueba por separado. Los viejos libidinosos se delataron al relatar que habían descubierto a Susana, y ese supuesto joven, en pleno acto carnal bajo diferentes árboles; uno decía que era una acacia y otro una encina. Al final ambos fueron condenados a muerte.

        –En el Antiguo Testamento no se andaban con chiquitas. Aunque, se lo tenían merecido.

        –Guercino representa el momento en el que Susana comienza a bañarse y es acechada por los ancianos. El lienzo lo podemos dividir en dos partes diferenciadas…

–Los ancianos y Susana. La parte de la moza es mucho más interesante –comenté sátiro sin que Sara me hiciese mucho caso.

–Verás. La pintura refleja la influencia en Guercino de la pintura veneciana en los paisajes y el cromatismo. Además, los ancianos son la viva expresión del naturalismo, con esos movimientos y gestos exagerados por el tratamiento de las ropas, los contrastes de los colores y el uso del claroscuro, mostrando el nerviosismo y la inquietud propia de un momento visceral alimentado por el deseo irrefrenable de poseer a la joven.

–La muchacha tiene un tiento… –comenté rijoso con superficialidad.

–Y tú una torta si no me dejas acabar.

–A sus órdenes, vuecelencia –añadí jocoso ante su cara inequívoca de resignación.

–En contraste con esa parte de la pintura está la serena sensualidad que desprende la luminosa y casi monócroma piel nacarada de Susana, acentuada por el sugerente paño albo que apenas cubre parte de su muslo derecho. Guercino consigue que todo el que contemple el cuadro, se sienta un poco como los viejos jueces que acechan a la muchacha; la verdadera protagonista del lienzo.

–Yo… del todo.

–Claro, eres un viejo, y muy verde –Sara rio y prosiguió–. Este tema bíblico fue representado por varios artistas del barroco, Tintoretto, Veronés, Luca Giordano… Era una excusa para pintar un desnudo femenino, dentro de una escena plenamente religiosa, puesto que proviene de la misma Biblia.

–¡Con la iglesia hemos topado!

–Y ahora te explicaré porqué te quería enseñar este cuadro en concreto.

–Imagino que porque crees que soy un viejo verde como los del lienzo. Pues lo confieso. Te he acechado y te acecho. Ardo en deseos de hacerte mía. ¡Sé mi Susana! ¡Seré tu Joaquín! –exclamé con afectación tomándola por la cintura– Si es que…a tu lado pierdo el caletre, no soy más que un pobre calvatrueno asaeteado cruelmente por cupido, que vive mendigando tu amor, sojuzgado por tu incomparable belleza y sabiduría.

–Cuando dejarás de usar esas palabrejas y de hacer el tontaina… –dijo divertida intentando zafarse de mí–. Acabaré hablando contigo con el diccionario de la RAE abierto en el móvil para traducirte –añadió condescendiente–. Además, creo que eso de las palabras me está afectando porque te he traído ante este lienzo porque he encontrado un vocablo bastante raro, que podría definirte como a los ancianos, por edad y actitud.

–Dispara –añadí impaciente soltándole la cintura.

–Eres un vejete calenturiento y fisgón, como ellos –Sara señaló al cuadro–, un samueleador. –Sara rio y me guiñó un ojo.

–No podía ser casualidad. Yo ya sabía que Sara estaba leyendo lo que yo publicaba en mi blog, pero, además, estaba seguro de que se entretenía buceando entre mis notas. Aquella palabra figuraba en el borrador del último capítulo de “un horizonte rojo turbador”, por otro lado, absolutamente a su alcance en mi portátil.

lunes, 14 de septiembre de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (VII PARTE)

 


          No debí de estar mucho tiempo sin sentido; evidentemente no lo recuerdo. El hecho es que cuando lo recobré yacía sobre la cama de mi habitación. Durante un tiempo me mantuve expectante completamente en silencio, mitad porque seguía aturdido, mitad porque la situación invitaba más a un profundo análisis y una cuidada reflexión; en “román paladino” lo más inteligente para intentar salir airoso de aquella complicada situación era escuchar e intentar elaborar un plan que me permitiera esquivar siquiera el siguiente chaparrón.

        Parpadeé varias veces, todavía mirando hacia el techo y con dos dolores localizados en mi cabeza, uno en la parte derecha, correspondiente al golpe con la puerta, y el otro al del pómulo, este último doblemente lacerante, en lo físico por el contundente puñetazo cuasi profesional que me había dado Sara, y en lo anímico porque mi autoestima estaba bajo mínimos; “mandaba narices” que la primera persona que me había partido la cara era mi pareja, aunque quizá no lo fuera ya por mucho tiempo.

        Poco a poco me atreví a hacer algún movimiento y, al dejar de mirar al techo y girar la cabeza, el zumbido que se instalara en el interior de mi cerebro en el momento del noqueo se acentuó, al igual que la sensación de mareo, además pude comprobar que aquella molestia me impedía oír correctamente. Sara estaba sentada a mi lado, aplicando una bolsa de hielo a mi pómulo izquierdo, mientras daba un bocado a un sándwich, con un desaborido y helador gesto de indiferencia hacia mí. Tras ella vi el carrito del servicio de habitaciones con el refrigerio que había encargado en recepción. Deduje entonces que el camarero lo había dejado allí, tras la puerta de la habitación, y que también habría sido él quien le habría proporcionado el hielo a Sara, quizá incluso fuera invitado sutilmente a no abrir la boca ante semejante espectáculo; Sara era capaz de convencer al diablo de que en el infierno nevaba. También pude sentir que Sara iba alternando el hielo en los dos lados de la cabeza afectados por el siniestro, ambos latosamente palpitantes en cuanto ella dejaba de aplicar frío.

Por tanto, allí yacía yo, quebrantado y expectante, sin articular palabra y sin atreverme a dar un paso mucho más osado en mis evoluciones. Entonces, miré a Sara, sumiso y amartelado, buscando un resquicio de comprensión. Ella me rehuyó, supuse que algo más que ofendida, no era para menos. Pensé que, si me hubiera dado la oportunidad de explicarle mi realidad, aunque pareciera tan extraña y embarazosa… Pero… ¡qué demonios! Era imposible que aquello pudiera ser mínimamente comprensible; ella me había sorprendido con una hermosa joven en mi habitación, que parecía recién salida del baño ataviada con el albornoz del hotel y, lo peor de todo, Sara había visto el vestido rojo y las braguitas de mi Irene Adler a la puerta del baño impidiendo que ésta se cerrara. Todo intento de explicación se iba al garete en cuanto aplicaba un mínimo de razonamiento lógico a los hechos. Entonces giré la cabeza en dirección a la ventana. Para mi sorpresa me encontré con los ojos verdes de mi Irene Adler, imposibles de olvidar a pesar de las circunstancias, posados fijamente en mí. Ella, seguía allí, aunque ya no llevaba puesto el albornoz, si no el vestido de que me prestara la recepcionista. Sus labios color carmín se movían levemente, puede que estuviera diciéndome algo, pero yo no oía más que aquel molesto zumbido aún. Al volverme hacia Sara vi que ella también movía los labios en aquel momento, aunque yo tampoco la oía a ella; discurrí entonces que ellas se estaban hablando.

Aquel fue el momento en el que decidí darme una tregua; dejé de mirar a ambas. Lo malo es que mi vista descansó en lo más llamativo de toda la estancia, la entrada del baño, donde seguían en el suelo aquellas prendas que habían formado parte de mi ominoso horizonte rojo perturbador, el vestido de mi Irene Adler, y sus pequeñas y eróticas braguitas, aquel horizonte rojo que se había convertido en negro en el momento que apareció Sara con su vestido ajustado y sus tacones, y no sólo porque mi mundo se hubiera venido abajo al igual que mi cuerpo tras el leñazo que me había soltado en la cara, sino porque me vino a la mente un recuerdo, el de aquella noche en Roma con Sara, cuando ella acababa de volver de la Universidad de la Sapienza donde asistía a un congreso sobre historia medieval, ataviada con aquel mismo vestido negro que tan poco tiempo tardé en quitarle. Curiosamente, la imagen de su ropa interior negra junto a la puerta del baño de la habitación, vaya casualidad, teñía y erotizaba inexorablemente aquel inolvidable recuerdo.

Volví a mirar a Sara en cuanto conseguí abandonar mis excitantes evocaciones. El zumbido parecía remitir y dejaba de martirizarme. El panorama seguía confuso en mi interior y, sobre todo, en el exterior. Lo primero que oí de sus labios me tranquilizó un poco, o eso creo.

–¿Qué tal está mi D. Juan? –preguntó Sara ríspida acompañando sus palabras con su mejor sonrisa sardónica. Ella seguía alternando el paño a modo de bolsa con el hielo aplicándomelo a un lado y al otro de la cara, y había dejado de comer; al menos no percibí esa insensibilidad que emanaba instantes antes en la que pareciera estar acostumbrada a romperle la cara a su novio para luego ayudarle a recomponerse mientras merendaba con total naturalidad.  Mi Irene Adler estaba sentada sobre la mesa del escritorio apoyando su espalda sobre el ventanal que daba a la Playa de Santa Marina. Entre sus manos humeaba una taza de infusión, percibí cierto aroma a manzanilla. Lo chocante del asunto es que recogía sus piernas de manera sugerentemente dadivosa, más si cabe cuando recordé que su ropa interior seguía en el suelo, junto a la puerta del baño. Curiosa situación la mía con mi “ya no tan segura pareja” atendiéndome en la cama, mientras yo, ante cualquier movimiento de mi Irene Adler, descuidado o intencionado, podía acceder a la completa visión de su “monte de venus” bajo el vestido, tras surcar sus blancas y tersas piernas. Entonces le oí decir...

–Recupera el color.

–Eso parece –contestó Sara escueta y desabrida. Luego, se inclinó hacia mí y me susurró al oído–. Si tu mejoría en el color de la cara es porque te estás ruborizando por mirar en aquella dirección     como un vulgar viejo verde samueleador –me indicó con sus ojos hacía mi Irene Adler–, puede que te sacuda en el otro pómulo, y así te dejo la cara simétrica y de color amaranto. –Entonces Sara su incorporó y siguió aplicándome hielo con algo de rudeza, mientras me miraba inquisitivamente, y volvía, inquietantemente, a dar un bocado al sándwich con desafecto.

Ante aquella tesitura no quedaba sino retirar mi vista inmediatamente de Irene Adler y humillarme un buen rato más, permaneciendo paralizado en la cama, atrapado entre las garras de aquellas dos bellezas arrobadoras. Ni en mis mejores sueños pude imaginarme en mejor compañía, aunque en aquel momento resultara peligroso hacer frente a esos dos caracteres de armas tomar.

–Niña, cambia esa pose tan atrevida que a nuestro libidinoso D. Juan se le sigue distrayendo la vista a pesar de mi presencia y de su patética estampa –concluyó Sara con un afectado gesto de resignación dando un nuevo bocado al sándwich. Ambas rieron mientras mi Irene Adler adoptada una postura más recatada cruzando sus ebúrneas piernas, llevando el vestido prestado por la recepcionista forzadamente por debajo de sus rodillas.

Cada vez estaba más confuso, más extrañado por el tono de voz que había utilizado Sara para reprocharme mi distracción con mi Irene Adler, y su actitud displicente mientras me cuidaba y comía a la vez. El hecho de que ambas se rieran de aquello me desconcertó aún más. Sara incluso parecía bromear a mi costa con ella.

–Ella me ha explicado todo. –Sara se dirigía ahora a mí, señalando a mi Irene Adler. Como siempre, gozaba de esa virtud de leerme los pensamientos como si mi cerebro fuera un libro abierto para ella. Entonces mi nerviosismo aumentó porque no sabía la versión de los hechos que ella le había dado.

–No te preocupes. Le he contado la verdad. Todo lo que ha sucedido esta tarde, desde el momento en que me auto invité al orujo, pasando por nuestra conversación con alusiones literarias, para terminar con mi caprichoso baño, mis… traviesas provocaciones… –Entonces Sara la interrumpió. Yo me sentí aún más incómodo, mi Irene Adler parecía tener la misma virtud adivinatoria que Sara sobre mis pensamientos.

–… Y tu caballeroso comportamiento. Al menos hasta que yo llegara, aunque no sé qué hubiera sucedido –Ambas rieron tras las palabras de Sara.

–Estoy segura de que me hubiese llevado a casa, Sara. Y no se lo puse fácil –comentó mi Irene Adler con descaro sin dejar de lado el tono juguetón de su conversación; era evidente que a ella le había divertido todo aquel embrollo.

–Creo que debí darte un par de tortas a ti también –afirmó entonces Sara alardeando de tener bajo control la situación con su tono de voz matriarcal.

–Qué sepas que tu Sara estuvo a punto de sacudirme la badana. Si no llega a ser porque supo controlarse en última instancia al ver el rostro lívido del camarero del servicio de habitaciones en el zaguán de la puerta.

La situación me parecía rocambolesca. Ambas habían estado a punto de pegarse, y ahora parecían incluso amigas. Yo seguía sin articular palabra, todavía no sabía si porque no podía, o porque no me atrevía.

–¿Estás mejor? –me preguntó Sara, mudando su expresión a preocupada. Yo asentí con la cabeza, aunque aquel mínimo esfuerzo me provocó dolor. Entonces Sara se inclinó sobre mí y me besó en los labios. No sé cómo explicarlo, pero sentí que aquel beso era sincero y profundo; quizá después de todo aquella situación tan comprometida nuestra relación siguiera en pie.

–El contusionado progresa adecuadamente –afirmó divertida mi Irene Adler. Por fin yo abrí la boca con torpeza.

–¿Qué haces aquí? –acerté a preguntarle a Sara.

–Venir a rescatarte de esta lagartona. –Ambas volvieron a reír.

–Yo… La hubiese llevado a su casa.

–Lo sé, tontorrón –Sara me sonrió–. Ella me lo ha dicho, aunque me ha costado creerla; es muy atractiva, una irrechazable tentación. Y comprenderás que el panorama con el que me encontré cuando me abriste la puerta era una auténtica condena.

–Lo siento. Ella se metió en el mar…y yo… –no acerté a explicarme.

–Y tú eres un bobalicón romántico, un trasnochado caballero y un rodrigón. Y por eso te quiero tanto, ¡mamonazo! Aunque después de casi seis horas de coche, encontrarte con otra mujer en tu habitación, me descompuso un tanto.

–¡Un tanto! –exclamó mi Irene Adler volviendo a adoptar una postura tremendamente oferente, dejando que la luz se adentrara más de la cuenta bajo el vestido entre la brillante piel de sus muslos marfileños–. Entonces no quiero verte enfadada del todo –concluyó.

–¡Niña! ¡Pues lo vas a conseguir si no dejas de hacerte propaganda! –le volvió a reprochar Sara haciéndole un gesto con las manos para que cerrara sus piernas–. Me voy a descomponer el otro tanto si no te comportas… –Mi Irene Adler sonrió y volvió a recatarse, aunque imaginé que por poco tiempo; ella era así–. A veces es mejor escuchar antes de actuar, pero… –Sara no siguió hablando porque mi Irene Adler la interrumpió con descaro.

–En este caso lo mejor fue que un camarero asomó a la puerta y evitó un linchamiento.

–Bueno…el camarero se asustó al verte en el suelo. Y yo… también –contestó dirigiéndose a mí.

–Lo cierto es que no fue exactamente así… –rebatió mi Irene Adler.

–¡Tú te callas! –exclamó Sara elevando el tono de voz teatralmente.  Entonces las dos se miraron y volvieron a reír, ante mi evidente desconcierto.

 


domingo, 6 de septiembre de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (VI PARTE)

 

VENUS CALIPIGIA

             Ante la tesitura de que ninguna de las versiones que podía dar de los hechos a la recepcionista del hotel fuera creíble, decidí “echar por la calle del medio” y contar la verdad. Imagino que por ser un cliente habitual me facilitó todo lo que le pedí, aunque su cara de pasmo lo decía todo. Lo cierto es que ella se comprometió a proporcionarme ropa para mi Irene Adler y, además, solícita, habló con el camarero de la cafetería para que nos subieran algo de merendar y, sobre todo, alguna infusión, café y leche caliente.

        Nuestra entrada en el hotel, y las explicaciones y peticiones en recepción, no pasaron desapercibidas a los pocos clientes que deambulaban por allí, o disfrutaban de un rato de lectura o café; no creo que fuera muy normal ver a un hombre maduro con aspecto de indiano aventurero acompañado de una bellísima muchacha, que parecía rescatada de un naufragio. Sus caras de incredulidad, cuando no de directo reproche, no me sorprendieron. Quizá en su lugar yo también hubiera pensado igual de mal…

        –¡Lo que hace una buena billetera! ¡No tiene vergüenza, traerse una señorita tan joven y de esa guisa, a media tarde al hotel, a la vista de todo el mundo! ¡Presuntuoso, si podría ser su abuelo!

        Finalmente subimos a la habitación.

        –¿Te gusta? –dije al abrir la puerta y mostrarle mi estancia intentando romper el silencio que habíamos mantenido durante todo el tiempo que estuvimos en recepción, y mientras subíamos.

        –Señorial, como dijiste –contestó escueta.

        –¿No consigo comprender por qué hiciste esa locura? –pregunté en referencia al gélido baño que se acababa de dar buscando la trivialidad de una conversación que no tensionase más aquella extraña tarde.

        –Ya te lo dije, para salirme con la mía. Al final te mojaste los pies. Aunque quizá fuera para que me trajeras a tu habitación –me insinuó descarada y tentadora, mientras arrojaba su vestido rojo manchado ligeramente de arena hacia el suelo de la entrada del baño y, deliberada y lentamente se acercaba hacia él, exhibiendo colgadas de su índice derecho sus braguitas rojas de encaje que finalmente dejó caer sobre el vestido, dejándolas sugerentemente a la vista. Luego, ella me dedicó una sonrisa provocadora mientras se despojaba de mi gabardina y la colocaba con delicadeza sobre la silla, frente al escritorio, junto al ventanal que daba a la bahía–. Además, seguro que te habrías metido en el agua del todo si no hubiera salido. A pesar de todo me sentí rescatada por mi caballero Sherlock  –concluyó divertida.

        –¡Eres un diablillo! –exclamé incómodo.

Ella se quedó junto al ventanal que daba a la playa y se quitó su chaqueta roja. No me tranquilizó precisamente evocar que sólo llevaba puesta mi sudadera, y mi razonamiento comenzó a mostrarse confuso. Del caballero andante que rescata a su dama saltaba al hombre rijoso con demasiada facilidad. No pude evitar observarla, aparentemente cándida e inocente, con el pelo mojado cayéndole sobre mi jersey, con la vista perdida en el precioso horizonte de la bahía de Ribadesella. Luego, tampoco pude deshacerme de aquella imagen de ella, no tan candorosa; la de la mujer irresistible, manipuladora y veleidosa que me hubiera arrastrado a las aguas del cantábrico sin dudarlo. Entonces, quizá dejándome llevar por la realidad de la atracción que ejercía sobre cualquiera que la contemplara, descansé furtiva e irremediablemente mi mirada sobre su figura, sobre sus hermosas y ebúrneas piernas, dos estilizadas columnas de mármol de fuste liso, cuyo tacto casi pude sentir mientras las recorría con la imaginación; unos pensamientos que se perdían inexorables bajo la tela roja sobre aquella anatomía perfecta que desataba el deseo. Me di la vuelta avergonzado porque sabía que ella jugaba conmigo, empujándome a cada momento con sus miradas, palabras y actos al arriesgado conocimiento del paisaje ignoto de su cuerpo, segura de que, si yo no me hubiera resistido, ella me hubiera iniciado en su sabiduría en la misma playa.

        –Anda. Date una ducha de agua caliente. Enseguida nos subirán algo de ropa –concluí recuperando la sensatez, dejando mis elucubraciones de novelista aficionado de un lado.

        –Lo haré, gracias.

        Ella se volvió hacia mí, zahiriéndome de nuevo con aquella mirada insostenible de ojos glaucos imposible de olvidar, coqueta, profunda, cautivadora, y comenzó a caminar en mi dirección; en realidad tenía que pasar ante mí para entrar en el baño. Entonces, se detuvo al llegar a mi altura y me susurro al oído:

        –Ha sido la tarde más interesante de todas mis vacaciones, aunque decidas que acabe así –dijo deslizando melosamente aquellas incitantes palabras entre sus carnosos labios, aún pintados de carmín, poco antes de besarme en la mejilla izquierda. Aquello no contribuyó a tranquilizarme, y mucho menos la imagen erotizante y venusina que me fue regalando a medida que se alejaba, puesto que fue elevando lentamente la sudadera sobre sus nalgas y espalda hasta quitársela del todo al llegar a la puerta del baño, dejando al descubierto el envés de aquella anatomía privilegiada que se anunciara bajo su vestido rojo en el bar donde nos conocimos; un espectáculo al que asistí confundido y boquiabierto. Luego mi Irene Adler se dio la vuelta cubriéndose con la misma prenda, aparentando pudor, volvió la puerta sin dejar de asomar la cabeza, con una pose cinematográfica de actriz experimentada, asomó su pierna derecha y apoyó los dedos de su pie sensualmente sobre las braguitas de encaje rojo y el vestido manchado de arena, dejó que la sudadera colgara de su brazo derecho desnudo, anunciando provocativamente uno de sus pechos apoyándolo en el extremo de la puerta, y me arrojó finalmente el jersey con estudiada teatralidad.

        –Gracias. Caballero Sherlock –me espetó descarada guiñándome un ojo.

        Ella dejó la puerta entornada, no la cerró. Aturdido, coloqué la sudadera sobre la gabardina y luego me asomé al ventanal, con la intención de aligerarme del sofoco dejándome acariciar por la brisa del cantábrico, intentando distraer la lubrica desnudez de su juventud en la contemplación de la playa de Santa Marina; un imposible.

        Entonces sonó el timbre de la puerta. Abrí. Era la recepcionista con un vestido.

        –Es mío. Seguro que le sobra algo. Yo no tengo ese cuerpazo   –me comentó sonrojándose con envidia, probablemente intuyendo también que se había excedido en su comentario.

        –No sabe cuánto se lo agradezco. Seguro que le sirve.

        –Una última cosa, no quisiera ser indiscreta, pero… comprenderá que… si ella pasa la noche con usted deberíamos hacer su registro… Lo siento es algo embarazoso tener que pedírselo.

        –Sé lo que está pensando y no se lo reprocho. La situación invita a deducir lo que parece evidente, aunque no sea el caso. No se preocupe, se está duchando, y luego, la acompañaré a su casa. Sólo intento que no coja un constipado.

        –De acuerdo –me contestó incómoda–. Sin necesita algo más, no tiene más que llamarme –añadió servicial–. Enseguida les subirán el refrigerio que encargó –concluyó dando dos pasos hacia atrás, finalizando con profesionalidad y discreción la conversación.

        –Se lo agradezco de nuevo –dije con sinceridad, sonriéndole algo resignado. Imaginé a aquella mujer volviendo a sus quehaceres habituales confundida por aquel extraño asunto y, sobre todo, con la manera que, al parecer, se iba a solucionar.

        Al cerrar la puerta seguí oyendo el agua correr en la ducha y me acerqué a la ventana de nuevo. Allí intenté hacer una semblanza razonada de lo que había sido la tarde, aunque todo pensamiento  se veía eclipsado por una silueta roja extremadamente turbadora que se alejaba hollando la arena de la playa, y que iba diluyendo su color en favor de la belleza del rielar de la piel desnuda y tersa, y el contorno perfecto de mi Irene Adler de espaldas entrando en el baño; una auténtica Venus Calipigia.

Finalmente ella salió enfundada en el albornoz que el hotel ponía a disposición de sus clientes en sus mejores habitaciones, mientras se secaba el pelo con una toalla. De nuevo sonó el timbre.

        –Será el servicio de habitaciones. Debes tomar algo caliente. Luego te vestirás –señalé al vestido que me había subido la recepcionista que yacía sobre la cama–, y te acompañaré a casa.

        –Una forma un poco sosa de acabar una hermosa velada –comentó divertida, simulando decepción, dirigiéndose a la ventana con vistas al mar.

        Y fue al abrir la puerta cuando la tarde se entenebreció por completo. No era el camarero con el refrigerio quien esperaba al otro lado, era Sara, que embutida en un ajustadísimo vestido negro que resaltaba, y de qué manera, sus formas de mujer madura y lozana, se echó en mis brazos, y me besó apasionadamente sin mediar palabra. Luego, debió de notar algo anormal en mi forma de reaccionar porque se separó de mí enseguida. Entonces, su rostro pasó de la calidez de mujer enamorada inicial, a la sorpresa de la decepción más absoluta, para acabar en la indignación que sentí, hosca y lacerante, cuando su mirada acabó por entigrecerse. Yo giré mi cabeza, instintivamente, sin saber qué hacer, ni qué decir, sintiendo que el dalle afilado de su resentimiento amenazaba mi cuello. El panorama era desolador; mi Irene Adler estaba de espaldas ataviada con el albornoz del hotel, y seguía secándose el pelo formando una postal perfecta enmarcada en el azul del mar cantábrico, la prenda de la recepcionista yacía sobre la cama y, para mayor escarnio, el vestido rojo manchado de arena con las pequeñas y eróticas braguitas rojas asomaban a la entrada del baño. Durante un instante, que duró una eternidad, todos aquellos meses felices que había pasado junto a Sara recorrieron mi mente, anunciando el final de una hermosa relación ante lo inexplicable de la situación a la que tenía que hacer frente. Con el pánico en el cuerpo y, seguramente, con el rostro lívido, me volví hacia Sara, aunque sólo llegué a ver su hombro, porque en aquel momento ella me lanzó un crochet de derecha perfectamente ejecutado, que impactó con violencia en mi pómulo izquierdo, paradójicamente, en el mismo lugar donde mi Irene Adler había posado sus labios antes de entrar en el baño. La contundencia del golpe, fue tal, que mi cabeza fue a dar contra el borde de la puerta golpeándose en el hueso temporal y el oído. Entonces sentí que un enorme zumbido se colaba a través de la ventana para alojarse dolorosamente en mi cerebro, algo parecido a la sirena de un barco, y luego recuerdo haberme tambaleado, haber perdido el equilibrio y haberme derrumbado en el suelo, mientras por mi nublada vista pasaban el rostro desencajado por el odio de Sara, los adornos de las paredes, los apliques de la luz, el blanco del techo, y el rojo perturbador de las braguitas y el vestido manchado de arena a la entrada del baño, al descolgárseme la cabeza inerte hacia el lado derecho. Finalmente, presagiando el lúgubre final de aquella tarde, mis ojos se cerraron, y el color negro tiñó mi mente cuando perdí la consciencia. Sara me había noqueado.