domingo, 30 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (V PARTE)

 

Playa de Santa Marina. Ribadesella.

          Cautivado por la belleza de su rostro, desarmado por la fuerza de la seductora mirada de aquellos insondables ojos verdes, ahora, además, sentía cercano y electrizante el calor de su cuerpo a través de mi brazo. Intenté distraerme en la contemplación del bello paisaje que nos rodeaba, aunque no conseguí apartar mis pensamientos turbadoramente encarnados. Entonces, un breve silencio se instaló entre nosotros, una cálida tregua que recompuso en parte mi ánimo, mientras caminábamos plácida y lentamente por el Paseo Agustín de Argüelles, en la Playa de Santa Marina, cubiertos por aquella tarde plomiza que amenazaba aguacero.

–No sólo soy unos ojos bonitos –dijo reflexiva y cándida, con cierta melancolía, consciente de su belleza arrobadora, instantes después.

        –Eso ya lo sé. No me malinterpretes. No quiero resultar superficial pero tu atractivo puede llegar a perturbar y lo sabes –me disculpé por si acaso.

        –Estoy demasiado acostumbrada a que sólo se fijen en el “envoltorio”.

        –A mí me parece que eso te divierte. Pero no me gusta el tono en que lo dices. Mi querida Irene… Es lógico y humano admirar la belleza. No debe afligirte ser objeto de deseo, al contrario. Eso sí, debes saber gestionarlo o aprender a hacerlo. ¿Qué te parece si nos acercamos a mi hotel? Me gustaría coger una gabardina y el paraguas, por si llueve y se pone fresco el día –cambié de conversación intentando disipar aquella tristeza que parecía acompañarla desde que ensalcé, con sinceridad, el indiscutible encanto de sus ojos.

        –¿Dónde te alojas?

        –En el Villa Rosario.

        –¿En el I o en el II?

        –En el I, me parece señorial. Admiro la arquitectura indiana.

        –Muy pocos tuvieron suerte, pero algunos volvieron de América enriquecidos y pudieron construirse preciosos edificios como éste.

        –Te esperaré allí –dijo una vez que llegamos a la altura del elegante hotel, señalando a la barandilla del paseo. La vi alejarse murria, con su pelo castaño vibrando al compás de la brisa, con la elegancia de sus andares con zapatos de tacón, y la extremada sensualidad del movimiento cadencioso de sus caderas. En cuanto llegó la baranda se giró; imagino que sabía que la estaría observando. Sonrió lánguidamente.

        –Bajo enseguida –dije avergonzado mientras le saludaba con el brazo.

        No tardé más que unos minutos, a pesar de lo cual me paré a contemplarla desde la ventana de mi habitación, apartando la cortina furtivamente, no sé si por mero placer, o por miedo a que ya no estuviera, que hubiera sido fruto de mi imaginación exaltada, de una idea literaria pintada de rojo atrapada entre los efluvios alcohólicos de aquella botella de orujo. Seguidamente cogí la gabardina y el paraguas y, poco antes de cerrar la puerta, decidí bajarle una sudadera que, por esas cosas del destino, también era roja, por si tenía frío más tarde.

        –Ya estoy aquí –dije al llegarme a su lado. Ella no contestó, tenía los ojos cerrados y disfrutaba, abstraída, de la caricia de la brisa marina sobre su rostro.

        –Adoro el mar, a pesar de su crueldad –comentó enigmática.

–Explícate.

–¡Cómo algo tan hermoso puede haber arrebatado la vida a tantas personas! –exclamó antes de abrir los ojos y volverse hacia mí–. Caray, sí que te vas a abrigar. Creo que estás exagerando. Hace buena temperatura.

        –La sudadera es para ti.

        –Gracias. Eres todo un “Sherlock”. La verdad es que una sudadera roja no combinaría bien con el traje de indiano que llevas, tus lustrosos zapatos y el elegante sombrero panamá –Rio–. Y mucho menos con la gabardina. –Me sonrió divertida.

        –Sí, creo que iría hecho un adefesio.

        –Sabes… No me gusta vestir así.

        –Pues a mí me parece que estás sumamente atractiva.

        –Con palabras más finas, pero piensas como ellos –volvía a percibir tristeza en sus palabras.

        –Sólo he sido sincero, sin más. ¿Y qué debería pensar?  –inquirí entre curioso y molesto.

        –No lo sé –contestó algo enrabietada, como si buscara en mí la respuesta al ancestral instinto de la atracción sexual que ejercía la belleza femenina sobre el hombre–. ¿Nos mojamos los pies? –sugirió entonces utilizando afectadamente un tono mimoso y pueril, adelantando los labios, elevando las cejas y girando la cabeza; un visaje nuevo para mí.

        –¿Lo crees apropiado?

        –Nadie dice apropiado –me reprochó–. Tan “apropiado”… –se burló– como que me hayas convidado a unos orujos o que estés dando un paseo conmigo. Anda…no seas cobardica… –repitió su anterior ademán sugerente, esta vez cogiéndome de la mano e intentando arrastrarme en su ingenua chiquillada.

        –Ve tú. Yo te esperaré aquí. Te observaré en lontananza –añadí ampuloso y serio, llevándome cómicamente la mano por delante del ala de mi sombrero panamá.

        –Nadie dice lontananza tampoco… –Rio esta vez acompañando su regañina–. Está bien. Tú te lo pierdes –concluyó contrariada–.

Entonces la acompañé hasta la bajada del paseo a la playa. Yo me quedé tras la barandilla mientras ella descendía al borde de la arena, se quitaba los zapatos rojos de tacón para sostenerlos en su mano izquierda, y comenzaba a andar hacia el agua.

        La fotografía era perfecta. El mar se presentaba oscuro reflejando los nubarrones amenazantes que se cernían sobre el horizonte. El viento agitaba las olas creando vistosas cabrillas que pintaban su superficie oscura de espuma blanca. Ella avanzaba con parsimonia, con su melena suelta agitada por la brisa, hollando la arena con sus pies blanquecinos acercándose a su objetivo, la orilla, poniendo el punto de color a una instantánea que cada vez parecía más en blanco y negro a medida que se alejaba. De pronto recordé la película de Spielberg, “La lista de Schindler”, donde aquella inocente niña aparecía recurrente, con su abrigo rojo sobre el fondo blanco y negro de la crueldad del holocausto, y que al final aparecía muerta sobre un carro junto a otros cadáveres, una evocación que me resultó inquietante, y que me provocó un intenso espeluzno. Volví a observarla. Cada poco, ella se giraba y levantaba la mano dirigiéndose a mí, quien sabe si con el objeto de incitarme a acompañarla o por temor a que me hubiera ido. Agitado por aquellos lúgubres pensamientos en rojo, y blanco y negro, intenté extraviarlos en la contemplación del asedio de un grupo de gaviotas a un barco pesquero que volvía de faenar.

        Y de repente, algo desenfocó la fotografía perfecta. No sé cómo ocurrió, pero, en pocos segundos, su escultural y venusina silueta había desaparecido del fondo de mi instantánea, y sólo había un punto rojo e inerte sobre la arena, probablemente la chaqueta que llevaba sobre los hombros junto a los zapatos, y volví a pensar en la atroz e ignominiosa imagen de la niña de la película de Spielberg muerta encarnando el negro carro de cadáveres. Me puse en pie, alarmado. No era posible que ella hubiera decidido zambullirse. El mar estaba agitado y la temperatura ambiente no era la más adecuada para el baño. Empujado por mis lóbregos presagios amusgué los ojos intentando afinar mi vista, la brisa marina la entorpecía. Azorado, bajé a la arena y corrí hacia donde la recordaba haber contemplado por última vez. A los pocos segundos, ella apareció entre las olas. Disminuí entonces mi paso, y me tranquilicé. Mis zapatos habían perdido todo su lustre salpicados por la arena. Me los quité, y los dejé, con los calcetines en su interior, junto al paraguas y la sudadera, al lado de su chaqueta y sus zapatos de tacón, sobre la arena.

        –¿Te has vuelto loca? Vas a coger un constipado de mil demonios –le grité ya desde la orilla, sintiendo el gélido contacto de las aguas del cantábrico en mis pies.

        –Has venido –me respondió sonriente y triunfante.

        –Pero como se te ha ocurrido semejante locura. Si lo llego a saber, al menos hubiera traído una toalla –añadí nervioso sin saber qué hacer.

        –Seguro que un caballero como tú puede prestarme su gabardina –dijo emergiendo finalmente de las aguas, llevándose el pelo hacía atrás con sutil elegancia, dirigiéndose hacia mí con el vestido empapado pegado con alarmante sensualidad a su cuerpo, haciendo desaparecer progresivamente el fondo grisáceo que conformaban el cielo anubarrado y el mar embravecido, coloreando cada vez más la escena de rojo.

        –¿Te gusto? –Se exhibió insinuante con una pose zalamera y coqueta, llevando sus manos a las caderas, pasando una pierna por delante de la otra y girándose un poco, segura del impacto que despertaría en cualquiera la contemplación de sus voluptuosas formas transparentándose con llamativa turgencia por el efecto de la perfecta adherencia de la tela mojada a su piel.

        –Lo ves, disfrutas con ello –Esta vez el que reprochaba era yo–. Anda, déjate de tonterías. Vas a coger una pulmonía –respondí intranquilo en cuanto llegó a mi altura –. Y ahora, ¿qué hacemos? –pregunté con la torpeza e inseguridad de sentirme totalmente desbordado por los acontecimientos, mientras nos apartábamos de la orilla en dirección a la ropa que habíamos dejado sobre la arena.

        –¡Te has mojado los pies! Era lo que quería.

        –¡Déjate de juegos! Te vas a helar. ¿Sólo lo has hecho por verme en la orilla con los pies mojados? –pregunté incrédulo.

        –Siempre me salgo con la mía.

        –Estás loca Irene Adler.

        –Y ahora un poco helada, elegante y caballeroso Sherlock –Ella esbozó una leve sonrisa que pronto despareció cuando comenzó a tiritar. En ese momento me di cuenta de la lividez de su rostro y manos. La inquietud debió de hacerme recuperar la lucidez.

        –Vamos, tendrás que quitarte esa ropa mojada –dije despojándome de mi gabardina. Luego cogí la sudadera roja.

        –¿Me vas a ayudar a desvestirme?

        –Déjate de bromas. Obedece o te daré unos azotes –añadí jocoso–. Date la vuelta y mira hacia el mar. –Ella rio divertida.

        –¿No te gustaría verme? –preguntó sugerente resistiéndose traviesa a volverse.

        –Sí, verte fuera del agua, seca y sin un constipado –intenté mantener la compostura a pesar de la turbación que me provocaba la sensual cercanía de su cuerpo tan pegado al vestido.

        –Nadie dice constipado –continuó regañándome por mi vocabulario.

        –Yo sí, sí me parece “apropiado” –añadí con retintín aludiendo al anterior reproche–. Toma este pañuelo. Algo te secará –dije sacándolo del bolsillo de mi traje de lino blanco y tendiéndoselo.

        Finalmente, ella se dio la vuelta y comenzó a quitarse la ropa. A medida que el vestido resbalaba por sus hombros, el rojo iba perdiendo protagonismo en favor de su cérea piel. Por unos libidinosos y breves instantes sentí envidia del mar al que imaginé gozando de la contemplación de su escultural anatomía, del esplendor de la insultante turgencia de la juventud de su torso. El sujetador acompañó enseguida al vestido, y en cuanto se secó un poco con mi pañuelo, le ayudé a ponerse la sudadera. Ella se dio la vuelta prematuramente, provocadora y sensual, dejando intencionadamente a la vista la parte inferior de sus pechos. Instintivamente bajé la vista, avergonzado e incómodo, y la obligué a volverse de nuevo, mientras me esforzaba por acompasar el movimiento de la sudadera para que fuera ocultando lo que el vestido desvelaba hasta cubrir sus nalgas. Finalmente, el color rojo tiñó la arena al resbalar sobre sus piernas el vestido junto a unas pequeñas braguitas de encaje de la misma tonalidad.

        –¿No te has atrevido a mirar?

        –No –respondí desabrido en apariencia–. Ahora te pondré mi gabardina encima. Luego nos acercaremos a mi hotel.

        –¿Me llevarás a tu habitación? –preguntó traviesa­–. ¡Qué emocionante!  –exclamó–. Y que dirás… ¿Que soy tu hija, tu sobrina, tu nieta, quizá, tu amante?

        –No importa lo que diga, no me van a creer…


domingo, 23 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (IV PARTE)

 


Con mi “Irene Adler” asida fuertemente a mi brazo derecho comenzó otra fase de la tarde, quizá mucho más intimista. Hasta el momento, aquel casual encuentro provocado por el travieso atrevimiento de mi hermosa acompañante se había desarrollado en el interior de un bar. Por eso quiero aclarar donde estaba para que el relato goce de mayor coherencia, dado que ahora nos encontrábamos en el exterior, y aquel maravilloso entorno ambientaba perfectamente una más que posible interesante velada, bajo el romántico y nostálgico cielo que envuelve esos lugares donde la luz es tamizada por un grisáceo manto de nubes, donde se mezcla el aroma del incesante orvallo y el olor a mar del bravo Cantábrico, donde se aletargan los sentidos hasta el punto de acariciar la paz más absoluta.

        Aquella misma mañana había llegado a Ribadesella. Me alojaba en un hotel en la Playa de la Marina, entorno encantador que surgiera de aquel deseo de las élites de principios de siglo XX de veranear en el norte. Junto a San Sebastián y Santander, la costera localidad asturiana se convirtió en uno de los más importantes destinos del turismo patrio de las clases pudientes del momento.

Tras dejar mi equipaje en el hotel hice una visita guiada que organizaba el ayuntamiento para conocer la villa. Luego tomé un aperitivo, y comí una fantástica lubina al horno acompañada con una botella de sidra fresca en el barrio del Portiellu. El resto ya lo sabéis, ocurrió cuando entré en aquel bar y me encontré con ella…

–¿Dónde me llevas? –preguntó mirándome de nuevo con aire travieso con la intensidad de aquellos ojos centelleantes, recién salidos del establecimiento.

–Bueno… –dudé–, me temo que conozco lo básico de la villa. Prefiero que elijas tú, imagino que seas de aquí.

–No. Vengo mucho, todos los veranos; pero no soy de aquí.

–Pues mejor decide tú. Para que te hagas una idea, esta mañana hice la visita guiada que organiza el ayuntamiento. Cuando voy a un lugar prefiero que alguien, un profesional, me dé a conocer sus peculiaridades. Luego, profundizo por mi cuenta si permanezco en él el tiempo suficiente.

–¿Cuántos días vas a estar?

–¿Ya te has cansado de mi compañía? –bromeé–. No lo sé. Tres o cuatro. Vengo a descansar, a evadirme. Si me encuentro a gusto y me surge alguna idea para poder trabajar con ella, alargaré mi estancia.

–¿A qué te dedicas?

–Ahora mismo a escribir “cosillas” –quité importancia a mi hobby.

–¿Eres periodista?

–No. Funcionario. Escribo historias, relatos cortos, novelas si la idea se descontrola en mi cabeza, es mi pasión. –Le sonreí.

–Tu “Irene Adler” estudia filología hispánica –sentenció con coquetería y orgullo–. ¿Por qué dejaste que me invitara a tu mesa?   –De pronto cambió de conversación.

–Cuando alguien escribe se convierte en un cazador de personajes. Es como si todo lo que le rodeara fuera susceptible de pasar a formar parte de una narración.

–¡Qué decepción! Sólo lo hiciste por trabajo –añadió con ñoñería apoyando su cabeza en mi hombro.

–No es eso. Verás, es obvio que eres una mujer muy atractiva. Y supongo que además me ofreciste la oportunidad de comprobar si había algo más tras esa hermosa… fachada e irresistible mirada –noté cierto sonrojo por mi parte, pero en realidad era lo que quería decir, era la verdad. Luego intenté desdramatizar aquello que podía parecer tan superficial–. Aunque he de añadir que me arriesgué al confiar en tu palabra al afirmar que tenías más de 18 años. Podría haber cometiendo un delito dejándote beber orujo. –Ambos reímos.

–Eso ya pasó. Ahora vamos del brazo, nada más. Podría ser tu hija, o tu sobrina.

–O mi nieta –añadí con un gesto de resignación. Ella sonrió.

–Aún creo que debería pedirte que me enseñaras el carnet.

–Sherlock se hubiera dado cuenta si era menor.

–Ya. Pero Irene Adler le derrotó; fue más inteligente.

–¿Qué es lo que no soportas en una mujer? –me espetó cambiando bruscamente de conversación.

–Admiro la belleza en general, imagino que como todo el mundo. Pero, no soy de esos hipócritas que dicen que lo importante es el interior. El interior de una persona no lo puedes conocer a simple vista. No niego que, con el tiempo, la belleza interior, pueda llegar a ser más importante, pero lo primero que llama la atención es lo que se ve; en mi caso aprecio la intensidad de una mirada, el movimiento de unas caderas, la elegancia de unos andares, el tabaleo de unos dedos bien cuidados, la coquetería de unas piernas cruzadas, el insinuante movimiento de unos labios al hablar…

–Creo que escribir te influye. Observas demasiado. Pero no me has contestado. Al menos del todo… Doy por hecho que te gustó lo que viste.

–Tú sabes bien la respuesta. Creo que tu aspecto no le es indiferente a nadie y… –dejé deliberadamente abierto el comentario.

–Gracias. Y…

–Querida Irene. Siempre hay una primera frase –me mostré enigmático.

–Explícate.

–No soporto la vulgaridad, por ejemplo. Si te hubieras sentado en mi mesa diciendo algo así como… “Tío, ¿me invitas a un orujo? La respuesta hubiera sido no.

–Colega, ¿vamos hacia el puerto? –me interrumpió jocosa.

–Algo así. La belleza tiene que estar acompañada de estilo, y te sorprendería la cantidad de gente que pierde todo su encanto en el momento de abrir la boca.

–Estoy de acuerdo –zanjó antes de permanecer unos instantes en silencio. Luego decidí intervenir, hacía unos instantes que estábamos parados frente al puerto pesquero.

–Dijiste algo de que “Sherlock sería más adecuado que Lucas Corso para dar un paseo por la playa…

–Sí.

–Pues vayamos a la Playa de Santa Marina. Además, me alojo allí.

–Pues vamos. Si llegaste esta mañana, y la dedicaste a la visita guiada, no conoces el paseo. Comenzarías por el casco antiguo de la Villa con sus palacetes y arquitecturas renacentistas, sus casas solariegas blasonadas, los balcones floridos, los voladizos, arcos y escudos que adornan sus fachadas, continuarías apreciando el regusto marino que aún conserva el barrio del Portiellu y sus edificios tradicionales, y visitarías la iglesia de Santa María Magdalena con las impresionantes pinturas de los hermanos locales Uría Aza.

–De haberlo sabido me hubiera quedado en el hotel o en la playa por la mañana y hubiera hecho la visita guiada contigo por la tarde –bromeé. Ella sonrió.

–Es lo más común. Después irías al puerto pesquero en el que te explicarían que vivió su máximo esplendor con la industria que se desarrolló en torno a la pesca de la Ballena, y como puerto de salida de la emigración a Cuba, de donde partían, entre otros, “el bergantín Habana. Luego a la lonja, inaugurada en vísperas de la Guerra Civil y que ahora da salida al trafico local de pescado principalmente lubina, rape y pescadilla, o mariscos como centollos, langostas, nécoras o bogavantes, aunque la pesca estrella es el ansiado “oro blanco” del sella, la angula. Sin duda acabarías en el Paseo de la Grúa viendo los vistosos paneles de Mingote con la historia de Asturias y la “fuentina” con la Xana y los dos osos mitológicos.

–Exacto, yo le añadí la ascensión hasta la ermita de Nuestra Señora de Guía donde me sorprendieron las curiosas y caprichosas formas del acantilado esculpido por el bravo cantábrico, y la maravillosa bahía que forma el estuario del Sella, incluida la Playa de Santa Marina.

–Pues crucemos el puente y vayamos hacia allí –concluyó ella animosa sin soltarse de mi brazo, continuando su interesante conversación.

–¿Tienes pareja? –me soltó comprometedora.

–Sí. No ha podido acompañarme. Sara tenía un congreso de Historia Medieval en Cáceres.

–¿Cómo es Sara?

–Alguien a quien no le va a gustar nada saber que me estoy paseando con una jovencita desconocida muy atractiva, inteligente y descarada por Ribadesella.

–No tiene nada de malo. Pero si te encuentras incómodo preferiría irme.

–No. Paseemos. Además, ha habido momentos en que parecía que estaba hablando con ella cuando nos conocimos. Si no fuera por el color de tus ojos…

–¿Te gustan? –me miró fijamente provocadora y juguetona, situándose delante de mí.

–Jovencita proterva, nadie podría sobrevivir a un naufragio en ese abismo esmeralda.


jueves, 20 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR. (3ª PARTE)

 


          Durante unos eternos segundos estuve pensando en las consecuencias que podría acarrear aquella última frase que había dejado caer sobre la mesa, inconscientemente, dominado por el arcano y atávico deseo de verme en la piel de Lucas Corso disfrutando del cuerpo de Irene Adler, algo por lo que incluso debí de ruborizarme, y que nos sumió en un reflexivo y ensordecedor silencio. A ella no pareció afectarle en exceso. Imagino que estaría acostumbrada a todo tipo de piropos e insinuaciones y la mía, al menos, carente de grosería o malicia, gozaba de un ligero toque de distinción al haberla envuelto en pasión literaria.

Pensé en aquel momento que ella podría ser una buena actriz, porque sus formas distaban mucho de ser las de la jovencita que compartiera barra con aquellos muchachos unos minutos antes. Ella seguía jugueteando con el vaso vacío de aguardiente con su estilizada mano derecha, perdiendo su mirada en la contemplación, vaga y monótona, del movimiento del recipiente sobre la mesa, mientras su mano izquierda yacía lacia sobre su rodilla alternando el reposo de sus cuidados dedos de uñas rojas con un gracioso y distraido tamborileo. Entonces, como si con ese movimiento pretendiera dar paso a una nueva fase de nuestro original diálogo, cambió la posición de las piernas cruzadas, recompuso su figura sobre la silla y devolvió la mano sobre la rodilla de nuevo, tras volver a ajustarse “a la baja”, con recatada coquetería, el vestido.

        –¿Hasta que el orujo nos separe? –rompí aquel inoportuno compás de espera intentando sacarle una nueva sonrisa, señalando hacia la maltrecha botella de aguardiente. Entonces ella elevó unos centímetros su mirada abandonando la visión insulsa del cristal para posar sus irresistibles y radiantes ojos glaucos sobre los míos, con estudiada naturalidad, consciente de que aquel gesto dulce y lánguido provocaría un efecto demoledor sobre mi ánimo, imprimiendo sobre mi retina una abismante evocación; la de verme como un náufrago perdido en la inmensidad de un mar esmeralda, despojado de toda voluntad tras ser deslumbrado por el rielar de aquellas dos brillantes pupilas.

        –Creo que a nosotros nos ha unido –contestó graciosa devolviendo su mirada hacia el vaso; quizá considerando suficiente la fuerza con la que había penetrado en mi mente.

        –Hemos obviado las presentaciones. Me gusta saber a quién estoy invitando –comenté esbozando un gesto de incredulidad intentando salir de aquella sensación de desazón que me causaba cada vez que me alanceaba con sus arrebatadores ojos verdes–. ¿Cómo te llamas? –le pregunte finalmente.

        –Irene Adler está bien –contestó escueta, divertida y enigmática.

        –Entonces yo seré Sherlock Holmes. –Ambos reímos.

        –¿No te atreves a meterte en el papel de Lucas Corso?  –Consciente de su insultante belleza y juventud, y del poder de todos y cada uno de sus atributos, sus ojos volvieron a buscar los míos con descaro, aunque esta vez pude evitarlos, distrayéndolos sobre mi mano izquierda, que en aquel momento tocaba, con cierto nerviosismo, las alas de mi sombrero panamá, mientras trataba de elaborar una respuesta adecuada al envite que había dejado caer sobre el tejado de mi ingenio.

        –Corso está un poco de vuelta de todo. Lo que es evidente es que conocer a Irene Adler aportó una gran dosis de emoción, misterio y frescura a su vida. Cuando una persona madura conoce a una muchacha de 19 años de esa manera tan íntima, tiene que resultar afectado forzosamente –afirmé con salero sonriéndole y probablemente ruborizándome un poco. Me resultaba difícil hablar con una muchacha con un perfil tan parecido al de la protagonista de la novela de Pérez-Reverte con atrevimiento, sin dar la impresión de ser un viejo baboso.

        –¿Necesitas emoción, misterio y frescura en tu vida?

        –Hace tiempo que dejé de plantearme esas cosas. Mi existencia es bastante previsible, anodina si quieres, pero es la que llevo, y no puedo decir que no me guste, o me sienta incómodo con ella, y no me sermonees con el eufemismo ese de “la zona de confort” que se lleva tanto ahora, que me parece vulgar. En definitiva, me puedo permitir vivir entre libros en mi tiempo libre, que es lo que me apasiona.

        –¿Librero?

        –No. Sólo lector, y no de todo lo que quisiera. La vida está llena de libros que jamás abriremos… –comenté mostrándome enigmático, dejando en el aire un amplio arco de preguntas.

        –¿Me hablas de libros físicos o de la vida? ¿Crees que yo podría formar parte de uno de esos libros que nunca abrirías? –Ella interpretó a la perfección mi sugerencia.

        –Querida Irene. No te conozco. Llevas unos minutos sentada frente a mí, algo que no suele ser habitual. Pero me pareces una mujer extremadamente inteligente, y sorprendente e inquisitivamente incisiva.

        –¿Incómodo? ¿Quieres que dejemos la conversación? ¿Quieres que me vaya? –De repente esas preguntas dejaron un amargo regusto a tristeza sobre la mesa. Sin pensarlo acudí a la cubitera para comprobar si había para una última ronda.

        –No. Tu sabes perfectamente que tu compañía es agradable. Seamos sinceros –bajé mi tono de voz y me incliné hacia ella–, en estos momentos debo de ser la envidia del local, aunque ellos no puedan ni imaginarse de qué estamos hablando.

        –Si te envidian será por mi físico.

        –Y, en el fondo, no se lo reprocho. Irene, eres una muchacha atractiva y sabes aprovecharte de ello. Pero yo… no soy más que un viejo marinero que se ha retirado de la mar… –dejé en el aire mis palabras, aunque en realidad ante ella me sentía más un náufrago que un marinero.

        –¿Y has dejado una novia en cada puerto? –añadió sonriéndome pícara.

        –No, claro que no. Prefiero dejar un libro.

        –¿Un libro leído y cerrado, o un libro que de esos que ni siquiera abrirás?

        –¡Irene Adler! ¡Está usted rayando la impertinencia! –exclamé elevando pomposamente mi tono de voz, divirtiendo con ello a mi acompañante­–. Eres una muchacha traviesa, aguda y curiosa…         –añadí intentándome dar un poco de tiempo para responder a aquella comprometida pregunta–. Veras… la vida deja en tus manos todo tipo de libros. En mi caso, los más importantes, nunca se abrieron o se cerraron cruelmente. Creo que es una debilidad muy humana ese vanidoso anhelo de querer abrir libros con la esperanza de que sea el definitivo. En mi caso quizá debiera haberlos quemado en la hoguera de mi vanidad antes de hacer caso a esa esperanza que no es más que una afilada daga envenenada con sueños que se clava, traicioneramente, en el fondo del alma.

        –La hoguera de las vanidades… Si ellos supieran algo sobre eso… –señaló a los muchachos que de cuando en cuando nos miraban inquisitivamente–, lo convertirían en uno de esos “vulgares tópicos” de los que recelas, sería algo así como: “hacer un Savonarola” –Ambos soltamos una carcajada ante su perspicaz ocurrencia, mientras yo, en mi interior, permanecía perplejo ante los derroteros por los que caminaba nuestro diálogo–. La vanidad es muy humana –continuó–, y la esperanza también. Aunque creo que no tienes muy buena relación con esta última… –Ella rio otra vez.

–Todos tenemos algo de vanidosos. La belleza es vanidosa, por ejemplo –dije atreviéndome a mirar su rostro fijamente, buscando amparo a mi argumentación, admirando la extremada delicadeza de sus suaves facciones exentas de adornos corporales, resaltadas por el color cereza de sus labios. Noté una gran turbación al sentirme indefenso de nuevo, y acudí a la cubitera definitivamente para pedir auxilio a la botella de aguardiente. Necesitaba descansar la vista en algo que no fuera tan dolorosamente hermoso. Luego serví los dos últimos vasitos de orujo, esta vez, utilizando los que teníamos sobre la mesa.

        –¡L’jaim! ¡Porque recobres la esperanza! –elevó ella el vaso para el brindis solemne y sonriente.

        –L’jaim –contesté chocando mi vaso con el suyo mostrándome muy escéptico.

        –Todos tenemos algo de vanidosos. Imagino que te comprarías el sombrero para verte más guapo y elegante. Eso siempre lleva algo de presunción y de esperanza. ¿No crees?

        –Quizá el objetivo fue mucho más prosaico. Podría ser que fuera para proteger mi despoblada testa de las inclemencias del tiempo. –Ambos reímos de nuevo.

Después de un breve silencio, ella volvió a retomar la conversación con sana y pícara procacidad, como si de un juego entre adolescentes se tratara, mirándome de nuevo a los ojos, con la certeza de que los retiraría de inmediato tras escucharla.

        –Lucas Corso no tuvo reparos en liarse con Irene Adler.

        –Ya te dije que Lucas Corso tuvo suerte. Yo no he tenido mucha a lo largo de mi vida, ni creo que la tenga. En mi cómoda existencia, me he rendido ante la evidencia de ser un gran fracasado, aunque no sufro por ello, es una cuestión de asumirlo, de no perder ni tiempo ni fuerzas en luchar contra mi destino.

–¿Estoica y heroica resignación? –me sorprendió de nuevo con otra inteligente pregunta.

–Algo así querida Irene. Por eso prefiero ser Sherlock Holmes    –logré argüir no sin esfuerzo.

        –Entonces te consideras inteligente y… ¿observador?  –me preguntó con un tono provocador, desafiándome a responder inclinándose ligeramente hacia adelante a la espera, rebajando deliberadamente el cariz travieso de la conversación.

        –No lo sé. ¿Crees que fue muy inteligente por mi parte compartir mi orujo contigo? Creo que sí soy un buen observador. En cuanto entré en el bar me fue evidente que eras el foco de atención   –contesté esbozando una sonrisa poco convincente.

        –Pues Sherlock no supo leer las páginas del libro que correspondían a tu irrupción en este local.

        –Nunca imaginó que compartiría mesa con aquella joven atractiva y deslumbrante que hacía las delicias de una abigarrada y juvenil comparsa. Eso es verdad.

        –Como también lo es que Lucas Corso no tuvo reparos a la hora de leer el mismo libro que Irene Adler –me espetó pícara e insinuante con tono de caprichosa decepción volviendo al tema anterior.

–Olvida a Lucas Corso. Sherlock es un caballero. Nunca dejó de alabar, admirar, y respetar a Irene Adler, pero nada más –finalicé incorporándome, invitándola a hacer lo mismo. Luego, tomé su chaqueta roja, se la puse por encima de los hombros con galantería, me puse el sombrero, cogí el libro de Matthew Pearl, “El club Dante”, que era el objetivo primigenio de aquella curiosa tarde, y me dirigí hacia la puerta con la certeza de que iba a perder el desafío personal que me había planteado al levantarme; el de la decisión que ella tomaría.

Para mi sorpresa me equivoqué. Mi Irene Adler se despidió de sus amigos y del camarero, y se dirigió hacia mí con el mismo elegante y cadencioso movimiento de caderas con el que antes se había acercado a mi mesa, agarrando la chaqueta roja con ambas manos para que no se le cayera, una imagen que percibí con pasmosa y gozosa lentitud.

        –Seguro que Sherlock es un personaje más apropiado que Lucas Corso para dar un paseo por la playa con Irene Adler, y dar un poco de sentido e interés a lo que queda de esta jornada norteña, encapotada y triste   –dijo cogiéndose de mi brazo con decisión a la salida del local–. ¡Ah! Y te queda bien el sombrero, es elegante. Interesante… –concluyó insinuante mirándome fijamente de nuevo y sonriéndome.

        Entonces pensé que, a pesar de la abismal diferencia de edad entre nosotros, quizá aquel libro que había caído en mis manos de aquella forma tan inesperada en aquel atardecer plomizo, en aquel bar a orillas del cantábrico, cuando ella decidió acercarse a mi mesa e invitarse a un chupito de aguardiente, merecía ser leído, aunque sólo fuera por disfrutar de una velada de agradable conversación. Volví entonces a recordar el libro “Señora de rojo sobre fondo gris” y me sentí plenamente identificado, fui consciente de que el rojo de la juventud de mi Irene Adler destacaba sobre el fondo gris de mi madura y tediosa existencia. Entonces las palabras de Delibes adquirieron aún más sentido para mi: “era una mujer cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir".


sábado, 15 de agosto de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EL PATRICIO REVELA SU SUEÑO AL PAPA LIBERIO

 

FUNDACIÓN DE SANTA MARÍA MAGGIORE DE ROMA. EL PATRICIO REVELA SU SUEÑO AL PAPA LIBERIO

         Sara respondió a mi carantoña con sorna….

        –Deja de darme coba, zalamero empalagoso.

        –Es que a tu lado me derrito.

–A veces te pones un poco…

–¿Melifluo?

–Ya tardabas en sacar una de tus palabrejas de paseo. ¡Tonto!, la palabra era tonto. –Sara rio.

        –Pues si no merezco tu atención, sigue con el asunto de Santa María la Mayor, y el milagro ese de la nevada en el mes de agosto     –me resigné socarrón, teatralizando el desaire.

        –Pues sí, creo que será mejor.

        –Bueno…–recuperé un poco la seriedad–. Este cuadro, por lo que me cuentas, colgaba frente al anterior en la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla hasta que llegó el “amigo” Soult y organizó ese expolio artístico en 1810.

        –Exacto. El cuadro tiene como título “El patricio revela su sueño al Papa Liberio” y representa el momento en el que el noble Juan y su esposa le comunican al Pontífice el contenido de su sueño. Repara en el detalle del gesto de asombro del Papa. Es conocido que Murillo realizaba bocetos sobre las expresiones de sus personajes hasta que daba con la que él consideraba más acorde. El rostro del Papa es el de Alejandro VII.

        –Que es el que abogó por la tesis de la Inmaculada Concepción de la Virgen.

        –Sí. Veo que me has prestado atención.

        –Por la cuenta que me trae, si me pongo “cariñoso” me llamas tonto… –protesté haciéndome el niño desilusionado. Sara ignoró mi comentario, o más bien lo zanjo mirando hacia arriba implorando al Altísimo paciencia infinita.

        –Hay quien interpreta que el Papa había tenido el mismo sueño. Otros que escucha, atónito, la versión del patricio en la que le expone que, sobre el manto blanco del Esquilino, la Virgen habría dejado impresa la forma de la planta de la iglesia a construir.

        –No me extraña el gesto de pasmo… –ironicé.

        –Como ves, hay un evidente paralelismo entre los cuadros. En éste se vuelven a dar dos escenas diferenciadas. Una, la que te he comentado, en la que aparecen además los dos asistentes papales, uno con quevedos, bajo un arco ciego de medio punto, y otra, que es la de la derecha, separada de la anterior por una arquitectura, en este caso una columna. En ella se ve, bajo el rompimiento de Gloria con la Virgen y el niño, una pomposa procesión religiosa, presidida por el Papa bajo palio, junto a un séquito de cardenales y sacerdotes, que se dirigen hacia la colina nevada. Si te paras a observar el cuadro, apreciarás dos focos intensos de luz, el principal es el de la nevada con el rompimiento de Gloria con la Virgen con el niño indicando el lugar donde debía erigirse el templo; “in eo locum eclesiae designavit”…

        –Me lo traduzca –dije con gracia.

        –A ti sí que te voy a traducir yo… –comentó tirándome de una de mis orejas breve y cariñosamente.

        –Y el otro foco de luz es el vestido de la noble romana cuya claridad se evidencia en el color de la túnica del fraile que lleva quevedos, por ejemplo.

        –Bien observado. Además, como en el cuadro anterior, Murillo repite tanto la composición diagonal, línea que partiría de la cabeza del Papa, pasaría por los nobles romanos y concluiría en la procesión como la utilización de un mueble para introducir la escena, antes era la mesa sobre la que dormía el patricio junto a un libro y una tela, ahora un aparador con un reloj y una campanilla.

        –Lo veo.

–En cuanto a las vestimentas, puedes ver que los nobles romanos portan ropas más ricas, acordes al momento; él lleva una elegante capa abrochada y sombrero, ella un vestido rosa de mangas amarillas y algunas joyas. Los colores son parecidos a los del otro lienzo, con rojos de diferentes tonalidades predominando en la parte izquierda en alfombras y cortinajes, o en el trono y la indumentaria Papal, y luego con el resto de tonalidades ocres, rosas y azules repitiéndose en ambas escenas.

–Lo cierto es que imaginando los cuadros enfrentados, como debieron estar en la iglesia, se ven mejor todas esas cosas que me cuentas.

–Veamos –Sara continuó–, en la última restauración se ha elucubrado sobre que quizá el segundo personaje que acompaña al Papa pudiera haberlo añadido Murillo para completar aquella parte del cuadro que quedaba algo vacía con la arquitectura de fondo, y se ha recuperado una figura que aparece sobre la colina nevada, a la derecha, muy difuminada, que porta un estandarte, y que señala el lugar donde se debería construir la iglesia.

–Cuesta verlo.

–Antes no se apreciaba. Y observa como el genial pintor sevillano cierra la composición en la parte derecha del lienzo con dos mujeres que observan la procesión, impidiendo así que la vista se pierda por ese lado.

–Un lienzo muy estudiado.

–Murillo es uno de los grandes.

–Te voy a ser sincero, cuantos más cuadros veo de este autor más me gusta. Aunque en estos casos los añadidos…

–Son parte de la historia del cuadro. De esas vicisitudes que pasaron en el “exilio”. Creo que no te dije antes que en el anterior se representaba, en los dorados, la planta y fachada de la Iglesia de Santa María la Mayor en época de Liberio, es decir en el siglo IV d.c., mientras que, en éste de la derecha, aparece la planta y fachada de la iglesia en 1813.

–A falta del campanario, que lo tiene.

–Exacto.

–Es importante recordar que Murillo pintó esta serie para Santa María la Blanca después de viajar a Madrid. En aquella época todo pintor que se preciara visitaba Italia, verdadero centro artístico mundial. Murillo no lo hizo pero, en su viaje a Madrid, seguro que pudo coincidir con Zurbarán, Velázquez, o Alonso Cano, y, sobre todo, pudo conocer y estudiar una parte importante de la pintura europea a través de las ricas colecciones reales. La pincelada de Murillo es decidida y suelta, quizá también por el efecto que debía de proporcionar el cuadro con su contemplación en su lugar original. Si te acercas verás de lo que te hablo en los rostros de los protagonistas.

–Pues vamos a verlo –asentí nuevamente impresionado por los conocimientos de mi bella Cicerone.

Permanecimos unos minutos admirando el cuadro. Sara me dio algún detalle más que ahora mismo no recuerdo.

–¿Y ahora? –recuperé mi zalamería cogiéndole de las manos.

–Pues si quieres…descansamos un rato, nos sentamos y me explicas con calma quien es esa muchacha de rojo sobre la que escribiste en tu blog hace unos días –concluyó seria, aparentando casualidad en sus palabras, aunque yo creo que estaba deseándolo desde hacía rato.

–¿Celosa? –dije halagado.

–No. Muy intrigada por si seguirá la historia –dijo con cierto retintín sin dejar de mirar al cuadro.

–Celosa –afirmé jocoso, aunque luego me sentía algo incómodo.

–Curiosa –concluyó entonces escueta y cortante, esta vez mirándome fijamente a los ojos.

–Bueno…un aprendiz de escritor como yo, observa, recuerda, centrifuga ideas y pensamientos, imagina experiencias, las mezcla con desigual acierto con vivencias reales, y luego los escribe, si es que es la inspiración se lo permite.

–Entonces tendré que esperar a que te reconcilies con las musas y continúes con la historia.

–Mi musa eres tú –comenté cariñoso haciéndole cosquillas en la cintura.

–No sigas que te arreo un sopapo –me espetó inquieta.

–Y, ¿cómo crees que continuará? –le comenté insinuante–. Quizá con un desenlace típico de una aventura veraniega; con una jovencita enigmática, desinhibida, caprichosa e inteligente, amante de la literatura y, muy importante, al que le gusta el orujo más que los chivos la leche, que seduce a un hombre maduro, o se deja seducir, algo que culmina en un monumental revolcón en un hotel de carretera cuya decoración, curiosamente también es roja, y en cuya habitación saltan chispas durante gran parte de la noche…

–Seguro que sería muy excitante y entretenido, aunque te sugiero otro. Una morena, menos joven, pero, sin duda, atractiva y elegante, con un vestido ajustado, zapatos de tacón, con largos guantes negros que le llegan casi hasta el codo, todo de un lúgubre color negro, para que sirva de contrapunto al “rojo dominante” –precisó sardónica–, como si hubiera salido de alguna celebración o funeral, al que había tenido que acudir sola tras una acalorada discusión con su pareja, entra en el bar, derrama el orujo que quedaba en la botella sobre la calva y el sombrero del hombre maduro, sin mediar palabra, y cuando la chiquilla se levanta sorprendida, la morenita se quita uno de sus guantes con absoluta calma, y le suelta una sonora y humillante bofetada, con lo que la muchacha comprende enseguida que ha intentado pescar en coto privado, con lo que regresa arrebolada, muy a juego con su vestido, zapatos, labios y demás aderezo libidinoso, junto al grupito de los de su edad que cuchichean en la esquina. ¡Ley de vida!

–Y el hombre maduro y calvo recoge el sombrero manchado de orujo, y se va con la temperamental morena cabizbajo y sin rechistar, por si le cae una colleja igual de sonora y humillante bajo la escrutadora mirada y el silencio supulcral de los atónitos parroquianos –finalicé divertido y advertido.

–Exacto. ¡Me encanta este final! –exclamó entonces poco antes de soltar una ahogada carcajada. Luego, tranquilizadora y espontánea, Sara posó con extrema suavidad, con sensual lentitud, sus labios sobre mi mejilla.


sábado, 8 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (2ª PARTE)

 

Aún desconcertado por aquella inesperada compañía, procedí a coger la botella y servir los dos vasos de chupito que el camarero acababa de depositar en la mesa, antes de que yo se los reclamara. Probablemente ella se lo había sugerido de camino hacia mí, segura de sí misma.

–¿Se trata de algún tipo de apuesta? –le comenté mientras le hacía un gesto en dirección a su antigua comparsa.

–¿Por? –fingió extrañarse por la pregunta–. No, claro que no. Simplemente me has dejado sin orujo –concluyó con cierto descaro, mientras levantaba ya el vasito helado con el aguardiente presta a brindar. En cuanto me serví el mío, hice lo mismo.

–L’jaim –dijo esbozando una sonrisa.

–L’jaim –contesté sorprendido por el brindis hebreo poco antes de apurar el vaso al igual que ella.

–¿Eres judía? –pregunté curioso.

–No. Simplemente me gusta ese brindis y su significado…

–“Por la vida” –le interrumpí, mientras observé como ella relajaba su postura sedente, hasta aquel momento algo forzada hacia adelante, algo provocadora, y se recostaba sobre el respaldo de la silla llevando su mano izquierda sobre una de sus rodillas. Con la otra mano comenzó a juguetear con el vaso frío, algo que humedecía y hacía brillar las yemas de sus dedos. Al poco tiempo comenzó a tabalear con ellos sobre la mesa, sin decir nada. Entonces me fijé con detalle en sus manos; eran finas, de dedos estilizados, con uñas perfectamente arregladas y no muy largas, también pintadas de rojo.

–¿En serio que no era una apuesta? Me refiero a algo así como… “veréis como le saco un orujo al abuelo”

–¿Incómodo?

–No. Sorprendido, divertido, quizá. No estoy acostumbrado a alternar con alguien que podría ser mi hija. ¿Qué edad tienes? Imagino que podrás consumir bebidas alcohólicas –bromeé.

–Diecinueve –contestó escueta con el semblante serio, volviendo a juguetear con el vaso de aguardiente, dejando momentáneamente el musical tamborileo de sus dedos sobre la mesa.

–Pues aparentas más.

–Gracias. Me lo tomaré como un piropo.

–Te aseguro que en este caso lo era. –Le sonreí sincero.

–No era una apuesta –contestó entonces a mi pregunta, explicándose luego–. Bueno… sí que había un envite por medio, pero no era contigo.

–No te entiendo.

–Verás. Yo no suelo vestir así. Me encuentro más cómoda con unos vaqueros y un suéter; y nada de tacones. Lo que pasa es que me retaron hace unos días…

–Y por lo que veo el resultado ha sido satisfactorio. Habrás ganado el órdago y seguro que has quitado el hipo a más de uno de tus admiradores –comenté divertido mientras seguía contemplándola; no llevaba pendientes, ni anillos y, por lo que yo podía ver de su piel, tampoco tatuajes, tan de moda.

–No son más que unos críos.

–Ya…imagino…pero son los de tu edad.

–Me gustan más hechos. –Me sonrió franca y provocadora, al menos esa fue la sensación que me dio.

–Si lo dices por mí, yo estoy ya “pasado”, quemado en la parrilla, como San Lorenzo. No soy más que un “abuelo batallitas” comparado contigo –concluí alagado dándome en el fondo por aludido quizá con un exceso de vanidad.

Durante unos instantes, permanecimos en silencio mientras yo observaba como su mirada oscilaba entre el vaso con el que seguía jugueteando, poniéndolo boca arriba y boca abajo, y yo. Inconscientemente, casi hipnotizado, mis ojos se dejaron mecer alternando varias veces la húmeda transparencia del cristal y el brillo de sus ojos; unos ojos azules, claros, abismantes.

–Irene Adler. ¿Sabes quién es? –reinicié la conversación.

–¿No se tratará de una de esas historias del “abuelo batallitas” del que hablas?

–No. Es un…

–Sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, "Escándalo en Bohemia"; supo enfrentarse y derrotar al más famoso de los detectives, me encanta el personaje. –Me interrumpió con suficiencia, sorprendiéndome por completo, mientras recolocaba su chaqueta sobre mi sombrero panamá y recomponía su figura sobre la silla, cruzando las piernas en sentido contrario, estirándose un poco el vestido sobre los muslos, dando una nueva sensación de recato.

–Bueno…sí… Aunque yo me refería a la Irene Adler de “El Club Dumas” de Arturo Pérez-Reverte –aclaré.

–También me gusta. ¿Me estás comparando?

–¡Por supuesto! Joven, guapa, enigmática, sin adornos corporales, que yo vea –aclaré sonriéndole con calculada picardía, no quería ser irrespetuoso de ninguna manera–, ojos cautivadoramente claros, pelo castaño…Y tienes ese punto de misterio, de osadía que te ha llevado a sentarte conmigo –Entonces bajé el tono de mi voz y me incliné un poco en su dirección para dirigirme a ella con reserva–. He de confesarte que en cierto modo me siento algo estúpido, un poco… como un delincuente; estoy acaparando tu atención, no creo que me vean con buenos ojos tus amigos.

–Lo cierto es que de lo último que creerán que estamos hablando es de literatura –añadió con resignación.

–¿Te gusta leer?

–Es mi pasión.

–Pues nunca lo hubiera imaginado… –pensé en alto con absoluta torpeza.

–Claro. Como ellos; en lo único que te habrás fijado es en el color rojo del envoltorio.

–Acabamos de conocernos –intenté justificarme–. Pero si me lo permites, el rojo te queda muy bien. Eres una muchacha muy atractiva y, por lo que veo, con inquietudes literarias. –Le sonreí con sinceridad.

–Gracias –concluyó un poco cortante.

–Solo pretendía ser cortés y realista, nada más –intenté justificar mis palabras, parecían haberle defraudado.

–Lucas Corso –me espetó entonces mirándome fijamente a los ojos de nuevo–… ¿Tomamos otro orujo?

Intentando no dar sensación de nerviosismo alcé mi mano haciendo una señal al camarero para que nos trajera otros dos vasos helados. Volví mi mirada hacia ella, sosteniéndosela durante unos instantes. Ella sabía que me había incomodado aludiendo al personaje de la novela de Reverte, maduro, paciente y profesional que se convierte en compañero de viaje y, sobre todo, en amante de Irene Adler. Al llegar el camarero se produjo una suerte de desconexión entre nosotros. Saqué entonces la botella de la cubitera e, intentando disimular cierta excitación y temblor de manos, procedí a servir otra ronda.

–L’jaim –repitió ella.

–L’jaim –contesté mientras dejaba que sus ojos me atraparan esta vez lánguidos y melancólicos, perdiendo un poco el desparpajo con el que me había mirado hasta el momento tras apurar el vaso sin esperar a que yo lo hiciera.

–Creo que harías un buen papel como Lucas Corso –me dejó caer sin dejar de observarme, provocando una aumento exponencial de mi inquietud. Mi Irene Adler estaba flirteando descaradamente.

–No soy experto en libros, ni me gusta la ginebra, prefiero el orujo –añadí con salero mientras me revolvía en mi silla impresionado por su relajada y coqueta presencia. Imaginé entonces a Sherlock Holmes quedándose con la foto de “la mujer”, como siempre llamaba a Irene Adler, para tenerla siempre presente, “observando aquella mujer deliciosa, aquel rostro por el que cualquier hombre se dejaría matar y su figura, recortada contra las luces de la sala”.

–¿En qué piensas? –me preguntó, retándome de nuevo con su mirada, mientras movía y soltaba el vaso vacío de aguardiente sobre la mesa como si estuviera jugando una partida de ajedrez.

–En estos momentos… En lo afortunado que fue Lucas Corso    –concluí atrevido desviando mis ojos del fuego abrasador, de la inmensidad del océano de sus ojos glaucos, y del tentador brillo húmedo de sus labios color cereza.

miércoles, 5 de agosto de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EL SUEÑO DEL PATRICIO JUAN DE MURILLO


FUNDACIÓN DE SANTA MARÍA LA MAYOR. EL SUEÑO DEL PATRICIO JUAN DE BARTOLOMÉ ESTABAN MURILLO

        Durante el confinamiento me arranqué con una serie de relatos (creo que me quedaron entretenidos a la vez que instructivos) que nos acercaron a las espectaculares colecciones del Museo del Prado. Lo que empezó como un análisis de un cuadro en particular acabó en una larga saga de encuentros con magníficas obras de arte de la mano de Sara, que es la especialista en la materia, dentro de la curiosa pareja que formamos. Hoy es el día 5 de agosto, día de Nuestra Sra. de las Nieves, y en estos momentos en los que parece que lo que se intenta es que nos olvidemos de nuestras tradiciones y nuestra cultura, de innegable tradición judeocristiana, aunque le pese a más de uno, quiero recordar lo que ella me contó en el Museo en relación a dos extraordinarios lienzos de Murillo…

        –¿Viste la Iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla? –Sara me ponía a prueba de nuevo.

        –Inolvidable. Viendo la fachada no te imaginas la que hay dentro.

        –Pues estos dos cuadros ocupaban los laterales del altar bajo la cúpula.

        –Y lo que hay allí son copias. Recuerdo que algo leí sobre eso preparando la visita –apunté.

     –Al igual que una parte importante de las obras artísticas sevillanas, estos cuadros fueron expoliados por el Mariscal Soult, durante la Guerra de la Independencia.

        –Leí que el muy capullo llevaba una lista pormenorizaba de lo que se quería llevar. Sabía lo que buscaba.

        –Exacto. Pero déjame que te “ilustre” –Sara me sonrió socarrona–, sobre la historia de los cuadros. Verás, en 1661 el Papa Alejandro VII se pronunció a favor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, algo que fue muy celebrado en España, en Sevilla particularmente, donde se estaba acometiendo una remodelación en Santa María la Blanca que había sido mezquita y sinagoga antes que iglesia. Murillo tuvo una relación de amistad y de mecenazgo con un canónigo de la Catedral de Sevilla, Justino de Neve, que provenía de una familia flamenca enriquecida con el comercio de las Indias. Justino vivía muy cerca de esta iglesia y, dado que el templo dependía de la Catedral, intervino con mucho interés en su restauración, quizá animado por la propia advocación del templo a la Virgen de las Nieves o Virgen Blanca, asociada a su Inmaculada Virginidad, o quizá también porque su apellido, Neve, es nieve en italiano. Por eso Murillo, por encargo del canónigo, pintó varios cuadros para su interior, incluidos los que vemos aquí. Las obras permanecieron en la Iglesia hasta que llegaron los gabachos a principios del s. XIX, como te dije antes. Y fueron llevados a Francia donde se les añadieron esos dorados que rodean los arcos de medio puntos originales. Cuando regresaron a España, ya no se los quitaron, porque ya no volvieron a Sevilla, sino que se quedaron en Madrid, creo recordar que expuestos en la Academia de San Fernando hasta que pasaron al Museo del Prado en 1901.

        –¿Recuerdas lo que te conté en Roma sobre la fundación de Santa María la Mayor?

        –Contigo estoy examinándome continuamente –comenté travieso–, aunque mejor refréscame la memoria.

        –Bueno… –Ella me sonrió y se agarró a mi brazo izquierdo, frente a uno de los grandes lienzos de Murillo, el que representaba “el sueño del Patricio Juan”–. Pues te pondré al día frente a estos cuadros. En éste de la izquierda, Murillo representó la primera parte del milagro. En él una pareja de acaudalados romanos, que no tenían descendencia y que pretendían donar su fortuna a la Virgen, tiene un sueño mientras duerme una plácida siesta; observa que el patricio está sentado en un sillón y apoyado en una mesa, y su esposa aparece sentada sobre un cojín, traspuesta, tras, probablemente, haber realizado alguna tarea de costura, como indica el cesto de la izquierda. La composición la domina una línea diagonal que parte de la cabeza del patricio, pasa por la de su mujer y acaba en el costurero. Y esta parte del cuadro, poco iluminada, contrasta con el rompimiento de Gloria en el que aparece la Virgen con el niño. Fíjate en la Virgen que señala al Patricio el lugar donde ha nevado en la colina del Esquilino, milagrosamente un 5 de agosto, escena que aparece separada de la principal por esa arquitectura, y en el niño que dirige su mirada a la mujer del noble romano.

        –Recuerdo que me dijiste que el 5 de agosto llueven pétalos de flores dentro de la basílica romana.

        –Sí, es parte de la celebración. A mí el cuadro me proporciona una gran sensación de serenidad. Murillo representa el momento del sueño en medio de una escena real de una casa sevillana del s. XVII, algo muy típico en él, acercar lo religioso a lo cotidiano.  Vamos con algún detalle… Pintó el interior de una acomodada estancia hispalense con la gran cama del fondo, muy típica de la época, una mesa con un gran libro, ropajes del s. XVII, no de la época romana, incluso añade ese perrillo, símbolo de fidelidad. Las vestimentas son muy hogareñas, el patricio Juan incluso lleva unas zapatillas, y los colores se repiten, los rojos de la mesa a la derecha, en las vestimentas de la noble romana en el centro y en el cojín de la izquierda, los blancos y azules en los ropajes de la virgen y la noble romana, incluso el tostado de la vestimenta del Patricio se reproduce en las pastas del libro y el bordado de la tela sobre la mesa, y en el fondo del rompimiento de Gloria y el leve velo que porta la Virgen sobre el cuello.

        –Eso ya es fijarse mucho. Es más difícil de ver. Pero se aprecia esa repetición de cromatismo sobre la penumbra de la escena.

        –Puede ser… ¿Vemos el otro cuadro? En la iglesia estaría enfrente. El efecto de simetría se apreciaría mucho más.

        –Creo que me lo podré imaginar hermosa patricia romana  –concluí sonriéndole, haciéndole una cariñosa carantoña, tomándola por la cintura y dándole un golpecito con un dedo sobre su preciosa nariz.


domingo, 2 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR



          En el libro “Señora de rojo sobre fondo gris” de Miguel Delibes un pintor viudo habla con su hija de su fallecida esposa y, refiriéndose a ella, el autor acaba describiendo con sinceridad y realismo lo que supuso para él su propia mujer, ya fallecida. Hay una frase que siempre recordaré por sublime, en ella Delibes expresa de manera magistral como es el amor de toda una vida, convirtiéndola en un sentido epitafio, aquel que cualquiera querría que fuera grabado en su tumba:

“Era una mujer cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”

Y siempre que recuerdo esta frase la veo a ella, en el marco de aquella tarde otoñal, desapacible, cantábrica, ventosa, de cielo grequiano, amenazadoramente anubarrado y triste, en la que decidí entrar en aquel bar, y sentarme a leer. Y lo recuerdo como si fuera hoy porque sobre la grisura anodina de aquella lúgubre jornada surgió la luz de su vestido rojo, como en la portada de la novela de Delibes.

        Reparé en ella nada más entrar. Estaba sentada en la barra, rodeada de un grupo de jóvenes veinteañeros, enjambre de moscardones que, o reían sus gracias o las hacían, probablemente intentando hacer méritos para llevarse el premio de su atención, y quizá algo más que eso. En mi superfluo discurrir, y en la distancia, observé…

–Joven, morena, media melena, vestido rojo ajustado, zapatos de tacón del mismo color… Llamativa.

        Me senté en una esquina de aquel local lóbrego, junto a una de las ventanas, buscando la claridad necesaria para poder abrir mi libro, mientras, de reojo, asistí divertido al momento en que ella soltaba una carcajada estridente y golpeaba cariñosamente a dos de sus interlocutores.

–Sabe manejar la testosterona –me dije con la misma inconsciente frivolidad.

Entonces me quité mi sombrero panamá nuevo y lo deposité momentáneamente sobre mi libro, encima de la mesa y pensé en mi último paso por Madrid, y en como acabé en aquella sombrerería en la plaza Mayor, Casa Yustas. Era un mediodía brumoso de invierno. Había dedicado la mañana a hacer turismo por los alrededores de la Plaza de la Villa y, tras pasear curioso ante los coloridos puestos del Mercado de San Miguel, me acerqué a la Plaza Mayor para darme un descanso y un homenaje; un buen bocadillo de calamares acompañado de un par de cañas. Mientras esperaba mi merecido avituallamiento me entretuve viendo en el móvil un video de un amigo que hablaba de los miedos, esos compañeros de existencia que te la amargan si eres incapaz de afrontarlos. Pues bien, mi amigo llevaba sombrero, y yo nunca había tenido más que gorras deportivas. Y observando sus evoluciones con ese aire presumido, jocoso y desenfadado que le caracterizaba me pareció buena idea comprarme uno; quizá me aportara ese punto de madura distinción, ese aire clásico, diferente, enigmático, interesante y bogartiano, que nunca había tenido. Y tras dar cuenta de mi contundente y sabroso almuerzo me dirigí a la sombrerería de la esquina contraria de la plaza, donde compré aquel panamá clásico con cinta negra después de dejarme asesorar por el amable y profesional sombrerero; creo recordar que me dijo que también se le llamaba sombrero de paja toquilla, jipijapa o montecristi, que era originario de Ecuador, confeccionado con las hojas trenzadas de una palmera la “carludovica palmata”, y que se popularizó durante la construcción del canal de Panamá cuando se importaron de Ecuador para proteger del sol a los trabajadores, más aún cuando lo puso de moda el Presidente Theodore Roosevelt al ponérselo cuando visitó la obra.

         Pensando en mi nuevo sombrero volví la vista hacia la barra. El camarero ya se acercaba, y en mi campo de visión se abrió ocasionalmente el taburete donde ella estaba sentada, algunos moscardones habían volado, quizá desalentados por lo inalcanzable del premio. Ella miró causalmente en mi dirección, aunque no creo que reparase en mi presencia en aquel momento siquiera.

–Bonita, facciones suaves, dientes blancos, gracioso lunar a la derecha de un tentador y atezado cuello, ojos claros, ligero toque de rímel, leve sombra de ojos rojiza, labios finos, carmín cereza, todo muy acorde con su atuendo… Un bomboncito –me sorprendió de nuevo mi superficialidad, y me divirtió la más que evidente diferencia de edad entre ella y yo. Traté de devolverme la compostura pidiendo el café al camarero–. Expreso, italiano, aromático, a ser posible bien hecho para variar. Hay que ver lo que cuesta que a uno le hagan un buen café –le comenté con una media sonrisa sarcástica con evidentes tintes de advertencia.

–No se preocupe, le gustará. ¿Algo más?

–Tiene orujo blanco.

–Claro que sí. ¿Un chupito?

–Perfecto. Gracias

El barman no tardó en regresar y aprobar inmediatamente el examen visual sobre el café; tenía un dedo de crema, una pinta extraordinaria. Además, traía la botella de orujo completamente escarchada, con algo menos de la mitad de aguardiente, y el vasito helado, para servírmelo en la mesa.

–¿Tiene más? –pregunté atrevido.

–Creo que no.

–Pues hágame el favor de traerme una cubitera. Me lo quedo.

–No sé si debería… –me comentó algo incómodo.

–No se preocupe. Tengo pensado echar la tarde en este rincón discreto leyendo. Y qué mejor compañía que la de un buen café, éste lo parece, y un trago de aguardiente para aclarar la garganta –le sonreí zanjando la cuestión, sin darle oportunidad de negarse.

–De acuerdo –cedió encogiéndose de hombros y enarcando las cejas resignado.

–Cóbrese y no se hable más –me afirmé con aire decidido, quizá algo esquinado, sin darle cuartel, tras lo cual hizo una cuenta mental rápida, y me dejó la media botella y el café en unos módicos diecisiete euros.

–Déjelo. Tómese un café –concluí entregándole veinte, dejándole tres de propina, recibiendo una inclinación de cabeza como premio a mi detalle.

Inmediatamente me sumergí en la lectura del libro que llevaba, aquella novela, “El club Dante”, de Matthew Pearl, que se me había atragantado hasta aquella tarde. En un receso, mientras saboreaba el último sorbo de café y me servía el segundo chupito de orujo, levanté la vista en dirección a la barra. Ella había abandonado su taburete y se dirigía hacia donde yo estaba. Contoneaba con voluptuosa naturalidad sus caderas, y se había echado al hombro una chaqueta a juego con el vestido y los zapatos. De repente mi horizonte se volvió excitantemente rojo sobre el fondo monótono y sórdido del local.

–Te has quedado con el orujo –dijo un tanto altiva en cuanto estuvo a mi lado con ensayada avilantez.

–¿Disculpe? –me mostré sorprendido.

–Que me has dejado sin orujo. Eso no se le hace a una dama    –Me sonrió pícara antes de continuar–. Matthew Pearl, que tostón, no puedo con ese autor. El sombrero es elegante –dijo finalmente poco antes de cubrirlo con su chaqueta, pintando un poco más de escarlata mi horizonte más cercano mientras se sentaba.

Me quedé aturdido unos instantes, incómodo y desconcertado, mientras ella se mantenía estudiadamente a la espera, como si fuera una actriz en un estudio de cine escuchando con atención al auxiliar de cámara cantando la claqueta de la siguiente escena de la película, aguardando expectante el momento de oírle decir: “cuadro”, y el subsiguiente y mágico “acción” del director. De una belleza mediterránea espontánea y arrobadora, de piel brillante y tostada, de pelo negro azabache, con un gracioso lacito que sostenía un mechón que caía hacia la derecha de su cara, no era una mujer alta, de cabeza pequeña, pero podía presumir de tener una mirada penetrante, avizorada, escrutadora, difícil de sostener, de ojos glaucos expresivos, espejeantes y aguanosos, hipnotizadores. Tenía mucho, muchísimo estilo, algo que llevaba con absoluta naturalidad.

–No es que sepa manejar la testosterona. Es una maestra –pensé mientras observaba, algo azorado, como cruzaba las piernas con amplitud y gracia, y se inclinaba hacia adelante, provocadora. El escote redondo sobre el vestido anunciaba un busto perfecto y firme. El resto pude imaginármelo mientras mi voluntad se iba diluyendo ante el rojo turbadoramente dominante de la escena. Entonces… tragué saliva ostentosamente, con nerviosismo. Confundido, eché mano instintivamente a mi bolsillo en busca de un cigarrillo, vicio que hacía tiempo que había dejado. Estoy seguro de que me ruboricé extraviado en mis lúbricos pensamientos.

–Y bien –añadió impaciente, probablemente al verme indeciso.

–Pues… no sé... –añadí con torpeza–. ¿Quieres? –dije señalando titubeante hacia la cubitera.

–Claro. He venido por eso, no para hablar de ese espantoso libro. –Rio divertida.