lunes, 24 de junio de 2019

ILUSIÓN Y RECUERDO. RELATO FINALISTA EN LA XII EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS "LAS PALABRAS ESCONDIDAS" DE VILLA DEL PRADO.



       En medio de la tristeza que padezco cada vez que regreso de Toledo, de la melancolía en la que me sumo evocando en particular lo bella que estaba la ciudad engalanada para el Corpus Christi, sintiendo todavía el aroma a tomillo, cantueso y romero que impregnaba la carrera procesional, cobijando mi memoria bajo la sombra de sus calles entoldadas el día de su fiesta grande, adornadas con florones y  faroles, con coloridos estándares, banderas y reposteros pendiendo de sus balcones, recordando la sobria belleza y el frescor de sus patios, abiertos de par en par estas fechas, percibiendo aún los nítidos ecos del bullicio del momento culminante de la jornada del jueves día 20 de junio, con el paso ante nosotros de la maravillosa custodia de Enrique de Arfe, no quería dejar de compartir con vosotros el orgullo que supuso para mí recibir, en compañía de los míos, mi madre, hermanos y cuñada, al día siguiente, el día de San Luis, el 21 de junio, a las 20.00 horas, el premio como finalista de la XII edición del Concurso de Relatos de la Asociación “Las Palabras Escondidas” de Villa del Prado. He aquí el motivo de otra pequeña satisfacción que, con el permiso de la organización del evento, pasará a formar parte de los orgullos que yacen en el lateral de mi blog. Un saludo a todos.

ILUSIÓN Y RECUERDO

Ceferino, sentado en el escaño de su cocina como todas las noches, escuchaba el parte tras cenar frugalmente. Apoyado en su gayata, con sus lentes puestas, no perdía detalle de los movimientos de la buena moza que lo atendía, mientras ella se afanaba en avivar el fuego de la hornacha con el jubilado humeón, antaño espantador de abejas, reconvertido en fuelle de sonido ligeramente silbante.
        Ceferino tomaba de postre un chato de vino, acompañándolo de unas lonchas de cecina que, más que masticar, chupaba, poco ayudado por una dentadura postiza que bailaba claqué dentro de su boca, incapaz de ajustarse a su envejecido y deformado paladar, mientras recibía y hacía sitio a sus amigotes, más bien gorrones de sobremesa.
Ceferino, jaleado y animado ya por aquella variopinta comparsa, pedía a la muchacha, de tanto en tanto, que elevara o bajara el sonido de la vieja radio, para lo que la joven tenía que subirse a una silla, con el consiguiente regocijo de los presentes. Ella accedía con cierta resignación, sabiendo que lo único que querían aquellos pícaros cuchicheantes era admirar furtivamente sus estilizadas y sonrosadas piernas, ocultas bajo su falda y mandil.
        Ceferino adoraba aquella imagen de la muchacha sobre lo que él consideraba su pedestal, un pedestal del que, a pesar de su edad, pensaba que era mejor que no bajara, porque, cada vez que lo hacía, tenía la sensación de que iba a perder la cabeza.
–Si no fuera por mi Angustias…Cualquier día le haría un hijo –comentaba envalentonado para la alborotada y bulliciosa chusma.
        Ceferino acababa la sobremesa echando un pito, y pidiendo a la muchacha que sirviera una última ronda de vino con la única finalidad de que, al inclinarse, sus juveniles pechos se anunciaran voluptuosamente a través del escote redondeado de su blusa, empujados por un corpiño que, muy ceñido, estrechaba su cintura, nuevamente para regocijo de los crápulas presentes.
        –Si no fuera por mi Angustias… ¡Por los atributos de Príapo! ¡Habéis visto que hermosura de pantorrillas y que pechos tiene la condenada! ¡Membrillo! ¡Tienen que estar dulces como el membrillo! –exclamaba Ceferino descarado, ante las risas y murmullos de aquella cofradía de rufianes.
        –Es la hora. ¡Señores, cada uno a su casa y Dios a la de todos! Ceferino tiene que acostarse. –La muchacha interrumpía el jolgorio en cuanto el anciano acababa el pito, invitando al populacho a abandonar la función con firmeza y autoridad; función en la que ella era la única protagonista, una mujer joven, hermosa y extremadamente paciente.
        –Si no fuera por mi Angustias…Te haría mía ahora mismo –le decía el anciano, ya en la cama, cada noche, mientras ella lo arropaba con amor, se hacía cargo de su cachaba dejándola apoyada al pie de la cama, y posaba sus gafas sobre la mesilla.
        –¡Qué cosas tiene! Ahora, descanse –respondía ella resignada y comprensiva dedicándole una sonrisa dulce y cariñosa bañada en tristeza.
        Isabel, que así se llamaba la moza, besaba la frente del anciano, mientras Ceferino cerraba los ojos imaginando que aquellos labios carnosos y húmedos se posaban sobre los suyos y que, abriéndolos, recibiría como premio un manjar, la fruta fresca y prohibida del contacto de su lengua.
        Isabel apagaba la luz tras comprobar que el anciano estaba cómodo y tranquilo, percibiendo al instante la respiración regular, cadenciosa y monótona de su sueño profundo. Isabel cerraba entonces la puerta despidiéndose sin poder contener sus lágrimas:
        –Hasta mañana abuelito, te quiero –susurraba desesperanzada.
        Isabel era la nieta menor de Ceferino. Hacía un año que había pedido la excedencia en su trabajo para cuidar de él en el pueblo. Hacía meses que no la reconocía, que no la llamaba por su nombre, que había dejado de ser “su muñequita”, “su princesa”, “la niña más bonita del mundo”, “su Isabel”. Hacía meses que vivía en esa senil ilusión, en esa enferma irrealidad en la que ella encajaba a la perfección con su cuerpo lozano y su indiscutible belleza.
        Isabel, vestida con sus inseparables pantalones vaqueros, que no falda ni mandil, y una camiseta, que no blusa ni corpiño, atuendo que nada tenía que ver con el que fantaseaba su abuelo, regresaba a la cocina, apagaba la vieja radio, encendía el televisor y recogía de la mesa, la taza de la infusión, que no chato de vino, y el palillo del cenicero, que no pito.
        Isabel retiraba entonces los vasos imaginarios de los gorrones de sobremesa, caterva de rufianes que nunca les acompañaban, deshaciéndose así, de sus inexistentes risas y cuchicheos, devolviéndolos a esos hogares de los que nunca habían salido. Después, limpiaba la mesa, y extendía sobre ella el pañito de encaje que hiciera su difunta abuela. Sobre él, en el centro, colocaba el retrato de boda que Ceferino ocultaba en la alacena, boca abajo, todas las mañanas al levantarse, intentando así ocultar a su Angustias que ahora miraba a otra mujer.
        Finalmente, Isabel, atrapada por el sonido ligeramente silbante del jubilado humeón, aún con lágrimas en los ojos, avivaba por última vez el fuego de la hornacha y descansaba, arrellanada en el escaño, perdiendo sus pensamientos en el pasado, en su mejor recuerdo, en el que, vestida con un precioso uniforme, caminaba hacia el parque tras salir del colegio, de la mano segura y firme de su abuelo Cefe, quien siempre paraba en el quiosco para comprar alguna golosina que hiciera las delicias de “su muñequita”, “su princesa”, “la niña más bonita del mundo”, “su Isabel”.

domingo, 16 de junio de 2019

PASEOS CON SARA. EN IL GESÚ CON BERNI.


       

     Interior barroco de la Iglesia Jesuita de Il Gesú. Roma
     Hay lugares cuya contemplación impacta y atrapa, por eso, aquello que le dije a Sara, con pomposa teatralidad, de “barroquízame”, en el fondo, estaba justificado. Il Gesú resultó ser un templo realmente extraordinario, diáfano en los espacios y con una decoración profusa que fascinaba.
        –¿Qué te parece? –me interpelo Sara.
        –Sin saber nada sobre él, ya me parece una maravilla. Cuando me desveles parte de sus secretos, seguro que más.
        –Bueno, pues aprovechemos que casi estamos solos. Te voy a dar unas pinceladas sobre esta espectacular iglesia. Como te dije, la edificación la llevó a cabo Il Vignola, arquitecto del Cardenal Alejandro Farnesio…
        –Menos la fachada, que no le gustó, y eligió a… Della Porta.
        –Muy bien, veo que me prestas atención.
        –Por la cuenta que me trae –aseveré guiñándole un ojo.
        –¿No estarás asociando el interés por mis explicaciones en esta hermosa tarde de turismo con algún tipo de recompensa, pongamos…cuando lleguemos a la habitación del hotel?
        –No exactamente –mentí a conciencia, ella sabía, mejor dicho, ambos sabíamos que cuando llegáramos al hotel saltarían chispas entre nosotros–. Pero sí que es cierto que aceptaría de ti todo tipo de cohechos carnales. Es más, si quieres hacerme algún adelanto, algún beso furtivo, alguna carantoña… ya he visualizado un par de rincones penumbrosos, muy apropiados para algún roce… ya me entiendes     –afirmé con voz melosa y sugestiva mientras hacía el ademán de ir a hacerle cosquillas en la cintura
        –¡Quieto! ¡Esas manos! ¡Me acojo a sagrado! –Sara reculó un par de metros. Estaba claro que nos divertíamos en nuestra complicidad.
        –¡Si señorita, al más puro estilo Alatriste! –exclamé–, se ha llamado vuesarced a altana. ¡Con la iglesia hemos topado! Imposible batirse en este terreno.
–Si es que… ¡No hago vida de ti! –añadió ella recomponiendo su figura.
        –Pareces mi madre, esa frase la usa mucho.
        –Si es sobre ti, seguro que tiene razón. Eres incorregible.
        –Vamos a ver –me puse serio frente a Sara apoyando mis manos en sus hombros. Una leve sonrisa me anunciaba en su rostro que se esperaba alguna tontería por mi parte. Y no iba muy desencaminada–. Cualquier sitio es bueno para demostrarle a alguien su cariño. La iglesia no se opone al amor, que yo sepa. Recuerda a Adán y Eva…bueno…aunque Eva no sale muy bien parada en el Génesis por lo de la serpiente, la manzana, el pecado. Lo cierto es que a mí no me importaría morder la manzana que me dieras a probar, manzana, o lo que fuese… –comenté enarcando las cejas, sugerente, sonriéndole tolondro del todo, con la cándida picardía del ensartado por las flechas de Cupido.
        –No banalices el asunto, zalamero. Por lo que veo, este te parece un lugar apropiado –me interrumpió.
        –Ni más ni menos que cualquier otro. He de recordarte que en Sant’Andrea al Quirinale fuiste tú la que se echó en mis brazos y me besó, con el bochornoso resultado de que tu amigo Berni, el jesuita, nos pilló con todo el equipo. Eso sí, no te lo reprocho, porque debe de ser difícil resistirse a un tipo con tanto salero y atractivo, de innegable calidad y apostura –comenté engallado, apoyando mis palabras con unos gestos algo melodramáticos.
        –Ven aquí, anda… –dijo entonces con un tono fingidamente resignado, mientras me rodeaba el cuello con sus brazos y acercaba tentadoramente su boca a la mía. Y entonces, cuando yo esperaba recibir el sabroso y agradable estipendio de sus húmedos y cálidos labios, ella me dio una suave torta en la cara.
        –¿Los de la montaña palentina sois todos así de sacrílegos y de cochinos?
        –No lo sé. No puede dar fe de lo que hacen los demás. Lo que sí que puedo decir en mi descargo es que se me hace difícil hacer frente a la pesada prueba que el Señor me ha impuesto, este pecado en forma de irresistible belleza manchega. Cada minuto que pasa me precipito un poco más en el averno salaz al que me avoca tu presencia –le dije con grandilocuencia, cogiéndola por la cintura.
        –¡Ay madre! ¡Averno salaz! –Sara exclamó y soltó una carcajada–. Tenemos que poner coto a esa verborrea de escritor. Se te está yendo de las manos. Y…hablando de manos, mantén las formas. Hay tres jesuitas mirándonos desde el altar.
        –¡No mientas, amada mía! ¡No conseguirás alejarme de tus brazos con pueriles argucias, con burdas falacias y sofismas, con alambicados embustes! –le dije al oído con pedantería asiéndola con más fuerza–.
        –Dile al escritor redicho, que está fuera de control. Por cierto, uno de los sacerdotes se está acercando. Es alto, su espalda parece un ropero abierto, y tiene las manos como un manojo de nabos, creo que eso fue lo que dijiste ayer.
        –¿Berni? ¡No puede ser! –dije soltándola ipso facto. Ella rio por mi reacción. Su amigo el jesuita realmente estaba allí–. Cualquiera diría que me vigila –pensé algo incómodo.
        El inmenso Padre Bernardo Escalante, con su aspecto marcial de guardaespaldas o de soldado de fuerzas especiales, con su rostro de facciones duras, sus ojos glaucos, su potente quijada y su recio pelo cortado a cepillo, ataviado con su inseparable traje negro y su camisa gris con el cleryman que le proporcionaban ese extra de empaque, se acercó con una sonrisa en los labios a recibirnos.
        –Por lo que veo, disfrutáis de una nueva tarde de turismo, y de otro templo jesuítico –comentó estrechando, con excesiva contundencia para mi gusto, mi mano derecha. Luego besó a Sara en la mejilla. Pensé entonces en lo injusto que se había convertido aquel momento. Pasé de estar a punto de recibir la miel de los labios de mi bella acompañante a recibir una leve bofetada y ahora, a observar cómo, aquel sacerdote, con pinta de matón de la mafia, gozaba del roce de sus mejillas. Seguidamente me sentí de lo más absurdo cuando, absorto en mis estúpidos pensamientos, no atendí a la pregunta del clérigo­. Sara me dio un pequeño codazo en la cintura.
        –Sí, perdón. Me he quedado absorto con la contemplación de la decoración del templo –mentí sin mucha convicción.
        –Decía que si estás aprovechando el tiempo mientras ella está en el congreso.
        –Claro que sí –contesté muy animoso para intentar solventar mi despiste–. Es imposible escaquearse, me prepara los audios y me da el plano antes de salir de la habitación. Es como si volviera al colegio; a pesar de que la profe no esté presente, tengo que hacer los deberes. Aunque sólo por las mañanas. Afortunadamente, por la tarde, me da las clases presenciales.
        –¿Habitación? Ah, pero, ¿compartís estancia? ¡Vivís en pecado! –exclamó Berni frunciendo el ceño.
        Sara rio, y le dio un golpecito en el hombro a su amigo que a mí me tranquilizó; Berni bromeaba.
        –Ya que estás aquí, ¿por qué no nos cuentaas algo sobre los frescos del Baciccia, siempre fueron tu debilidad. –Sara se dirigía al jesuita, por supuesto.
        –Si a Luis le parece bien. Tengo un rato libre. –Yo asentí conforme, mientras Berni hacía un ademán a los otros dos jesuitas que le acompañaban hasta hacía unos segundos tras el altar, y que siguieron con sus tareas, al parecer, relacionadas con el micrófono del púlpito.
        –Venga, cuéntanos –le apremió Sara, mientras me daba la mano, quizá temiera que me escapara y no iba desencaminada. Aquel hombre me impresionaba por tamaño, presencia y palabra; su voz sonaba ronca y tajante.
        –Imagino que Sara ya te habrá dicho que esta es la iglesia típica de la contrarreforma. En el Concilio de Trento, entre muchas otras cosas, se dio prioridad a la predicación y se optó por este tipo de construcciones, diáfanas, que no entorpecieran la visión de la parte más importante de la iglesia, el altar; en definitiva, nada debía distraer al fiel de la celebración de la Eucaristía. El espacio central recupera entonces, en cierto modo, la forma de las basílicas romanas, y en este caso se eleva sobre dobles pilastras que sustentan la bóveda de la nave. Además, una de las cosas que se potenció desde Trento fue el culto a los Santos, algo que la Reforma de Lutero no aceptaba. Por eso se abrieron esas capillas laterales. Date cuenta que la nave es amplia, alta y muy iluminada gracias a los ventanales abiertos en sus muros, y eso contrasta con la penumbra de los espacios laterales que invitan a la meditación, contemplación y oración, quizá más privada e introspectiva.
        Pensé, durante breves instantes, en que a mí me habían invitado aquellos espacios a coger a Sara y darle un buen arrumaco, a colmarla de garatusas y cucamonas; el escritor pomposo que llevo dentro volvía a hacerse presente.
        –La decoración no parece que vaya muy acorde con las directrices del Concilio, ¿no? –pregunté con interés apartando momentáneamente aquellas sensuales fantasías de mi mente.
        –Buena observación Luis. En principio el templo tenía un aspecto muy austero, nada que ver con lo que hoy en día podemos disfrutar. Nada debía entorpecer, como te he dicho, el principal objetivo de la contrarreforma, la celebración eucarística y la predicación. Unos años después, pasado en parte el peligro que supuso la irrupción del protestantismo, se produjo la explosión formal del barroco, y las iglesias se adornaron con profusión. Il Gesú se revistió de mármoles, estucos, bellas esculturas y una magnificas pinturas, a mi juicio, el más excelso ejemplo del ilusionismo barroco que existe, de la mano de Giovanni Battista Gaulli, Il Baciccia.
        –Bernini le consiguió el encargo –apuntó Sara.
–Menudo padrino, supongo tuvo el mejor de los enchufes         –añadí.
–Inmejorable. Vamos con la bóveda, Berni –Sara animó a su amigo, y le cogió del brazo con su mano derecha, sin soltar la izquierda de la mía.
Espectacular bóveda de Il Gesú, cumbre del ilusionismo barroco. Obra de Giovanni Battista Gaulli, Il Baciccia.
        –La bóveda es espectacular. Representa el triunfo del nombre de Cristo y la protagonista es la luz, que se hace presente con la visión resplandeciente de la Gloria Divina. Parece que el techo esté abierto y que, a través de él, podamos ver el fulgor celeste con la divisa jesuita IHS en el fondo. Rodean ese rompimiento ángeles y querubines. Le siguen, entre nubes, los justos ataviados con ricas y elaboradas vestiduras, que gozan de la presencia divina mientras que, en la parte de abajo, los réprobos aparecen desnudos y tapándose los ojos, retorcidos en escorzos imposibles, cegados por el resplandor glorioso; en sus posturas y movimientos parecen incluso querer abandonar la cárcel de las paredes del templo para ir a precipitarse en el suelo. Observad el detalle de que a medida que se alejan del centro de la bóveda las figuras son de mayor tamaño, menos etéreas, más realistas. Una maravilla.
        Lo cierto es que la explicación del jesuita estaba cargada de pasión. Era evidente que los frescos del Baciccia le entusiasmaban.
Cúpula de Il Gesú. Decorada por Il Baciccia.
        –Situémonos bajo la cúpula, si os parece –nos rogó después de darnos algunos detalles más sobre la decoración de aquella fabulosa bóveda–. Bueno…estamos sobre al Gran Cardenal –Berni sonrió al ver que yo daba un respingo, echándome hacia atrás–. Alejandro Farnesio no había sido en vida un tipo muy humilde precisamente, pero, a la hora de su muerte, dispuso que se le enterrara aquí bajo una sencilla lápida de pórfido, quien sabe si con el modesto objetivo de que cualquiera pudiera pisarlo.
        –Supongo que las seis flores de lis sean el emblema de los Farnesio –aventuré.
        –Exacto –intervino Sara.
        –Y la cúpula –Berni retomó sus explicaciones mientras orientábamos nuestra vista al techo–, es otra de las obras maestras del Baciccia. Representa el Paraíso presidido, como no podía ser de otra manera, por la Santísima Trinidad. En el cupulino aparece el Espíritu Santo en forma de paloma y, un poco más abajo, Dios Padre, Cristo con la Cruz y la Virgen pisando un dragón. Ese conjunto aparece rodeado por un abigarrado grupo de ángeles y rollizos querubines, de santos y mártires entre nubes. En el tambor de la cúpula, intercaladas entre las ventanas, se sitúan cuatro estatuas que representan las virtudes cardinales, Fortaleza, Justicia, Prudencia y Templanza. Son la personificación de las obras necesarias para la salvación, y se representan aquí en contraposición a las enseñanzas luteranas que afirmaban que los actos no importaban, que la sola fe individual era capaz de llevar al fiel al reino de los cielos. La cúpula descansa sobre cuatro pechinas que, lejos de tener la tradicional iconografía del tetramorfos simbolizando a los evangelistas, o directamente los propios evangelistas, escenifican complejas composiciones en las que se mezclan Reyes y Profetas de Israel con Santos y Doctores de la Iglesia; quizá sea un guiño a la cercana comunidad judía del gueto. Es curioso como las figuras parecen luchar contra el poco espacio en el que se ven representadas y querer salir de él, en un efecto ilusionista magistral. En el ábside, il Baciccia representó la adoración del cordero místico rodeado de ángeles y querubines. Debajo de la insignia de la orden con el famoso IHS nuestro, está el altar presidido por un cuadro que representa la circuncisión de Cristo, quizá sea otro gesto de cara a la comunidad hebrea para remarcar que Cristo era judío y que tomó, tras ese ritual, el nombre de Jesús. Y…lamento tener que dejaros. Me reclaman –Berni hizo una seña de aprobación ante la llamada de uno de los jesuitas desde el púlpito del altar–. Luis, te vuelvo a dejar en buena compañía. –Berni me sonrió y estrechó con ímpetu de nuevo mi mano.
Cascarón del ábside de Il Gesú. Decorado por Il Baciccia.
        –Gracias –añadí–. Cuidaré de mi Cicerone –comenté con la intención de hacer una gracia.
        –Más te vale –añadió el Jesuita soltándome la mano y mirándome fijamente a los ojos, algo que me inquietó. Luego pasó su zarpa derecha sobre mi hombro y se inclinó para decirme al oído–: a estas horas de la tarde las zonas más oscuras de la iglesia son las capillas traseras, las más cercanas a la entrada. –Y me guiñó un ojo, dejándome atónito, o antes me había oído hablar con Sara, o Berni era adivino. Aunque quizá fuera públicamente notorio que mis hormonas andaban perturbadas por la presencia de mi irresistible acompañante, y se estuviera apiadando de mi sufrida alma.
        A continuación, Sara se despidió de él y ambos proseguimos nuestra visita por el interior de la iglesia; aún nos quedaban por ver las capillas laterales.
        –Ese “más te vale” ha sonado amenazante.
        –No seas bobo. ¿No te han gustado sus explicaciones?
        –Sí, pero prefiero las tuyas. Además, si me lo encuentro un par de veces más, tendrán que escayolarme algún dedo. ¡Cómo aprieta el tío!
        –¡Qué exagerado! Venga, vamos… –Sara me ofreció su mano, cuyo contacto era infinitamente más agradable que el de las fornidas “tenazas” del jesuita. Ambos continuamos nuestra visita al templo mientras en mi mente resonaban las palabras de Berni sobre los lugares más umbríos del recinto avivando mis más traviesos y rijosos deseos.

domingo, 9 de junio de 2019

PASEOS CON SARA. UNA TARDE JESUÍTICA. HACIA "IL GESU".


Iglesia del Santo Nombre de Jesus, conocida popularmente como Il Gesú. Roma.
     Abandonamos la Piazza Colonna, dejando el Palazzo Wedekind, con sus vetustas columnas dóricas, a nuestra derecha. Cogidos de la cintura, anduvimos unos metros sin decir nada. Sara rompió el silencio.
        –Empiezo a preocuparme. Estás muy callado.
        –No…Pensaba en el mal rato que he pasado.
        –¿Y eso?
        –He buscado ávidamente un hotel a mi alrededor, porque no podía contener mis libidinosos instintos –Sara rio, me cogió de la mano, y apoyó su cabeza sobre mi hombro, mirándome con ternura–. ¡Qué no me mires así, leñe! ¡Qué pierdo los estribos! Y… –Ella me puso el dedo en los labios.
        –Creo que no me hubiera aburrido mucho si me hubieras arrastrado hasta el hotel más cercano –añadió insinuante.
        –¡Nunca debimos quedar en la Piazza Colonna, bella dama!      –exclamé simulando sentirme decepcionado–. Hemos perdido la oportunidad de conocernos un poco mejor. Ahora…tendremos que hacer turismo. –Le sonreí haciéndole un arrumaco.
        –No será mala forma de pasar la tarde tampoco. ¿Tomamos ese café, entonces?
        –Hecho –asentí dándole la mano, mientras transitábamos la Via della Colonna Antonina.
        Al llegar al Obelisco de Monte Citorio, giramos hacia la Via in Aquiro para entrar luego en la Piazza Capranica. Tras cruzarla, Sara giró a la izquierda, y nos internamos en la Vía degli Orfani.
        –Este es el camino más corto. No quiero que andes más de lo necesario. Ya me entiendes…las cosas propias de tu edad… –bromeó.
        –Adjudicado. Vas a ser nombrada puñetera imperial.
        –Eso es todo un ascenso, he pasado de puñetera toledana a imperial. –Ella me sonrió mientras soltaba mi mano para luego entrelazar sus dedos con los míos. La Tazza dóro se anunció al final de aquella calle, en la esquina.
        El local estaba muy concurrido. Pensé que, dada su situación, tan cercana al Panteón, uno de los lugares más visitados de Roma, quizá siempre estuviera así de animado. Lo cierto es que, mientras Sara fue a la barra a pedir el café, yo me hice con un pequeño banco para tomarlo siquiera sentados. Era el típico local de tránsito.
        –Está claro. Prefiero el camarero desabrido del Trombetta –Sara regresó recordando a nuestro antipático y admirado barman que tanta gracia nos hacía, de la cafetería que frecuentábamos junto a Termini–. El que me ha servido ha sido muy amable, pero nada entretenido en comparación. Eso sí, me ha decorado los capuchinos como le pedí, con gran profesionalidad.
        –¿Decorado?
        –Espera. No puedo con todo de una sola vez. No te muevas.
        Ella me dejó en la mano un plato con un lazo de crema partido en dos, que tenía una pinta extraordinaria.
Capuchinos en la Tazza dóro, junto al Panteón. Roma.
        –Hoy toca capuchino. ¿Derecha o izquierda? –Sara me sonrió a su regreso. Yo posé el plato con aquel pastelillo en el minúsculo taburete que teníamos al lado libre.
        –Derecha. –Sara rio al ver la cara que puse al ver que en lo alto de la espuma del café el camarero había dibujado un osito.
        –¿O prefieres corazoncito? –comentó pícara guiñándome un ojo, y regalándome una de aquellas expresiones coquetas que me hacían sentir absolutamente indefenso, rendido y embrujado. Entonces, ella se sentó a mi lado y me besó en la mejilla–.
        –Me gusta el osito. Son obras de arte –afirmé.
        Instantes después, una vez que nos habíamos beneficiado la deliciosa bollería y el artístico capuchino, nos dispusimos a salir de la Tazza d’oro.
        –Imagino que tienes algún plan. Teniendo en cuenta que me organizas hasta los tiempos en los que debo ir al baño –bromeé; regresaba de atender a su sugerencia de “acudir al escusado” antes de abandonar el local–. Eso sí, he tenido un pequeño incidente. Me he chocado con un tipo con malas pulgas cuando salía del “escusado”, y él no se ha excusado precisamente. Ha dicho algo terminado en …culo, que no me ha sonado muy bien
        –¡Vaffanculo!
        –Eso.
        –Pues te puedes imaginar. –Sara rio.
        –Pues que le perforen el sieso con herramienta contundente por maleducado. Ha sido sin querer, y yo, sí que me he disculpado.
        –Pues olvídalo… Había pensado en dedicar la tarde a los jesuitas, si te parece bien. –Ella volvió a la planificación turística.
        –Aquí mandas tú, querida. Lo que te parezca a ti bien, a mí me encantará, seguro –dije tomándola por el hombro y acercándola hacia mí. Luego nos dimos de la mano, y seguimos adelante, dejando atrás enseguida la silueta del Panteón.
        –Pues vamos hacia Il Gesú. La iglesia jesuita del Santo Nombre de Jesús. La casa madre de la orden.
        –¿Qué se conmemora hoy? –cambié de conversación bruscamente al pasar ante un local en el que se emitían, en la televisión, los mismos actos que había visto en una pantalla en la Galleria Alberto Sordi, mientras me comía aquel delicioso bocadillo de prosciuto; lo que aquí llamamos jamón.
        –Esta semana se cumple un nuevo aniversario de la masacre de las Fosas Ardeatinas.
        –Ya entiendo.
        –¿Quieres que te cuente algo sobre ello? 
        –Refréscame la memoria, querida –dije con elocuencia.
Mausoleo de la Fosas Ardeatinas. A las afueras de Roma.
        –Qué bobo –Sara entrelazó los dedos de su mano con los de la mía de nuevo–. El 23 de marzo de 1944 unos partisanos englobados en el llamado GAP (Grupo de acción patriótica) emboscaron al 3er batallón de policía alemana Bozen, que en su mayor parte estaba compuesto por italianos germano-parlantes de la región de Bolzano; Bozen es el nombre de la región en alemán.
        –Sí, sé algo de ello. El famoso atentado de Via Rosella. ¿Nos queda cerca esa calle?
        –Pasamos justo al lado el otro día, pero no me acordé de decirte nada. Está frente del Palazzo Barberini, bajando la Vía de delle Quattro Fontane. La reacción alemana a la treintena de muertos del ataque fue la ejecución, al día siguiente, de diez italianos por cada militar muerto. La orden vino de Hitler, y la hizo cumplir Herbert Kappler, jefe de la Gestapo en la ciudad. Los alemanes seleccionaron a 335 personas, sacadas principalmente de las cárceles de la ciudad, formando un grupo de judíos, partisanos y acusados de terrorismo en espera de juicio; también algunos civiles. Los ejecutores de la orden fueron los SS, Erick Priebke y Karl Hass. En resumen, llevaron a aquellos infelices a las Fosas Ardeatinas, antigua mina, y de cinco en cinco, los ejecutaron de un tiro en la nuca. Luego dinamitaron la entrada. Al acabar la guerra se reabrió el lugar y se convirtió en Mausoleo. Esta semana habrá varios actos conmemorativos.
        –Si pasamos por la Vía Rosella otra vez, y te acuerdas, me lo dices. –Sara asintió.
        Me fijé entonces que acabábamos de dejar atrás la Piazza della Minerva y el elefantito de Bernini, para adentrarnos, según rezaba la placa de calle, en la Via dei Cestari.
        –Esta calle es bastante curiosa. Aquí está la sede de la ORP la Opera Romana Pellegrinaggi, entidad que depende directamente del Cardenal Vicario del Papa, y que se dedica a promover y organizar peregrinaciones a lugares como Tierra santa, Fátima, Lourdes o la propia Ciudad eterna.
        –O sea, turismo religioso.
        –No exactamente. ¡Qué no te oigan! Son peregrinaciones, con apoyo logístico y espiritual, con el fin de que la visita se convierta en una completa e inolvidable experiencia cristiana.
        –Retiro lo de turismo, por si la curia se ofende –añadí con salero.
De Ritis. Comercio de ropa litúrgica en la Vía dei Cestari. Roma.
        –Además, en este pequeño tramo de calle, hay varias galerías de arte sacro y dos originales tiendas, clásicas en roma. Esta primera es De Ritis y, un poco más adelante, está Ghezzi. De Ritis comercializa indumentaria litúrgica, Ghezzi todo lo relacionado con el culto, ropa, estatuas y exvotos, muebles, vidrieras, mosaicos…etc.
        Nos detuvimos ante el escaparate de De Ritis. Allí había vestimenta de todos los colores utilizados en el ritual católico, y de los más variados diseños y ornamentaciones.
        –Nunca había visto una tienda como esta. Bueno…aquí debe de tener su mercado, claro.
        –Cierto. –Sara confirmó mi aserto mientras me cogía la mano derecha con ambas manos, y hacía descansar su cabeza sobre mi hombro frente al escaparate.
        –¿Sabes? No te quedaría mal esa casulla azul. Me veo despojándote de ella sin que lleves nada debajo y…
        –Sacrílego y cochino, buena mezcla. –Sara rio.
        –Puedo percibir como el azul que cubre tu cuerpo va dejando paso a tu atezada piel desnuda, tersa y brillante, visión que acaba obnubilándome, paralizando mis sentidos, sojuzgándome…
        –Calla, cencerro. –Sara me dio una colleja cariñosa.
        –¿Crees que tengo la mente sucia y calenturienta?
        –No lo creo, lo sé. Anda, vamos. Si es que te imaginas unas cosas que…
        –¡Que no lo pongan en el escaparate! Ahí está la ropa, y yo me paseo con la mejor de las modelos. Tendré que probarte las prendas, aunque sea de forma figurada.
        –No sé qué habré visto yo en ti –comentó con graciosa resignación tirando de mí, alejándome de aquel comercio–. Ni se te ocurra imaginarte nada cuando pasemos ante la otra tienda. –Ambos reímos mientras dejábamos atrás la Via dei Cestari, y nos asomábamos a la Piazza Largo di Torre Argentina, en cuyo centro se anunciaban unas ruinas romanas.
        –Gran espacio arqueológico –afirmé mientras nos asomábamos a aquel complejo.
Complejo arqueológico de Piazza Largo di Torre Argentina.
        –Te resumo un poco. Aquí están los restos de hasta 4 templos con más de dos mil años de antigüedad, concretamente de época republicana, también los restos del teatro de Pompeyo. En este lugar se produjo en hecho importante, el asesinato de Julio César el 15 de marzo del 44 a.c.
        –¿El nombre tiene algo que ver con Argentina?
        –Pues no, más bien con Estrasburgo.
        –Me parece que te vas a tener que explicar, querida. –comenté cogiéndola por la cintura con teatralidad.
        –Veamos. Finales del S. XV. Johannes Buckard fue un alto prelado que llegó a ser maestro de ceremonias de hasta cinco Pontífices. Era de Estrasburgo, en latín, Argentoratum, y se hizo un Palacio, el llamado Palazzo del Bucardo (italianizaron el apellido del prelado alsaciano para dar nombre al edificio), un poco más allá, en la Via del Sudario, con una torre que es la que dio el nombre a la plaza.
        –Entonces no es aquella del fondo. –Señalé una construcción situada al otro lado de la plaza.
        –No. La de la Casa del Bucardo fue casi toda demolida en el s. XIX. Esa es la Torre del Pappito, curioso nombre que no se sabe bien si lo toma del antipapa del s. XII Anacleto II Pierleoni que era muy bajo, apodado Pappeto, o porque fue construida por la familia Papareschi, en el s. XIV.
        Dimos la vuelta al complejo arqueológico mientras Sara me iba contando más curiosidades de los alrededores.
        –Hay muchos gatos ­–comenté.
        –Sí, hay una asociación que los alimenta y los cuida. Incluso creo que organizan visitas guiadas de las ruinas, en las que piden la voluntad a beneficio del refugio de los gatos.
        –Curioso –concluí, pensativo.
        –Bueno, vamos a Il Gesu. Está un poco más adelante.
        Eran poco más de las cuatro de la tarde cuando, paseando de la mano, nos plantamos ante la espléndida fachada de la iglesia madre de los jesuitas.
        –Ahora puede que no destaque mucho, pero, en su día, fue toda una novedad –dijo Sara.
        –Explíquese, bella cicerone –le animé tomándola de nuevo por la cintura.
Soberbia imagen de la fachada de Il Gesú.
        –Verás. San Ignacio de Loyola decidió instalar en Roma, en 1538, la casa madre de la Compañía de Jesús que había fundado poco antes. Él, y sus compañeros eligieron este lugar dónde se hallaba una pequeña iglesia bajo la advocación de la Madonna della Strada. Por un lado, esta zona era ideal para la predicación, lugar de paso de pobres y peregrinos, cercano al gueto judío y, además, estaba al lado de los centros del poder eclesial, con la residencia Papal del Palazzo Venecia de la Plaza de San Marcos, y político, con la proximidad del Capitolio. La labor decidida de predicación de la fe que hicieron los jesuitas les convirtió en el principal brazo ejecutor de la Contrarreforma, nacida del Concilio de Trento entre 1545-1563, para combatir la Reforma protestante de Lutero. No obstante, San Ignacio, por diversas vicisitudes, no pudo ver la iglesia, siquiera comenzada. Fue en 1568 cuando el ímpetu y el dinero del Cardenal Alejandro Farnese pusieron en marcha las obras del nuevo templo. Y lo hizo imponiendo a su arquitecto personal Jacopo Barozzi, Il Vignola. El Gran Cardenal, así se le apodaba, tenía un carácter expeditivo y, descontento con el proyecto para la fachada de Il Vignola, no dudó en apartarle de su ejecución para encargársela a Giacomo della Porta, discípulo del anterior, que presentó un diseño muy atractivo y novedoso. Ese es el que ves.
        –Interesante, siga instruyendo a este humilde e indocto mortal –afirmé ampuloso.
        –Pero que payasete eres.
        –Albardán, prefiero que me llames albardán –comenté con pedantería.
        –De nuevo el escritor cargante… ¿Qué es eso de albardán?
        –Bufón.
        –Te va que ni pintado. En fin…Vamos con la fachada –Sara continuó con simulada resignación. Indudablemente le divertían mis tonterías­–. Giacomo della Porta rompió con muchas normas en su ejecución. Por ejemplo, prescindió del nártex, y dinamizó su aspecto, adornándola con una sucesión de dobles pilastras corintias que recorren la fachada, salvo en el centro, en el que alternó una pilastra con la columna que flanquea la puerta central. También innovó con el doble frontón, el triangular dentro del semicircular. En la parte de arriba, en menor tamaño, duplica el esquema inferior con las columnas flanqueando el vano. Remató el templo con ese gran frontón, y enlazó los pisos con esas enormes volutas que, a partir de ese momento, serán imitadas en todo el mundo. El mecenas de la obra se hace presente en la inscripción del friso del entablamento, y en el escudo de la parte superior que, aunque de menor tamaño, se sitúa por encima del emblema de la Compañía de Jesús, que está sobre la puerta, con las letras IHS, Iesus, Hominum Salvator; Jesús, Salvador de los hombres. Flanqueando la entrada, en esas dos hornacinas, se sitúan las estatuas de San Ignacio y San Francisco Javier, y aparecen representadas pisando a sendas figuras desnudas, alegorías del error y la ignorancia. ¿Entramos?
        –Te sigo.
        Sara me volvió a coger de la mano y me llevó al interior del templo. Durante breves instantes, mientras traspasábamos el umbral de la puerta y accedíamos a la gran nave central, pensé de nuevo en lo afortunado que era al tenerla al lado dándome todas aquellas explicaciones. Ante la espectacular visión del barroco en su máximo esplendor de la decoración de aquel espacio exclamé:
        –¡Barroquízame, princesa mía!
        –Serás boberas –concluyó sonriéndome, volviéndome a mirar de aquella forma que me desarmaba, dejando descansar con intencionada inocencia sobre mi rostro, aquella mirada de niña mimosa y desamparada que me hacía sentir su protector, su salvador; algo que me sacó una nueva sonrisa por ser una palabra capital en la divisa jesuítica.

domingo, 2 de junio de 2019

PASEOS CON SARA. HACIA LA PIAZZA COLONNA

Columna de Marco Aurelio. Piazza Colonna. Roma

        Salí de la Iglesia de Santa María Sopra Minerva impresionado por la belleza de los frescos de Filippino Lippi en la Capilla Carafa, y sorprendido por la hermosa y original tumba de Sor María Raggi, espléndido cenotafio obra del insigne artista, Gian Lorenzo Bernini. Junto al elefantito, el Pulcino della Minerva, que diría mi atractiva cicerone, diseñado también por el excepcional creador napolitano, sonreí al recordar mi encuentro con Bea, incluso miré a mi alrededor por si aparecía con su familia, calzando sus simpares zapatos. Comprobé que aún no era la una de la tarde, y pensé que aún me quedaba tiempo para ver cosas hasta encontrarme con Sara. Si ella salía de la Universidad de la Sapienza a las dos de la tarde, paraba a comer alguna cosa, y me venía a buscar, no podríamos vernos antes de las tres y media, la hora de tomarse un buen ristretto; calculé a ojo de buen cubero.
        Amparado por la sombra del Pulcino, busqué el siguiente audio que me había preparado Sara; llevaba el título “Por si acaso” y lo pulsé sonriendo, me hizo gracia el título. Sara regresó, con su dicción docta y atrayente:
        –¿Sorprendido por los tesoros de Santa María Sopra Minerva? Bueno… como no sé a qué hora habrás salido, si calculas que tienes tiempo, puedes acercarte hasta la Piazza Colonna dando un paseíllo. Si lo haces, sigue escuchando el audio, si no, es que se te ha hecho tarde. Entonces, come algo y espérame. No tardaré. Luego te llamaré para ver dónde estás para ir a buscarte. Eso…si no te pierdes, o no quieres verme más. –Sara rio.
        Por las previsiones que me había hecho, miré el mapa y pensé que tenía tiempo de sobra para visitar aquella plaza que me recomendaba. Pulsé de nuevo el audio.
        –Si escuchas esto, es que tienes tiempo –Sara prosiguió en tono jocoso–. El plan es el siguiente. Vas a ir a la Piazza Colonna, pero dando un pequeño rodeo; quiero que veas algo de camino. Ahora, tienes que volver hasta la Piazza de la Rotonda, la del Panteón. Deja a tu espalda el monumento y pasa por el lado derecho de la fuente. Intérnate en la Via del Pantheon. En la cercana Piazza de la Maddalena te esperan un par de sorpresas agradables, espero que te gusten.
        Sara pausó su narración. Entonces, detuve el audio y me puse en marcha. Siguiendo sus instrucciones, dejé atrás la imponente mole del Panteón, tras volver a admirar su inconfundible, grandiosa y ancestral silueta, y la Fontana della Rotonda con el obelisco, diseñada por Giacomo de la Porta, a mi derecha. En efecto, al llegar a la Piazza della Maddalena, me vi sorprendido por la monumental fachada de la Iglesia de Santa María Magdalena. Instintivamente, fui hacia el lado opuesto de la plaza para poder apreciar mejor la espectacular ornamentación de la portada del templo. Pulsé al audio de Sara de nuevo.
Fachada de la iglesia de Santa María de la Magdalena. Estilo Rococó. Obra de Giuseppe Sardi. 1735
        –La iglesia de Santa María de la Magdalena es lo que tienes delante. Estará cerrada, seguramente –comentó dejando entrever algo de decepción–. Te diré, para que te hagas una idea, que el interior es de planta elíptica con capillas laterales, adornado con mármoles, estucos y oro, en estilo rococó, especialmente la sacristía. Respecto a la fachada, a mí me deja un claro regusto a Borromini aunque más recargado por la evolución del barroco hacia ese nuevo modelo de arte más exuberante, pero me encanta. Obviando la ornamentación me recuerda en algo a San Carlo a la Quattre Fontane, creo que puedes apreciar de lo que te hablo. Fue obra de Giuseppe Sardi, y fue muy criticada, llegando e ser apodada como “la iglesia de azúcar” porque decían que su decoración parecía la de un pastel. Se trata de una fachada cóncava delimitada por cuatro pilastras en cada uno de los dos pisos. Cierta convexidad le confiere al conjunto las dos columnas que se adelantan en el pórtico de entrada, para dar paso a la escalinata en la planta de abajo, y las otras dos de ventanal curvo de la parte de arriba. Como ves, la decoración es profusa, alternando líneas curvas y rectas, coronándose los espacios con frontones partidos y ondulados, con entablamentos que alternan líneas rectas que se recortan y líneas curvas. Fíjate en las cuatro hornacinas que albergan, arriba, a Santa María Magdalena y Santa Marta y, abajo, a San Camilo de Cellis y San Felipe Neri. Y ahora viene la segunda sorpresa. Imagino que estarás frente a la fachada. A tu derecha está el establecimiento Il Gelato de San Crispino, es hora de tomarse un descanso. Prueba el de crema con miel, luego me cuentas. Me estoy relamiendo solo de pensarlo. –Era más que evidente que Sara se divertía preparándome aquellos audios, y compartiendo conmigo sus experiencias romanas, no sólo las artísticas.
        Entré en la heladería, aquella sugerencia me pareció de obligado cumplimiento.
        –Esta “tipeja” se las sabe todas. Esto está para chuparse los dedos –me dije mientras disfrutaba en la plaza de una buena tarrina de gelato de crema y miel, y volvía admirar la espléndida fachada de aquel templo.
Fachada de Santa María in Aquiro.
Instantes después, retomé la marcha hacia la Piazza Colonna. Sara me indicó que hiciera una breve parada en la Piazza Capranica dónde se hallaba otro templo, el de Santa María en Aquiro, que también estaba cerrado. Su fachada, después de haber visto la de Santa María Magdalena, parecía sosa, a pesar de estar estructurada en torno a pilastras corintias, tener frontones curvos y triangulares sobre las puertas, y estar rematada por dos campaniles y un gran frontón triangular en la parte superior.
Enseguida dejé atrás ese templo. Un poco más adelante giré a la izquierda para abandonar la Via Aquiro y adentrarme en la Piazza di Monte Citorio, donde se encuentra el Palacio del mismo nombre, sede actual de la Cámara de Diputados de la República italiana, y, frente a él, otro de los Obeliscos que hay repartidos por la geografía romana. Este en concreto era de granito rojo, de época de Psamético II, del s VI a.c. Originariamente erigido en Heliópolis, fue traído a Roma por Augusto; eso me comentó Sara en la breve explicación sobre el lugar, mientras cruzaba la plaza y entraba, definitivamente, en la Piazza Colonna, mi destino. Seguí escuchando atentamente.
Piazza Colonna. Roma
        –Este espacio, abierto en la Via del Corso, antigua Via Lata romana, fue creado por el hiperactivo Sixto V, sí, el de los obeliscos –Sara rio, sabía que aquello me haría gracia porque yo se le había apodado así más de una vez–, y recibe el nombre por la columna que la preside desde el año 193 d.c. para conmemorar y narrar en piedra la victoria de Marco Aurelio, en las guerras Marcomanas que enfrentaron al imperio contra germanos y sármatas entre 161-180 d.c. Estos pueblos atacaron el limes en un momento en el que el Imperio estaba desprotegido, al estar disputando, en aquellos momentos, otra guerra contra los Partos en Oriente, muy exigente en hombres y dinero. El caso es que Marco Aurelio, el llamado emperador filósofo, finalmente, logró reestablecer las fronteras, aunque el Imperio quedó debilitado por la confrontación y por la llamada peste antonina, o plaga de Galeno, (no se sabe bien si era viruela o sarampión) descrita muy bien por aquel afamado médico. Fueron las tropas que regresaron de Partia las que, al parecer, importaron la enfermedad que diezmo a la población y, claro está, también al ejército. La columna está hueca en su interior, tiene una escalera que da acceso a la parte de arriba y consta de veintisiete tambores de mármol superpuestos con relieves historiados acerca de las hazañas imperiales. Está rematada por una estatua de S. Pablo, que Sixto V mandó colocar ahí a finales del S. XVI para sustituir la que había de Marco Aurelio. Si te sitúas mirando desde la Vía del Corso, a la derecha verás el Palazzo Chigi, antigua embajada del Imperio Austro-húngaro y actual sede del Gobierno italiano, a la izquierda, el Palazzo Ferraioli y la pequeña iglesia de Santi Bartolomeo ed Alessandro dei Bergamaschi y, en frente, el Palacio Wedekin, con esas columnas dóricas sosteniendo el pórtico traídas de la ciudad Etrusca de Veyes, actual Veio. Puedes dar un paseo y admirar el entorno más de cerca; luego, puedes entrar en la Galería Alberto Sordi, la tienes a tu espalda.
Así lo hice, con la consiguiente sorpresa final de encontrar, en aquel espacio comercial, una librería de un tamaño descomunal para lo que yo conocía, la libreria Feltrinelli. Finalmente acabé tomando una cerveza y un bocadillo de prosciuto en el Espressamente, un recinto de comida rápida, y admirando el edifico que, en sí, tenía su encanto, parecía una antigua estación de tren. Iba a tomar un café para despejar la modorra que me estaba entrando cuando Sara me llamó.
–¿Dónde estás? Yo acabo de salir del Metro en Barberini. He tardado un poco más porque he pasado por el hotel para ponerme unos vaqueros y unas deportivas para estar más cómoda.
–Estoy en la Galeria Alberto Sordi. Iba a tomar un café, me estaba quedando sopa.
–En siete minutos estoy allí. Si quieres esperarme en la Piazza Colonna, tomaremos café juntos.
–Perfecto. Salgo enseguida. A ver si se me quita la caraja. El bocata de prosciuto no estaba mal, pero me ha dejado K.O.
–Voy volando.
–De acuerdo. Beso.
–Ciao, amore –Sara rio.
Me quedé pensando en lo bien que me había sonado aquello de Ciao amore. El italiano en su boca sonaba aún más musical y excitante. Enseguida dejé de divagar para no caer atrapado por el erotismo que me despertaba siquiera escucharla. Así que salí a la plaza, para que me diera el aire, y me dirigí hacia la columna de Marco Aurelio para esperarla. En aquel momento no sabía por dónde vendría, así que saqué el móvil y me dispuse a mirar en el mapa. Tendría que llegar por la Vía Tritone, era la forma más directa. Iba a girarme en aquella dirección, cuando ella apareció rauda y me abrazó; casi se me cae el teléfono.
–Vaya… Parece que la preciosa medievalista toledana ha echado de menos a su “amore”.
–Bésame, bobo –dijo cerrándome la boca con sus labios.
–Sí, mejor que no hayamos ido al hotel. Esta vez puede que no hubiéramos salido de esos… nuestros amatorios aposentos –bromeé con grandilocuencia.
–¿Has pensado mucho en mí?
–La verdad es que no. Entre el turismo, el encuentro con Bea…en fin no estaba mi mente para distracciones superfluas –volví a bromear mientras la estrechaba entre mis brazos. Luego le susurré al oído–. No sé qué voy a hacer cuando te tenga lejos.
–Pues…echarme más de menos. –Sara rio.
–No sé si eso será posible ya. Me temo que padezco algo preocupante. Sara…te estás convirtiendo en una enfermedad, algo parecido a mi peste antonina particular. –Esta vez Sara soltó una carcajada.
–Veo que has estado atento a mis explicaciones. Fiebre, diarrea, inflamación de la laringe –Sara me beso el cuello varias veces–. Creo que mi paciente no presenta esos síntomas.
–Con este tratamiento local, sin duda, he mejorado. –Ambos reímos, y nos mantuvimos abrazados unos instantes, en silencio.
–Sara, ¿estamos muy ñoños? ¿No somos ya mayores para comportarnos así?
–Sí, tú mucho más que yo. –Ella volvió a soltar una carcajada.
–En serio…
–¿En serio?
–Sí.
–Pues claro que estamos ñoños. Lo que pasa es que hace mucho tiempo que no lo estábamos. Tendremos que acostumbrarnos.
–Si aceptas la condición de melindrosa oficial, acepto la de melindroso. Creo que me merezco un romántico ósculo.
–¡Escritor pedante! –exclamó ella.
–Lo cierto es que estoy localizando muchos escenarios para una nueva novela. Aunque no sé de qué tipo será, puede que erótica, estoy poniéndome al día con la práctica –me mostré insinuante.
–Calla palabrero…
Sara me rodeo el cuello con sus brazos, y me dio un beso largo, intenso y profundo. Luego nos quedamos mirando a los ojos, abrazados, ante la columna de Marco Aurelio. Ella rompió el silencio.
–¿Café?
–Claro. ¿Dónde?
–Podemos ir hasta el Tazza D’oro. Está cerca, y nos va bien para iniciar la tarde de turismo que te tengo preparada.
–Pues vamos, fui esta mañana como me recomendaste. Buen café –concluí tomándola de la cintura y echando a andar. Unos pasos más allá, metí la mano en uno de los bolsillos traseros de su pantalón.
–Si es que…se me va la mano, se me va la cabeza, se me va todo. ¡Señor, apiádate de este pecador! –elevé el tono de voz con teatralidad.
Sara rio y me contestó:
–Viejo verde, abuelete asaltacunas, cuida donde pones tus libertinas zarpas, o tendremos que coger una habitación en el hotel más cercano… y se acabó la tarde de turismo –concluyó guiñándome, dejando caer suavemente sobre mis ojos aquella mirada triste e insinuante que me volvía del revés.
–¡No me mires así que no respondo de mis actos! –exclamé.
Ambos reímos divertidos, y seguimos nuestro camino. Saqué entonces la mano de su bolsillo, por si mis rejuvenecidas hormonas se alborotaban definitivamente, incluso antes de salir de la Piazza Colonna.