Sara
estaba pensando ya qué cuadro enseñarme, cuando sonó su móvil.
–Disculpa
–me dijo alejándose unos metros en dirección a la puerta que comunicaba con la sala
060A. Yo me quedé observando el lienzo “Conversión
del duque de Gandía”, de José Moreno Carbonero. Me pareció una gran
pintura, pero claro, estaba en un sitio en el que todo lo que veía me parecía
de excelente calidad–. ¿Te gusta? –me preguntó al regresar.
–Sí,
mucho. Iba a leer la cartela completa. Sólo sé título y autor.
–Me
ha llamado Esther. Está aquí, haciendo una visita guiada. Hace mucho que no nos
vemos. ¿Hacemos una pausa y te dejo unos minutos disfrutando de la pintura de
historia, o vienes?
–Voy,
también yo quiero saludarla, eso sí, con la condición de que luego me expliques
este cuadro.
–Es
un gran lienzo también. El autor puede que sea el mayor representante andaluz
de este género. Y la historia que cuenta el cuadro es interesante. Vamos,
quédate con la imagen, y te cuento algo por el camino, luego volvemos. –Sara me
dio la mano y abandonamos la sala
–La
060A está dedicada a Sorolla y Beruete.
–¿Berruguete?
–No, Aureliano de
Beruete. Eran contemporáneos. Político y pintor paisajista, alumno de Carlos de
Haes, y amigo de Martin Rico.
–Ya veo. Entre
paisajistas queda la cosa –asentí mientras pasábamos de largo.
–Se le conoce
también por haber hecho uno de los primeros grandes estudios sobre la obra de
Velázquez. Y… sobre el cuadro de Moreno Carbonero que estabas contemplando,
representa el momento en el que el duque de Gandía comienza a dejar de serlo. Con
el tiempo ingresará en los jesuitas, convirtiéndose en Francisco de Borja.
–Conozco
la historia. Después de ver el cuerpo putrefacto de la Emperatriz Isabel de
Portugal, dijo aquello de “Nunca más, nunca más servir señor que se me pueda
morir”; quedó descompuesto el hombre al contemplar los restos de lo que había
sido una mujer bellísima e inteligente.
–Muy
bien, luego lo vemos con más detenimiento. Esther me dijo que estaría por la 57
o 58. Estaba con el Bosco.
–Me
parece que por allí resopla –añadí divertido asomando a la sala 58 donde
colgaba, flamante, una de las obras maestras de la pintura, “El descendimiento”
de Rogier Van der Weyden.
Esther
aligeró la explicación del cuadro en cuanto nos vio. Cuando finalizó, nos
saludamos.
–¿Qué
tal, tortolitos? –comentó riéndose mientras se colocaba su graciosa melena
rubia bajo los auriculares.
–¡Fermosa
doncella! Ha pasado demasiado tiempo desde aquella visita guiada a Toledo –Le
di dos besos, mientras hacía alusión a como nos conocimos, cuando Sara le pidió
que nos enseñara la capital manchega.
–Para
todos. Desde que has echado el lazo a la cabecita loca ésta, no consigo verla.
–No
será para tanto. –Sara le dio otros dos besos.
–¡Qué
narices! Os veo bien, hacéis buena pareja –añadió la guía–.
–Es
un saldo de geriátrico, pero tiene su aquel –dijo Sara provocando la risa de
ambas. No la mía.
–Siempre
aprovecha para meter la cuñita la muy puñetera –añadí resignado.
–Lástima
que no tenga tiempo. Pero me ha encantado veros. Os tengo que dejar. Nos vemos
pronto. Luis, no salgas del museo sin que te explique este cuadro, sabe mucho
sobre él. –Esther se refería, a la obra de Rogier Van der Weyden que ella
acababa de comentar –. Dame dos besos –Cuando lo estaba haciendo me comentó en
voz baja–. Te dije aquel día que le gustabas. Me debes una.
–Eso
está hecho. Además, me deseaste suerte y la tuve –afirmé guiñándole como ella lo hizo
aquel día.
–Ven
aquí, cariño –Esther ahora se despidió de Sara susurrándole al oído–. Mula del
Jerte, que bien te sienta su compañía, cuanto me alegro–.
–¡Serás
pava! Me he alegrado mucho de verte, aunque haya sido tan poco tiempo. Quedamos
cuando quieras.
–Estamos
en contacto entonces. Os dejo, he de seguir pastoreando turistas. –Esther nos
sonrió, se volvió a colocar el auricular y la melena, y abandonó con premura la
sala, despidiéndose finalmente de espaldas, con la mano en alto, seguida por su
abigarrado grupo.
–¿Puedo
preguntar que te ha dicho? –dijo Sara intrigada.
–Que
tenga cuidado, que hay mucho moscón revoloteando a tu alrededor. ¿Y a ti?
–Que
me cuide de la gente mayor, que no es de fiar –ambos mentimos y reímos,
convencidos de que ninguna de las dos versiones coincidía con lo que nos había
dicho Esther.
–Y
ya que estamos aquí creo que debo hacer caso a tu querida amiga. Háblame sobre
este cuadro, por favor.
–Pues
sí, nos hemos ido a la otra punta del museo. Vale, dejamos un poco la pintura
de historia, y nos vamos al s. XV.
–Un
cambio radical –concluí.
–Bueno…Estamos
ante una de las obras maestras de la pintura universal; “El descendimiento” de
Rogier Van der Weyden. Fue un encargo del gremio de ballesteros para la Capilla
de Nuestra Señora de Extramuros de Lovaina. Natural de Tournai, en aquel
momento parte del Ducado de Borgoña, Weyden mantuvo taller en su ciudad natal y
en Bruselas. Se cree que el cuadro pudo pintarse hacía 1430, y fue admirado, y
muy copiado. Es un óleo sobre tabla.
–Tiene
un colorido sensacional. Muy flamenco.
–Sí.
Y, hay que fijarse, pero verás que hay una ballesta diminuta colgada de las estructuras
góticas en las dos esquinas largas, símbolo del gremio de comitentes. El cuadro
tuvo mucha fama y lo acabó comprando, un siglo después, María de Hungría, gobernadora
de los Países Bajos y hermana de Carlos V, canjeándolo por un órgano para la
iglesia, y una copia de la tabla obra de Michael Coxie. Fue en el Palacio de
Binche, residencia de María de Hungría, donde la vio Felipe II, mostró su admiración
por la obra, y finalmente se lo compró, para llevársela, primero al Pardo y
luego al Escorial, donde estuvo hasta 1939. Luego, pasó al Museo del Prado.
Para la Capilla del Pardo, Felipe II encargó otra copia a Coxie, obra que ahora
está en el Escorial.
–Entonces,
dices que fue muy copiado.
–Exacto.
Respecto a la pintura… –Sara pausó su narración–. Hay tanto que contar… Es
evidente que se trata de la escena del descendimiento. Las figuras aparecen
constreñidas dentro de ese marco, como si fueran esculturas. Cristo es bajado
de la cruz por Nicodemo (miembro del Sanedrín que seguía sus enseñanzas en
secreto), y un ayudante suyo que es el que está en la parte de arriba,
totalmente encajonado entre la cruz y el marco. La Virgen, se acaba de desmayar
a los pies de su hijo, prácticamente en la misma pose; puede interpretarse como
otro guiño al gremio de comitentes porque la postura semeja una ballesta.
Socorren a la Virgen, María Salomé, vestida de verde, y su hijo, San Juan
Evangelista. María Cleofás, hermana de la Virgen, está situada tras ellos
enjugándose las lágrimas con un pañuelo. Si pasamos al otro lado, el personaje
ataviado con ricas vestiduras es José de Arimatea, el acaudalado comerciante
que consiguió que las autoridades romanas le entregaran el cuerpo de Cristo para
enterrarlo en un sepulcro de su propiedad. Tras él, se sitúa un personaje no
bíblico, que sostiene una urna, y a su derecha María Magdalena.
–Parece
que el cuadro te fascina.
–Sí.
Y tuve que hacer un trabajo sobre él hace unos años. Créeme que podría pasarme
un buen rato hablándote sobre él.
–No
lo dudo. Continúa.
–Verás.
Cualquiera que se plante ante el cuadro te va a decir que destaca por su
realismo, pero más bien destaca por el detallismo con el que está pintado.
Vamos a acercarnos si nos dejan, suele ser una sala muy concurrida.
–Conseguimos hacernos un hueco entre los visitantes.
–Veo
las pequeñas ballestas de las esquinas. ¡Qué curioso! –exclamé.
–Pues
fíjate por ejemplo en las lágrimas de los protagonistas; en la diferente tonalidad
de la piel de Cristo muerto y de su madre desmayada, que acaba de padecer lo
que se denomina la “Compassio Mariae”,
es decir los mismos dolores que su hijo; en las heridas de Cristo, como la
sangre fluye en dos direcciones, una de cuando estuvo clavado en la cruz, y
otra vertical, ahora que su cuerpo está en horizontal o en las uñas sucias de
sus manos, en la corona de espinas, la barba y la sangre de su rostro, en cómo
la sangre pasa por debajo del paño de pureza transparentándose maravillosamente.
Hay centenares de detalles, fíjate en pelos y barba de los protagonistas, en la
riqueza del atuendo de José de Arimatea, con los detalles de la piel vuelta en
la solapa, incluso se pueden apreciar los corchetes.
–Encuentro
que las figuras tienen unas posturas algo forzada –sugerí.
–Vas
bien encaminado. Como te decía, es muy realista en los detalles, pero, mires la
figura que mires, parece que se va a caer. El mozo que acaba de ayudar a descolgar
a Cristo mantiene una postura imposible arrinconado por una cruz irreal, cuyo
brazo menor no ha podido mantener el cuerpo del crucificado, y permanece apoyado
en la escalera, mientras que sostiene con una mano al fallecido, y con la otra
se apoya en la cruz sosteniendo dos enormes clavos; curiosamente su vestimenta
azul está inmaculada, sin una mancha de sangre. Las piernas de la Virgen son desproporcionadamente
largas, hasta tapan la base de la cruz, las de Nicodemo y de José de Arimatea presentan
una posición difícil de mantener, María Magdalena tiene una postura forzadísima
en sus brazos y parece que se va a caer porque pisa su túnica, San Juan parece
empujado por el marco, su madre apenas se agacha, pero sostiene a la Virgen…
–Caray,
sí que has estudiado la obra. –Sara me sonrió orgullosa.
–En
cuanto a la escena y su significado, podemos aventurar muchas cosas. Verás… La
primera es que se representa a Cristo como Dios, dentro de un marco de oro,
como hombre que muere con el personaje que hay tras José de Arimatea preparado con
una urna funeraria, y como resucitado, con la calavera y los huesos del suelo
símbolo de muerte, y la hierba que crece como nueva vida al lado, símbolo de resurrección.
¿Has leído el “Código Da Vinci”?
–Sí.
–Pues
recuerda la teoría que nos dejó caer Dan Brown de que Cristo estaba casado con
María Magdalena y pudo tener hijos. Para mí, María Magdalena es el personaje
más enigmático de la composición. Su aspecto puede resultar algo indecoroso,
dada la escena, aparece sin vestir del todo, con la toca descolocada, con esa
túnica cayéndose, con el corpiño extremadamente apretado dejando un generoso
escote a la vista. La urna que sostiene el hombre de al lado, quizá sea el tarro
que contiene el caro ungüento de nardo con el que ella lavó los pies de Cristo, y
así ella tiene las manos libres para forzar su posición, y enseñarnos
deliberadamente sus manos y... –Sara
se mostró enigmática; me dejó terminar la frase.
–El
anillo de casada. Interesante.
–Y
un par de detalles más. Tras una boda, una mujer como ella podría lucir un
cinturón con el nombre de los contrayentes. Ahí lo tienes.
–Jesús,
María. Muy sugerente.
–Para
rematar esta teoría. ¿No te parece que ella podría estar embarazada? ¿No tiene
abultado el vientre, con los cordones del vestido incapaces de ceñirlo del todo
y disimularlo?
–¡Ostras!
Me dejas “muerto patata” –exclamé–.
–Desde
el S. II circuló esta teoría del matrimonio. Y ahora vas y lo cascas –Sara rio–
Hay muchísimos más detalles.
–Ya
veo. Estoy realmente impresionado.
–Pasé
muchas horas estudiando la tabla. ¿Seguimos?
–Vamos,
aunque el listón lo has dejado muy alto.
–Esta
obra es especial. Del resto te puedo dar alguna pincelada y, por supuesto, no
de todas las obras.
–¿Pinceladas?
Creo que mi profesora particular es muy modesta –dije pasándole la mano por el
hombro y besándole el pelo, intentando no dejarme arrastrar por el recuerdo de
aquel aroma irresistible a ella que me cautivaba –Definitivamente…he perdido la
razón–. Añadí con dramatismo, mientras ella sonreía levemente y me dedicaba una
de aquellas miradas sinceras y tristes que me hacían sentir indefenso–. ¿Y,
ahora?
–Pues…déjame
pensar… ¿Juan de Flandes? ¿Juan de Juanes?
–No,
Luis de Luises –dije intentando esconder mi debilidad con una gracia.
–¡Serás
babanca! –concluyó riendo, mientras salíamos de la sala 58.
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