sábado, 11 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EL DESCENDIMIENTO DE ROGIER VAN DER WEYDEN



        Sara estaba pensando ya qué cuadro enseñarme, cuando sonó su móvil.
        –Disculpa –me dijo alejándose unos metros en dirección a la puerta que comunicaba con la sala 060A. Yo me quedé observando el lienzo “Conversión del duque de Gandía”, de José Moreno Carbonero. Me pareció una gran pintura, pero claro, estaba en un sitio en el que todo lo que veía me parecía de excelente calidad–. ¿Te gusta? –me preguntó al regresar.
        –Sí, mucho. Iba a leer la cartela completa. Sólo sé título y autor.
        –Me ha llamado Esther. Está aquí, haciendo una visita guiada. Hace mucho que no nos vemos. ¿Hacemos una pausa y te dejo unos minutos disfrutando de la pintura de historia, o vienes?
        –Voy, también yo quiero saludarla, eso sí, con la condición de que luego me expliques este cuadro.
        –Es un gran lienzo también. El autor puede que sea el mayor representante andaluz de este género. Y la historia que cuenta el cuadro es interesante. Vamos, quédate con la imagen, y te cuento algo por el camino, luego volvemos. –Sara me dio la mano y abandonamos la sala
        –La 060A está dedicada a Sorolla y Beruete.
        –¿Berruguete?
–No, Aureliano de Beruete. Eran contemporáneos. Político y pintor paisajista, alumno de Carlos de Haes, y amigo de Martin Rico.
–Ya veo. Entre paisajistas queda la cosa –asentí mientras pasábamos de largo.
–Se le conoce también por haber hecho uno de los primeros grandes estudios sobre la obra de Velázquez. Y… sobre el cuadro de Moreno Carbonero que estabas contemplando, representa el momento en el que el duque de Gandía comienza a dejar de serlo. Con el tiempo ingresará en los jesuitas, convirtiéndose en Francisco de Borja.
        –Conozco la historia. Después de ver el cuerpo putrefacto de la Emperatriz Isabel de Portugal, dijo aquello de “Nunca más, nunca más servir señor que se me pueda morir”; quedó descompuesto el hombre al contemplar los restos de lo que había sido una mujer bellísima e inteligente.
        –Muy bien, luego lo vemos con más detenimiento. Esther me dijo que estaría por la 57 o 58. Estaba con el Bosco.
        –Me parece que por allí resopla –añadí divertido asomando a la sala 58 donde colgaba, flamante, una de las obras maestras de la pintura, “El descendimiento” de Rogier Van der Weyden.
        Esther aligeró la explicación del cuadro en cuanto nos vio. Cuando finalizó, nos saludamos.
        –¿Qué tal, tortolitos? –comentó riéndose mientras se colocaba su graciosa melena rubia bajo los auriculares.
        –¡Fermosa doncella! Ha pasado demasiado tiempo desde aquella visita guiada a Toledo –Le di dos besos, mientras hacía alusión a como nos conocimos, cuando Sara le pidió que nos enseñara la capital manchega.
        –Para todos. Desde que has echado el lazo a la cabecita loca ésta, no consigo verla.
        –No será para tanto. –Sara le dio otros dos besos.
        –¡Qué narices! Os veo bien, hacéis buena pareja –añadió la guía–.
        –Es un saldo de geriátrico, pero tiene su aquel –dijo Sara provocando la risa de ambas. No la mía.
        –Siempre aprovecha para meter la cuñita la muy puñetera  –añadí resignado.
        –Lástima que no tenga tiempo. Pero me ha encantado veros. Os tengo que dejar. Nos vemos pronto. Luis, no salgas del museo sin que te explique este cuadro, sabe mucho sobre él. –Esther se refería, a la obra de Rogier Van der Weyden que ella acababa de comentar –. Dame dos besos –Cuando lo estaba haciendo me comentó en voz baja–. Te dije aquel día que le gustabas. Me debes una.
        –Eso está hecho. Además, me deseaste suerte y la tuve –afirmé guiñándole como ella lo hizo aquel día.
        –Ven aquí, cariño –Esther ahora se despidió de Sara susurrándole al oído–. Mula del Jerte, que bien te sienta su compañía, cuanto me alegro–.
        –¡Serás pava! Me he alegrado mucho de verte, aunque haya sido tan poco tiempo. Quedamos cuando quieras.
        –Estamos en contacto entonces. Os dejo, he de seguir pastoreando turistas. –Esther nos sonrió, se volvió a colocar el auricular y la melena, y abandonó con premura la sala, despidiéndose finalmente de espaldas, con la mano en alto, seguida por su  abigarrado grupo.
        –¿Puedo preguntar que te ha dicho? –dijo Sara intrigada.
        –Que tenga cuidado, que hay mucho moscón revoloteando a tu alrededor. ¿Y a ti?
        –Que me cuide de la gente mayor, que no es de fiar –ambos mentimos y reímos, convencidos de que ninguna de las dos versiones coincidía con lo que nos había dicho Esther.
        –Y ya que estamos aquí creo que debo hacer caso a tu querida amiga. Háblame sobre este cuadro, por favor.
        –Pues sí, nos hemos ido a la otra punta del museo. Vale, dejamos un poco la pintura de historia, y nos vamos al s. XV.
        –Un cambio radical –concluí.
        –Bueno…Estamos ante una de las obras maestras de la pintura universal; “El descendimiento” de Rogier Van der Weyden. Fue un encargo del gremio de ballesteros para la Capilla de Nuestra Señora de Extramuros de Lovaina. Natural de Tournai, en aquel momento parte del Ducado de Borgoña, Weyden mantuvo taller en su ciudad natal y en Bruselas. Se cree que el cuadro pudo pintarse hacía 1430, y fue admirado, y muy copiado. Es un óleo sobre tabla.
        –Tiene un colorido sensacional. Muy flamenco.
        –Sí. Y, hay que fijarse, pero verás que hay una ballesta diminuta colgada de las estructuras góticas en las dos esquinas largas, símbolo del gremio de comitentes. El cuadro tuvo mucha fama y lo acabó comprando, un siglo después, María de Hungría, gobernadora de los Países Bajos y hermana de Carlos V, canjeándolo por un órgano para la iglesia, y una copia de la tabla obra de Michael Coxie. Fue en el Palacio de Binche, residencia de María de Hungría, donde la vio Felipe II, mostró su admiración por la obra, y finalmente se lo compró, para llevársela, primero al Pardo y luego al Escorial, donde estuvo hasta 1939. Luego, pasó al Museo del Prado. Para la Capilla del Pardo, Felipe II encargó otra copia a Coxie, obra que ahora está en el Escorial.
        –Entonces, dices que fue muy copiado.
        –Exacto. Respecto a la pintura… –Sara pausó su narración–. Hay tanto que contar… Es evidente que se trata de la escena del descendimiento. Las figuras aparecen constreñidas dentro de ese marco, como si fueran esculturas. Cristo es bajado de la cruz por Nicodemo (miembro del Sanedrín que seguía sus enseñanzas en secreto), y un ayudante suyo que es el que está en la parte de arriba, totalmente encajonado entre la cruz y el marco. La Virgen, se acaba de desmayar a los pies de su hijo, prácticamente en la misma pose; puede interpretarse como otro guiño al gremio de comitentes porque la postura semeja una ballesta. Socorren a la Virgen, María Salomé, vestida de verde, y su hijo, San Juan Evangelista. María Cleofás, hermana de la Virgen, está situada tras ellos enjugándose las lágrimas con un pañuelo. Si pasamos al otro lado, el personaje ataviado con ricas vestiduras es José de Arimatea, el acaudalado comerciante que consiguió que las autoridades romanas le entregaran el cuerpo de Cristo para enterrarlo en un sepulcro de su propiedad. Tras él, se sitúa un personaje no bíblico, que sostiene una urna, y a su derecha María Magdalena.
        –Parece que el cuadro te fascina.
        –Sí. Y tuve que hacer un trabajo sobre él hace unos años. Créeme que podría pasarme un buen rato hablándote sobre él.
        –No lo dudo. Continúa.
        –Verás. Cualquiera que se plante ante el cuadro te va a decir que destaca por su realismo, pero más bien destaca por el detallismo con el que está pintado. Vamos a acercarnos si nos dejan, suele ser una sala muy concurrida. –Conseguimos hacernos un hueco entre los visitantes.
        –Veo las pequeñas ballestas de las esquinas. ¡Qué curioso! –exclamé.
        –Pues fíjate por ejemplo en las lágrimas de los protagonistas; en la diferente tonalidad de la piel de Cristo muerto y de su madre desmayada, que acaba de padecer lo que se denomina  la “Compassio Mariae”, es decir los mismos dolores que su hijo; en las heridas de Cristo, como la sangre fluye en dos direcciones, una de cuando estuvo clavado en la cruz, y otra vertical, ahora que su cuerpo está en horizontal o en las uñas sucias de sus manos, en la corona de espinas, la barba y la sangre de su rostro, en cómo la sangre pasa por debajo del paño de pureza transparentándose maravillosamente. Hay centenares de detalles, fíjate en pelos y barba de los protagonistas, en la riqueza del atuendo de José de Arimatea, con los detalles de la piel vuelta en la solapa, incluso se pueden apreciar los corchetes.
        –Encuentro que las figuras tienen unas posturas algo forzada –sugerí.
        –Vas bien encaminado. Como te decía, es muy realista en los detalles, pero, mires la figura que mires, parece que se va a caer. El mozo que acaba de ayudar a descolgar a Cristo mantiene una postura imposible arrinconado por una cruz irreal, cuyo brazo menor no ha podido mantener el cuerpo del crucificado, y permanece apoyado en la escalera, mientras que sostiene con una mano al fallecido, y con la otra se apoya en la cruz sosteniendo dos enormes clavos; curiosamente su vestimenta azul está inmaculada, sin una mancha de sangre. Las piernas de la Virgen son desproporcionadamente largas, hasta tapan la base de la cruz, las de Nicodemo y de José de Arimatea presentan una posición difícil de mantener, María Magdalena tiene una postura forzadísima en sus brazos y parece que se va a caer porque pisa su túnica, San Juan parece empujado por el marco, su madre apenas se agacha, pero sostiene a la Virgen…
        –Caray, sí que has estudiado la obra. –Sara me sonrió orgullosa.
        –En cuanto a la escena y su significado, podemos aventurar muchas cosas. Verás… La primera es que se representa a Cristo como Dios, dentro de un marco de oro, como hombre que muere con el personaje que hay tras José de Arimatea preparado con una urna funeraria, y como resucitado, con la calavera y los huesos del suelo símbolo de muerte, y la hierba que crece como nueva vida al lado, símbolo de resurrección. ¿Has leído el “Código Da Vinci”?
        –Sí.
        –Pues recuerda la teoría que nos dejó caer Dan Brown de que Cristo estaba casado con María Magdalena y pudo tener hijos. Para mí, María Magdalena es el personaje más enigmático de la composición. Su aspecto puede resultar algo indecoroso, dada la escena, aparece sin vestir del todo, con la toca descolocada, con esa túnica cayéndose, con el corpiño extremadamente apretado dejando un generoso escote a la vista. La urna que sostiene el hombre de al lado, quizá sea el tarro que contiene el caro ungüento de nardo con el que ella lavó los pies de Cristo, y así ella tiene las manos libres para forzar su posición, y enseñarnos deliberadamente sus manos y... –Sara se mostró enigmática; me dejó terminar la frase.
        –El anillo de casada. Interesante.
        –Y un par de detalles más. Tras una boda, una mujer como ella podría lucir un cinturón con el nombre de los contrayentes. Ahí lo tienes.
        –Jesús, María. Muy sugerente.
        –Para rematar esta teoría. ¿No te parece que ella podría estar embarazada? ¿No tiene abultado el vientre, con los cordones del vestido incapaces de ceñirlo del todo y disimularlo?
        –¡Ostras! Me dejas “muerto patata” –exclamé–.
        –Desde el S. II circuló esta teoría del matrimonio. Y ahora vas y lo cascas –Sara rio– Hay muchísimos más detalles.
        –Ya veo. Estoy realmente impresionado.
        –Pasé muchas horas estudiando la tabla. ¿Seguimos?
        –Vamos, aunque el listón lo has dejado muy alto.
        –Esta obra es especial. Del resto te puedo dar alguna pincelada y, por supuesto, no de todas las obras.
        –¿Pinceladas? Creo que mi profesora particular es muy modesta –dije pasándole la mano por el hombro y besándole el pelo, intentando no dejarme arrastrar por el recuerdo de aquel aroma irresistible a ella que me cautivaba –Definitivamente…he perdido la razón–. Añadí con dramatismo, mientras ella sonreía levemente y me dedicaba una de aquellas miradas sinceras y tristes que me hacían sentir indefenso–. ¿Y, ahora?
        –Pues…déjame pensar… ¿Juan de Flandes? ¿Juan de Juanes?
        –No, Luis de Luises –dije intentando esconder mi debilidad con una gracia.
        –¡Serás babanca! –concluyó riendo, mientras salíamos de la sala 58.

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