domingo, 11 de marzo de 2018

ECOS DE SEFARAD

SINAGOGA DE SANTA MARIA LA BLANCA. TOLEDO

Atravesé aquella portada adintelada construida con ladrillo, como el resto de tapial que rodeaba el recinto, y me adentré en un pequeño patio salpicado de enhiestos cipreses. Distraje mi vista en aquel modesto y minúsculo paisaje unos instantes antes de entrar en el templo pensando en la paradoja que me supone leer el nombre cristiano de una sinagoga.
        Cabizbajo, flanqueé la puerta de entrada y me dirigí hasta el centro de la construcción, intentando recibir de una sola vez, y con fuerza, aquel conjunto de sensaciones que se adueñaban de mí y me abstraían cada vez que me abandonaba para deambular por aquella sala. Y… volvió a ocurrir. Pude apreciar la energía telúrica que emanaba de aquel lugar sagrado construido por mudéjares y honrado por judíos y cristianos. Mis sentidos, alertados y concentrados, experimentaron de nuevo aquel cúmulo de soledosas y contradictorias percepciones, extrañas y lacerantes, a la par que cercanas y agradables, grabadas en mi memoria.
 La luz primaveral del atardecer penetraba por las lacerías del murete situado bajo un pequeño tejaroz, aguijoneando las níveas paredes, y el bosque de columnas que sostenían los arcos de herradura y las arquerías ciegas polilobuladas de las alturas, conjunto de albura inmaculada. El barro cocido del suelo, asperjado de cerámicas estrelladas, reflejaba diferentes tonalidades por la claridad tamizada que se colaba inmisericorde a través de las celosías, o que reverberaba en la encalada edificación.
        Por un momento pude escuchar las sabias y expertas instrucciones de los alarifes, las voces roncas de los albañiles agarenos y el repiqueteo de las herramientas que forjaron con minuciosa y docta dedicación aquel inmortal templo.
Pude oír el eco de los jazanes semitas leyendo la Torá desde la bimá; pude contemplar y apreciar la felicidad de las parejas bajo la jupá a punto de contraer nupcias frente al sagrado Hejal, situado tras un suntuoso parojet; pude ver a los hombres ataviados con coloridas y listadas túnicas, con su kipá y su talit como mandaba la tradición; pude observar, al fondo, a las mujeres en su galería con sus ricos y largos vestidos de tonalidades vistosas, y sus cabezas y moños cubiertos por hermosos velos y tocados; pude escuchar el inexorable paso del tiempo, el cruel y tumultuoso asalto a la judería de 1355, las matanzas de 1391 tras las virulentas proclamas antisemitas del Arcediano de Écija, Ferrán Martínez, los sermones incendiarios de San Vicente Ferrer que dieran paso al cierre del templo al culto judaico, a su desaparición como Sinagoga Mayor y símbolo de una cultura, las luchas entre los Ayala y los Silva, entre cristianos viejos y conversos de 1467, y los últimos estertores de la presencia hebrea en la ciudad tras el Decreto de Expulsión firmado por los Reyes Católicos contra la calificada como “perfidia judaica” en 1492; la orden inapelable de abandonar aquella tierra que los había visto nacer y el sórdido sonido de aquella lectura que tuvo que sumir en el desasosiego y la desesperación a aquella, ya marchita, aljama toledana:
…”aviendo avido sobre ello mucha deliberación, acordamos de mandar salir todos los dichos judíos y judías de nuestros reynos”…
Reparé entonces en un cambio en las oraciones, los rezos cristianos sustituyeron a los hebreos, sacerdotes y frailes ocuparon ambones y púlpitos; retablos, vírgenes y santos sustituyeron a la iconoclastia judía. Luego percibí la presencia, de aquellas mujeres, con sus penurias y pesares, mujeres antaño descarriadas, ora arrepentidas, que sanaban sus heridas de cuerpo y espíritu en aquel templo de caridad, en aquel lugar convertido en beaterio por el Cardenal Silíceo, y más tarde pude apreciar el ruido de las rudas botas de la infantería, el olor almizclado e insano de un cuartel militar…
Perdí la noción del tiempo paseando por aquellas cinco naves en que se dividía el recinto sorteando las 32 columnas octogonales que las sustentaban. Me deleité con la contemplación de aquellos arcos de herradura mudéjares ricamente decorados con frisos y medallones, plagados de motivos vegetales y geométricos imágenes de la perfección de la creación divina en la naturaleza, con veneras que se asocian al agua y a la vida, de aquella bella arquería polilobulada de las alturas rematada por las armaduras de madera de alerce; disfruté de aquellos hermosos capiteles con cintas, volutas y piñas, fruta que simboliza la unidad del pueblo hebreo.
        Finalmente, fue al salir, cuando cruzaba de nuevo el umbral de la portada adintelada de ladrillo que daba paso al patio, cuando el gozo de la contemplación de tan extraordinario lugar desapareció súbitamente al aparecer ante mí la visión de la tragedia en toda su extensión...
        La calle estaba ocupada por una larga y dramática fila. Los judíos abandonaban la ciudad, dejaban Sefarad. Con sus coloridas vestimentas, arrastrando con pesadumbre sus babuchas bajo los adarves de su ya añorada judería, guiaban a sus familias en un nuevo viaje, una nueva diáspora. Sus atuendos vistosos contrastaban con la oscuridad y la tristeza que llenaban sus corazones, con la incertidumbre de un nuevo comienzo, de un nuevo futuro. El sonido de una floreciente comunidad se apagaba a medida que se abrían paso los contristados ecos que emanaban de la lúgubre y tétrica columna desarraigada y pesarosa de personas, carros y mulas. “Ecos de Sefarad”
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