LUIS MIGUEL, JUAN CARLOS Y JESUS ÁNGEL MORÁN BREGEL
La ventana ejercía una
atracción especial sobre aquel “niño de la Térmica”; algo irracional, que no
era capaz de controlar, le llevaba a perder la noción del tiempo mirando a
través de ella. De rodillas, sobre el sofá de aquel pequeño cuarto, amparado
por el calor ascendente del radiador situado bajo la poyata, con sus pueriles
manos apoyadas sobre el alféizar, aquel niño observaba, ensimismado, la
inmensidad del bello paisaje que se abría ante sus ávidos ojos.
Al fondo, ocupando el
horizonte, se situaba la montaña, inmensa mole caliza,
colosal, majestuosa, de formas redondeadas, coronada por algunas antenas
herrumbrosas, surcada por estilizadas y brillantes torres de alta tensión e
interminables líneas de cableado eléctrico, bajo las cuales se extendían
grandes cortafuegos; cicatrices dolorosamente necesarias abiertas por la mano
del hombre sobre la tupida vegetación. Aquel niño imaginaba que las torres
cobraban vida, que, desperezando sus enormes brazos, comenzaban a moverse
acompasadamente, agitando los cables, convirtiéndolos en larguísimas sogas en
las que colosos y gigantes saltaban a la comba.
Multitud de
cuevas perforaban la superficie kárstica de aquella montaña, y su vientre era fuertemente
sacudido por las puntuales explosiones de la una del mediodía, que hacían
retumbar los cristales de la ventana, y volar asustados a centenares de pájaros.
Aquellas detonaciones aumentaban día a día, cruelmente, el tamaño de la gran
herida que suponía la cantera.
El color
rojizo de la arcilla salpicaba, aquí y allá, el dominante gris de la rocalla,
conformando un fondo de tonos apagados que contrastaba con el verdor luminoso
de la pradera, los arbustos, los helechos y las hojas del robledal; con el ocre
leñoso de los troncos de aquellos árboles, cuyo rey era el anciano roble que, solemne
y solitario, lleno de cicatrices y muñones, permanecía intemporal y desafiante
en el medio del prado, en un claro del bosque.
En algunos días de invierno,
aquella ventana le ofrecía a aquel niño su mejor imagen, un paisaje
deslumbrante. La nieve extendía su tupido manto sobre la tierra helada; el
color pardo del robledal asomaba sobre la albura monótona de la alfombra nívea
que cubría el bosque. Era en aquellos instantes cuando el niño abría la ventana
y se abstraía afanado en escuchar el silencio; únicamente interrumpido por el
ladrido de algún perro, el crocitar de los cuervos, el
murmullo perenne y monótono de la Central que venía de sus espaldas, y el rumor
del pequeño arroyo que ocasionalmente cobraba vida en aquella época, empeñado en
abrirse paso a través del robledal serpenteando desde la montaña para acabar
muriendo en las cunetas del Poblado.
El frío
azotaba el rostro del niño, arrebolando sus mejillas. El pequeño amusgaba sus
curiosos ojos deslumbrado por el reflejo de la luz sobre el manto blanco, e
importunado por las ráfagas de viento y chispas de aguanieve que se colaban
juguetonas en el cuarto. Sorprendido, el niño observaba como, poco a poco, la
montaña se iba difuminando en el horizonte engullida por la niebla y la
ventisca hasta desaparecer.
Con la llegada de aquellos
hibernizos atardeceres, la ventana ofrecía una preciosa vista, aunque lánguida
y marchita. La belleza se iba desvaneciendo a medida que la luz desaparecía, no
sin antes dejar la imagen del mortecino y anaranjado sol reflejándose sobre la
roca de la montaña y el paisaje nevado.
Cuando anochecía, el niño
dejaba de prestar atención a la ventana, pero, durante la madrugada, algo en su
interior le despertaba y le llevaba, irremediablemente, hacia su cándido santuario
en el sillón tras el alfeizar. Entonces, furtivamente, el pequeño apartaba las
cortinas y observaba la luz de la farola verde que se colaba en su cuarto y que
iluminaba tenuemente la carretera. Al fondo, una vez que sus ojos se habían acomodado, buscaba, ansioso, la silueta de la montaña sobre el suelo nevado, visible
gracias a un cielo negro y raso, clareado por el resplandor de la luna y de las
estrellas titilantes que poblaban el firmamento. Allí, descalzo, acompañado por
el frío, la oscuridad y el silencio, el niño abismado en sus pensamientos, volvía
a sentir ese doloroso placer, hipnotizador, seductor, del paisaje invernal que
le regalaba la ventana, y soñaba, ansioso, con un nuevo amanecer para poder
disfrutar de aquel maravilloso horizonte al completo.
Aquel niño
cierra ahora los ojos evocando aquellos mágicos momentos. Nostálgico, vuelve a
abrirlos para romper la alcancía de sus más entrañables remembranzas, capaces
de sacarle una sonrisa o de contristarle el alma, depende del momento; memorias
de infancia de una tierra húmeda, fría, hosca y áspera, tempestuosa y
desapacible a veces, pero bella, de una belleza dolorosa en la distancia.
Tierra de verdes praderas, de pinares y robledales, de monte bajo, de cumbres y
riscos, de ríos y arroyos, donde el viento sopla azaroso y cruel, donde la
lluvia o la nieve aborrasca los días colándose ahora, únicamente, por la
ventana del recuerdo en la imaginación de aquel “niño de la Térmica”.
No te conozco,pero como madre de "niños de la térmica" imagino que lo que expresas tan bellamente puede parecerse a lo que ellos tal vez sientan. Muy bonito, gracias
ResponderEliminarAquella ventana puede ser la de cualquier niño de allí. Gracias. Saludos
EliminarNunca pensé que los recuerdos les tengamos tan vivos en nuestra memoria. Precioso
ResponderEliminarLos recuerdos son esos pedacitos de tiempo que se empeñan en no desaparecer. Gracias, Mamá.
EliminarPrecioso!!!
ResponderEliminarGracias.
EliminarMuy bonito , y muy bien expresados esos momentos, que aún no siendo un de esos niños, de la Termica me he visto reflejado en en la ventana de mi habitacion con los muslos calientes pegados al radiador desde lo alto de mi casa en Guardo! Muchas gracias
ResponderEliminarTodos los que hemos vivido por allí tenemos esos recuerdos grabados de una manera o de otra. Abrazos.
EliminarNo conozco ese lugar, pero lo describes tan bien, que tengo la sensación de que lo he visto.
ResponderEliminarGracias Luis Miguel, por escribir tan bien y por tu sensibilidad. Un abrazo
Gracias a ti por pasarte por mi rincón. Saludos
EliminarMe gusta mucho y sobre todo me hace sentir PAZ y una alegria que nace en lo mas hondo, que suerte tener esos bellos recuerdos.
ResponderEliminarPAZ es lo que se sentía allí, cierto. Era el lugar ideal para un niño. Saludos
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