sábado, 8 de febrero de 2020

LA VENTANA DEL NIÑO DE LA TÉRMICA

LUIS MIGUEL, JUAN CARLOS Y JESUS ÁNGEL MORÁN BREGEL


La ventana ejercía una atracción especial sobre aquel “niño de la Térmica”; algo irracional, que no era capaz de controlar, le llevaba a perder la noción del tiempo mirando a través de ella. De rodillas, sobre el sofá de aquel pequeño cuarto, amparado por el calor ascendente del radiador situado bajo la poyata, con sus pueriles manos apoyadas sobre el alféizar, aquel niño observaba, ensimismado, la inmensidad del bello paisaje que se abría ante sus ávidos ojos.
Al fondo, ocupando el horizonte, se situaba la montaña, inmensa mole caliza, colosal, majestuosa, de formas redondeadas, coronada por algunas antenas herrumbrosas, surcada por estilizadas y brillantes torres de alta tensión e interminables líneas de cableado eléctrico, bajo las cuales se extendían grandes cortafuegos; cicatrices dolorosamente necesarias abiertas por la mano del hombre sobre la tupida vegetación. Aquel niño imaginaba que las torres cobraban vida, que, desperezando sus enormes brazos, comenzaban a moverse acompasadamente, agitando los cables, convirtiéndolos en larguísimas sogas en las que colosos y gigantes saltaban a la comba.
Multitud de cuevas perforaban la superficie kárstica de aquella montaña, y su vientre era fuertemente sacudido por las puntuales explosiones de la una del mediodía, que hacían retumbar los cristales de la ventana, y volar asustados a centenares de pájaros. Aquellas detonaciones aumentaban día a día, cruelmente, el tamaño de la gran herida que suponía la cantera.
El color rojizo de la arcilla salpicaba, aquí y allá, el dominante gris de la rocalla, conformando un fondo de tonos apagados que contrastaba con el verdor luminoso de la pradera, los arbustos, los helechos y las hojas del robledal; con el ocre leñoso de los troncos de aquellos árboles, cuyo rey era el anciano roble que, solemne y solitario, lleno de cicatrices y muñones, permanecía intemporal y desafiante en el medio del prado, en un claro del bosque.
En algunos días de invierno, aquella ventana le ofrecía a aquel niño su mejor imagen, un paisaje deslumbrante. La nieve extendía su tupido manto sobre la tierra helada; el color pardo del robledal asomaba sobre la albura monótona de la alfombra nívea que cubría el bosque. Era en aquellos instantes cuando el niño abría la ventana y se abstraía afanado en escuchar el silencio; únicamente interrumpido por el ladrido de algún perro, el crocitar de los cuervos, el murmullo perenne y monótono de la Central que venía de sus espaldas, y el rumor del pequeño arroyo que ocasionalmente cobraba vida en aquella época, empeñado en abrirse paso a través del robledal serpenteando desde la montaña para acabar muriendo en las cunetas del Poblado.
El frío azotaba el rostro del niño, arrebolando sus mejillas. El pequeño amusgaba sus curiosos ojos deslumbrado por el reflejo de la luz sobre el manto blanco, e importunado por las ráfagas de viento y chispas de aguanieve que se colaban juguetonas en el cuarto. Sorprendido, el niño observaba como, poco a poco, la montaña se iba difuminando en el horizonte engullida por la niebla y la ventisca hasta desaparecer.
Con la llegada de aquellos hibernizos atardeceres, la ventana ofrecía una preciosa vista, aunque lánguida y marchita. La belleza se iba desvaneciendo a medida que la luz desaparecía, no sin antes dejar la imagen del mortecino y anaranjado sol reflejándose sobre la roca de la montaña y el paisaje nevado.
Cuando anochecía, el niño dejaba de prestar atención a la ventana, pero, durante la madrugada, algo en su interior le despertaba y le llevaba, irremediablemente, hacia su cándido santuario en el sillón tras el alfeizar. Entonces, furtivamente, el pequeño apartaba las cortinas y observaba la luz de la farola verde que se colaba en su cuarto y que iluminaba tenuemente la carretera. Al fondo, una vez que sus ojos se habían acomodado, buscaba, ansioso, la silueta de la montaña sobre el suelo nevado, visible gracias a un cielo negro y raso, clareado por el resplandor de la luna y de las estrellas titilantes que poblaban el firmamento. Allí, descalzo, acompañado por el frío, la oscuridad y el silencio, el niño abismado en sus pensamientos, volvía a sentir ese doloroso placer, hipnotizador, seductor, del paisaje invernal que le regalaba la ventana, y soñaba, ansioso, con un nuevo amanecer para poder disfrutar de aquel maravilloso horizonte al completo.
Aquel niño cierra ahora los ojos evocando aquellos mágicos momentos. Nostálgico, vuelve a abrirlos para romper la alcancía de sus más entrañables remembranzas, capaces de sacarle una sonrisa o de contristarle el alma, depende del momento; memorias de infancia de una tierra húmeda, fría, hosca y áspera, tempestuosa y desapacible a veces, pero bella, de una belleza dolorosa en la distancia. Tierra de verdes praderas, de pinares y robledales, de monte bajo, de cumbres y riscos, de ríos y arroyos, donde el viento sopla azaroso y cruel, donde la lluvia o la nieve aborrasca los días colándose ahora, únicamente, por la ventana del recuerdo en la imaginación de aquel “niño de la Térmica”.

12 comentarios:

  1. No te conozco,pero como madre de "niños de la térmica" imagino que lo que expresas tan bellamente puede parecerse a lo que ellos tal vez sientan. Muy bonito, gracias

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    1. Aquella ventana puede ser la de cualquier niño de allí. Gracias. Saludos

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  2. Nunca pensé que los recuerdos les tengamos tan vivos en nuestra memoria. Precioso

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    1. Los recuerdos son esos pedacitos de tiempo que se empeñan en no desaparecer. Gracias, Mamá.

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  3. Muy bonito , y muy bien expresados esos momentos, que aún no siendo un de esos niños, de la Termica me he visto reflejado en en la ventana de mi habitacion con los muslos calientes pegados al radiador desde lo alto de mi casa en Guardo! Muchas gracias

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    1. Todos los que hemos vivido por allí tenemos esos recuerdos grabados de una manera o de otra. Abrazos.

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  4. No conozco ese lugar, pero lo describes tan bien, que tengo la sensación de que lo he visto.
    Gracias Luis Miguel, por escribir tan bien y por tu sensibilidad. Un abrazo

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  5. Me gusta mucho y sobre todo me hace sentir PAZ y una alegria que nace en lo mas hondo, que suerte tener esos bellos recuerdos.

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  6. PAZ es lo que se sentía allí, cierto. Era el lugar ideal para un niño. Saludos

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