jueves, 16 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. LA ÚLTIMA CENA DE JUAN DE JUANES.



         Sara me iba a enseñar otra de aquellas maravillosas pinturas de Rafael, “La Sagrada Familia con San Juanito o Virgen de la Rosa”, y lo recuerdo perfectamente porque, mientras nos dirigíamos hacia el cuadro, ella me dijo que se la conocía por ese nombre, por la flor que había pintada en la parte de abajo y que, curiosamente, era un añadido que no era original de Rafael.
         –Mira como destaca aquel cuadro en la sala de al lado –le dije señalando lo que me parecía una “última cena” que, estratégicamente colocada, se podía ver desde donde nos encontrábamos.
        –Invita a ser visitada, ¿verdad? Vamos a hacer una cosa, para variar el contenido de nuestro recorrido, como ya hemos visto dos obras de Rafael, dejamos “La Virgen de la rosa”, y nos vamos a la sala de al lado.
        –De acuerdo. Ya sabes que eres mi dueña –teatralicé mi respuesta.
        –Dentro del Museo, sí. Y… ¿fuera? –añadió exhibiendo una expresión insinuante, mientras ya nos encaminábamos hacia aquella colorida pintura.
        –Pues imagínate. Fuera del museo, esa mirada hubiera provocado una reacción furibunda de…  –interrumpí mi comentario tomándola por la cintura, obligándola a detenerse.
        –¡Quieto! Estamos en un lugar público. –Sara rio.
        –No sé si podré contener mis instintos por mucho tiempo. Soy todo lujuria y desenfreno –añadí acercando mis labios a su cuello.
        –¡Para! Nos están mirando. Eres un pulpo. –Sara, algo apurada, en el fondo se divertía.
        –El cefalópodo necesita alimentarse. –Solté un leve gruñido muy cerca de su oído.
        –No seas cencerro. ¿Cefalópodo? –Ella rio mientras se soltaba, me daba la mano y me besaba en la mejilla.
        –¿No hay comida? –dije ofreciéndole mi mejor cara de niño decepcionado porque no le han comprado sus golosinas preferidas.
        –El señorito está a régimen. –Sara volvió a reír.
        –A esto, en mi pueblo, se le llama crueldad.
        –En el mío, ayuno forzoso. –Ella me sonrió mientras subíamos unas escaleras y entrábamos en la sala 51, que era circular.
        –Pierdo todas las batallas contigo. No es justo.
        –A lo mejor esta noche te dejo ganar una –me contestó sugerente, ofreciéndome uno de aquellos inconfundibles gestos suyos de niña desprotegida.
        –No me mires así… ¡Eres inhumana! –concluí.
        –Anda, boberas. Vamos a ver la pintura.
        –He perdido todo interés.
        –Eres un mastuerzo –Sara me golpeó en el hombro–. Ven aquí. –Ella cogió mi mano y se la pasó por detrás de la cintura
        –Está bien, enterraré mi vilipendiada libido bajo la pesada losa de la cultura y el arte. –Sara rio ante el dramatismo que imprimí a mis palabras.
        –¡Qué bueno! –exclamó antes de comenzar su explicación–. Vamos con la “pesada losa” –Me sonrió traviesa–. Se trata de “La última cena” de Juan de Juanes.
        –Con el nombre no se devanaron lo sesos precisamente  –apunté.
        –Juan de Juanes fue hijo de Vicente Masip, otro pintor valenciano del que hay alguna obra en esta sala. El hijo trabajó en el taller de su padre, y le superó como artista. Fue un hombre de amplia cultura, conocía el latín, y frecuentó a intelectuales de la Valencia del s. XVI. Probablemente, por esas inquietudes que tenía, renegara del su apellido Masip, y latinizara su nombre, Joan de Joanes, Juan de Juanes. Es uno de los grandes pintores del renacimiento español y, desde luego, el referente del renacimiento valenciano. Respecto a su estilo, bebe de la pintura flamenca y, sobre todo, de la italiana, cuyos ecos cruzaban el mediterráneo con facilidad para instalarse en la capital del virreinato de la mano de Sebastiano del Pombo, Leonardo y, sobre todo, Rafael. De hecho, se le suele apodar como el “Rafael Español”. Puede que ni siquiera visitara Italia, pero sí que conoció la obra de los grandes pintores italianos por estampas y grabados.
        –Muy bien. Lo tengo situado en el panorama general.
        –El cuadro que ves, y los que están alrededor, pertenecieron al retablo mayor de la iglesia de San Esteban hasta que los compró Carlos IV en 1800. Bueno… no compró todas, dos siguen allí, concretamente las que flanqueaban la pintura que nos ocupa en la parte del banco del retablo, “La oración del huerto” y “La coronación de espinas”, cuadros cuya autoría se atribuye a Onofre Falcó, que ahora se sabe que también hizo el primero de la serie que cuelga a la izquierda, “San Esteban ordenado como diacono”. El resto son de Juan de Juanes; a la izquierda de “La última cena”, “San Esteban en la sinagoga” y “San Esteban acusado de Blasfemo”, a la derecha, “San Esteban conducido al martirio”, “El martirio de San Esteban” y “El Entierro de San Esteban”.
        –Como ves, he conseguido ponerme serio.
        –A ver lo que te dura –Sara me sonrió desconfiando de mi actitud–. Yo destacaría el colorido de estas obras.
        –Sí que es llamativo –asentí.
        –En sus figuras se ve la mano de una gran dibujante. Sus personajes son muy expresivos en rostros y manos, y suele colocar, en el fondo de sus obras, paisajes que nos recuerdan el pasado, con arquitecturas y ruinas clásicas. Vamos con “La última cena”. El personaje principal es Cristo, flanqueado por San Pedro y San Juan, conjunto que forma un triángulo en la composición sobre el que se sitúa el habitual paisaje de fondo, tras una portada clásica flanqueada por cortinajes. Jesús se lleva una mano al corazón mientras procede a la consagración del pan; no es la típica escena en la que afirma que uno de sus discípulos le va a vender. Fíjate en la diferencia entre la serenidad del rostro de Cristo y la agitación del de sus discípulos, acrecentada por las posiciones de sus cuerpos, y la expresividad de sus manos y actitudes. El único personaje que aparece de espaldas es Judas, el traidor, cuyo nombre no figura en el nimbo como en el resto de los apóstoles, sino que está escrito en la silla. Juanes lo representa vestido de amarillo, color de la envidia, con la nariz aguileña, tradicional estigma del típico judío, y con pelo y barba pelirrojo, tonalidad relacionada popularmente con al mal, escondiendo la bolsa con las treinta monedas. El suelo y la mesa dotan a la composición de profundidad y perspectiva, mientras que nos representa objetos cuyo significado es fácil de descubrir. Te pondré unos ejemplos, el aguamanil y la jofaina del primer plano hacen mención al lavatorio de los pies que Cristo hizo a sus discípulos antes de la cena. El cáliz es una copia del que hay en la Catedral de Valencia, y que se asocia al Santo Grial. La media naranja es un guiño clarísimo a su tierra.
        –Pues sí que es interesante la pintura –añadí con sinceridad.
        –Y tiene detalles preciosos. La mesa parece un bodegón. Sobre un mantel blanco, muy luminoso, pinta una serie de objetos con minuciosidad, logrando dar a cada uno sus calidades y texturas; fíjate en el pan, su miga y corteza, en el vino, en los brillos de la luz sobre el recipiente o sobre la gran patena que precede al cáliz, en los cuchillos, o en la máscara y los motivos vegetales del preciado tarro de la sal.
        –La verdad es que cuanto más me cuentas más me gusta.
        –¿He logrado acallar tus instintos más básicos?
        –Ni pizca –conteste. Sara rio–. Pero creo que me tendré que resignar. Estoy comprobando que, deliberadamente, y desde que pudimos admirar, en el lado contrario del museo, el desnudo sugerente de aquel pintor…
–Pronto lo has olvidado. Paul Baudry. “La perla y la ola”
–Lo que te decía, no sé si será por celos, pero me estás llevando, poco a poco, pero de una forma descarada, hacia la pintura religiosa.
–Puede que, inconscientemente –Sara hizo mucho hincapié en esta última palabra–, esté intentando apagar un fuego –añadió cogiéndome las dos manos, balanceándomelas levemente hacia los lados, mientras deba pasos hacia tras luciendo en su rostro un gesto mimoso.
–Este fuego no lo apaga ni el diluvio universal –concluí soltándome y abalanzándome sobre ella súbitamente, tomándola de la cintura en un vano intento de besarla.
Sara se escabulló y rio divertida; de nuevo pudo escapar de mis afiladas y lascivas garras.

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