Sara me iba a enseñar otra de
aquellas maravillosas pinturas de Rafael, “La
Sagrada Familia con San Juanito o Virgen de la Rosa”, y lo recuerdo perfectamente
porque, mientras nos dirigíamos hacia el cuadro, ella me dijo que se la conocía
por ese nombre, por la flor que había pintada en la parte de abajo y que,
curiosamente, era un añadido que no era original de Rafael.
–Mira como destaca aquel cuadro en la sala de
al lado –le dije señalando lo que me parecía una “última cena” que, estratégicamente
colocada, se podía ver desde donde nos encontrábamos.
–Invita
a ser visitada, ¿verdad? Vamos a hacer una cosa, para variar el contenido de
nuestro recorrido, como ya hemos visto dos obras de Rafael, dejamos “La Virgen
de la rosa”, y nos vamos a la sala de al lado.
–De
acuerdo. Ya sabes que eres mi dueña –teatralicé mi respuesta.
–Dentro
del Museo, sí. Y… ¿fuera? –añadió exhibiendo una expresión insinuante, mientras
ya nos encaminábamos hacia aquella colorida pintura.
–Pues
imagínate. Fuera del museo, esa mirada hubiera provocado una reacción furibunda
de… –interrumpí mi comentario tomándola por la cintura, obligándola a
detenerse.
–¡Quieto!
Estamos en un lugar público. –Sara rio.
–No
sé si podré contener mis instintos por mucho tiempo. Soy todo lujuria y
desenfreno –añadí acercando mis labios a su cuello.
–¡Para!
Nos están mirando. Eres un pulpo. –Sara, algo apurada, en el fondo se divertía.
–El
cefalópodo necesita alimentarse. –Solté un leve gruñido muy cerca de su oído.
–No
seas cencerro. ¿Cefalópodo? –Ella rio mientras se soltaba, me daba la mano y me
besaba en la mejilla.
–¿No
hay comida? –dije ofreciéndole mi mejor cara de niño decepcionado porque no le
han comprado sus golosinas preferidas.
–El
señorito está a régimen. –Sara volvió a reír.
–A
esto, en mi pueblo, se le llama crueldad.
–En
el mío, ayuno forzoso. –Ella me sonrió mientras subíamos unas escaleras y
entrábamos en la sala 51, que era circular.
–Pierdo
todas las batallas contigo. No es justo.
–A
lo mejor esta noche te dejo ganar una –me contestó sugerente, ofreciéndome uno
de aquellos inconfundibles gestos suyos de niña desprotegida.
–No
me mires así… ¡Eres inhumana! –concluí.
–Anda,
boberas. Vamos a ver la pintura.
–He
perdido todo interés.
–Eres
un mastuerzo –Sara me golpeó en el hombro–. Ven aquí. –Ella cogió mi mano y se
la pasó por detrás de la cintura
–Está
bien, enterraré mi vilipendiada libido bajo la pesada losa de la cultura y el
arte. –Sara rio ante el dramatismo que imprimí a mis palabras.
–¡Qué
bueno! –exclamó antes de comenzar su explicación–. Vamos con la “pesada losa” –Me
sonrió traviesa–. Se trata de “La última cena” de Juan de Juanes.
–Con
el nombre no se devanaron lo sesos precisamente –apunté.
–Juan
de Juanes fue hijo de Vicente Masip, otro pintor valenciano del que hay alguna
obra en esta sala. El hijo trabajó en el taller de su padre, y le superó como
artista. Fue un hombre de amplia cultura, conocía el latín, y frecuentó a
intelectuales de la Valencia del s. XVI. Probablemente, por esas inquietudes
que tenía, renegara del su apellido Masip, y latinizara su nombre, Joan de
Joanes, Juan de Juanes. Es uno de los grandes pintores del renacimiento español
y, desde luego, el referente del renacimiento valenciano. Respecto a su estilo,
bebe de la pintura flamenca y, sobre todo, de la italiana, cuyos ecos cruzaban
el mediterráneo con facilidad para instalarse en la capital del virreinato de
la mano de Sebastiano del Pombo, Leonardo y, sobre todo, Rafael. De hecho, se
le suele apodar como el “Rafael Español”. Puede que ni siquiera visitara Italia,
pero sí que conoció la obra de los grandes pintores italianos por estampas y
grabados.
–Muy
bien. Lo tengo situado en el panorama general.
–El
cuadro que ves, y los que están alrededor, pertenecieron al retablo mayor de la
iglesia de San Esteban hasta que los compró Carlos IV en 1800. Bueno… no compró
todas, dos siguen allí, concretamente las que flanqueaban la pintura que nos
ocupa en la parte del banco del retablo, “La oración del huerto” y “La
coronación de espinas”, cuadros cuya autoría se atribuye a Onofre Falcó, que ahora
se sabe que también hizo el primero de la serie que cuelga a la izquierda, “San
Esteban ordenado como diacono”. El resto son de Juan de Juanes; a la
izquierda de “La última cena”, “San
Esteban en la sinagoga” y “San
Esteban acusado de Blasfemo”, a la derecha, “San
Esteban conducido al martirio”, “El
martirio de San Esteban” y “El
Entierro de San Esteban”.
–Como
ves, he conseguido ponerme serio.
–A
ver lo que te dura –Sara me sonrió desconfiando de mi actitud–. Yo destacaría el
colorido de estas obras.
–Sí
que es llamativo –asentí.
–En
sus figuras se ve la mano de una gran dibujante. Sus personajes son muy
expresivos en rostros y manos, y suele colocar, en el fondo de sus obras, paisajes
que nos recuerdan el pasado, con arquitecturas y ruinas clásicas. Vamos con “La
última cena”. El personaje principal es Cristo, flanqueado por San Pedro y San
Juan, conjunto que forma un triángulo en la composición sobre el que se sitúa el
habitual paisaje de fondo, tras una portada clásica flanqueada por cortinajes.
Jesús se lleva una mano al corazón mientras procede a la consagración del pan;
no es la típica escena en la que afirma que uno de sus discípulos le va a
vender. Fíjate en la diferencia entre la serenidad del rostro de Cristo y la
agitación del de sus discípulos, acrecentada por las posiciones de sus cuerpos,
y la expresividad de sus manos y actitudes. El único personaje que aparece de
espaldas es Judas, el traidor, cuyo nombre no figura en el nimbo como en el
resto de los apóstoles, sino que está escrito en la silla. Juanes lo representa
vestido de amarillo, color de la envidia, con la nariz aguileña, tradicional
estigma del típico judío, y con pelo y barba pelirrojo, tonalidad relacionada
popularmente con al mal, escondiendo la bolsa con las treinta monedas. El suelo
y la mesa dotan a la composición de profundidad y perspectiva, mientras que nos
representa objetos cuyo significado es fácil de descubrir. Te pondré unos
ejemplos, el aguamanil y la jofaina del primer plano hacen mención al lavatorio
de los pies que Cristo hizo a sus discípulos antes de la cena. El cáliz es una
copia del que hay en la Catedral de Valencia, y que se asocia al Santo Grial.
La media naranja es un guiño clarísimo a su tierra.
–Pues
sí que es interesante la pintura –añadí con sinceridad.
–Y
tiene detalles preciosos. La mesa parece un bodegón. Sobre un mantel blanco,
muy luminoso, pinta una serie de objetos con minuciosidad, logrando dar a cada
uno sus calidades y texturas; fíjate en el pan, su miga y corteza, en el vino,
en los brillos de la luz sobre el recipiente o sobre la gran patena que precede
al cáliz, en los cuchillos, o en la máscara y los motivos vegetales del
preciado tarro de la sal.
–La
verdad es que cuanto más me cuentas más me gusta.
–¿He
logrado acallar tus instintos más básicos?
–Ni
pizca –conteste. Sara rio–. Pero creo que me tendré que resignar. Estoy
comprobando que, deliberadamente, y desde que pudimos admirar, en el lado
contrario del museo, el desnudo sugerente de aquel pintor…
–Pronto lo has
olvidado. Paul Baudry. “La
perla y la ola”
–Lo que te
decía, no sé si será por celos, pero me estás llevando, poco a poco, pero de
una forma descarada, hacia la pintura religiosa.
–Puede que,
inconscientemente –Sara hizo mucho hincapié en esta última palabra–, esté
intentando apagar un fuego –añadió cogiéndome las dos manos, balanceándomelas levemente
hacia los lados, mientras deba pasos hacia tras luciendo en su rostro un gesto
mimoso.
–Este fuego no
lo apaga ni el diluvio universal –concluí soltándome y abalanzándome sobre ella
súbitamente, tomándola de la cintura en un vano intento de besarla.
Sara se
escabulló y rio divertida; de nuevo pudo escapar de mis afiladas y lascivas
garras.
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