Llevo unos días dándole vueltas. Echo
de menos a Sara; también alguno de vosotros me pregunta qué ha sido de ella. Para
todos aquellos que no sepáis quien es, Sara es una de mis creaciones, una de las
protagonistas de mi novela, “Tiempos de sombras”, es un encanto de mujer, una inteligente
y hermosa morena de melena corta, de mirada triste y penetrante, Catedrática de
Historia Medieval, con quien viajé virtualmente a Roma, y dejé inconclusa una
serie de relatos. Y he pensado que quién mejor que ella para enseñarme, y
enseñarnos, el Museo del Prado, ella que “sabe de esto mucho”. Yo estoy
encantado, ella me hace feliz y me divierte… aunque sea en la ficción…
Me
había quedado absorto ante un cuadro al entrar en la sala 35…Sara se me acercó
por detrás, y me cogió por la cintura.
–Ha
hecho pipí el nene –comentó jocosa.
–Menos
cachondeo. Ya no me aguantaba.
–¿Qué
dice mi vencedor? –me susurró al oído mientras seguía aferrada a mí, haciendo
referencia, sin duda, al cuadro que admiraba.
–Pues
mira, me ha sorprendido. No me parecía un Goya.
–Es
el “Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes”. Tiene
una curiosa historia. ¿Te la cuento?
–Ilumíname,
luz de mi vida –comenté pomposo, mientras ella me cogía de la mano y, como ya
era una costumbre, correspondía a mis chanzas con un puñetazo cariñoso en el
hombro.
–Veras,
boberas –comenzó su explicación resignada–. Empecemos porque el cuadro está en
depósito en el Prado, no es propiedad del museo. ¿Has visitado Cudillero, en
Asturias?
–Sí,
conozco Cudillero. Pero ya me dirás que tiene que ver con el cuadro.
–¿Y
la Quinta Selgas-Fagalde, a las afueras del pueblo?
–Eso
ya no.
–Pues
es como que no has ido a Cudillero del todo. La fundación Selgas-Fagalde se
dedica a conservar el legado de la familia indiana que da nombre a la Quinta.
Es un lugar maravilloso, con extensos jardines, con fuentes y cuidados
parterres, con árboles y plantas exóticas, y una villa espectacular, donde la
familia reunió una extraordinaria colección de arte.
–Supongo
que algún día me llevaras –simulé acatamiento.
–Ni
que fuera a llevarte al matadero –contestó algo desilusionada.
–Era
broma. Seguro que es un lugar interesantísimo.
–Pues
mira, solo por pasear por sus jardines ya merece la pena, aunque el conjunto,
con el Palacio, el Pabellón de tapices, el Museo escolar o la Iglesia, y las
obras de arte, supera todas las expectativas, te lo aseguro. Pues como te decía,
la fundación cuida del legado de la familia, y hace unos años llegó a un
acuerdo con el Museo del Prado en el que éste le restauraría cinco de sus obras,
y organizaría, con fondos del museo, dos exposiciones allí. Este cuadro es uno
de los que entró en el acuerdo. Y la sorpresa fue que un investigador del Museo
del Prado, Jesús Urrea, destapó su verdadera autoría. La familia Selgas lo
compró en el siglo XIX como pintura italiana, y resulta que, en 1993, este
experto, anunció que se trataba, sin ningún tipo de duda, de un Goya de la
primera etapa, concretamente de 1771.
–Vaya.
Pues sí que tiene miga el asunto.
–Pues
espera. Ahora sabemos que Goya estuvo en Italia dos años. En Génova, coincidió
con Anton Rafael Mengs y su séquito, con el que viajaría por los estados
italianos. Probablemente animado por éste, Goya decidió participar en un
concurso organizado por la Academia de Bellas Artes de Parma; Mengs sentía algo
especial por Parma, porque allí se había formado su ídolo Correggio, y a Goya le
atraía la conexión dinástica de sus gobernantes con Madrid.
–Imagino
que, si allí se hacía con un nombre dentro de la pintura, podría venir a España
con “referencias” –la interrumpí momentáneamente.
–Correcto.
Y presentó este lienzo.
–Y
ganó…
–No,
no lo hizo. Pero su obra causó gran impresión y se llevó una mención especial
que acabaría teniendo eco en una publicación especializada; en la revista
literaria parisina Le Mercure de France.
Para un joven de 25 años aquello debió de ser importante.
–A
mí me gusta el cuadro. Un poco simple mi argumento, ¿no?
–Por
algo se empieza. Pues bien, la Academia de Bellas Artes de Parma proponía una
serie de consignas a la hora de elaborar la pintura. Debía salir el héroe llevado
de la mano por la Victoria, y debía tener un formato y unas dimensiones
determinadas.
–Las
bases del concurso. Vamos…que no era un tema libre.
–No.
Pero Goya fue mucho más allá porque, además de hacer un gran estudio
compositivo y lumínico, hizo alusiones alegóricas en su contenido, lo idealizó utilizando
colores poco reales, y le dio un giro psicológico a la escena.
–Veamos
entonces –le animé.
–Lo
primero que resalta es la extraordinaria importancia del dominio de la luz por parte
del autor, con la utilización de esos colores poco naturales, azules y rosados.
En primer plano, fíjate que deja en semipenumbra a la alegoría del rio Po, que
aparece representado como un hombre fuerte situado de espaldas con cabeza de toro,
y con un cántaro del que mana agua. En el centro, Goya situó al héroe cartaginés
que no está siendo guiado por el genio alado, sino que parece que este confirma
sus actos mostrándole la llanura italiana. Aníbal, ataviado como romano, tiene
una expresión de duda, parece superado por los acontecimientos, por esa hazaña
que está protagonizando, pero que tiene un incierto futuro. Al lado aparece uno
de sus hombres, abanderado a caballo, que parece esperar sus órdenes.
–La
verdad es que el ejército que le acompaña parece de todo menos victorioso
–comenté.
–Bien
visto. Goya pinta un ejército cansado, abatido, que pasa por detrás de la
escena principal y desciende por la colina. Quizá sea la visión lógica de unas
tropas que siguen a su líder pero que, tras cruzar los Pirineos y los Alpes en
invierno, no se encuentran en su mejor estado. Y otra de las alegorías del
cuadro está en la parte de arriba donde la Victoria aparece en ademán de
imponerle la corona de Laurel.
–¿Sabes
que me ha gustado tu explicación?
–Pues...gracias.
–contestó ella con sinceridad apoyando su cabeza en mi hombro, quedándose unos
instantes en silencio mientras ambos disfrutábamos del lienzo.
–¿Seguimos?
–pregunté al cabo de un par de minutos.
–Vamos.
–Sara tiró de mi hacia la sala siguiente, donde en aquel momento no había nadie.
Entonces se giró, y me besó levemente en los labios, con mucha ternura.
–¿Y
esto? Querida doncella te pueden echar por escándalo público, y a mi detenerme
por asaltacunas.
–Igual
pensabas que se me había olvidado. ¡Felicidades abuelete! –exclamó antes de
volver a besarme.
–No
todas pueden presumir de pasear con un anciano que cumple 53 años, por el Museo
del Prado. Deberías sentirte una privilegiada –afirmé mientras le guiñaba tras
la sorpresa.
Entonces,
ella me sonrió con dulzura y, de la mano, me invitó a seguir disfrutando del museo.
Yo…encantado.
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