Dejamos “El pasmo de Sicilia” a nuestras
espaldas y nos dirigimos hacia la pared contraria, donde destacaban varios
cuadros de motivo religioso, concretamente Sagradas Familias.
–Antes
de que se me olvide –se adelantó Sara a su disertación –, ¿Recuerdas que antes
te dije que te fijaras en el rostro de María Salomé?
–Sí.
De todos modos, vuelvo a mirarlo –dije girándome–. ¡Visto!
–Ahora
observa el rostro de la Virgen de todas estas Sagradas familias.
–Son
gemelas, hermanas, primas… –dije con salero.
–Muchas
de sus Vírgenes tienen el mismo rostro, o unos rasgos muy similares. Eso es
propio de un trabajo de taller, probablemente calcaban o copiaban el dibujo.
–Todo
hay que decirlo, el rostro es de una dulzura indiscutible.
–Muy
bello, sí. Vamos con “La perla” –añadió una vez que estuvimos más cerca del
cuadro-. Se trata de un óleo sobre tabla de 147 x 116 cm. –Sara leyó la cartela
con las dimensiones–. Su cree que fue pintada por encargo del Obispo de Bayeux,
Ludovico de Canosa, en 1518 y, que luego fue adquirida por el Duque de Mantua,
Vincenzo Gonzaga. A partir de aquí la podemos seguir la pista con más fiabilidad.
Está documentada su compra por parte de Carlos I de Inglaterra en 1627. Luego,
en su almoneda, se hizo con ella Alonso de Cárdenas, embajador español en
Londres, para enviársela a Luis de Haro, valido de Felipe IV a la sazón, quien acabó
por regalársela al monarca. Se dice que fue este quien la calificó como “la
perla” de sus colecciones. Lo cierto es que ya se la conocía así en el s. XVII.
–¡Qué
palabra más chula “almoneda”! –exclamé para luego ironizar–. Si alguien le puso
ese apodo al cuadro, qué mejor que su majestad, el Rey Planeta.
–Seguro
que Felipe IV te cae bien. Él padecía la misma desmesurada lascivia que sufres
tú. –Sara rio mientras me cogía de la cintura.
–Lamento
decirte que yo no era así antes, así que imagino que se deba a tu tentadora
compañía.
–Ya, seguro –comentó
sarcástica antes de proseguir–. El caso es que, tras colgar de las paredes del
Escorial durante muchos años llegaron los franceses.
–¡Otra
vez!
–Se
llevaron todo lo que pudieron, y estuvo en sus manos de 1813 a 1818. Luego
volvió al Escorial para entrar definitivamente en el Museo del Prado en 1857,
si no recuerdo mal.
–A
los franceses, muchas obras se les debieron de quedar entre las uñas… –comenté
malhumorado.
–Demasiadas.
El caso es que ésta regresó. Durante mucho tiempo se pensó, de hecho, algunos
expertos siguen opinando eso, que la pintó Giulio Romano, mientras que el
dibujo subyacente y la composición, o sea el proceso creativo, es de mano del
maestro. Lo que está claro es que es una de sus obras tardías. Finalmente, en
2012, Paul Joannides y Tom Henry, dos grandes expertos británicos y comisarios
de la exposición que se hizo aquí, y de la que te hablé antes, concluyeron que
es autógrafa de Rafael.
–Es
un cuadro precioso.
–Sí.
En él, el “Maestro de Urbino” nos presenta una composición piramidal, con la
Virgen y el niño Jesús en el centro. Santa Ana o Santa Isabel, en esto los
expertos no se ponen de acuerdo, aparece acodada sobre la pierna de la Virgen, que
posa su mano sobre el hombro de su madre o su prima, según quién la interprete.
Voy a quedarme con la versión de que es Santa Isabel y que aparece representada
como una mujer mayor para acentuar su maternidad tardía; recuerda que es la madre
de San Juan Bautista. San Juanito, con la
clásica piel de camello con la que se le conoce iconográficamente también de
adulto, le ofrece al niño Dios unas frutas que lleva dentro de una pelliza. Observa
primero las expresiones. Santa Isabel, pensativa…
–No
sé por qué, pero me deja cierto regusto a Miguel Ángel esta figura.
–Puede
ser, la mano es rotunda, muy masculina. Santa Isabel mira hacia abajo pensativa,
quizá apesadumbrada, como si intuyera el trágico destino de los niños, mientras
la Virgen apoya suavemente la mano en su hombro, quizá consolándola, admitiendo
el sacrificio de ambos posando esa mirada lánguida y resignada sobre su hijo. La
luz entra con fuerza desde la izquierda iluminando a los dos niños y a la
Virgen, dejando a Santa Isabel envuelta en una atmósfera más sombría. Al fondo,
nos presenta un paisaje más diluido con varias escenas cotidianas entre
arquitecturas clásicas y ruinas, dentro de un ambiente umbroso que atenúa abriendo
esos leves claros sobre un cielo encapotado. San José queda relegado a un
clarísimo segundo plano, y es representado como un anciano trabajando en su
taller totalmente ajeno al momento. El rostro de la Virgen es maravilloso, no
me canso de admirar esos perfiles suaves de nariz, labios y
ojos, esa delicadeza en el tratamiento de los tonos de las carnaciones; es de una belleza arrobadora. Sitúa la figura sentada y girada, adoptando
esa postura denominada “serpentinita”, muy manierista, mirando hacia su hijo,
mientras el niño dirige su rostro sonriente hacia la potente luz que ilumina la
escena, quizá proveniente de la divinidad, ignora en cierto modo al San Juanito,
y apoya su pie en un cojín situado sobre una cuna. Rafael define de manera genial
los drapeados de las vestimentas de la Virgen, principalmente en la manga de su
vestido. Para mí, se deleita en una parte del cuadro que puede parecer secundaria
como es la cuna y el cojín donde pisa el niño, define magistralmente las texturas
y los matices de los grises de las telas. No tienes más que acercarte, y
observar los pliegues y los flecos.
–Son
detalles de gran calidad. Si mi permite la señorita, tengo una pregunta –la
interrumpí.
–Lo
de serpentinata sé lo que es, pero se me escapa lo de los “drapeados” de las
ropas. Ya sabes que me gustan las palabras nuevas.
–¡Que
si lo sé…! –dijo resignada–. Me tienes aburrida con eso. Drapear es dar la
caída conveniente a los pliegues, y Rafael se recrea en ello, al igual que en
el pelo de los niños, especialmente en el del niño Jesús, o en las arrugas de
Santa Isabel.
–Me
parece una escena entrañable. El rostro de la Virgen resulta de una delicadeza
cautivadora, con esa mirada tierna y nostálgica; yo diría resignada.
–Creo
que eso es todo. ¿Cómo llevas la visita? ¿Seguimos?
–Bien.
Está siendo muy densa, pero eres la mejor de las guías.
–Eso
ha sonado halagador.
–Y
sincero. Aunque recuerda que puedo llegar a ser un magnífico cobista.
–Me
temo que todo ha sido una excusa para colarme otra de tus palabras –Sara rio-.
Aunque me quedo con lo del halago sincero –Sara se acercó a mí, y se dejó tomar por el
hombro. Ambos seguimos mirando el cuadro con interés durante unos instantes–. ¿Vemos
otra Sagrada Familia? –concluyó.
–Como
quieras. Estoy dispuesto para un nuevo martirio –concluí jocoso sacándole una bella
sonrisa.
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