miércoles, 15 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. LA SAGRADA FAMILIA LLAMADA LA PERLA DE RAFAEL SANZIO.



       Dejamos “El pasmo de Sicilia” a nuestras espaldas y nos dirigimos hacia la pared contraria, donde destacaban varios cuadros de motivo religioso, concretamente Sagradas Familias.
        –Antes de que se me olvide –se adelantó Sara a su disertación –, ¿Recuerdas que antes te dije que te fijaras en el rostro de María Salomé?
        –Sí. De todos modos, vuelvo a mirarlo –dije girándome–. ¡Visto!
        –Ahora observa el rostro de la Virgen de todas estas Sagradas familias.
        –Son gemelas, hermanas, primas… –dije con salero.
        –Muchas de sus Vírgenes tienen el mismo rostro, o unos rasgos muy similares. Eso es propio de un trabajo de taller, probablemente calcaban o copiaban el dibujo.
        –Todo hay que decirlo, el rostro es de una dulzura indiscutible.
        –Muy bello, sí. Vamos con “La perla” –añadió una vez que estuvimos más cerca del cuadro-. Se trata de un óleo sobre tabla de 147 x 116 cm. –Sara leyó la cartela con las dimensiones–. Su cree que fue pintada por encargo del Obispo de Bayeux, Ludovico de Canosa, en 1518 y, que luego fue adquirida por el Duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga. A partir de aquí la podemos seguir la pista con más fiabilidad. Está documentada su compra por parte de Carlos I de Inglaterra en 1627. Luego, en su almoneda, se hizo con ella Alonso de Cárdenas, embajador español en Londres, para enviársela a Luis de Haro, valido de Felipe IV a la sazón, quien acabó por regalársela al monarca. Se dice que fue este quien la calificó como “la perla” de sus colecciones. Lo cierto es que ya se la conocía así en el s. XVII.
        –¡Qué palabra más chula “almoneda”! –exclamé para luego ironizar–. Si alguien le puso ese apodo al cuadro, qué mejor que su majestad, el Rey Planeta.
        –Seguro que Felipe IV te cae bien. Él padecía la misma desmesurada lascivia que sufres tú. –Sara rio mientras me cogía de la cintura.
        –Lamento decirte que yo no era así antes, así que imagino que se deba a tu tentadora compañía.
–Ya, seguro –comentó sarcástica antes de proseguir–. El caso es que, tras colgar de las paredes del Escorial durante muchos años llegaron los franceses.
        –¡Otra vez!
        –Se llevaron todo lo que pudieron, y estuvo en sus manos de 1813 a 1818. Luego volvió al Escorial para entrar definitivamente en el Museo del Prado en 1857, si no recuerdo mal.
        –A los franceses, muchas obras se les debieron de quedar entre las uñas… –comenté malhumorado.
        –Demasiadas. El caso es que ésta regresó. Durante mucho tiempo se pensó, de hecho, algunos expertos siguen opinando eso, que la pintó Giulio Romano, mientras que el dibujo subyacente y la composición, o sea el proceso creativo, es de mano del maestro. Lo que está claro es que es una de sus obras tardías. Finalmente, en 2012, Paul Joannides y Tom Henry, dos grandes expertos británicos y comisarios de la exposición que se hizo aquí, y de la que te hablé antes, concluyeron que es autógrafa de Rafael.
        –Es un cuadro precioso.
        –Sí. En él, el “Maestro de Urbino” nos presenta una composición piramidal, con la Virgen y el niño Jesús en el centro. Santa Ana o Santa Isabel, en esto los expertos no se ponen de acuerdo, aparece acodada sobre la pierna de la Virgen, que posa su mano sobre el hombro de su madre o su prima, según quién la interprete. Voy a quedarme con la versión de que es Santa Isabel y que aparece representada como una mujer mayor para acentuar su maternidad tardía; recuerda que es la madre de San Juan Bautista.  San Juanito, con la clásica piel de camello con la que se le conoce iconográficamente también de adulto, le ofrece al niño Dios unas frutas que lleva dentro de una pelliza. Observa primero las expresiones. Santa Isabel, pensativa…
        –No sé por qué, pero me deja cierto regusto a Miguel Ángel esta figura.
        –Puede ser, la mano es rotunda, muy masculina. Santa Isabel mira hacia abajo pensativa, quizá apesadumbrada, como si intuyera el trágico destino de los niños, mientras la Virgen apoya suavemente la mano en su hombro, quizá consolándola, admitiendo el sacrificio de ambos posando esa mirada lánguida y resignada sobre su hijo. La luz entra con fuerza desde la izquierda iluminando a los dos niños y a la Virgen, dejando a Santa Isabel envuelta en una atmósfera más sombría. Al fondo, nos presenta un paisaje más diluido con varias escenas cotidianas entre arquitecturas clásicas y ruinas, dentro de un ambiente umbroso que atenúa abriendo esos leves claros sobre un cielo encapotado. San José queda relegado a un clarísimo segundo plano, y es representado como un anciano trabajando en su taller totalmente ajeno al momento. El rostro de la Virgen es maravilloso, no me canso de admirar esos perfiles suaves de nariz, labios y ojos, esa delicadeza en el tratamiento de los tonos de las carnaciones; es de una belleza arrobadora. Sitúa la figura sentada y girada, adoptando esa postura denominada “serpentinita”, muy manierista, mirando hacia su hijo, mientras el niño dirige su rostro sonriente hacia la potente luz que ilumina la escena, quizá proveniente de la divinidad, ignora en cierto modo al San Juanito, y apoya su pie en un cojín situado sobre una cuna. Rafael define de manera genial los drapeados de las vestimentas de la Virgen, principalmente en la manga de su vestido. Para mí, se deleita en una parte del cuadro que puede parecer secundaria como es la cuna y el cojín donde pisa el niño, define magistralmente las texturas y los matices de los grises de las telas. No tienes más que acercarte, y observar los pliegues y los flecos.
        –Son detalles de gran calidad. Si mi permite la señorita, tengo una pregunta –la interrumpí.
        –Lo de serpentinata sé lo que es, pero se me escapa lo de los “drapeados” de las ropas. Ya sabes que me gustan las palabras nuevas.
        –¡Que si lo sé…! –dijo resignada–. Me tienes aburrida con eso. Drapear es dar la caída conveniente a los pliegues, y Rafael se recrea en ello, al igual que en el pelo de los niños, especialmente en el del niño Jesús, o en las arrugas de Santa Isabel.
        –Me parece una escena entrañable. El rostro de la Virgen resulta de una delicadeza cautivadora, con esa mirada tierna y nostálgica; yo diría resignada.
        –Creo que eso es todo. ¿Cómo llevas la visita? ¿Seguimos?
        –Bien. Está siendo muy densa, pero eres la mejor de las guías.
        –Eso ha sonado halagador.
        –Y sincero. Aunque recuerda que puedo llegar a ser un magnífico cobista.
        –Me temo que todo ha sido una excusa para colarme otra de tus palabras –Sara rio-. Aunque me quedo con lo del halago sincero   –Sara se acercó a mí, y se dejó tomar por el hombro. Ambos seguimos mirando el cuadro con interés durante unos instantes–. ¿Vemos otra Sagrada Familia? –concluyó.
        –Como quieras. Estoy dispuesto para un nuevo martirio –concluí jocoso sacándole una bella sonrisa.

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