Al bajar unas escaleras nos
adentramos en la amplia sala 49 del museo.
–Y
ya estamos en el renacimiento italiano –me introdujo poco antes de señalarme,
aquí y allá, autores y cuadros, para darme una referencia general–. Por
supuesto, el protagonista es Rafael, pero hay obras de otros grandes pintores,
como su gran discípulo Giulio Romano, Sebastiano del Piombo, Federico Barocci,
Parmigianino, Allori, Bronzino, Andrea del Sarto…
–Hay
una buena colección.
–Sí.
Hoy todo el mundo relaciona el Museo del Prado con Velázquez, Goya, Rubens o
Tiziano. Pero esto no fue siempre así. Cuando el Museo nació en 1819, la Sala
12, la sala ovalada, la más importante del museo, la que ocupa Velázquez,
alojaba las pinturas de Rafael; fue el pintor más influyente del S. XVI al XIX
y, su obra, la más apreciada. Fue en 1899, coincidiendo con el cuatrocientos
aniversario del nacimiento de Velázquez, cuando la estancia comenzó a albergar
la obra del pintor sevillano.
–Las
modas también afectan al arte.
–Y
de qué manera. Rafael pasó a tener un papel muy secundario en el museo, algo
que en los últimos años se ha conseguido revertir, sobre todo, después de la
gran exposición de 2012, “El último Rafael”, un gran evento.
–Imagino
que vendrías a verla.
–Por
supuesto. Podemos empezar por esta obra –Ella me señaló el lienzo que teníamos
enfrente–. Durante mucho tiempo fue al que se le dio mayor valor en todo el Museo.
“Caída en el camino del calvario” de Rafael.
–¿Y
“La perla”?
–En
la pared contraria, pero lo veremos luego, si te parece. Este gran cuadro de…
–Sara se acercó a la cartela para comprobar sus dimensiones– 318 X 229
centímetros, es un óleo sobre tabla pasado a lienzo.
–Me
lo explique.
–Caray, pareces Macario, el muñeco de José Luis Moreno.
–¡Qué
contento estoy! –exclamé emulando al ventrílocuo–. Pero sin boina. –le guiñé a
Sara.
–No
te hace falta para parecer de pueblín. –Ella rio.
–Luego
dices que me meto contigo.
–Perdón.
Era broma –Sara me miró mimosa, con cara de exagerado arrepentimiento, mientras
tomaba mi mano derecha con ambas manos–. Hubo un tiempo, entre el s. XVIII y
XIX, en que se pensaba que era mejor traspasar a lienzo las tablas, porque era
un material más susceptible de estropearse, que podía ser atacado por insectos,
y las pinturas acabarían perdiéndose. Hoy sería impensable. Te puedes imaginar cómo
rebajaban por detrás la madera con diferentes utensilios, como la raspaban
hasta llegar a la capa de preparación de la pintura. Era un proceso muy agresivo
que dañaba muchas obras de arte, esta fue una de tantas.
–La
verdad es que no lo parece.
–Fue
restaurada por Rafael Alonso para la exposición que te hablé antes.
–Muy
bien. El ahora lienzo sufrió muchas pérdidas de materia pictórica y, a lo largo
de los años, se retocaron y rellenaron esas lagunas, muchas veces sin el debido
criterio. El caso es que Rafael Alonso hizo un trabajo extraordinario
eliminando esos repintes, descubriendo detalles que estaban ocultos por
restauraciones anteriores, limpiando la obra, que tenía un tono general
anaranjado, probablemente por la oxidación de viejos barnices, y reintegrando faltas de color, para que el cuadro recuperara sus espacios, su luz y un aspecto más
cercano al original de Rafael.
–Ya
la veo estupenda.
–Pues
bien. El óleo fue un encargo que se le hizo a Rafael para el Monasterio de
Santa María dello Spasimo en Palermo, de ahí deriva el apodo con el que se le
conoce “El pasmo de Sicilia”.
–Pasmo,
de pasmado –intenté hacer una gracia.
–Verás…
–Sara volvió a sacar su móvil, y buscó en el diccionario de la RAE–. Durante
mucho tiempo se creyó que pasmo era la vulgarización de spasimo. Pero la definición
de pasmo en castellano es… –Sara leyó del móvil–, “admiración y asombro
extremados que dejan como en suspenso la razón o el discurso”, no es lo mismo,
pero parecido a Spasimo que se podría traducir como angustia. Por lo tanto,
diríamos que la advocación castellanizada sería la de Nuestra Sra. de las
Angustias, y tiene que ver con lo que nos cuenta el cuadro. Se fecha su factura
entre 1515 y 1516. Tras varias vicisitudes, el Virrey de Nápoles se hizo con
ella a cambio de una renta, y se lo envió en 1661 a Felipe IV, quien lo puso en
la capilla del Alcázar. Allí sobrevivió al incendio de 1734, pero no al paso de
las tropas napoleónicas que se la llevaron y la retuvieron entre 1813 y 1818, fecha
en la que regresó traspasada ya a lienzo y con muchos daños.
–¡Otra
vez los franceses! En fin… –comenté algo enojado por tanto expolio.
–Y
ahora vamos con el cuadro en sí, y lo comprenderás mejor. Rafael pintó el
momento en que la Virgen encuentra a su hijo caído, con la cruz a cuestas, en
la subida al monte Gólgota. Si recuerdas lo que vimos en “El descendimiento” de
Rogier Van der Weyden”, la Virgen aparecía desmayada. Rafael representa la
nueva ortodoxia de la “Compassio Mariae”; la Virgen asiste desolada al
sufrimiento de su hijo, pero lo acepta consciente, sin sufrir ningún desvanecimiento
como un siglo atrás. La composición se desarrolla en torno a un aspa cuyo
centro está en la figura de Cristo, que vuelve la vista hacia el conjunto de
las Marías y San Juan Evangelista. La Virgen estira sus brazos en dirección a
su hijo, ambos sufren el dolor del momento mientras María Cleofás, detrás de su
hermana, asiste compungida intentando reconfortarla. San Juan y María Magdalena
miran a Jesús, mientras María Salome, erguida, padece absorta la escena
pasional. En la parte de la izquierda aparecen dos sayones que son los
encargados de que Cristo continúe su camino, mientras Simón el Cirineo, que
volvía del campo, según las escrituras, ha sido obligado a ayudar a Jesús. Las
figuras de Simón y el sayón de la izquierda tienen un aire miguelangelesco
indiscutiblemente.
–Tienes
razón. Son dos figuras musculosas.
–Preside
la marcha ese jinete con la bandera roja, mientras más adelante, más arriba en
el cuadro, otra comitiva, con más jinetes y los ladrones condenados, se dirige
a las cruces que ya están esperándoles clavadas en lo alto del Gólgota. A la
derecha, El joven jinete romano parece que está dando órdenes al Cirineo, y
está acompañado por unos soldados, y un personaje judío con diferentes vestimentas.
–Me
suena su cara.
–Baltasar
de Castiglione. Rafael hizo un retrato de este cultivado personaje que, además,
era su amigo. Es uno de los mejores retratos del genial pintor; está en el
Louvre y pudimos admirarlo en la exposición de 2012. Seguro que lo has visto,
es muy famoso.
–Sé
cuál es –asentí.
–Rafael
despliega toda su sensibilidad en la elaboración de las expresiones. El dolor
de la Virgen en lágrimas al ver a su hijo caído, el de Cristo agotado y
flagelado, con la corona de espinas y el rostro ensangrentado, sintiendo su
dolor y llorando por el de su madre, la aflicción de María Cleofás que coloca amorosamente
la toca de la Virgen, el rostro compungido de San Juan Evangelista y la
Magdalena, el enfado del Cirineo que parece recriminar algo a los sayones, el gesto
autoritario del jinete romano que ejerce el mando, el de insensible sorpresa,
quizá incluso contrariedad, del soldado que encabeza la comitiva ante una nueva
parada en el camino, la mirada abstraída de María Salomé mientras entrelaza sus
manos y llora sin poder dejar de mirar a Jesús… Y está firmado por el autor en
la piedra sobre la hierba, al pie del cuadro; Raphael Urbinas.
–¿No era Rafael
Sanzio?
–¡Que gracioso!
–La firma hacía referencia a Urbino, la localidad natal de Rafael, y ambos lo
sabíamos–. Quiero que te fijes en la cara de María Salomé. La verás más veces
en la sala. Para acometer la cantidad ingente de encargos que aceptaba, Rafael
tenía un gran taller y muchos colaboradores. Algunos expertos creen que en este
cuadro se puede ver la mano de Giulio Romano y Francesco Penni. Lo cierto es
que la complicada composición, y el dibujo, con ese despliegue de figuras tan elaborado
y la multitud de escenas que se pueden leer en la obra, como en la mayoría de
sus pinturas, eran cosa del Maestro.
–Sara… –me puse
serio–.
–Te
ha gustado el cuadro y la explicación, o vas a soltar un disparate de los tuyos.
–¡Vaya
fama tengo! Iba a decirte que si me haces ver y comprender los cuadros de esta
manera, como no voy a querer mirar mi vida a través de tus ojos.
–Caray,
Luis, lo siento. Creo que nunca me habían dicho algo tan bonito –Sara me besó
en la mejilla, parecía emocionada y arrepentida por su comentario anterior–.
Durante
unos instantes permanecimos frente al cuadro cogidos de la cintura, mientras
ella apoyaba su cabeza en mi hombro.
–¿En
qué piensas? –Sara interrumpió nuestro breve silencio.
–Ahora
mismo me preguntaba si a través de tus ojos podré verte sin ropa.
–Ya
decía yo –dijo resignada–. Sigues siendo un guarro, pero encantador. –Entonces rio
y me invitó a girarme para admirar “La perla”.
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