martes, 14 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. CAÍDA EN EL CAMINO DEL CALVARIO DE RAFAEL SANZIO.



         Al bajar unas escaleras nos adentramos en la amplia sala 49 del museo.
        –Y ya estamos en el renacimiento italiano –me introdujo poco antes de señalarme, aquí y allá, autores y cuadros, para darme una referencia general–. Por supuesto, el protagonista es Rafael, pero hay obras de otros grandes pintores, como su gran discípulo Giulio Romano, Sebastiano del Piombo, Federico Barocci, Parmigianino, Allori, Bronzino, Andrea del Sarto…
        –Hay una buena colección.
        –Sí. Hoy todo el mundo relaciona el Museo del Prado con Velázquez, Goya, Rubens o Tiziano. Pero esto no fue siempre así. Cuando el Museo nació en 1819, la Sala 12, la sala ovalada, la más importante del museo, la que ocupa Velázquez, alojaba las pinturas de Rafael; fue el pintor más influyente del S. XVI al XIX y, su obra, la más apreciada. Fue en 1899, coincidiendo con el cuatrocientos aniversario del nacimiento de Velázquez, cuando la estancia comenzó a albergar la obra del pintor sevillano.
        –Las modas también afectan al arte.
        –Y de qué manera. Rafael pasó a tener un papel muy secundario en el museo, algo que en los últimos años se ha conseguido revertir, sobre todo, después de la gran exposición de 2012, “El último Rafael”, un gran evento.
        –Imagino que vendrías a verla.
        –Por supuesto. Podemos empezar por esta obra –Ella me señaló el lienzo que teníamos enfrente–. Durante mucho tiempo fue al que se le dio mayor valor en todo el Museo. “Caída en el camino del calvario” de Rafael.
        –¿Y “La perla”?
        –En la pared contraria, pero lo veremos luego, si te parece. Este gran cuadro de… –Sara se acercó a la cartela para comprobar sus dimensiones– 318 X 229 centímetros, es un óleo sobre tabla pasado a lienzo.
        –Me lo explique.
        –Caray, pareces Macario, el muñeco de José Luis Moreno.
        –¡Qué contento estoy! –exclamé emulando al ventrílocuo–. Pero sin boina. –le guiñé a Sara.
        –No te hace falta para parecer de pueblín. –Ella rio.
        –Luego dices que me meto contigo.
        –Perdón. Era broma –Sara me miró mimosa, con cara de exagerado arrepentimiento, mientras tomaba mi mano derecha con ambas manos–. Hubo un tiempo, entre el s. XVIII y XIX, en que se pensaba que era mejor traspasar a lienzo las tablas, porque era un material más susceptible de estropearse, que podía ser atacado por insectos, y las pinturas acabarían perdiéndose. Hoy sería impensable. Te puedes imaginar cómo rebajaban por detrás la madera con diferentes utensilios, como la raspaban hasta llegar a la capa de preparación de la pintura. Era un proceso muy agresivo que dañaba muchas obras de arte, esta fue una de tantas.
        –La verdad es que no lo parece.
        –Fue restaurada por Rafael Alonso para la exposición que te hablé antes.
        –Rafael Alonso…el que acicaló “El expolio” del Greco de la Catedral de Toledo –comenté con salero.
        –Muy bien. El ahora lienzo sufrió muchas pérdidas de materia pictórica y, a lo largo de los años, se retocaron y rellenaron esas lagunas, muchas veces sin el debido criterio. El caso es que Rafael Alonso hizo un trabajo extraordinario eliminando esos repintes, descubriendo detalles que estaban ocultos por restauraciones anteriores, limpiando la obra, que tenía un tono general anaranjado, probablemente por la oxidación de viejos barnices, y reintegrando faltas de color, para que el cuadro recuperara sus espacios, su luz y un aspecto más cercano al original de Rafael.
        –Ya la veo estupenda.
        –Pues bien. El óleo fue un encargo que se le hizo a Rafael para el Monasterio de Santa María dello Spasimo en Palermo, de ahí deriva el apodo con el que se le conoce “El pasmo de Sicilia”.
        –Pasmo, de pasmado –intenté hacer una gracia.
        –Verás… –Sara volvió a sacar su móvil, y buscó en el diccionario de la RAE–. Durante mucho tiempo se creyó que pasmo era la vulgarización de spasimo. Pero la definición de pasmo en castellano es… –Sara leyó del móvil–, “admiración y asombro extremados que dejan como en suspenso la razón o el discurso”, no es lo mismo, pero parecido a Spasimo que se podría traducir como angustia. Por lo tanto, diríamos que la advocación castellanizada sería la de Nuestra Sra. de las Angustias, y tiene que ver con lo que nos cuenta el cuadro. Se fecha su factura entre 1515 y 1516. Tras varias vicisitudes, el Virrey de Nápoles se hizo con ella a cambio de una renta, y se lo envió en 1661 a Felipe IV, quien lo puso en la capilla del Alcázar. Allí sobrevivió al incendio de 1734, pero no al paso de las tropas napoleónicas que se la llevaron y la retuvieron entre 1813 y 1818, fecha en la que regresó traspasada ya a lienzo y con muchos daños.
        –¡Otra vez los franceses! En fin… –comenté algo enojado por tanto expolio.
        –Y ahora vamos con el cuadro en sí, y lo comprenderás mejor. Rafael pintó el momento en que la Virgen encuentra a su hijo caído, con la cruz a cuestas, en la subida al monte Gólgota. Si recuerdas lo que vimos en “El descendimiento” de Rogier Van der Weyden”, la Virgen aparecía desmayada. Rafael representa la nueva ortodoxia de la “Compassio Mariae”; la Virgen asiste desolada al sufrimiento de su hijo, pero lo acepta consciente, sin sufrir ningún desvanecimiento como un siglo atrás. La composición se desarrolla en torno a un aspa cuyo centro está en la figura de Cristo, que vuelve la vista hacia el conjunto de las Marías y San Juan Evangelista. La Virgen estira sus brazos en dirección a su hijo, ambos sufren el dolor del momento mientras María Cleofás, detrás de su hermana, asiste compungida intentando reconfortarla. San Juan y María Magdalena miran a Jesús, mientras María Salome, erguida, padece absorta la escena pasional. En la parte de la izquierda aparecen dos sayones que son los encargados de que Cristo continúe su camino, mientras Simón el Cirineo, que volvía del campo, según las escrituras, ha sido obligado a ayudar a Jesús. Las figuras de Simón y el sayón de la izquierda tienen un aire miguelangelesco indiscutiblemente.
        –Tienes razón. Son dos figuras musculosas.
        –Preside la marcha ese jinete con la bandera roja, mientras más adelante, más arriba en el cuadro, otra comitiva, con más jinetes y los ladrones condenados, se dirige a las cruces que ya están esperándoles clavadas en lo alto del Gólgota. A la derecha, El joven jinete romano parece que está dando órdenes al Cirineo, y está acompañado por unos soldados, y un personaje judío con diferentes vestimentas.
        –Me suena su cara.
        –Baltasar de Castiglione. Rafael hizo un retrato de este cultivado personaje que, además, era su amigo. Es uno de los mejores retratos del genial pintor; está en el Louvre y pudimos admirarlo en la exposición de 2012. Seguro que lo has visto, es muy famoso.
        –Sé cuál es –asentí.
        –Rafael despliega toda su sensibilidad en la elaboración de las expresiones. El dolor de la Virgen en lágrimas al ver a su hijo caído, el de Cristo agotado y flagelado, con la corona de espinas y el rostro ensangrentado, sintiendo su dolor y llorando por el de su madre, la aflicción de María Cleofás que coloca amorosamente la toca de la Virgen, el rostro compungido de San Juan Evangelista y la Magdalena, el enfado del Cirineo que parece recriminar algo a los sayones, el gesto autoritario del jinete romano que ejerce el mando, el de insensible sorpresa, quizá incluso contrariedad, del soldado que encabeza la comitiva ante una nueva parada en el camino, la mirada abstraída de María Salomé mientras entrelaza sus manos y llora sin poder dejar de mirar a Jesús… Y está firmado por el autor en la piedra sobre la hierba, al pie del cuadro; Raphael Urbinas.
–¿No era Rafael Sanzio?
–¡Que gracioso! –La firma hacía referencia a Urbino, la localidad natal de Rafael, y ambos lo sabíamos–. Quiero que te fijes en la cara de María Salomé. La verás más veces en la sala. Para acometer la cantidad ingente de encargos que aceptaba, Rafael tenía un gran taller y muchos colaboradores. Algunos expertos creen que en este cuadro se puede ver la mano de Giulio Romano y Francesco Penni. Lo cierto es que la complicada composición, y el dibujo, con ese despliegue de figuras tan elaborado y la multitud de escenas que se pueden leer en la obra, como en la mayoría de sus pinturas, eran cosa del Maestro.
–Sara… –me puse serio–.
        –Te ha gustado el cuadro y la explicación, o vas a soltar un disparate de los tuyos.
        –¡Vaya fama tengo! Iba a decirte que si me haces ver y comprender los cuadros de esta manera, como no voy a querer mirar mi vida a través de tus ojos.
        –Caray, Luis, lo siento. Creo que nunca me habían dicho algo tan bonito –Sara me besó en la mejilla, parecía emocionada y arrepentida por su comentario anterior–.
        Durante unos instantes permanecimos frente al cuadro cogidos de la cintura, mientras ella apoyaba su cabeza en mi hombro.
        –¿En qué piensas? –Sara interrumpió nuestro breve silencio.
        –Ahora mismo me preguntaba si a través de tus ojos podré verte sin ropa.
        –Ya decía yo –dijo resignada–. Sigues siendo un guarro, pero encantador. –Entonces rio y me invitó a girarme para admirar “La perla”.

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