domingo, 31 de mayo de 2020

EL TRIBUNAL DE LAS ALMAS DE DONATO CARRISI


“El tribunal de las almas” de Donato Carrisi, es un novelón. Es la primera obra de la trilogía que protagonizan Marcus, el penitenciario que trata de reconstruir su pasado tras recibir un disparo en la nuca por el que pierde la memoria, que trabaja para una secreta sección del Vaticano (el tribunal de las almas) depositaria del archivo criminal más grande que existe, y dedicada a resolver los peores delitos, y Sandra Vega, la fotógrafa forense que intenta superar la muerte, aparentemente accidental, de su marido David, y que se vuelca en la investigación de su causa tras acceder a nuevos indicios. Sus vidas se van a cruzar en el presente, mientras ambos averiguan sobre su pasado.
Como os comenté, las he leído en orden inverso, y creo que he ido de la que menos me ha gustado a la que más. Ésta me ha fascinado. Es de las mejores novelas de suspense que han caído en mis manos. Es un texto de trama compleja, que requiere de atención en la lectura, pero que no defrauda en ningún momento. Es una obra espectacularmente hilada, con mucho ritmo, sin flecos ni lagunas, muy creíble, con saltos en el tiempo que van poniendo en relación momentos del pasado con la actualidad, y muy bien ambientada, en Roma principalmente. Carrisi nos acercará a lugares perfectamente reconocibles por el turista, y a otros nuevos y ocultos a los ojos del visitante. Todo el que haya viajado a la Ciudad Eterna podrá recordar espacios como la Capilla Contarelli, en San Luis de los franceses, con las obras maestras de Caravaggio sobre San Mateo, o la Capilla de San Raimundo de Peñafort en la única iglesia gótica de la urbe, Santa María Sopra Minerva, con el Pulcino, el elefantito que carga con el obelisco diseñado por Gian Lorenzo Bernini, colocado frente a ella.
El autor ha trabajado mucho el argumento, no hay tregua en todo el texto, no decae el interés en ningún momento; sin ninguna duda atrapa al lector utilizando, con extraordinario acierto, tanto su conocimiento de la ciudad, como su formación; es licenciado en Derecho y Criminología.
        La obra arranca con la desaparición de Lara, una joven estudiante de arquitectura. A partir de aquí Carrisi va añadiendo a la trama otros crímenes del pasado con la particularidad de que, o han quedado impunes, o no se resolvieron adecuadamente, y de que alguien está dando la oportunidad a las familias de los afectados de poder vengarse del verdadero culpable, de poder convertirse en verdugos justicieros.     
        A pesar de la complejidad de la obra, el autor la resuelve de manera magistral. Con un poco de atención conseguiremos no perdernos en sus saltos de lugares y tiempos, recordar los detalles de los crímenes, sus causas, misterios y desenlaces, conocer las particularidades y psicologías de los criminales confesos y los reales, el porqué de los errores y aciertos en las investigaciones, y seguir las evoluciones de los penitenciarios, las de la policía y las de Sandra Vega.
El desenlace lo ejecuta de forma soberbia; resulta sorprendente por inesperado. Espero que os sirva la reseña. Saludos.

viernes, 29 de mayo de 2020

"SIDI", DE ARTURO PÉREZ-REVERTE

          “Sidi”, de Arturo Pérez-Reverte, es el segundo libro que leí el fin de semana pasado. Sabéis que me encanta la prosa del académico, y este libro es un nuevo alarde, una nueva demostración de su conocimiento del lenguaje.
“Sidi” es una novela de tiempos de guerra en la frontera del Duero. En él, el autor ha sido capaz de describirnos la realidad político-social del s. XI desde la grupa de un caballo, de la mano de uno de los míticos personajes de nuestra historia, Ruy Díaz, infanzón natural de la localidad burgalesa de Vivar, Cid, un figura que siempre ha “cabalgado” entre la realidad y la leyenda, sobre el que poco se puede constatar con absoluta veracidad, pero sobre el que se ha escrito mucho; a quién se ha ensalzado y denostado, como siempre, y por desgracia, porque se ha hecho un uso político de su imagen.
Pérez-Reverte afirma que él nos muestra su propio Cid: En él se funden de un modo fascinante la aventura, la historia y la leyenda. Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío.» También confiesa que ha escrito una “novela sobre el liderazgo” y con toda la razón. Nos describe un caudillo leal a sus parientes y amigos, atento, preocupado y justo con los suyos, a la vez que exigente, firme e inflexible, un Cid capaz de adaptarse a las circunstancias, de ser cruel y despiadado con el enemigo, pero también noble y magnánimo, un observador realista, conocedor del lugar que ocupa en el mundo feudal por el que transita, ajustado a las reglas que rigen la sociedad medieval del momento en general, y la dura vida de la frontera del Duero en particular. Nos lo presenta como un gran conocedor de la naturaleza humana, de sus necesidades y carencias, de sus virtudes y defectos. Y acabará creando un personaje monumental con su particular estilo, donde el hombre y el guerrero mezclan de manera perfecta, como en su día hizo con el mítico Diego Alatriste. Así, mientras el autor deja patente el lado más humano del protagonista con el recuerdo presente de su añorada familia, su mujer Jimena y sus hijas, hace que lo acompañen a lo largo de la narración diversos personajes históricos o inventados, pero absolutamente veraces y reconocibles en aquella sociedad belicosa, como el fiel Minaya Alvar Fáñez, su mano de derecha, el rudo y siempre presto al combate Diego Ordóñez, el ágil Galin Barbués, el tartamudo Pedro Bermúdez, el versado fraile Millán, compañía religiosa imprescindible, el altanero conde de Barcelona Berenguer Remont II, el valeroso lugarteniente árabe Yaqub al-Jatib, el cultivado rey de Zaragoza Mutamán o su hermana, la poderosa, seductora y sofisticada Raxida.
El texto arranca en el momento en el que el protagonista ya ha sido desterrado de Castilla por Alfonso VI por haberle obligado a jurar públicamente en Santa Gadea que no había tenido nada que ver con el asesinato de su hermano Sancho de Castilla, en la famosa jornada en la que, a las puertas de Zamora, el rey cayó muerto a manos del traidor Bellido Dolfos. Y, desde la primera página, Pérez-Reverte es capaz de hacernos cabalgar junto a Ruy Díaz y sus leales guerreros, mientras alquilan sus espadas a orillas del Duero o en la Taifa Zaragozana. En un tiempo de luchas intestinas tanto en los reinos moros como en los cristianos, momentos de “algaras y aceifas”, el protagonista se hace a sí mismo; emerge un líder mítico, el “Campidoctor”, el “Campeador”, el “Sidi Quambitur” de los árabes, el Cid.
Y no os cuento más, a los que le gusten las narraciones bélicas aquí disfrutarán de emocionantes cargas y cabalgadas, y de una buena dosis de cruel realismo en tierras de frontera, de un texto donde se puede sentir el hambre y la sed, el olor a estiércol, cuero, humo y sudor de hombres y monturas, el sonido de los cascos de los caballo, de los cuernos de guerra, y el chocar de espadas, lanzas y escudos, y donde quedarán de manifiesto los códigos de honor de aquella Hispania fragmentada política y religiosamente, donde se luchaba y se moría por un trozo de pan que llevarse a la boca. Salvando las distancias, me ha recordado mucho a otras obras del autor en las que nos acerca a la descarnada y violenta realidad del momento histórico a través de unos personajes que resultan muy creíbles; es el caso de la “La sombra del Águila”, “El húsar” o “Las aventuras del Capitán Alatriste”.
En definitiva, es una gran novela. Como bien dice su creador: “Yo quise hacer nuestro Western, con nuestros pioneros, con la frontera, con los apaches, con la cabalgada”.
Y… ¡Pardiez! A fe mía que lo logró.

martes, 26 de mayo de 2020

"EL CAZADOR DE LA OSCURIDAD" DE DONATO CARRISI


       “El cazador de la oscuridad” de Donato Carrisi, es el segundo tomo de una saga de novelas de suspense formado por tres libros, todos protagonizados por Marcus y Sandra Vega. Os confieso que estoy leyendo la saga al revés, según caen los libros en mis manos. Comencé por el tercero, “El maestro de las sombras” y voy a acabar por el primero, “El tribunal de las almas”. No es lo más adecuado, porque algunos hechos, que vienen de atrás, sería mejor haberlos conocido en su orden correcto, pero esto no plantea ninguna dificultad en la comprensión del conjunto de la obra. Eso sí, este segundo libro me ha gustado más que el tercero.
Marcus es un sacerdote, un penitenciario, que se dedica a perseguir crímenes para el enigmático “Tribunal de las almas” del Vaticano (entidad poseedora del mayor archivo de investigación sobre el mal), gracias a su gran preparación, y su habilidad para descubrir la maldad detectando “anomalías”. Sandra Vega es una experta y reputada fotógrafa forense de la policía romana, alguien capaz de ver en sus instantáneas aquellos detalles que nadie percibe, y que vive en ese momento una relación que no termina de hacerle feliz con Max, un profesor de historia; siempre tiene presente a su verdadero amor, su marido David que murió asesinado
La novela arranca de la frustración que siente Marcus por no conseguir descubrir el culpable de un atroz asesinato que se ha producido dentro del pequeño territorio del Vaticano; una monja ha sido desmembrada en sus jardines sin que, aparentemente, nadie sepa nada del asunto. Clemente, su mentor, le encarga la investigación, aunque quien de verdad mueve los hilos es el cardenal filipino Battista Erriaga, un hombre de tormentoso pasado, alguien sin muchos escrúpulos a la hora de conseguir sus fines gracias al “uso” que hace de la privilegiada información que posee al controlar el Tribunal de las almas. Este hecho sirve de arranque y de cierre de la novela, y de enlace con el tercer tomo de la saga. La trama central gira en torno a la investigación en la que se ven inmersos los protagonistas, Marcus y Sandra, acerca de los crueles asesinatos de parejas que atemorizan a la capital italiana; unos hechos que presentan una particularidad, el asesino se recrea, con especial saña, en la tortura de la mujer.
Una serie de hechos aderezan positivamente el texto, la formación criminalística del autor, su gran conocimiento de la capital italiana, especialmente visible en el acercamiento que nos propone a la Roma oculta, la ciudad que los turistas no visitamos, la tormentosa atracción imposible entre Marcus y Sandra, la misteriosa ayuda que recibe el asesino por parte de una secta satánica relacionada con la figura de la cabeza de un lobo, imagen que oculta algo más, extraños suicidios…
        Así que os recomiendo este trepidante texto. Os recuerdo… un asesino en serie anda suelto en la capital imperial; ninguna pareja estará a salvo en sus calles, ni siquiera siendo de policía…

lunes, 18 de mayo de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EL DÍA QUE MIS DEDOS DEJEN DE SENTIR...



       Después de ver la sala 6 con aquellos cuadros tan interesantes, sobre todo los que ella me explicó de Caravaggio y Strozzi, y de habernos divertido con nuestras cosas durante un buen rato, Sara me tomó de la mano y, pausadamente, me llevó a la sala contigua.
        –¿La cinco o la siete? –pregunté–.
        –La cinco. Vamos para atrás. –Ella me sonrió­ y me obligó a balancear el brazo, como si fuéramos dos adolescentes en un recreo, hasta que se detuvo para comentar algunos detalles sobre las obras allí expuestas, aunque, sin pretenderlo, pronto dejé de escuchar; me quedé absorto observando su rostro de perfil.
        A veces es difícil explicar el porqué de algunas reacciones humanas ante los detalles más nimios, una mirada, una sonrisa, una caricia, unas palabras…. Lo cierto es que a mí me pasa con muchas de las cosas que hace Sara; me gusta escucharla, pero también observar sus ademanes, sus pequeñas manías, esos gestos que contribuyen a embellecer una personalidad ya de por sí arrolladora y fascinante. Ella sabe que yo, a veces, me abismo en mis pensamientos al mirarla, porque me encanta hacerlo, porque me gusta sentirme atrapado en la telaraña de su arrebatadora presencia, madura y atractiva, y rendirme embriagado ante su cautivadora esencia de mujer cultivada e inteligente. Para mí, observarla, es como asomarme a un luminoso amanecer con el cielo inmensamente azul y el sol anunciándose tras el cerro frente a mi casa, en mi pueblo, es como admirar el monótono cabrilleo de las olas del Mediterráneo con el horizonte mortecino y anaranjado espejeando sobre su superficie, mientras me acerco a la orilla para escuchar el sonido cadencioso y musical de los cachones, y paseo sobre la arena, rompiendo con mis pies desnudos aquel gigantesco helado de turrón, o mejor aún, porque me recuerda más a ella, es como el rielar de la luna, y el de las sombras de las murallas y el Baño de la Cava iluminados de azul y rojo frente al Puente de San Martín, sobre la superficie del Tajo, en un despejada noche toledana, con el fondo de las fantasmagóricas semi-penumbras de las cresterías y pináculos de San Juan de los Reyes apuntando al negro y estrellado cielo, allí donde, por primera vez, pude sentir el pánico asfixiante, el dolor terebrante de saber que mi corazón estaba en sus manos, de tener la certeza de que, sin ella a mi lado, sería incapaz de seguir adelante, que mi vida no sería más que un lacerante e insoportable sinsentido.
 Y observándola, mirándola… aprendí a conocerla.
Aprendí que cuando gira la cabeza para mirar hacia el lado contrario, el tiempo parece detenerse porque su pelo toma vuelo alrededor de su rostro, suspendiéndose en el aire para brillar bajo la luz del sol, como sucedió aquel día en la Gelateria detrás de Sant’Agnese in Agone, a un costado de la Piazza Navona, en Roma.
Aprendí que su sonrisa es tan sincera y natural que no puede fingirla. Es un gesto limpio y transparente que acompaña de un involuntario parpadeo con el que siempre retira su mirada, quizá porque tras el fondo de aquella expresión tan inocente se siente vulnerable, y quiere reservarse el derecho de controlar la cantidad de páginas del libro de su vida que tengo derecho a leer.
Aprendí, orgulloso, que siente un leve escalofrío cada vez que acaricio su mejilla, como aquella primera vez, cuando algo se la metió en el ojo en la Torre de la Catedral de Toledo, junto a la gran campana, “la Gorda”. Después de limpiarla con un pañuelo, inconscientemente, dejé resbalar mi mano por su rostro con el candor del amor incipiente.  Ella reaccionó dando un pequeño respingo, sorprendida, pero agradada, porque acabó atrapando mi mano entre su cara y su hombro, y preguntándome, con una mirada dulce y sedosa, si era real lo que nos estaba pasando.
Aprendí que Sara se lleva el pelo de su media melena con su mano detrás de la oreja derecha, despejando momentáneamente su frente, como si ese ademán le permitiera no perderse ningún detalle del mundo que le rodea, y observarlo todo con la avidez de unos ojos, bellos, sugestivos, vivos y curiosos.
Aprendí que Sara no para de juguetear con mis dedos cuando entrelazamos nuestras manos, como si tratara con ello de hacerlos suyos, y que cuando toma una de mis manos entre las suyas es para descansar después su cabeza sobre mi hombro, apoyar su cuerpo sobre el mío, y cruzar los pies sobre el suelo, quizá buscando recogerse en mí, anhelando mi cobijo.
Aprendí a adorar sus silencios y abstracciones, porque Sara se lleva entonces los dedos de la mano derecha a la barbilla tras rozarse levemente la punta de la nariz y la boca, y, luego, humedece sus labios instintivamente dándoles el brillo irresistible de la sensualidad, sonrosando sus carnaciones de tal manera que me veo incapaz de pensar en otra cosa que no sea sentirlos moverse tiernos, voluptuosos y llameantes bajo los míos.
Aprendí a no resistirme cuando quiere desarmarme; que es inútil hacer frente a su mirada clara, triste y lánguida, a sus bellos ojos titilantes, que parecen siempre aguanosos, a sus cadenciosos e intencionados parpadeos mimosos, y a su leve sonrisa melancólica, que tanto me recuerdan la primera vez que vi su rostro en la fotografía que tenía en su habitación, en casa de su madre.
Aprendí que cuando posa su dedo índice sobre mis labios dejándolo resbalar hacia abajo para silenciarme, luego me mira fijamente con coquetería, se pone de puntillas, entrelaza sus manos por detrás de mi cabeza, acaricia mi nuca, me susurra al oído dejándome escuchar el intencionado y tentador jadeo de su respiración, y acaba besándome.
Aprendí a dejarme abrazar cuando ella descansa su cabeza en mi pecho, y a acompasar mi respiración con la suya, a dejar que coquetee jugando con los botones y el cuello de mi camisa cada vez que tiene que pedirme algo, o a dejarme hipnotizar por el involuntario y leve balanceo de la pierna que cruza al sentarse, como si aquella especie de péndulo controlara el tiempo de mi vida.
Aprendí a admirar su delicada y educada forma de comer, su exquisito trato de los cubiertos, las tazas, los vasos, la elegancia con que se lleva un bocado con la cuchara o tenedor entreabriendo los labios sin mostrar los dientes, o la manía que tiene de comprobar, disimuladamente, si ha dejado sus labios marcados sobre la porcelana o el cristal, cada vez que da un sorbo a una copa, un vaso o una taza.
Aprendí a disfrutar observándola cuando se cepilla el pelo, cuando se inclina frente al espejo para delinear sus cejas quitando algún pelo de aquí y allá, para luego maquillarse, las pocas veces que lo hace. Me deleito comprobando la rapidez con la que se aplica un poco de rímel en las pestañas, algo de sombra de ojos en los párpados, un leve toque de colorete, principalmente en invierno, cuando decae su bronceado, y una pincelada del único pintalabios que utiliza, el de color cereza, cuando se viste con su suéter rojo preferido bajo su vieja e informal cazadora de los mil bolsillos.
Aprendí a saber cuándo está disgustada, porque desaparece la cálida naturalidad de su rostro e, involuntariamente. frunce el ceño y aletea levemente la nariz, en un gesto que me hace gracia; o cuándo está nerviosa porque, sin darse cuenta, no para de girar sobre sus dedos los dos anillos que lleva en su mano izquierda, cambia más de la cuenta la pierna que cruza si está sentada, o revuelve compulsivamente su bolso en busca de las llaves o de la cartera. porque no recuerda si se las ha dejado en casa
Aprendí lo poco que le gustan las faldas a pesar de tener las piernas bonitas y bronceadas, lo elegante que es andando con tacones y lo sorprendentemente rápido que lo hace, lo bien que le sientan los pantalones vaqueros y las prendas ceñidas, y lo más extraño de todo, lo poco que le gusta probarse ropa y decidirse a la hora de comprarla…
        –¿En qué piensas? Hace rato que dejaste de escucharme y por eso no seguí –preguntó interrumpiendo mis pensamientos–. 
–En ti –contesté lacónico. No supe en ese momento decir más–. –Si sigues mirándome me vas a desgastar. –Sara me sonrió y, cogiéndome de las dos manos, apoyó su cabeza en mi hombro y descanso el peso de su cuerpo sobre el mío. Luego esperé unos segundos hasta que cruzó sus pies.
        –Sabía que ibas a hacerlo.
        –¿El qué?
        –Cruzar los pies –Sara miró hacia abajo–. Siempre lo haces cuando coges mi mano entre las tuyas. Luego apoyas la cabeza sobre mi hombro, dejas descansar tu cuerpo sobre el mío y…
        –Cruzo los pies –Sara me sonrió de nuevo–. El escritor no deja de observar, por lo que veo –dijo recuperando la horizontalidad y poniéndose frente a mí, posando sus ojos sobre los míos con la delicadeza y suavidad de la caricia de una pluma–.
        –Tengo una buena maestra. Me estás enseñando a admirar los cuadros, a observarlos con detenimiento. Aunque yo prefiero mirarte a ti.
–¿Y te gusta lo que ves? –me preguntó con coquetería imposible de impostar–.
–Sara, eres condenadamente hermosa –concluí directo, sincero y emocionado, con un tono de voz que semejaba un armisticio sentimental, el abandono de toda resistencia ante la palmaria realidad.
–Y, ahora, ¿sabes en lo que estoy pensando? ¿Lo que voy a hacer? –me preguntó mientras acercaba el dedo índice a mis labios–.
–Pues claro –concluí sonriente antes de que me silenciara con él. Luego lo dejó resbalar delicadamente hacia abajo, descansó sobre mis ojos su mejor mirada clara, triste y lánguida, se puso de puntillas, entrelazó sus manos detrás de mi cabeza, me acarició la nuca, me susurró al oído dejándome oír intencionadamente el jadeante y tentador sonido de su respiración y…
A veces, cuando me despierto por las mañanas y la contemplo dormida, atractiva y angelical, su presencia me parece tan dolorosamente próxima al mundo de los sueños que me aterra la posibilidad de que, alguna vez, al abrir los ojos, ella ya no esté conmigo, o ante la mera y cruel posibilidad de que jamás haya estado, de que haya sido creada por mi atormentada imaginación; que no sea más que otro personaje fruto de la absurda pasión de un aprendiz de escritor sin lectores que le presten atención, que finalmente se diluya entre la maraña de mis atribuladas fantasías sin que nadie sepa siquiera que ha existido, el día que mis dedos dejen de sentir sus susurros y caricias a través del teclado.       

sábado, 16 de mayo de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. DAVID VENCEDOR DE GOLIAT DE MICHELANGELO MERISI, "CARAVAGGIO".


       Yo sabía que ella hacía bien en no dejar que mis manos se deslizaran lascivamente dentro de los bolsillos traseros de su pantalón con el objetivo de palpar sus bien formados glúteos, pero es que, teniéndola tan cerca, a veces, simplemente, perdía la cabeza.
        –Acabaré poniéndote unas esposas –dijo Sara sonriente­ cogiéndome de las manos; yo creo que disfrutaba sintiéndose deseada–.
        –¿Me sugieres algún tipo de jueguecito? –inquirí con picardía–.
        –No. Sólo pretendo mantenerte controlado, ver tus manos, saber dónde están en todo momento esos tentáculos.
        –Es que…estás muy rica, Sara.
        –¡No seas vulgar!
        –Eres para mí esa fruta exótica, madura, apetitosa, dulce, irresistible, esa fruta que aplaca mi hambre, esa Venus en cuya fuente calmo mi sed…
        –Además de vulgar, cursi y tonto –Sara rio–. Estamos en un Museo, y una… tiene su reputación. No sería nada extraño que me encontrase con algún colega. Y que iba a decir… Una cosa es un beso furtivo o un arrumaco, y otra dejarme meter mano públicamente por un ancianito degenerado –concluyó pícara, guiñándome un ojo–.
        –Decir… no creo que dijera nadie nada, pensar…seguro que sí, que estás para “toma pan y moja”, aunque no se atrevan a hacerlo público como yo.
        –¡Y dale perico al torno! Creo que les extrañará verme contigo, en definitiva, se preguntarán que pinto yo con semejante carcamal con pinta de baboso depravado. –Sara, juguetona, volvió a reír.
        –Bueno, eso puede que también –asumí con gracia–. Y caerán bajo el influjo de uno de los siete pecados capitales, la envidia, que les corroerá las entrañas, al ver que el oculto objeto de sus más perversas pasiones, ese capricho tantas veces anhelado, el sueño del deseo hecho carne… lo estoy disfrutando todo yo, dándome a veces unos atracones… que para que te cuento. –Sara soltó una carcajada ante mi ocurrencia, mientras yo hacía el ademán de esperar un beso sin conseguirlo.
        –No sé qué prefiero si al viejo verde, o al literato pedante.
        –Es el mismo –contesté con salero–.
        –Lo sé; el mismo lelo.
        –En el fondo sé que me quieres, que me consideras irresistible y que compartes el fuego de la lujuria que arde en mis entrañas       –afirmé pomposo y vanidoso–.
        –Fuego tengo; llevo mechero. Y procura que no lo saque no sea que en vez de las tijeras lo utilice para quemar…ciertas partes.
        –No, por Dios, podría ocasionar un daño irreparable al museo, sería algo parecido al “coloso en llamas”. –Sara volvió a soltar una carcajada.
        –Madre mía, que mal estás. ¿Coloso?
        –Ahora mismo estoy ansioso por entrar en batalla. –Entonces quise tomarla por la cintura, mientras acercaba mi rostro al suyo enarcando insinuante repetidas veces las cejas. Ella no me dejó, y se separó lo justo para mantenerse fuera de mi alcance.
        –Creo que es mejor que sigamos con los cuadros. Vamos a ver el de Caravaggio, a ver si con los recuerdos de tu “indisposición” en Roma, se te “baja la llama”.
        –Este ha sido un golpe bajo. Lo pasé mal allí. Eché los hígados con la pizza y vacié intestinos…
        –Bueno. ¡Ya! Tontaina –Sara llamó mi atención divertida cogiéndome de nuevo de las manos, y mirándome con seriedad–. ¿Seguimos?
        –De acuerdo, pero que quede claro que aquí estaba yo con la lanza en ristre, presto a entablar combate y poner una pica en Flandes. –Sara volvió a reír.
        –Me parece que no te sienta bien mi compañía –me dijo mimosa y sugerente, jugueteando con los botones de mi camisa–.
        –Me trastorno querida; yo no era así hasta que te conocí. Eres un pecado, un vicio…
        Entonces Sara se me acercó al oído y, con esa guasa picona que gastaba conmigo en la más estricta intimidad, me susurró unas cuantas “cosas”.
        –¡Eres el demonio hecho carne, la esencia de la crueldad y la tentación! ¡Tú quieres matarme! ¿Estás segura de que puedes hacer todas esas cosas con la lanza… en ristre? –pregunté cambiando mi tono enfático por uno más jocoso y discreto. Ambos reímos. Nos divertíamos con nuestros flirteos, aunque aquel comportamiento era más propio de dos adolescentes que de dos personas maduras.
        –Bueno, ¿enfriamos el ambiente? –Sara mostró cordura–.
        –Si no queda otro remedio. Habrá que continuar –añadí resignado.
        –Como te decía antes de que perdieras la razón –ella me sonrió–, está sala contiene barroco italiano. Puedes ver algún bodegón…
        –Eso es el Vaticano.
        “Exterior de San Pedro” de Viviano Codazzi, una magnífica vista realizada por un gran pintor de arquitecturas.
        –Pues anda que el de arriba, menuda pinta le acude. ¡Vaya zaborro! –comenté aludiendo al personaje principal del cuadro que estaba situado encima, y que me había llamado la atención por su morbosa obesidad.
        “El sileno ebrio” de Cesare Fracanzano. Hay cuadros realistas muy influenciados por Caravaggio como este, o ese de ahí, el que está al lado del “David vencedor de Goliat”. Aún hoy, hay quien pone en duda que sea de Giovanni Serodine, atribuyéndoselo al propio Caravaggio; se trata de “Santa Margarita resucita a un joven”.
        –Se da un aire –comenté con simpleza–.
        –A mí sí que me va a dar un aire contigo –añadió paciente mientras nos situábamos frente al lienzo de Caravaggio–. ¿Recuerdas el verdadero nombre del autor?
–Michelangelo Merisi, lo de Caravaggio lo tomó del pueblo en el que nació. Hice mis deberes en Roma –afirmé orgulloso–.
–Muy bien. Supongo que conocerás la historia de David y Goliat. Está narrada en el primer libro de Samuel.
        –Creo que lo básico, sí.
        –Te contaré algo más. David, según la Biblia, era el menor de los ocho hijos de Jesé, y se dedicaba a cuidar el ganado familiar. Era rubio, de hermosos ojos, de buen aspecto y presencia, valiente y tocaba muy bien el arpa. En aquel tiempo…
–Te tomas lo de la Biblia al pie de la letra, has sonado a lectura de los evangelios.
–Ha sido sin querer –comentó divertida–. Bueno. Los israelitas estaban en guerra con los filisteos, y se iban a enfrentar en el Valle del Terebinto. El gigante Goliat, al que los textos sagrados atribuyen tres metros de altura, iba armado con una enorme lanza y protegido por un casco y pesadas placas de bronce que cubrían, a modo de armadura, gran parte de su cuerpo. El filisteo desafió a los israelitas a que uno de sus guerreros combatiera contra él, decidiendo de ese modo el curso de la batalla. Dentro de las tropas hebreas no se presentó voluntario alguno hasta que David dio un paso al frente. Armado con una honda, recogió cinco piedras que depositó en su morral, y su cayado, y se fue acercando al gigante que se mofaba ostensiblemente de él, diciendo que su cadáver lo daría a las aves y bestias. David le replicó que tenía el apoyo del Todopoderoso, y que sería él quién acabaría cortando su cabeza y daría su cuerpo, y el de los filisteos, a las aves y bestias.
–Un combate formidable se avecinaba –añadí expectante–.
–Cuando David estuvo a la distancia adecuada lanzó uno de los guijarros que había recogido, acertando de lleno en la frente a Goliat, provocándole la muerte. Caravaggio representa el momento en el que David está atando los cabellos de Goliat para llevarse su cabeza colgando, algo que la biblia no cuenta en realidad, y que Caravaggio representa con libertad de criterio.
        –Muy expresivo. Se ve perfectamente la marca de la pedrada en la frente.
        –Fíjate que la escena tiene una composición rectangular, y que está constreñida por el marco, adaptada a esa circunstancia. El fondo oscuro, el tratamiento de los acusados contrastes lumínicos, la poca variedad cromática o el intenso realismo, son características típicas del autor. Se despejaron todas las dudas sobre su posible autoría al descubrirse, en una radiografía del cuadro, que el rostro de Goliat que está pintado debajo del que vemos, tiene un gesto hórrido, grotesco, de intenso dramático, al estilo de su obra “La Medusa”. Es posible que lo modificase porque le pareciera demasiado impactante al comitente.
        –Vi “La medusa” en los Uffizi en Florencia –apunté–.
        –Bien. Y La postura tan escorzada de David, está muy lograda.
        –¿Sabes a que me recuerda a mí? –pregunté porque aquella imagen me vino a la mente, quizá con erudición.
        –No.
–Al sayón que clava el clavo en la cruz en el…
        –Sí. Tienes razón, en el “Expolio” del Greco –me interrumpió Sara, me pareció que orgullosa de mí–. Son posturas difíciles de pintar, y de hacer creíbles. Demuestran un gran dominio de la técnica, algo que sólo tiene un gran maestro.
        –Aprovecha al máximo el espacio del cuadro –añadí absorto–.
        –Y, una curiosidad, o a mi sí que me lo parece, la Biblia habla de los filisteos como de lo “incircuncisos”, quizá de forma despectiva; con seguridad, de un aspecto físico que diferenciaba a ambos pueblos. Incluso el rey Saúl le encargó a David en un enfrentamiento de aquella guerra que le trajera cien “prepucios” del enemigo como trofeo, y este le llevó el doble, demostrando su habilidad en el combate y con las tijeras. –Sara hizo de nuevo aquel ademán de cortar con sus dedos cerca del cinturón de mi pantalón, tornando en jocosa su versada y seria explicación.
        –Me das miedo, Sara. Voy a deshacerme de todas las tijeras que vea.
        –Ven, “incircunciso” mío. –Rio con sorna mientras tiraba de una de mis manos para que me acercase más a ella, y con la otra seguía cortando en el aire con fingida cara de sádica.
        –Creo que prefiero que sigas con las explicaciones, pero, procura elegir un cuadro que no tenga relación con el tema de sajar nada. Me parece que el asunto te agrada demasiado, y a mí me empieza a incomodar. Así que, si yo tengo que estarme quietecito, tú también –añadí cogiéndole la mano y evitando que siguiera cortando el aire con aquel gesto que tanto le divertía. Finalmente, nos miramos y reímos de nuevo–.

miércoles, 13 de mayo de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. LA CURACIÓN DE TOBÍAS DE BERNARDO STROZZI.

La curación de Tobías de Bernardo Strozzi. Museo del Prado

           
           Después de aquella conversación que había desembocado en esa graciosa amenaza, o al menos así la interpreté yo, el cuadro de Bernardo Strozzi aguardaba frente a nosotros.
       –Me he tomado a broma lo de las tijeras –comenté jocoso intentando confirmar mis pensamientos para mi tranquilidad–.
        –Pues no lo hagas, no es el primer eunuco que tengo el honor de dejar atrás en mi vida. –Sara me miró riéndose.
        –Esto puede constituir un delito de acoso e intimidación con arma blanca; voy a obviar de momento el de agresión, a pesar de tener en los hombros grabados tus anillos y nudillos. Además, primero me has hablado de una mujer como Isabel de Farnesio, a la que creo que no tosía nadie, con el carácter suficiente para llevar un reino…
        –Un imperio, en decadencia, pero aún un imperio.
        –Sí, sí. Y luego sacas a relucir a Farinelli. Eso del “Farinelli palentino” me ha atemorizado. Tengo los dídimos tremulosos –añadí ocurrente y rimbombante–.
        –Podría ser un buen pseudónimo, incluso podrías registrarlo. Imagínate los titulares: presenta su nueva novela el “Farinelli palentino”. Ándate con ojo y recuerda que puedo ser una malvada “Eduarda Manostijeras”, una maléfica “castrante”. –Sara volvió a hacer aquel gesto con los dedos cerca del cinturón de mi pantalón. Para mi sosiego, torno enseguida aquel ademán de experta en emasculaciones en otro más conciliador; trenzó sus manos detrás de mi cuello. Luego, asegurándose de que no había “moros en la costa”, me besó en los labios furtivamente.
        –Creo que con este fugaz tratamiento me siento mejor, pero quiero que sepas que sigo inquieto –dramaticé mis palabras mientras le ofrecí mis labios de nuevo, sin éxito.
Ella me miró fijamente, y acercó su boca a mi oreja izquierda. Tras dejarme percibir con nitidez su intencionada y sensual respiración, me susurro:
        –Puedes estar tranquilo. Ya me encargaré yo de que no tengas que buscar fuera lo que, con creces, vas a tener en casa –Entonces dejó descansar aquella lánguida mirada suya sobre mis ojos, aquella mirada que me dejaba indefenso, me besó en la mejilla y volvió al modo “guía de museo”–. ¿Vamos con el cuadro?
        –Bueno…la conversación era de mi agrado. Ahora mismo, para mí el arte es secundario.
        –Tú… reserva tus energías para el próximo combate. –Sara volvió a mirarme mimosa e insinuante.
        –¡He conocido al diablo! –exclamé–. Eras un súcubo; la encarnación de Lilith, Lamia, Hécate, Abrahel o Fiura; quizá una Empusa –subí el tono de mi voz–.
        –Querido… se te va la olla por momentos. Pero mira, ya que sabes tanto sobre diablos femeninos, te voy a enseñar una pintura     –Sara sacó su móvil de nuevo, la buscó y me la enseñó–. “Lilith”, de John Collier.
        –Fantástica. Con el pelo más corto y morena, serías una perfecta Lilith. Y no me importaría ser la serpiente que se enrolla en tu cuerpo. –En aquel momento me abalancé sobre ella rodeándola con mis brazos. Sara rio divertida, mientras intentaba zafarse de mí.
        –No eres una serpiente, eres un pulpo –Ella volvió a reír–. Bueno, no crees que es mejor que nos centremos. Esto se nos está yendo de las manos. –Sara intentaba poner un poco de cordura y discreción a nuestra visita; estaba alcanzando mucha temperatura.
        –Yo prefiero abandonarme a la lujuria y al desenfreno. Eres un ser pecaminosamente fruitivo. –En aquel instante la besé en el cuello.
        –Como sigas así, lo que vas a abandonar es el museo. Hay un vigilante mirándote desde esa esquina. –Entonces, la solté avergonzado mirando hacia donde decía; por supuesto, era mentira.
        –¡Mala leche tienes, puñetera! –Ella soltó una carcajada y me cogió del brazo.
        –Ven aquí, mi Apolo –Sara me sonrió con sorna–. Vamos con el cuadro, anda. Y… pintura religiosa, no más desnudos –añadió entre divertida y resignada, mientras me tomaba de la mano–.
        –De acuerdo, pero sólo porque soy tu Apolo –concluí jovial y orgulloso a la vez.
        –Como te decía antes, esta obra representa el pasaje bíblico de la curación de Tobías, Tobit en griego. Es un texto al que siempre he tenido cierto cariño, junto a otros de la biblia, fundamentalmente porque salgo yo. –Sara me guiñó con chispa.
–Ya te estás explicando –mostré mi impaciencia–.
–Para distinguir al padre del hijo, al padre lo llamaré Tobit, y al hijo Tobías. Voy a intentar ceñirme a lo que dicen las sagradas Escrituras, y luego veremos el momento que trató de captar Strozzi.
–No me digas que también has leído la biblia.
–Del tirón, no; gran parte de ella, seguro. Si quieres conocer bien el arte sacro, no hay mejor manera que acudir a las fuentes de donde bebieron los autores.
–¡Eres la bomba! –exclamé. Sara sonrió–.
–Verás. Tobit, y su esposa Ana, tuvieron un único hijo al que pusieron de nombre Tobías. Tobit era una hombre acaudalado, justo, misericordioso, y observante con el modo de vida y religión judía, pero al que perseguía el infortunio. La familia fue capturada por los Asirios y llevada a Nínive. Allí, Tobit fue capaz de prosperar como hombre de negocios en la corte de Salmanasar. Pero, al morir el rey, cayó en desgracia durante el reinado de su hijo Senaquerib; fueron confiscados sus bienes, perdió la posibilidad de recuperar un depósito de plata que había prestado a otro comerciante, Gabael, en Ragués, en tierras de Media y, además, tuvo que huir de su hogar. A la muerte de Senaquerib, subió al trono Asaradón, la situación mejoró para ellos, y la familia pudo reunirse, aunque más empobrecida. Aunque, la felicidad duró poco porque, una noche, Tobit se echó a dormir junto a la pared del patio, con la cara al aire por el calor que hacía y, estando aún con los ojos abiertos, unas golondrinas le defecaron en los ojos provocándole unas manchas blancas que le dejaron ciego; ningún tratamiento surtió efecto.
–¡Vaya puntería! –añadía asombrado–.
–Llegado este momento, Tobit decidió enviar a su hijo Tobías a Media con el fin de recuperar el dinero que había prestado a Gabael, y que tanta falta les hacía. Para ello, Tobías debía buscar un acompañante israelita conocedor del camino, dado que su padre no quería que fuera solo; y encontró al joven Azarías. Ambos iniciaron un largo viaje; para que te hagas una idea, sería de cerca de 1000 km, desde Nínive a Ragués, de la actual Mosul en Irak, hasta Rayy en Irán.
–Un buen paseo –ironice–. Ya podía haber mucha pasta de por medio.
–Eso afirma la Biblia. El caso es que, al llegar a orillas del río Tigris acamparon para descansar y asearse. Fue allí donde Tobías, mientras se lavaba, fue atacado por un pez que intento morderle en una pierna. Azarías le asistió, y le recomendó que lo atrapara para guardar su hígado, corazón y hiel; el esforzado Tobías así lo hizo.
–¿Para qué? –inquirí curioso–.
–Enseguida lo sabrás. Al llegar a Media y, por intercesión de Azarías, hicieron un alto en el camino, alojándose en Ecbatana, la actual Hamadán iraní, en casa de Ragüel y Edna, parientes de Tobit. Y allí Tobías conoció a Sara; aunque su corazón ya andaba algo agitado porque Azarías la había hablado de aquella muje,r y de la posibilidad que tenía de pedirla en matrimonio al ser el pariente con más opciones según la Ley de Moisés; cumpliría así los deseos de su padre de casarse con una mujer de su estirpe. El joven aceptó con reticencias, dado que conocía el cruel sino de la muchacha.
–¡Aquí estás! –exclamé–. Sara y su desgraciado destino. Oye, ¡Vaya amigo! Mandar al matadero a su compañero de fatigas.
–Sara era una mujer sensata, bella y fuerte, y no había conseguido consumar ninguno de los siete matrimonios que se le habían concertado. La noche de bodas, el demonio Asmodeo asesinaba a sus esposos. Su padre, aceptó entregar a su hija a Tobías, aunque temiendo lo peor para el muchacho.
–Eso da un poco de miedo.
–Azarías le aconsejó a Tobías que, cuando llegara a la habitación la noche de bodas echara al brasero el corazón y el hígado del pez, para ahuyentar al demonio. Tobías así lo hizo, y logró sobrevivir; el diablo huyó, y Sara quedó liberada de la fatalidad que la rodeaba. En agradecimiento por haber salvado a su hija, Ragüel entregó a Tobías la mitad de sus riquezas, y se comprometió a darle el resto a su muerte. En aquel momento de euforia y felicidad familiar, Tobías no quiso separarse de su esposa, y envió a Azarías como su representante a Ragués con el fin de recuperar aquella deuda, y de invitar a Gabael a los festejos de su boda; este aceptó. Las celebraciones duraron más de la cuenta, lo que provocó la impaciencia de Ana y Tobit en Nínive; sin noticias de los viajeros, ella temía que su único hijo hubiera muerto. Finalmente, Tobías, consciente de su misión, decidió partir acompañado de su esposa y Azarías, prometiendo a los padres de Sara que volverían para que estos conocieran a sus nietos antes de morir.
–Buen negocio el que hizo Tobías, se queda con la chica y con el dinero del padre –comenté con salero–.
 –Una vez que regresaron a Nínive, Azarías le pidió a Tobías que abriera los ojos de su padre y los regara con la hiel del pez. Este así lo hizo, y Tobit, ante el intenso escozor, se frotó los ojos. Entonces, las manchas desaparecieron y recuperó la vista. Tobías pretendió recompensar los grandes servicios prestados por su compadre Azarías legándole la mitad de su fortuna, pero este le confesó que no podía aceptar, porque, en realidad, era el Arcángel Rafael, y que su misión había sido liberar a Sara y curar a su padre, dando respuesta a las plegarias de ambos. A partir de aquel momento la familia vivió feliz en Nínive hasta la muerte de los padres de Tobías. Fue entonces cuando este decidió cumplir su promesa, y regresar a Media para que los padres de Sara conocieran a sus nietos.
–Veamos…. extrapolando, Tobías bien puedo ser yo, y tú mi Sara. Y me he llevado el premio gordo al vencer a tu Asmodeo particular llenando de luz tu vida, apartándote de la tristeza y melancolía que te embargaba; insoportable y pesarosa losa con la que vagabas por este mundo.
–Me parece que estás exagerando un poco, pero bueno –añadió resignada tras mi pomposa verborrea, deseosa de continuar–. Y lo que vemos en el cuadro es el momento de la curación. El pez aparece a la derecha destripado. En el centro de la composición Tobías deposita la hiel en los ojos de su padre, mientras el Arcángel de mejillas sonrosadas, muy de Strozzi…
–Sí. La Verónica también las tenía así.
–Cierto. El Arcángel parece aconsejarle que lo haga, que confíe y no tema, poniéndole la mano sobre el hombro. Ana aparece a la izquierda de la obra retratada como una anciana, con intenso realismo en el tratamiento de la piel. Se repiten las virtudes de la pintura de Strozzi con esos contrastes de luces y sombras, esa monumentalidad en las figuras y sus vestimentas, la expresividad de rostros y manos, y el fuerte cromatismo con predominio de esos rojizos que parecen envolver la composición en una media luna que parte de los matices de la cola cuerpo y vientre abierto del pez, pasa por la ropa de Tobías y el pelo del Arcángel y concluye en Ana, en su lazo y vestimenta. ¡Ah! Y el perro, que no se me olvide. Los textos bíblicos mencionan que Tobías y Azarías viajaban con un perro. Aquí lo tienes asistiendo curioso a la escena, representado con gran veracidad en la textura de su pelaje.
–La verdad es que veo todo lo que me dices.
–Fíjate en la delicadeza de las manos y en la finura en el tratamiento de los cabellos. Strozzi sitúa la escena en un interior colocándonos ese fondo no tan tenebroso como los de Caravaggio, y dándole profundad con lo que parecen cortinajes oscuros a la izquierda.
–Gran pintura y excelente explicación. Me siento un Tobías salvador… –afirmé dando énfasis a mis palabras–. Nada que ver a como me sentía antes con lo de Farinellí –concluí tomándola de la cintura–.
–Una historia que acabó bien –comentó Sara; a mí me pareció que con nostalgia–.
–¿No te gustan las historias con final feliz?
–Sí, claro –volvió a contestar lacónica–.
–Caray, Sara, no me ha gustado tu tono de voz, es como si pensaras que lo nuestro… –agaché la cabeza algo decepcionado y contristado–.
–No, tranquilo. Es que no creo que pudiera aguantarte los más de 120 años que vivió Tobías, me daría antes un soponcio. –Sara soltó una ahogada carcajada, había gente en la sala.
–Eres la viva imagen de la perfidia. En mi pueblo a esto se le llama jangada, mala pécora.
–Ven aquí tontaina. Si no bobearas tanto… –Sara se abrazó a mí, dejando descansar su cabeza unos instantes sobre mi pecho. Entonces volví a sentirme un Apolo, un Tobías, incluso pensé en la serpiente del cuadro de John Collier que surcaba con sensualidad el voluptuoso y tentador cuerpo de Lilith–.
–¡Esas zarpas! –exclamó ella entonces, mirándome con reproche, sacándome de mis ensoñaciones, y evitando que mis juguetonas manos se introdujeran, con lujuriosos propósitos, dentro de los bolsillos traseros de sus pantalones vaqueros.

viernes, 8 de mayo de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. ISABEL DE FARNESIO, 2ª PARTE

Espetacular retrato de Isabel de Farnesio, obra de Louis Michelle Van Loo, 1739.
Museo del Prado, en depósito en la embajada de España en Londres.
        Seguíamos ante el cuadro barroco de Bernardo Strozzi, aunque Sara continuaba aportándome detalles muy interesantes sobre la vida y obra de Isabel de Farnesio; tiempo habría para que me hablara de aquella pintura más tarde.
–Como te decía, la nueva reina resultó ser todo lo contrario de lo afirmado por Alberoni, era una mujer de fuerte carácter, y la maniobra política ejecutada en Jadraque había supuesto la eliminación de un obstáculo importante en la corte para ella. Ahora tocaba agradecer al abate su fidelidad con suficiente generosidad y, en poco tiempo, fue nombrado Grande de España, Consejero Real y Obispo de Málaga.
–Creo que se le pagaron con creces sus servicios.
–Es evidente. Así que, de 1714 a 1746, Isabel de Farnesio llevaría directamente las riendas de la política española, salvo los ocho meses que duró el reinado de Luis I, cuando Felipe V abdicó en favor de su hijo; unas viruelas mayores resultaron fatales para el joven monarca. Este periodo también tuvo su miga –aventuró avivando mi interés-.
–Pues adelante. Me gusta el cotilleo.
–Lo sé –dijo escueta con la seguridad de que había despertado mi curiosidad de nuevo–. Y lo que te voy a contar te va a gustar más por su tinte escatológico. Verás. Al Príncipe de Asturias en aquel momento, de quince años de edad, e hijo primogénito del primer matrimonio de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya, se le concertó matrimonio con Luisa Isabel de Orleans, de apenas doce, en 1722. Y desde un principio la niña demostró no estar bien de la cabeza. En la corte la llegaron a llamar la “reina loca”. Isabel de Farnesio se refería a ella con algo más de contundencia; la llamaba la “sarnosa”.
–Esto se pone apasionante… –comenté intrigado–.
–Padecía trastorno de personalidad y bulimia, y hacia cosas impropias de una princesa como pasearse descalza, poco vestida, o directamente desnuda por los jardines, eructar o ventosear en público.
–¡Caray con la niña! ¡Vaya joya! –exclamé divertido­–.
–Iba sucia, se negaba a asearse y a usar ropa interior. Y enseñaba sus partes íntimas con descaro al personal cuando le venía en gana. Incluso llegó a limpiar desnuda algunas estancias delante de los criados usando su propio vestido.
–Está claro. La cría estaba como un cencerro y tenía poco apego a la ropa, por lo que veo.
–Y más cosas, no comía públicamente y lo hacía compulsivamente a escondidas, le daba por subirse a los árboles… y se sabe que, en una ocasión, un criado, al ayudarla a bajar de uno intentando que desistiera en su actitud, recibió a cambio la sorprendente visión de todo su… “asunto”, creo que me comprendes –Sara se hizo entender perfectamente enarcando las cejas e inclinando la cabeza hacia un lado–. No llevaba nada debajo del vestido. Pero, curiosamente, al caer enfermo de viruelas el rey, permaneció a su lado, cuidándolo como la más amante de las esposas hasta su muerte. De hecho, ella también las contrajo, pero las supero. Tras morir Luis I, Isabel de Farnesio que, como puedes suponer, no le tenía mucho afecto, la devolvió a Francia; probablemente pensaba que vivir con un chiflado en la corte era suficiente para ella.
–No se andaba con tonterías la señora; ¡empaquetada en papel de regalo y a su casita! Sí, es posible que con dos no hubiera podido. –Le sonreí.
–No se andaba con zarandajas la Farnesio. Luisa Isabel mantuvo un tiempo una vida disoluta a cuenta de la pensión que recibía de España, e ingresó en un convento por dos años cuando se la retiraron por ello. Murió en París donde vivió el resto de su vida. Por lo tanto, Felipe e Isabel volvieron al poder, esta vez hasta 1746, fecha en que murió el monarca. La reina tuvo en total 7 hijos, y cumplió con creces sus tareas como madre y esposa; no era fácil vivir y reinar junto un enfermo, luchando contras sus “melancolías” y su obsesión por abdicar. Como te dije antes, incluso llegó a tomar la drástica e insólita medida de trasladar la corte a Andalucía de 1729 a 1733 para paliar su enfermedad en un clima más propicio. Pero resultaron ser alivios pasajeros; enseguida el rey recayó, no se aseaba, vivía de noche y dormía de día…etc.
–Estaba como una cabra también. Vaya costumbre tenían de no lavarse. Bueno, al menos en esas tierras la reina pudo conocer la magnitud de la obra de Murillo, comprar sus cuadros y, por lo que me has contado, el de la Verónica de Strozzi también.
–Eso es verdad. Tras la muerte de Felipe V, subió al poder Fernando VI, también hijo del primer matrimonio del monarca. El nuevo rey, ni se fiaba, ni simpatizaba con su madrastra, que siempre había tratado con desdén a los hijos de María Luis Gabriela de Saboya. Así que la desterró a la Granja de San Ildefonso. Allí vivió retirada sin que le faltara de nada, porque de eso se preocupó, antes de morir su marido.
–El bueno del Borbón le adjudicó una buena pensión, imagino.
–Dejó todo atado y viene atado en su testamente en ese sentido, además de expresar su voluntad de ser enterrado en la Colegiata de la Granja, no en el Escorial. Isabel de Farnesio estuvo allí hasta 1759 año en el que, al morir Fernando VI, fue requerida por su hijo, el futuro Carlos III, para que se hiciese cargo de la regencia hasta su regreso a Madrid para ser nombrado rey.
–Claro, era rey de Nápoles –recordé–.
–Y de las dos Sicilias. Tuvo que abdicar en su hijo para hacerse cargo de la corona española. Isabel regresó a la capital con todo su séquito, pero pronto volvió a retirarse; no se llevaba bien con su nuera María Amalia de Sajonia. Y murió en el palacio Real de Aranjuez, un sitio que le gustaba mucho porque su situación, a orillas del Tajo, le recordaba al paisaje de su infancia en Parma. Está enterrada junto a su esposo en la colegiata de la Granja de San Ildefonso.
        –He visitado el templo y las tumbas –afirmé–. Parece que no le gustaba que nadie le hiciera sombra –elucubré después en busca de confirmación–.
        –Bueno…son muchos años de llevar las riendas de un Imperio. Yo creo que es una figura histórica que ha sido maltratada. Sólo se habla de ella desde un punto de vista negativo, su amor al poder, su afán por buscar matrimonios ventajosos a sus hijos. Como te decía, era muy inteligente, recibió una educación exquisita, le gustaba estar informada, mantuvo abundante correspondencia con todo el que le interesaba, especialmente con sus hijos, y fue una de las mayores coleccionistas de su tiempo. Cuando llegó a España, aparte de su ajuar personal, joyas, vestimentas y demás, traía un importante cargamento de libros. Una vez aquí, logró recopilar varias bibliotecas, y acrecentar las colecciones reales significativamente; entre ella y su marido, se hicieron aproximadamente con 1200 obras de pintura. Sí recuerdas lo de las marcas en los cuadros, Isabel de Farnesio tenía más obras y, además, las de mayor calidad y relevancia. Compró más de la mitad de la gran colección de cuadros que poseía el famoso pintor Carlo Maratta a su muerte, 123 obras, y la mayor parte de la fantástica colección de escultura clásica que había atesorado Cristina de Suecia en Roma; ambas forman parte del museo. Y era muy hábil en los negocios; ordenó ocultar quien compraba las colecciones para evitar que subieran de preció, y consiguió algo no muy sencillo, que el Papa permitiera que esas obras artísticas salieran de Roma.
        –Por lo que dices, parece una mujer excepcional.
        –Además fue pintora, era una buena dibujante, riñó con su madre porque quería que Molinareto, retratista oficial de los Farnesio en Parma, viniera a España, y logró traer a la corte a uno de los mejores cantantes de su tiempo, Farinelli, y a algunas compañías de teatro punteras de varios países.
        –Farinelli. Creo que me hablaste de él en Aranjuez, el que cantaba para el rey todas las noches para evitar su “melancolía”, montaba escenografías en el Tajo, batallitas de barcos, obras de teatro…etc.
        –Sí. Vino para unos meses y se quedó 25 años. Tenía una voz excelente, ¿sabes por qué?
        –No. Hoy estoy aprendiendo muchas cosas. –Le sonreí.
        –Era un “castrati”, se cayó de un caballo y tuvieron que castrarlo. Luego le metieron en el conservatorio de música como hacían con muchos niños como él en Nápoles, y resultó tener una voz extraordinaria. Así que, si quieres seguir con tu timbre de voz actual procura no engañarme con otra, o te convierto en el Farinelli palentino. –Sara rio, haciéndome el gesto de la tijera con la mano derecha. Yo tragué saliva simulando dramatismo.
        –Ahora que lo dices me va sonando algo de que a pesar de que estaba prohibido, la necesidad llevó a algunas familias napolitanas a castrar a alguno de sus hijos para ver si les sacaban de pobres convirtiéndoles en cantantes.
        –Así era. Y sobre la fama de ambiciosa de la reina, creo que hizo lo que le tocaba hacer. O mandaba ella, o lo hacían los demás, y, con su carácter, era evidente que sería ella la que llevaría las riendas. No tienes más que ver el cuadro dinástico más famoso que se hizo de aquel tiempo, “La familia de Felipe V”; aparece representada en el medio de la composición y con el brazo izquierdo sobre la corona, mientras que el rey aparece a su derecha algo avejentado y mirando hacia un lado.
        –Creo que sé de qué obra me hablas; es de Van Loo, ¿verdad?
        –Muy bien. Y sobre su desmedido afán por conseguir para sus hijos matrimonios ventajosos, partimos de que una de las causas de que ella fuera elegida reina, fue la posibilidad de recuperar influencia y territorios en Italia; lo habíamos perdido todo tras el Tratado de Utrecht. Así que elaboró un ambicioso plan para el que utilizó una hábil diplomacia, colocando bien a todos sus vástagos. Para el futuro Carlos III consiguió el reino de Nápoles y las dos Sicilias, tras una guerra en la cual se demostró que los napolitanos preferían a los españoles antes que a los austriacos, para Fernando, su amado ducado de Parma, de hecho, con él empezó la dinastía Borbón-Parma, para al Infante D. Luis, su hijo predilecto, los arzobispados de Toledo y de Sevilla, aunque años después renunciara a la vida eclesiástica…
        –Pues eso supondría la mitad de las rentas de la Iglesia en España.
        –O más. A su hija Mariana Victoria la casó con el rey de Portugal y Brasil, a María Antonia Fernanda con el duque de Saboya, a María Teresa Rafaela con el delfín de Francia, aunque murió de sobreparto a los 20 años…
        –La verdad es que no los dejó descalzos.
        –Somos muy dados a no valorar en su justa medida a los grandes protagonistas de nuestro pasado. La historiografía se ha centrado en la parte negativa de su reinado, y no en sus grandes logros; es necesario un estudio más a fondo para recuperar su figura.
        –¡Menuda conferencia me has dado! –afirmé orgulloso. Sara se ruborizó ligeramente–.
        –Así tienes algún conocimiento más sobre aquellos años.
        –Seguro, aunque me quedo con lo que pasaría durante aquellas seis horas en el Palacio del Infantado entre Felipe e Isabel ¿Podrías ampliarme un poco más esa información? ¿Tienes más datos?           –pregunté reiterativo mirándola con picardía. –Sara rio.
        –Espero que lo que pasó allí se quede corto con lo que pase esta noche. En caso contrario, te convertiré en un “castrati” –Sara soltó una carcajada, e hizo otra vez el gesto de la tijera con sus dedos a la altura del cinturón de mi pantalón con disimulo. Yo, volví a tragar saliva teatralizando en exceso–. ¿Seguimos?
        –Sí. Mejor… Me estás empezando a dar miedo, pareces “Eduarda manostijeras”. Haré lo que sea para conservar mi natural y abaritonada de voz –dije cogiéndole la mano y apartándola con fingida decisión de mí cintura. Ambos reímos; nos seguíamos divirtiendo en el museo–.

jueves, 7 de mayo de 2020

POR EL PASEO DEL PRADO CON SARA. ISABEL DE FARNESIO, 1ª PARTE.

RETRATO DE ISABEL DE FARNESIO, OBRA DE JEAN RANC, 1723. MUSEO DEL PRADO


Según me había comentado Sara, el cuadro que veríamos a continuación era “La curación de Tobías” también de Bernardo Strozzi. Ella iba a proseguir con sus explicaciones después de que ambos nos detuviéramos ante la cartela, pero me adelanté aludiendo al reinado de Felipe V con pretendido salero.
        –¿Crees que me convertiré en un Felipe V cualquiera, en manos de su Isabel de Farnesio?
        –Por si acaso no entres en uno de sus famosos “episodios de melancolía”, que era como denominaban a la depresión.
        –Contigo no siento el desánimo, aunque sí que eres algo sargentona, como se dice de la reina.
        –Espero que con eso no te refieras al volumen de Isabel de Farnesio, que lo tenía. Además, las profesoras somos así con los alumnos. –Sara me guiñó insinuante humedeciéndose los labios con la lengua.
        –Vas a conseguir que pierda los estribos –dije atrayéndola hacia mí–.
–Isabel de Farnesio era una mujer de armas tomar. ¿Quieres que te cuente cosas sobre ella? –me preguntó mientras jugueteaba con un botón de mi camisa, mirándome con coquetería–.
        –Claro. Adelante.
        –En 2014 se conmemoró el tercer centenario de su llegada a España, y se organizaron algunos actos, conferencias…etc.
        –Y seguro que asististe.
        –A algunos me pude acercar.  ¿Has estado en Guadalajara?
        –Sí –contesté lacónico.
–Verías lo principal, imagino; el Alcázar, el Palacio del Infantado, el Panteón de la Duquesa de Sevillano, el Convento de San Francisco y la Cripta de los Duques del Infantado, y varios templos como la Concatedral de Santa María, San Ginés, Santiago, San Nicolás…
–Algunos sitios sí me suenan. Y eso, ¿qué relación tiene con lo que estamos hablando?
        –¡Qué malsufrido eres! –exclamó antes de comenzar con su disertación–. Isabel de Farnesio nació en Parma en 1692. Hija de Dorotea Sofía de Neoburgo y de Eduardo II Farnesio, tuvo una relación muy buena con su tío Francisco, que se convirtió en su padrastro a la muerte de su padre, contando ella con un año de edad. Recibió una educación muy esmerada, al parecer iniciada por su propio abuelo; estudió historia, geografía, música, gramática, retórica, relaciones internacionales, y hablaba 7 idiomas. Y a nosotros… nos la colaron, en cierto modo.
        –Explícate que esto empieza a ponerse interesante.
        –Me gusta activar tu gen de “portera”. –Sara rio.
        –Me explico. El Abate Giulio Alberoni fue una persona muy influyente en la corte de Felipe V, merced al amparo de Madame de la Tremoille, que era realmente quien movía los hilos de la monarquía. Esta famosa dama francesa fue enviada a España por el rey Sol, para tener controlados los movimientos de su nieto, el rey, y nombrada Camarera mayor de palacio para tutelar a la joven reina, María luisa Gabriela de Saboya. Madame de la Tremoille dirigía su vida, y por tanto la de su libidinoso marido. El problema llegó cuando la frágil y joven reina murió prematuramente, y hubo que buscarla sustituta. Alberoni era embajador del duque de Parma en Madrid, y comenzó a actuar posicionando a Isabel de Farnesio como la perfecta candidata. El abate la definió como una mujer bella, obviando las evidentes cicatrices de viruela que marcaban su rostro, algo que tampoco reflejarían luego sus retratos…
–Ya funcionaba el Photoshop por lo que veo.
–Mucho. Alberoni decía de ella que era callada, dulce como la miel, maleable, pura mantequilla, en definitiva, una especie de apetitoso queso parmesano enviado para goce y disfrute de su severa y católica majestad; una venus, amante, madre y esposa ideal que se dedicaría a rezar, a engendrar y criar hijos para mayor gloria de la dinastía borbónica, y a bordar en sus ratos de asueto. Además, el ardiloso abate, abogó por el interés de este matrimonio para la corona por su aporte patrimonial; Isabel era la posible heredera de los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla, además del de Toscana, si se extinguía la familia Medici; herencia que le venía por parte de su bisabuela paterna. Recuerda que España había perdido sus posesiones en Italia en favor de Austria tras el tratado de Utrecht. Pero su llegada supuso un terremoto político cuyo preámbulo fue el dilatado viaje que Isabel hizo, deliberadamente por tierra, durante el cual llegó a reunirse con Mariana de Neoburgo viuda de Carlos II, en la localidad de San Juan de Pie de Puerto, en Francia, incluso participó en algunos festejos.
        –No entiendo del todo el asunto.
        –Yo te lo explico –Sara me sonrió con orgullo–. Isabel de Farnesio hizo todo lo contario de lo que le sugirieron desde Madrid, es decir, de lo que quería Madame de la Tremoille. No vino por mar hasta el puerto de Alicante, que hubiera sido más rápido y, además, se reunió con Mariana de Neoburgo a quién la Tremoille indujo a expulsar de España durante la guerra de Sucesión, por su evidente relación con la causa Austracista de la que era partidaria.
        –Eso lo entiendo. ¿Dónde encaja lo de Guadalajara en todo esto? –pregunté con interés–.
        –Ahora vamos con ello. El rey esperaba a Isabel en el Palacio del Infantado de Guadalajara para ratificar los esponsales; se había celebrado una boda por poderes tres meses antes en la Catedral de Parma con toda pompa y boato, a la que siguió un pantagruélico banquete.
–La verdad es que me gustaron Guadalajara y lo que visitamos de su provincia. La fachada y el patio del Palacio del Infantado son fantásticos –aseveré–.
–Sí, preciosos –asintió Sara antes de proseguir–. Parece ser que, con la excusa de que era el embajador del Duque de Parma, el taimado abate Alberoni se adelantó a recibir a Isabel de Farnesio en Pamplona. Allí, ambos elaboraron un plan para deshacerse de Madame de la Tremoille, también llamada Princesa de los Ursinos. Parte importante de aquella celada consistió en alejar de la corte a la influyente francesa, arguyendo la conveniencia de que les recibiera en Jadraque, concretamente en la Casa de las Cadenas, una casa de postas, el día antes de su llegada a Guadalajara, para preparar convenientemente la llegada de la nueva reina, que iría directamente a casarse a la capital manchega. Era la noche del 23 de diciembre de 1714.
–Eso de “los Ursinos” de que viene.
–De que su segundo marido pertenecía a la familia Orsini. En España se lo cambiamos un poco –Sara me sonrió haciendo un gesto de resignación–. Y en Jadraque llegó el enfrentamiento entre la ya anciana aristócrata francesa, segura de su inmenso poder y ascendiente sobre el monarca, y la futura reina que, tras un azaroso viaje en medio de una nevada, no debía de llegar muy conciliadora, o ya escenificaba el papel que, junto a Alberoni, habían ideado que jugaría. Madame de la Tremoille, no sospechando nada, recibió con familiaridad poco protocolaria, sin la obligada reverencia, a la futura reina que llegaba aterida de frío y, digamos… poco compuesta. Y, parece ser que, con insolencia, se atrevió a comentar algo sobre su indumentaria y aspecto general y, especialmente sobre lo ancho de sus caderas, cogiéndola del talle. Isabel, con el carácter que tenía, dicen que le soltó una bofetada, comenzando después una agria discusión sobre el dilatado, innecesario y costoso viaje de la futura reina, y sobre esa incómoda reunión con Mariana de Neoburgo, los festejos…etc. Por su parte, Isabel de Farnesio, reprochó a la Princesa de los Ursinos la descortés confianza con la que la había acogido, y su inoportuno atrevimiento, al haberla tocado, y haber hecho comentarios inapropiados sobre su figura y atuendo. El resultado final, lo más probable es que fuera el planeado por Isabel y Alberoni, pero sorprendente para ambas comitivas, fue que la reina decretó el destierro fulminante de Madame de Tremoille.
–Debió de ser algo digno de ver por lo que cuentas.
–Se ve que saltaron chispas. Ante la sorpresa de la tropa que acompañaba a la Princesa de los Ursinos, y la importancia del personaje sobre el que recaía aquella orden, quién debía llevarla a cabo le solicitó a la futura reina que lo hiciera por escrito. Entonces Isabel ordenó encerrar a la francesa, solicitó papel, pluma y tinta, redactó el mandato, y la envió, sin contemplaciones, esa misma noche, escoltada por una Guardia de Corps de cincuenta hombres, camino de la frontera francesa. Con aquel hábil movimiento político, Isabel de Farnesio se quitó de encima en su primer encuentro a la persona que más había influido sobre su marido durante los últimos años.
–Sí, por lo que veo no se andaba con tonterías.
–No, es evidente. Alberoni debió de asistir a aquello desde un calculado segundo plano frotándose las manos, lleno de satisfacción. Al día siguiente la aligerada comitiva real llegó a Guadalajara y, como había planeado el abate, que sabía que al rey se le controlaba perfectamente desde la “cama” –Sara me sonrió sugerente–, tras los esponsales celebrados en la Capilla del Palacio del Infantado, Isabel se encerró con su marido en los aposentos preparados a tal efecto en el mismo palacio de 6 a 12 de la noche, tiempo suficiente para consumar el matrimonio y, al parecer, mucho más.  Cuando salieron de allí, para asistir a la misa del gallo, el lujurioso monarca había entregado su alma, su reino, y dado el visto bueno a que Madame de la Tremoille no volviera a pisar suelo español, algo que la dama francesa intentó en vano enviando una carta de queja al rey. Isabel se encargó de ayudar al rijoso Borbón a redactar un documento dirigido a Luis XIV justificando su expulsión debido a su impopularidad.
        –Una mujer inteligente como tú, que me has cegado en la cama, me has sorbido el seso no sé con qué maléfico fin. –Sara rio.
        –Es sencillo, tengo un objetivo. Quiero abrir un modesto geriátrico, y tú serás mi primer cliente –apuntó con sorna–.
        –¡Eres una arpía! Pero mira, sí que me apetece encerrarme de 6 a 12 contigo. Es un reto que te planteo, a ver si eres capaz de someter mi voluntad antes de la misa del gallo –añadí jocoso–.
        –Necesitaría mucho menos tiempo… –Sara volvió a humedecerse los labios mientras me provocaba con picardía con la mirada.
        –Sí, lo lograrías, es un hecho –aseguré sonriéndole–.