En estos paseos mañaneros que estoy
compartiendo con vosotros he llegado a la sala 018A del Museo del Prado donde
destaca, en el fondo, un extraordinario óleo sobre lienzo; “El triunfo de San
Hermenegildo” de Francisco de Herrera el Mozo.
Herrera
el Mozo (Sevilla,1627 – Madrid,1685) fue un pintor y arquitecto sevillano, hijo
del también artista Francisco de Herrera el Viejo, que estuvo varios años en
Italia perfeccionando su maestría, y que trabajó, a su regreso, principalmente
en Madrid, aunque también llegó a dirigir las obras de la Basílica del Pilar en
Zaragoza. Si hacemos caso a lo que escribió de él Antonio Palomino (nuestro
gran tratadista de pintura del s. XVII-XVIII), el artista no tenía nada de modesto, “era
altivo y vanidoso, y de ingenio mordaz, satírico, incluso diabólico”.
Respecto
al lienzo que me ocupa, Palomino comentó que el autor “se dejó decir que aquel
cuadro se debía de poner con clarines y timbales”. Lo cierto es que, a la obra,
pintada en 1654, se le atribuye el ser el mejor ejemplo de barroco madrileño, y
cuando se colgó en el altar del Convento de San Hermenegildo de religiosos
Carmelitas Descalzos en Madrid, actual iglesia de San José, en la céntrica
calle de Alcalá, debió de resultar todo un acontecimiento por la admiración que
desató (algo que debió exaltar el ego del autor y que, probablemente, ponga aún
más en valor las palabras del tratadista). Lo cierto es que, con el tiempo, ha
pasado a ser considerada una de las obras maestras de la pintura española del
s. XVII, lo cual no es cuestión baladí.
El
lienzo es un cuadro de altar. Según lo vemos expuesto, es seguro que esté
demasiado bajo, dado que sus enormes dimensiones no permiten muchos alardes,
326 X 228 cm. Creo que aún no os he comentado que la mayor parte de los cuadros
son encargos para colocar en sitios escogidos. Los grandes pintores solían
estudiar el lugar donde iban a ir ubicadas sus obras y, sobre ello, trabajaban.
En este caso Herrera el Mozo debió concebir el cuadro para ser visto desde más
abajo. De todos modos, su ubicación actual nos permite apreciar toda la
monumentalidad, la riqueza compositiva, el magnífico tratado de la luz y de los
claroscuros, y la gran variedad de matices del lienzo.
Primero
acariciaré el fondo histórico de la obra para poder comprenderla mejor. Hermenegildo
era un príncipe y noble visigodo, hijo de Leovigildo y hermano de Recaredo.
Hermenegildo fue educado en el arrianismo, pero se convirtió al catolicismo,
probablemente porque en aquel momento le interesaba para declararse en rebeldía
contra su padre. Tras años de enfrentamiento Hermenegildo fue derrotado y huyó de
Extremadura a Andalucía. Tras ser arrestado en Sevilla, es trasladado a Valencia
de donde consigue escapar de nuevo, para ser apresado finalmente en Tarragona. La
leyenda nos cuenta que su negativa a tomar la comunión arriana le llevó al martirio;
le cortaron la cabeza. Sería su hermano Recaredo quien, con el tiempo, ya
siendo rey, instauraría definitivamente el catolicismo como la religión oficial
del reino Visigodo.
Ahora,
vamos con el cuadro. En cuanto a la composición, la obra está dominado por el movimiento
helicoidal de la figura del santo, que parece girar sobre si misma mientras
asciende, mirando hacia el cielo, con el crucifijo en la mano y ataviado a la
romana. La luz emerge, como gran protagonista, del extremo superior de la
pintura en un rompimiento de gloria que se extiende por el cuadro, y sobre el
que se difuminan decenas de angelitos en diferentes posturas y acabados, y con
diferentes funciones; algunos son músicos que tocan sus instrumentos (a la derecha),
otros llevan los símbolos del martirio, las cadenas, el hacha (debajo de los
anteriores) o la corona de rosas (ángel que intenta imponérsela al santo),
mientras otros cargan con los atributos de la realeza como son el cetro y la
corona (en el claroscuro de la parte superior izquierda).
En
un soberbio contraluz, aparecen representados, a los pies del mártir, su padre
Leovigildo vestido anacrónicamente con una armadura de placas propia del siglo
XVII, con una mano sobre su rostro, y una expresión de sorpresa y quizá
arrepentimiento por haber ordenado la muerte de su hijo, y el obispo arriano asustado
y abrumado, con un cáliz en la mano, símbolo de la comunión que la leyenda dice
que no quiso tomar el santo cuya festividad se celebra el 13 de abril.
Grandioso
y monumental el cuadro de Herrera el Mozo, de esas obras que no te dejan
indiferente. Espero que disfrutéis de su contemplación, aunque sea en casa.
Allí, en el museo, os aseguro que sobrecoge. Un saludo.
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