Sara tenía razón, “La
bacanal de los andrios” era un cuadro soberbio. Y aquel desnudo de la ninfa
era de una belleza arrobadora. Quien sabe si aquella contemplación, de un
erotismo indudable, había sido la causante de que nuestro paso por la sala 42 hubiera
concluido de la mejor de las maneras, con un beso a hurtadillas.
–No te rías. Me
pareció que el San
Jerónimo penitente estaba algo molesto con nuestra actitud. Y no metas
ruido no vayamos a despertar a la muchacha del banco –le comenté a Sara
divertido, mientras ella ya cavilaba sobre nuestro próximo destino.
–Vamos
a la sala de al lado, creo que es la 43. Hay varios cuadros interesantes. No sé
si te lo he dicho, pero me encanta la pintura veneciana. El hecho de que
influyera tanto en los grandes maestros del barroco como Rubens o Velázquez, avalan
su importancia; ni que decir tiene lo que supuso para el Greco.
–De
lo del Greco creo que me hablaste en Toledo. El color.
–Seguramente
lo hice. Hablo mucho –añadió sonriéndome-.
–Mucho
y bien, que es lo interesante.
–Bueno,
también es que a ti te gusta lo que te cuento.
–A
mí me gustas tú. Toda tú. Y esa cabecita loca también. Ya me advirtió Esther de
que eras una mujer… especial.
–No
creo que dijera eso precisamente.
–Textualmente no.
–Le sonreí y le guiñé un ojo.
–Los dos juntos
podéis llegar a ser peligrosos. Pasasteis poco tiempo sin que yo estuviera delante,
pero creo que os dio para mucho.
–Cierto,
para unas cuantas cosas… que no lograrás sonsacarme.
–Ni
siquiera si te ofrezca algo a cambio. –Sara se abrazó a mí en medio de la sala
y me miró fijamente, acariciándome el rostro con el rostro de su mano con mimo.
–¿Qué
es lo que quieres saber? Estoy dispuesto a confesar lo que sea. –Sara rio, me
volvió a besar furtivamente, esta vez en la mejilla, me cogió de la mano y
comenzó a pasear ante los cuadros.
–La
mayor parte de pinturas de la sala son de Tiziano, como por ejemplo ese “Cristo
camino del Calvario” que fue muy del gusto de Felipe II, quien lo llegó a
tener en su oratorio privado en el Escorial, o las dos Dolorosas, la “Dolorosa
con las manos abiertas” y la “Dolorosa
con las manos cerradas”, obras muy queridas por su comitente, Carlos V,
incluso se las llevó a su retiro en Yuste. Dado el origen del encargo te puedes
imaginar que los materiales utilizados fueron de calidad; en la de las manos
cerradas, Tiziano utilizó lapislázuli para elaborar el manto, y para la de las
manos abiertas, por deseo del emperador, pintó sobre mármol. Pero vamos a dejar
un rato tranquilo al maestro veneciano, y nos detendremos ante esta obra de
Paolo Caliari.
–No
tengo el placer de conocer al caballero.
–Seguro
que sí.
–Ya
te digo yo que no.
–Paolo
Veronese.
–Va
a ser que sí, entonces. Me has hecho trampas. –Sara sonrió.
–Tomó
el apellido de su Verona natal.
–Este
cuadro es una delicia, se trata de “Moises
salvado de las aguas”. Verones es, probablemente, el artista que más metros
cuadrados pintó, pero hizo más de una incursión en el pequeño formato, esta fue
una de ellas.
–No
le quedó mal, no –afirmé agradado-.
–El
autor nos representa, a su manera, la escena bíblica en la que la hija del
faraón encuentra el canasto que lleva a Moisés, tras ser abandonado a merced
del Nilo para evitar su muerte; el faraón ejercía un curioso control de natalidad
sobre los esclavos israelitas, los mataba. –Sara se mostró sardónica.
–Muy ortodoxa no
parece.
–Veronés pinta
una escena cortesana campestre más que religiosa; ni las ropas son de la época,
ni el paisaje corresponde a Egipto. Bajo un cielo azul con nubes blancas y un
fondo de arquitecturas venecianas, recorta dos árboles en forma de V. Si te
fijas, verás que las dos figuras que están delante de ellos, en el centro de la
composición, siguen la misma disposición. Y en primer término se desarrolla la
escena en torno a una media luna que parte de la esclava negra de la izquierda,
que lleva el canasto, y concluye en el bufón de la derecha, personaje que era
habitual en cualquier corte europea que se preciara. A la izquierda, dos damas,
ajenas al hecho principal, se bañan en enaguas mientras, en el centro, la dueña
vestida de azul va a hacerse cargo del niño que le presenta otra doncella para
envolverlo en un paño. La hija del faraón es representada con suntuosidad, como
una cortesana de la alta sociedad veneciana, con un vestido de brocado adornado
con perlas. Veronés se revela preciosista en la elaboración de esta figura.
–Virtuosista
–asentí–.
–En
cuanto al color, hay un predominio de tonos verdes, azules, grises, blancos,
pero los ojos te llevan a la figura de la hija del faraón y su magnífico
vestido, y a las tres protagonistas que ha pintado con tonos cálidos que son,
la esclava de la izquierda y el enano en primer plano, y la dama del fondo, que
parece cerrar y dar profundidad a la composición.
–Me
haces apreciar cosas en las que jamás hubiera reparado.
–Ya
te dije que es cuestión de observar, y de entrenarse.
–Que
te crees tú eso. Hay que saber.
–Bueno,
algo sí. –Sara me sonrió.
–Y
la otra pintura que quería enseñarte es esta bellísima “Magdalena
penitente”, también de Veronés. En claro contraste con la anterior, en este
cuadro, Veronés no se muestra tan detallista, y recorta la figura sobre un
fondo oscuro donde apenas se distingue la vegetación, del que surgen un crucifijo, un libro abierto sobre una roca, una
calavera y unas ramas con hojas que simbolizan, respectivamente, la redención, la
sabiduría, lo efímero de la vida, y el retiro y la meditación en soledad. Estos
accesorios no distraen para nada de la contemplación de la santa, pero nos
acercan a parte de su iconografía tradicional. Después del Concilio de Trento
las imágenes votivas de la Magdalena tuvieron que ser elaboradas con más recato
a la fuerza. Veronés no fue ajeno a ello puesto que ya sabía cómo se las
gastaba la Inquisición, que ya le había llevado a juicio por el contenido de otra
obra. Así que nos presenta a la santa con un amplio escote que cubre
parcialmente, como era del gusto, con su larga y espectacular melena rubia,
dejando únicamente un hombro desnudo, porque el pecho se lo tapa pudorosamente.
–Una
pena. Esas carnaciones tienen un extraordinario aspecto. Creo que la
composición ganaría enteros si ella se soltara el pecho, y si se echara el pelo
hacia atrás, como la ninfa de la bacanal –bromeé–.
–¡Viejo
verde!
–¡Cruel
provocadora! Eliges pinturas que incitan a... –Me acerqué para besarla–.
–¡Déjame
acabar, pesado!¡Quita! Ten un respeto a la santa –Sara dejó que lo hiciera, a pesar de
todo se divertía con mis zalamerías, y continuó–. La santa vuelve su bello
rostro hacia la luz divina, y viste una preciosa túnica carmesí que también
hace alusión a la pasión, a la sangre derramada por Cristo. Fíjate cómo, con
pequeñas pinceladas, acentúa la incidencia de la luz en las partes que le
interesa, sobre los labios, en la nariz, en la lágrima construida con un fino
trazo, o en sus bellísimos cabellos. En cuanto a la vestimenta, degrada el
color acorde a la iluminación que recibe, creando las sombras pertinentes en
los pliegues, y arrastrando el pincel con color blanco en aquellas partes donde
incide más la luz celestial.
–Lo
dicho, se me escaparían todos esos detalles. Eso sí, el rostro es precioso.
–Es
muy hermoso y expresivo. Su gesto me parece de emoción, ¿tú que crees?
–Sí,
bueno… parece que llora. Te repito que eres tú la que ves. Yo veo cuando me lo
dices.
–Pues
observa. Se me ocurre que respecto a la posición de los brazos podríamos
interpretar dos cosas. Es una Magdalena penitente, luego cubre su pecho en
señal de arrepentimiento y llora emocionada, sorprendida ante la presencia divina.
–Correcto.
–Pero si nos
atenemos al acto de cruzarlos sobre el pecho es más un gesto de aceptación
emotivo ante la revelación divina, lo mismo que en la iconografía de la
Anunciación, que acepta el encargo de Dios Padre de ser la Madre de Cristo.
–Estás rizando
el rizo.
–Se me ocurre
eso al mirar.
–Entonces
resultaría complicado distinguir la intención del autor, porque a la vez que
cruza los brazos se tapa el pecho. En fin, tú eres la que sabe.
–Yo
de esto sé cuatro cosas. De lo mío algo más.
–Pues
si de esto sabes poco, no te imagino dando una conferencia, o una charla sobre
la Edad Media.
–Te
quedarías dormido.
–No
creo. Es una delicia escuchar a mi ninfa –le sonreí–.
–¿Ninfa
vestida, o desnuda como en el cuadro de Tiziano? –Sara coqueteó haciéndome una mueca–.
–Sin
ninguna duda vestida. Desnuda, mi mente no se centra del todo en tus palabras,
y suele atenerse más a la consumación de los hechos, ya sabes, aquello del goce
de la carne –dramaticé mi discurso enarcando repetidas veces las cejas.
–Pues
como tu ninfa lleva un pantalón vaquero, blusa y chaqueta, lo dejamos ahí y
seguimos, ¿de acuerdo?
–Es
toda una decepción, pero me sacrificaré en aras del conocimiento. No obstante,
quería dejar constancia de un hecho que puede resultar relevante –apunté pomposo
y continué–. La ninfa tiene desabrochado un botón más de lo debido, y su ropa
interior, de albura refulgente, se me da a conocer con libertad, gracias a un insinuante
y apetecible escote. –Entonces retiré mi cabeza hacia atrás teatralizando el
momento.
–¡Serás
cochino! ¿Por qué no me has avisado? ¿Hace cuánto que lo sabes? –Sara, apurada, procedió a abrocharse-.
–Hace
ocho a diez salas. –Ella me soltó un buen puñetazo en el hombro.
–¡Caray! Era mentira,
me acabo de dar cuenta. Seguro que fue después del arrumaco junto al San
Jerónimo penitente de Lorenzo Lotto.
–Y eso como lo
sabes.
–Pues porque fue
la última vez que intenté ver, subrepticiamente, el color de tu ropa interior a
través del escote y, de paso, de lo que hay debajo si hubiese sido posible. Ese
botón me lo impidió –comenté juguetón–.
–¡Eres un sátiro
…! –Sara rio divertida, se había puesto algo colorada–.
–Contumaz.
Sátiro y contumaz. Seguro que volveré a hacerlo –concluí simulando resignación–.
–Vamos. ¡Si es
que no hago vida de ti! –me ordenó finalmente con fingida contundencia y
resignación, mientras meditaba de nuevo dónde detenerse.
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