viernes, 24 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. MOISÉS SALVADO DE LAS AGUAS Y MAGDALENA PENITENTE DE PAOLO VERONÉS.


       Sara tenía razón, “La bacanal de los andrios” era un cuadro soberbio. Y aquel desnudo de la ninfa era de una belleza arrobadora. Quien sabe si aquella contemplación, de un erotismo indudable, había sido la causante de que nuestro paso por la sala 42 hubiera concluido de la mejor de las maneras, con un beso a hurtadillas.
–No te rías. Me pareció que el San Jerónimo penitente estaba algo molesto con nuestra actitud. Y no metas ruido no vayamos a despertar a la muchacha del banco –le comenté a Sara divertido, mientras ella ya cavilaba sobre nuestro próximo destino.
        –Vamos a la sala de al lado, creo que es la 43. Hay varios cuadros interesantes. No sé si te lo he dicho, pero me encanta la pintura veneciana. El hecho de que influyera tanto en los grandes maestros del barroco como Rubens o Velázquez, avalan su importancia; ni que decir tiene lo que supuso para el Greco.
        –De lo del Greco creo que me hablaste en Toledo. El color.
        –Seguramente lo hice. Hablo mucho –añadió sonriéndome-.
        –Mucho y bien, que es lo interesante.
        –Bueno, también es que a ti te gusta lo que te cuento.
        –A mí me gustas tú. Toda tú. Y esa cabecita loca también. Ya me advirtió Esther de que eras una mujer… especial.
        –No creo que dijera eso precisamente.
–Textualmente no. –Le sonreí y le guiñé un ojo.
–Los dos juntos podéis llegar a ser peligrosos. Pasasteis poco tiempo sin que yo estuviera delante, pero creo que os dio para mucho.
        –Cierto, para unas cuantas cosas… que no lograrás sonsacarme.
        –Ni siquiera si te ofrezca algo a cambio. –Sara se abrazó a mí en medio de la sala y me miró fijamente, acariciándome el rostro con el rostro de su mano con mimo.
        –¿Qué es lo que quieres saber? Estoy dispuesto a confesar lo que sea. –Sara rio, me volvió a besar furtivamente, esta vez en la mejilla, me cogió de la mano y comenzó a pasear ante los cuadros.
        –La mayor parte de pinturas de la sala son de Tiziano, como por ejemplo ese “Cristo camino del Calvario” que fue muy del gusto de Felipe II, quien lo llegó a tener en su oratorio privado en el Escorial, o las dos Dolorosas,  la “Dolorosa con las manos abiertas” y la “Dolorosa con las manos cerradas”, obras muy queridas por su comitente, Carlos V, incluso se las llevó a su retiro en Yuste. Dado el origen del encargo te puedes imaginar que los materiales utilizados fueron de calidad; en la de las manos cerradas, Tiziano utilizó lapislázuli para elaborar el manto, y para la de las manos abiertas, por deseo del emperador, pintó sobre mármol. Pero vamos a dejar un rato tranquilo al maestro veneciano, y nos detendremos ante esta obra de Paolo Caliari.
        –No tengo el placer de conocer al caballero.
        –Seguro que sí.
        –Ya te digo yo que no.
        –Paolo Veronese.
        –Va a ser que sí, entonces. Me has hecho trampas. –Sara sonrió.
        –Tomó el apellido de su Verona natal.
        –Este cuadro es una delicia, se trata de “Moises salvado de las aguas”. Verones es, probablemente, el artista que más metros cuadrados pintó, pero hizo más de una incursión en el pequeño formato, esta fue una de ellas.
        –No le quedó mal, no –afirmé agradado-.
        –El autor nos representa, a su manera, la escena bíblica en la que la hija del faraón encuentra el canasto que lleva a Moisés, tras ser abandonado a merced del Nilo para evitar su muerte; el faraón ejercía un curioso control de natalidad sobre los esclavos israelitas, los mataba. –Sara se mostró sardónica.
–Muy ortodoxa no parece.
–Veronés pinta una escena cortesana campestre más que religiosa; ni las ropas son de la época, ni el paisaje corresponde a Egipto. Bajo un cielo azul con nubes blancas y un fondo de arquitecturas venecianas, recorta dos árboles en forma de V. Si te fijas, verás que las dos figuras que están delante de ellos, en el centro de la composición, siguen la misma disposición. Y en primer término se desarrolla la escena en torno a una media luna que parte de la esclava negra de la izquierda, que lleva el canasto, y concluye en el bufón de la derecha, personaje que era habitual en cualquier corte europea que se preciara. A la izquierda, dos damas, ajenas al hecho principal, se bañan en enaguas mientras, en el centro, la dueña vestida de azul va a hacerse cargo del niño que le presenta otra doncella para envolverlo en un paño. La hija del faraón es representada con suntuosidad, como una cortesana de la alta sociedad veneciana, con un vestido de brocado adornado con perlas. Veronés se revela preciosista en la elaboración de esta figura.
        –Virtuosista –asentí–.
        –En cuanto al color, hay un predominio de tonos verdes, azules, grises, blancos, pero los ojos te llevan a la figura de la hija del faraón y su magnífico vestido, y a las tres protagonistas que ha pintado con tonos cálidos que son, la esclava de la izquierda y el enano en primer plano, y la dama del fondo, que parece cerrar y dar profundidad a la composición.
        –Me haces apreciar cosas en las que jamás hubiera reparado.
        –Ya te dije que es cuestión de observar, y de entrenarse.
        –Que te crees tú eso. Hay que saber.
        –Bueno, algo sí. –Sara me sonrió.
        –Y la otra pintura que quería enseñarte es esta bellísima “Magdalena penitente”, también de Veronés. En claro contraste con la anterior, en este cuadro, Veronés no se muestra tan detallista, y recorta la figura sobre un fondo oscuro donde apenas se distingue la vegetación, del que surgen un crucifijo, un libro abierto sobre una roca, una calavera y unas ramas con hojas que simbolizan, respectivamente, la redención, la sabiduría, lo efímero de la vida, y el retiro y la meditación en soledad. Estos accesorios no distraen para nada de la contemplación de la santa, pero nos acercan a parte de su iconografía tradicional. Después del Concilio de Trento las imágenes votivas de la Magdalena tuvieron que ser elaboradas con más recato a la fuerza. Veronés no fue ajeno a ello puesto que ya sabía cómo se las gastaba la Inquisición, que ya le había llevado a juicio por el contenido de otra obra. Así que nos presenta a la santa con un amplio escote que cubre parcialmente, como era del gusto, con su larga y espectacular melena rubia, dejando únicamente un hombro desnudo, porque el pecho se lo tapa pudorosamente.
        –Una pena. Esas carnaciones tienen un extraordinario aspecto. Creo que la composición ganaría enteros si ella se soltara el pecho, y si se echara el pelo hacia atrás, como la ninfa de la bacanal –bromeé–.
        –¡Viejo verde!
        –¡Cruel provocadora! Eliges pinturas que incitan a... –Me acerqué para besarla–.
        –¡Déjame acabar, pesado!¡Quita! Ten un respeto a la santa  –Sara dejó que lo hiciera, a pesar de todo se divertía con mis zalamerías, y continuó–. La santa vuelve su bello rostro hacia la luz divina, y viste una preciosa túnica carmesí que también hace alusión a la pasión, a la sangre derramada por Cristo. Fíjate cómo, con pequeñas pinceladas, acentúa la incidencia de la luz en las partes que le interesa, sobre los labios, en la nariz, en la lágrima construida con un fino trazo, o en sus bellísimos cabellos. En cuanto a la vestimenta, degrada el color acorde a la iluminación que recibe, creando las sombras pertinentes en los pliegues, y arrastrando el pincel con color blanco en aquellas partes donde incide más la luz celestial.
        –Lo dicho, se me escaparían todos esos detalles. Eso sí, el rostro es precioso.
        –Es muy hermoso y expresivo. Su gesto me parece de emoción, ¿tú que crees?
        –Sí, bueno… parece que llora. Te repito que eres tú la que ves. Yo veo cuando me lo dices.
        –Pues observa. Se me ocurre que respecto a la posición de los brazos podríamos interpretar dos cosas. Es una Magdalena penitente, luego cubre su pecho en señal de arrepentimiento y llora emocionada, sorprendida ante la presencia divina.
–Correcto.
–Pero si nos atenemos al acto de cruzarlos sobre el pecho es más un gesto de aceptación emotivo ante la revelación divina, lo mismo que en la iconografía de la Anunciación, que acepta el encargo de Dios Padre de ser la Madre de Cristo.
–Estás rizando el rizo.
–Se me ocurre eso al mirar.
        –Entonces resultaría complicado distinguir la intención del autor, porque a la vez que cruza los brazos se tapa el pecho. En fin, tú eres la que sabe.
        –Yo de esto sé cuatro cosas. De lo mío algo más.
        –Pues si de esto sabes poco, no te imagino dando una conferencia, o una charla sobre la Edad Media.
        –Te quedarías dormido.
        –No creo. Es una delicia escuchar a mi ninfa –le sonreí–.
        –¿Ninfa vestida, o desnuda como en el cuadro de Tiziano? –Sara coqueteó haciéndome una mueca–.
        –Sin ninguna duda vestida. Desnuda, mi mente no se centra del todo en tus palabras, y suele atenerse más a la consumación de los hechos, ya sabes, aquello del goce de la carne –dramaticé mi discurso enarcando repetidas veces las cejas.
        –Pues como tu ninfa lleva un pantalón vaquero, blusa y chaqueta, lo dejamos ahí y seguimos, ¿de acuerdo?
        –Es toda una decepción, pero me sacrificaré en aras del conocimiento. No obstante, quería dejar constancia de un hecho que puede resultar relevante –apunté pomposo y continué–. La ninfa tiene desabrochado un botón más de lo debido, y su ropa interior, de albura refulgente, se me da a conocer con libertad, gracias a un insinuante y apetecible escote. –Entonces retiré mi cabeza hacia atrás teatralizando el momento.
        –¡Serás cochino! ¿Por qué no me has avisado? ¿Hace cuánto que lo sabes? –Sara, apurada, procedió a abrocharse-.
        –Hace ocho a diez salas. –Ella me soltó un buen puñetazo en el hombro.
–¡Caray! Era mentira, me acabo de dar cuenta. Seguro que fue después del arrumaco junto al San Jerónimo penitente de Lorenzo Lotto.
–Y eso como lo sabes.
–Pues porque fue la última vez que intenté ver, subrepticiamente, el color de tu ropa interior a través del escote y, de paso, de lo que hay debajo si hubiese sido posible. Ese botón me lo impidió –comenté juguetón­–.
–¡Eres un sátiro …! –Sara rio divertida, se había puesto algo colorada–.
–Contumaz. Sátiro y contumaz. Seguro que volveré a hacerlo –concluí simulando resignación–.
–Vamos. ¡Si es que no hago vida de ti! –me ordenó finalmente con fingida contundencia y resignación, mientras meditaba de nuevo dónde detenerse.

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