Visitar el museo del Prado con Sara
es algo nuevo, mucho más interesante, desde luego; su compañía me agrada hasta
la enfermedad, y su saber y su manera de explicar las obras de arte con esa
naturalidad, esa pasión, y esa cercanía con la que lo hace, me dejan absolutamente
tolondro. Con una mirada y dos frases me desmonta como a un reloj…
–¿Café?
–Ella me sacó de mis pensamientos.
–Vale.
–Vamos
a la tienda. Hacen una café, de esos de cápsula, aceptable.
Mientras
ella pedía y me invitaba, yo esperaba dando un paseo ojeando libros, viendo
láminas y regalos, observando cómo iban cambiando las cosas en este tipo de
instituciones; la promoción comercial con las imágenes más icónicas de las
colecciones era cada vez mayor.
Sara
llamó mi atención levantando la mano desde dónde estaba el camarero. Había
conseguido una mesita de pie donde poder tomar el café con más tranquilidad.
–Como
te dije, te voy a llevar a mi aire –me dijo al reunirnos.
–Tú
mandas.
–Para
hacer una visita más académica, el día que quieras, coges una audioguía, o te
sumas a una visita guiada.
–Eso
siempre estoy a tiempo de hacerlo. Creo que lo que me planteas es diferente, y
con lo que te gusta mandar… –Le sonreí mientras ella sorbía el café servido en
pequeños vasitos desechables, lo posaba con calculada y esmerada elegancia y
parsimonia, y me sacudía un nuevo puñetazo en el hombro, sin poner, por supuesto,
el mismo cuidado que con el café.
–Acabo
en el hospital, seguro –comenté palpándome la zona afectada. Ella me sonrió–. Y
además debo de estarte agradecido –ironicé
apartándome un poco, por si ella volvía a las andadas.
–No
sé para qué me esfuerzo. Eres un tonto del haba.
–El
otro día me dijeron de donde viene eso del tonto del haba.
–Seguro
que crearon el término para ti.
–Pues
no, resulta que dicen que, en el roscón de Reyes, al que le tocaba el haba pagaba,
por eso lo de tonto del haba. Algo muy navideño.
–Pues
te viene que ni pintado. –Ella me sonrió mientras dejaba el vaso del café tras
darle el último sorbo. Yo no perdía detalle de sus movimientos, debía de tener
una cara de alelado monumental. Ella cruzaba una pierna sobre la otra en el
taburete alto y acababa de pasarse el pelo delicadamente por detrás de la oreja
derecha, echando la cabeza ligeramente hacia atrás, con aquel gesto
involuntario que, simplemente, me volvía loco.
–Vamos
–le apremié de repente.
–Caray.
Ya has descansado.
–No.
Es que hay cosas que haces, que no…
–Ya,
¿quieres que me vuelva a pasar el pelo por detrás de la oreja? –me insinuó con
aquella coquetería que difícilmente soportaba.
–No,
por Dios. Tormentos los justos. Vamos… –concluí tomándole de la mano mientras
ella reía.
–Tú
dirás.
–Déjame
pensar… Vamos para abajo. Te voy a enseñar un retrato –Sara me llevó hasta las
escaleras más cercanas y enseguida nos asomamos a la sala 062b, en el piso
inferior–. Me está gustando esto de llevarte donde me apetece en cada momento
–afirmó.
–La
verdad es que aquí tienes donde elegir.
–Ya,
pero mira… nunca había visitado el museo así.
–Ni
con un tipo tan atractivo, imagino.
–Eso
sí, muchas veces –me sacó la lengua y me guiñó el ojo disfrutando de mi pueril reacción
celosa, al ponerme algo colorado–. Lo que sí es cierto es que no había venido
con alguien tan mayor –ahora ella me agarró de la mano cariñosamente y se
detuvo, parece que con nuestras tonterías habíamos llegado al lugar que ella
quería.
–¡Magnífico!
¡Condesa de Vilches, mis respetos! –exclamé con sinceridad y gracia, mientras
me inclinaba ostentosamente ante el cuadro. Era un lienzo que ya conocía, pero
verlo allí colgado, era algo muy diferente–. Madrazo, ¿verdad? –añadí aludiendo
al autor.
–Voy
a presumir un poco –Sara engoló su voz con salero–. Se trata de Amalia de Llano
y Dotres, la condesa de Vilches, obra de Federico de Madrazo y Kuntz. Es que
Madrazos hubo muchos –aclaró.
–Ya,
toda una saga.
–Exacto.
–Pues
cuéntame algo sobre la pintura, a mí me parece soberbia, aunque eso te parecerá
simple.
–Es
uno de los mejores retratos del museo, para mí, quizá el mejor de la colección
de pintura del s. XIX. Desde luego el mejor de Federico de Madrazo, y estamos
hablando de alguien que hizo más de seiscientos. El autor pertenece al
movimiento romántico del s. XIX y fue discípulo del francés Ingres. La
originalidad, o la diferencia de esta pintura reside el modo en el que captó a
la modelo. España se regía por una etiqueta muy estricta, los retratos eran sobrios,
solemnes, distantes, con escasa comunicación con el espectador. En este, el
pintor se sale del canon, y nos acerca a un retrato… digamos… más informal, más
de estilo francés.
–Explícate.
Parece interesante eso que me cuentas.
–Partimos
de que la condesa era amiga personal del pintor, participaba en tertulias, escribía,
incluso cantaba en algunas de las reuniones que se hacían en casa de Madrazo; hombre
influyente en aquel tiempo, pintor de cámara del Rey y director de este museo. Esa
relación personal…
–No
me digas que había…coyunda.
–No
seas guarro. No había –Sara me miró divertida, aparentando reproche–. Pero había
una amistad y una complicidad, que se percibe en el cuadro. Madrazo pintó a la
condesa sentada en un sillón, y todo en el retrato parece sugerirnos sensualidad,
cercanía con el espectador, la modelo parece insinuarse en todos los aspectos;
su posición curvilínea y sacada del centro de la composición, la desnudez de
sus hombros, acentuada sutilmente por la sombra que la cabeza y brazo proyectan
sobre su amplio escote y sus hombros desnudos, la levedad, yo diría provocadora,
con la que coloca su mano bajo el mentón, la suavidad con la que sostiene ese
abanico de plumas, la perfección arrebatadora y sensual de su piel nacarada….
–La
verdad es que es de una belleza indiscutible, tanto la modelo como el cuadro.
Aunque el peinado…
–Bueno,
era otra época –Sara me sonrió–. Fíjate en lo bien que está pintado el pelo, el
detallismo y la finura de los brillos. Más cosas… –Sara hizo una pausa–.
Observa como trata las diferentes texturas, el raso del vestido, el chal que
cuelga sobre la butaca, el terciopelo del sillón…parece que vamos a tocarlos, y
que van a ser reales.
–Puestos
a tocar, yo tocaría la piel de la condesa que parece de una tersura sinigual.
–Pues…
delante de mí ni lo pienses –Sara rio–. El tratamiento de la piel es de una
idealización absoluta. No creo que encuentres una piel tan perfecta, sin
manchas ni defectos.
–Bueno…Sé
de una que se le acerca bastante –afirmé cogiendo a Sara de la cintura.
–Eres
un viejo verde y zalamero, pero me gustas…
–Lo
sé –añadí divertido–. Cuéntame más cosas sobre el cuadro –le pedí sin aflojar
mi presión sobre su cadera, manteniéndola junto a mí.
–Veamos…
Fíjate en el genial detallismo del conjunto, en la veracidad de las joyas, el
realismo de las telas del sillón, del chal y del vestido de la condesa, en como
la luz pasa a través de las plumas del abanico. Madrazo pintó un rostro
arrebatador y fascinante, con un trazo preciso en las cejas y pestañas, unos
labios pequeños y una nariz delicada, realzados por el control del cromatismo
sobre las carnaciones, que va del blanco nacarado al rosa suave. Y de los ojos…pues…
qué decir de esa mirada intensa, de esos brillos en las pupilas y de esas marcadas
ojeras, que quizá hagan el rostro de la condesa aún más sugerente, aún más…comunicativo.
–A
mí me da la impresión de que, en el fondo, además de la indiscutible picardía y
sensualidad de la mirada, las ojeras le proporcionan una leve tristeza, quizá
cansancio. Probablemente esto le haga más atractivo –concluí pensando en la
irresistible y melancólica mirada de Sara.
–Y,
para terminar, fíjate como todo en la composición es curvo, lo cual parece
dotar al cuadro de cierto movimiento, de cierta interacción entre la condesa y
el espectador; la posición de los hombros de la retratada, su cintura, el brazo
derecho bajo el mentón, la mano girada con el abanico posada con gracia sobre
el vestido, la butaca que parece envolverla… incluso, quizá Madrazo pintara por
eso esas esquinas en redondo enmarcando toda la obra.
–La
verdad es que ves tantas cosas en los cuadros que me fascina escucharte.
–No
exageres. Los cuadros, hay que mirarlos, sólo eso.
–Ya,
pero depende con que ojos los mires. Y los tuyos… –le dije haciéndole un
arrumaco y acariciándole la mejilla, llevándole esta vez yo el pelo tras la
oreja derecha–. Más vale que sigas con la visita, porque tus ojos me van a
matar.
–No
será para tanto –me guiñó con exagerada coquetería.
–Sabré
yo por la tortura que estoy pasando… –teatralicé mis palabras con un gesto de
resignación. Ambos reímos, nos separamos unos centímetros, y continuamos
nuestro paseo, eso sí, cabalmente, de la mano.
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