martes, 28 de noviembre de 2017

UN DÍA EN COLMENAR DE OREJA

Plaza Mayor de Colmenar de Oreja, Pósito, Ayuntamiento e Iglesia de Santa María la Mayor

     Cómo ya escribí una vez, para mí, viajar por las Españas, es una forma de combatir nostalgias, de luchar contra la anodina monotonía, de aligerarme de la pesada cotidianidad, o de “aliviar la pesadumbre de vivir” (esta frase sublime y emotiva se la tomo prestada con mi máxima admiración y respeto a D. Miguel Delibes, se refería con ella a la sensación que le provocaba la sola presencia de su mujer, en su novela “Señora de rojo sobre fondo gris”)
        Y hemos vuelto a viajar. Esta vez no ha salido todo como quisiéramos porque sufrimos lo que yo llamo un “gastro-pack”, nada relacionado con la ingesta de comida, más bien sobre su evacuación por cuantos orificios corporales encuentra salida, digerida o no, pero dejemos la escatología para recogernos y disfrutar en lo posible en torno a lo vivido “externamente”.
        El viaje nos llevó a tierras madrileños, concretamente al sur-este de esa comunidad.
        Comenzamos por un interesante pueblo, desconocido para nosotros, pero con un encanto especial y tesoros nada despreciables, Colmenar de Oreja. Este pueblo es famoso, entre otras cosas, por haber proporcionado con sus canteras la piedra blanca necesaria para la construcción de edificios tan emblemáticos como el Palacio Real de Madrid o el de Aranjuez.
        Nosotros empezamos nuestro periplo madrugando como siempre. A las 5.00 estábamos en pie con el objetivo de llegar sobre las 10.30, tras desayunar en Honrubia ya de camino como es menester, a la hora de la apertura de la oficina de turismo y de la gran joya, no muy conocida, que es el Museo Municipal de arte Ulpiano Checa. Allí se puede admirar una interesante exposición privada y permanente de la obra de este autor local que vivió de 1860-1916. Sorprendente su pintura donde abunda la narración, el movimiento y el buen manejo de las aglomeraciones de personas y animales. Resaltar que su obra influyó en películas como Ben-hur, ¿Quo vadis?, o los últimos días de Pompeya. Artista polifacético puesto que también fue escultor y cartelista. Desde luego un auténtico maestro pintando equinos, una verdadera sorpresa y un placer haber visitado el museo.
        Luego enlazamos con la visita guiada a la localidad. Tuvimos la suerte de unirnos a un grupo y disfrutamos mucho. Fuimos a su hermosa Plaza Mayor, una plaza típica castellana porticada, dónde destacan el edificio del Pósito, el del Ayuntamiento y, en un costado, la silueta pétrea imponente y blanquecina de la Iglesia-fortaleza de Santa María la Mayor. Lo más curioso de la Plaza es que está asentada sobre un sistema de arcos y puentes, que conforman un túnel con bóveda de cañón bajo el cual circula el arroyo que surcaba lo que antes era el barranco que separaba el pueblo en dos, la villa y los arrabales; algo realmente monumental por la magnitud de la obra. Y pudimos pasear por el túnel bajo la plaza desembocando en el otro extremo en el Arco del Puente del Zacatín que da paso a los jardines y la huerta del mismo nombre, regados aún por las aguas del arroyo.
        Nuestro periplo por la villa continuó en la Iglesia. El exterior, como he dicho, tiene aspecto de Iglesia-fortaleza. Su interior es de estructura gótica y de planta de cruz latina con muchos añadidos, como suele ser habitual en los templos españoles. Presenta influencias herrerianas en sus inacabadas portadas y en su monumental torre. Destacar, en cuanto a su decoración, los dos murales situados a ambos lados del altar mayor en el presbiterio, obra del pintor local Ulpiano Checa, la Anunciación y la Presentación. Precioso es el momento en el que, al mediodía, el sol incide sobre la figura del Arcángel San Gabriel en el mural de la Anunciación dándole una apariencia etérea y celestial, un efecto muy estudiado y conseguido por el autor.
        Finalizamos nuestro paseo guiado por la villa visitando el Teatro Municipal Diéguez con capacidad para 555 personas, coqueta construcción lúdica edificada en lo que fue en el S. XVI parte del Hospital de la Caridad. Y al lado, degustamos tres vinos en una de las bodegas locales, Bodegas Pedro García. Hicimos acopio de algunas botellas de blanco, fue el que más nos sorprendió.
        Tras comer en uno de los restaurantes del pueblo seguimos nuestro paseo particular, ya sin guía, y nos acercamos a la Ermita del Santísimo Cristo del Humilladero que es el patrón de la ciudad, edificio de gran porte que consta de dos capillas adosadas, una del S. XVI y otra posterior, barroca del XVII. Y finalizamos nuestra visita a la localidad viendo los exteriores del Convento de la Encarnación (estaba cerrado), tras regresar de la Ermita caminando y disfrutando de las hermosas vistas del pueblo con la silueta majestuosa de la Iglesia de Santa María la Mayor al fondo, del rumor del agua vertiéndose en el lavadero de los jardines del Zacatín y del frescor del túnel bajo la plaza.
Y nos pusimos en camino hacia la cercana Villa de Chinchón, nos esperaba nuestro merecido descanso en el antiguo Convento de los Agustinos, actual flamante Parador Nacional de Chinchón, pero esa…ya es otra historia.
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domingo, 12 de noviembre de 2017

UN RECUERDO DE LA MONTAÑA PALENTINA


     Dejo señalado en verde el Poblado de Iberdrola donde me crié. El punto rojo es la casa donde nací.

Aquella ventana ejercía sobre mí una atracción especial, era mi atalaya. Allí, solía pasar las horas muertas observando lo que yo consideraba “mi paisaje”; un paisaje que se abría a través de ella presidido al fondo por la inmensa mole pétrea de “mi montaña”, colosal, de formas redondeadas, en cuya cúspide se erigían algunas herrumbrosas antenas; surcada por aquellas estilizadas y brillantes torres de alta tensión, arañas de cableado eléctrico bajo las cuales se extendían grandes cortafuegos, heridas tristemente necesarias, cicatrices dolorosas en la tupida vegetación.
Multitud de cuevas perforaban la estructura caliza de “mi montaña”, creando un sinfín de trampas traicioneras que los niños debíamos evitar. Su vientre era roído por las explosiones que puntualmente, a mediodía, iban formando un enorme boquete, la cantera. El color rojizo de la arcilla saltaba aquí y allá sobre el grisáceo de la rocalla conformando un fondo de tonos apagados que contrastaba con el verdor luminoso de la pradera, los arbustos, los helechos y las hojas del robledal; con el ocre leñoso de los troncos de aquellos árboles, cuyo rey, era el anciano roble que, majestuoso y solitario, lleno de heridas y muñones de edad provecta, permanecía intemporal y desafiante en el medio del prado, en un claro del bosque, al pie de “mi montaña”.
Y este paisaje general que me proporcionaba mi ventana, recuerdo nítido, presente e imperecedero, lacerante y abismante, quizá porque fue grabado en mi memoria con el cincel de la tristeza y la melancolía, al amparo de una profunda y pueril soledad, evoca en mi interior un momento muy especial… aquel seis de junio.
Como tantas veces, de rodillas sobre el sofá que daba la espalda al radiador, refugio y lugar acogedor, en pantalones cortos, volvía a hincar mis descarnadas rodillas sobre las colchonetas para asomarme… ¡Nevaba!
Estupefacto, abrí la ventana y dejé que el frío azotara mi rostro. Amusgué los ojos unos instantes para poder enfocar mejor ante las ráfagas de viento y nieve que se colaban juguetonas en el cuarto. Sorprendido, observé como, poco a poco, la montaña se iba difuminando en el horizonte entre la niebla, la ventisca y unos copos de nieve como trapos.
Cierro los ojos ahora. Aún puedo oír aquel mágico y bendito silencio traspasado por el ladrido de algún perro, el crocitar de algún cuervo, el murmullo perenne y monótono de la central térmica a mis espaldas y el rumor del pequeño arroyo que, casi sin vida, se empeñaba en serpentear entre la montaña, el bosque y la pradera para morir en las cunetas del poblado, frente a mi casa.
Nostálgico, vuelvo a abrir los ojos para romper esa alcancía de recuerdos que todos llevamos, más o menos impresa en nuestro corazón, capaz de contristarle a uno el alma con su remembranza. Mi tierra está en la montaña palentina, tierra húmeda, fría, hosca y áspera, tempestuosa y desapacible a veces, pero bella, de una belleza dolorosa en la distancia. Tierra de verdes praderas, de pinares y robledales, de monte bajo, de cumbres y riscos, de ríos y arroyos, donde el cierzo campa a sus anchas azaroso y cruel, capaz de aborrascar el día a conciencia en un santiamén; donde la lluvia o la nieve te puede sorprender cualquier día, incluso un seis de junio…un seis de junio.


Mi recuerdo y mi respeto a esa, mi tierra palentina, cercana y lejana a la vez, que llora flébil, inconsolable, desesperanzada y abandonada ante un lóbrego futuro, porque lo que hay en sus entrañas, antaño oro, hace tiempo que dicen… es ponzoña.

RECUERDO DE LA MONTAÑA PALENTINA - (c) - Luís Miguel Morán Bregel