En aquel momento, Sara ya tenía
claro cuál sería nuestra próxima parada. Permanecimos algunos instantes más
apreciando la maravillosa obra de Muñoz Degrain que acababa de explicarme, “Paisaje
del Pardo al disiparse la niebla” y comenzamos a andar, pasando de largo por la
siguiente sala, y adentrándonos en una más grande, concretamente la sala 061A.
–Hay
cambio de planes. ¿Te apetece que veamos a fondo la pintura de historia del s.
XIX?
–Por
mí perfecto. Me gusta ese estilo, la historia, y no te digo nada la que me lo
cuenta. –Sara me sonrió.
–Pues
vamos con este primer lienzo si te parece, para mí uno de los mejores, sin duda,
de la pintura de historia. Como ya te dije, este género tuvo mucho predicamento
en el s. XIX por las Exposiciones Nacionales que premiaban y becaban a los autores
galardonados. También te comenté antes que había un cuadro de Antonio Muñoz
Degrain…
–El
autor del paisaje.
–Sí.
Te dije que había un lienzo suyo que me emocionaba.
–Lo
recuerdo.
–Pues,
es este. Vamos a alejarnos un poco de la obra y verás lo bella que
es. Se trata de “Los amantes de Teruel”
Mientras
nos íbamos echando hacia atrás, no nos fijamos y estuve a punto de llevarme por
delante a la funcionaria que se había divertido con nuestras cosas en la sala
anterior.
–Perdón,
no la había visto –me disculpé.
–No
se preocupe –Ella pareció no dar importancia al incidente–. Para serles
sinceros, y sin ánimo de meterme donde no me llaman, les estaba esperando.
Sabía que ella –miró a Sara y la guiñó–, le iba a traer ante esta
extraordinaria obra. Disfrute de sus descripciones; tengo la impresión de que
su Cicerone sabe de lo que habla por lo poco que la he escuchado. –Entonces nos
saludó con cortesía, y volvió discretamente hacia la salas anterior.
–Tienen
un trabajo muy pesado. La gente no es tan educada como debiera, pero cuando te
diriges a ellos para cualquier cosa, siempre se muestran dispuestos.
Normalmente, hasta te explican, someramente y sin descuidar su trabajo, alguna
cosa sobre los cuadros, si se lo pides. Algunos están muy formados, incluso a
nivel de licenciatura universitaria en arte o historia –añadió Sara.
–La
hemos caído bien.
–Bueno,
a ti no te conoce lo suficiente, si no, te hubiera echado directamente, y por
la Puerta de Murillo que es la más cercana. –Sara rio.
–Mira
que te gusta chincharme.
–Ven
aquí, tormento. –Sara me tomó por unos instantes de la cintura con cariño.
–Imagino
que conoces la historia de los amantes de Teruel.
–Tonta
ella, tonto él… es el chascarrillo fácil –me disculpé–. Algún detalle.
Refréscame la memoria.
Sara
se separó de mí, me tomó de la mano, y me llevó a la distancia que ella quería,
centrados ante el cuadro. Por suerte, la sala no estaba muy concurrida, y
pudimos contemplarlo sin apenas interrupciones.
–Pues
la historia de los amantes de Teruel se sitúa en el s. XIII.
–En
Teruel –le interrumpí intentando ser gracioso.
–Pues
claro tontaina –Sara me miró e hizo un gesto de conformismo–. Voy a resumir. Resulta
que a la noble Isabel de Segura no la dejaba su padre casarse con su amado
Diego Juan Martínez de Marsilla, porque era un caballero empobrecido. Entonces
ella jura esperarle 5 años, mientras él parte en busca de fortuna. Cuando él
regresa, adinerado después de muchos infortunios, se encuentra que ha pasado
ese tiempo, y que ese mismo día Isabel se ha casado con D. Rodrigo de Azara,
boda que había concertado su padre. Don Diego se presenta ante la recién casada
esa misma noche rogándole…
–¡Bésame
que me muero! –exclamé intentando dar a mis palabras entonación y teatralidad.
–Exacto.
–Bueno,
ya de paso podrías besarme…
–Pero
que bufoncillo estás hecho –Sara me besó en la mejilla y prosiguió–, y como
ella estaba ya casada, se negó por dos veces ante el mismo requerimiento. D.
Diego cayó muerto allí mismo y, en su funeral, ella, arrepentida de no haberlo
besado, acabó haciéndolo, muriendo sobre el cuerpo de su amado al instante.
–Una
tragedia –añadí–. Sólo comentarte que, en nuestro caso, por mí no va a quedar.
Tú pídeme que te bese, que no va a haber problema alguno en que lo haga. –Miré
a Sara tomándola, esta vez yo por la cintura, ofreciéndole mis labios
exageradamente.
–¡Quita,
cencerro! ¿Cuándo te vas a tomar algo en serio? –dijo empujándome un poco,
intentando desasirse.
–Creo
que esto es mucho más serio de lo que crees… Mira que si la palmo por no
besarte. Habrá que tomar medidas al respecto.
–Anda,
no seas pesado –Sara me sonrió, consiguió que la soltara, y me cogió de la
mano–. Ahora vamos con el cuadro en sí.
–¿Sin
beso?
–Ya
veremos… ¡Qué plúmbeo eres! –Sara rio e, iba a comenzar la explicación tras
hacer un gesto paciente elevando su mirada al techo, cuando la interrumpí–.
–Me
gusta esa palabra…plúmbeo. Muy poética.
–Huy
madre, la retiro, no sea que llames al escritor pedante que llevas dentro.
–Ambos reímos y, esta vez sí, Sara empezó su docta interpretación del cuadro.
–Siempre
me ha conmovido este lienzo, tanto por la temática como por la forma en que
está pintado. Yo creo que no hay tema más romántico y trágico que la muerte por
amor. El drama se desarrolla dentro de la iglesia de San Pedro, en Teruel. A mí
me parece que Antonio Muñoz Degrain pinta dos cuadros en uno. Me explico. Para
mí hay dos planos diferenciados, tanto por la pincelada y la textura de la
pintura, como por la luz. La escena principal, mucho más iluminada y colocada
de forma oblicua quizá para aumentar ese dramatismo, centrando la primera vista
del espectador sobre ella. Observa el detallismo de la alfombra, de las ropas
de Isabel de Segura, especialmente ese maravilloso velo y sus transparencias,
el de los objetos que rodean el féretro; el magnífico incensario esférico unido
al túmulo de bronce dorado con una cadena, el candelero con el velón que ha
caído al suelo por el ímpetu con el que Isabel entró en la iglesia en busca de
su amado. El cuerpo de D. Diego, ataviado como un caballero, aparece depositado
en un ataúd sencillo, depositado sobre un rico catafalco decorado con leones,
máscaras y águilas y rodeado de rosas y coronas de laurel, en cuya base se puede
leer “VIVA EL NOME E MORA EL OME”. Sobre el pecho de D. Diego yace el cuerpo de
su amada que ha muerto al besarle en los labios, escena que contemplan
sorprendidas y compungidas, en primer plano, varias dueñas situadas tras una
gran cruz dorada de pie. La otra parte del cuadro está dominada por la penumbra.
El oficiante del sepelio y los asistentes observan apesadumbrados el drama
desde la distancia, desdibujados sobre un decorado apenas sugerido, con
pinceladas mucho más imprecisas y sueltas a base de manchas de color, bajo la
luz escasa que entra por el ventanal del fondo, tamizada por el cortinón, y la
de la lámpara de aceite que cuelga del techo.
–Grande
es –añadí mientras Sara se acercaba a la cartela.
–Concretamente
330 x516 cm. Y fue premiado con la primera medalla de la Exposición Nacional de
1884.
–Es
una pintura impresionante.
–Es
un lienzo que refleja perfectamente la trágica historia de Isabel y Diego. La
escena central es magistral, muy dramática e iluminada, en contraste con el
ambiente sórdido, silencioso y expectante del resto de figuras que asisten,
quizá sin saber cómo reaccionar, ante infortunio de la pareja.
–Pues
sí. Tienes razón. Y ahora que hemos admirado el cuadro, dado que mi estado de
salud está empeorando por momentos y, para evitar un fatal desenlace, deberías…
Ya sabes…
–Pero
que conste que es sólo para que no te mueras, aquí y ahora, sería un poco
escandaloso. –Sara rio, y me besó en los labios furtivamente.
–Ya
me encuentro mucho mejor –comenté jocoso, mientras ella ya buscaba en la misma
sala otro cuadro que enseñarme.
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