sábado, 29 de febrero de 2020

MOONFLEET DE JOHN MEADE FALKNER



     “Moonfleet”, de John Meade Falkner es un clásico de la novela de aventuras. Ya os comenté el otro día que era mi intención salirme de vez en cuando de mi género preferido, la novela histórica, para explorar otras opciones, y estoy disfrutando.
        Esta misma mañana acabé este precioso libro. Creo que ningún adolescente debería dejar de leer novelas como ésta, o como “El prisionero de Zenda”, de Anthony Hope porque, como bien dice Arturo Pérez-Reverte, Moonfleet no es sólo una novela de aventuras, es una lección de vida.
        La narración gira en torno a la relación que se desarrolla entre John Trenchard, un adolescente que vive con su tía en el pueblo costero de Moonfleet, y Elzevir Block, propietario, en un principio, de la taberna “¿Por qué no?”, que vive solo tras la muerte de su hijo.
Se trata de una historia de contrabandistas pero, sobre todo, es un alegato sobre la amistad, la lealtad y el cariño porque, a lo largo de la narración, la relación de nuestros protagonistas irá creciendo hasta transformarse en la de un padre y su hijo.
        El relato nos cuenta como, en una acción de contrabando, el magistrado Maskew disparó al hijo de Elzevir ocasionándole la muerte. Maskew como representante de la autoridad en la zona es una de las personas más odiadas por los lugareños que, directa o indirectamente, se benefician de esas actividades ilegales.
        Por otro lado, John Trenchard, en su rebelde adolescencia, descubrirá una de las guaridas donde los contrabandistas ocultan sus alijos, lo que finalmente provocará que se convierta en uno de ellos y, además, hallará una pista sobre uno de los míticos tesoros del pueblo, el diamante de John Mohune, Barbanegra, un tesoro al que se califica de maldito. Mientras, la vida del muchacho se abre a un amor adolescente encarnado en la hija de Maskew, Grace.
        La novela avanza trepidantemente desde que, en una redada, Maskew muere. Elzevir, y John, herido, se ven obligados a huir. Ocultos en una gruta marina, Elzevir cuida de John hasta que se reestablece. Entre otras cosas, John aprovechará su convalecencia para convencer a Elzevir para que, juntos, busquen el diamante de Mohune, no sin antes despedirse de Grace, quien promete esperarle.
Finalmente hallan el tesoro de Mohune en el pozo de un Castillo, tras lo cual deben huir de nuevo. Deciden poner tierra y mar de por medio y viajan a Holanda. Una vez llegan a la Haya intentan vender el diamante, y lo pierden a manos del usurero tasador al que acuden. Al intentar recuperarlo serán encarcelados y condenados a cadena perpetua.
Tras diez años de trabajos forzados serán enviados a un barco con destino a las colonias del pacífico. Una gran tormenta frente a las costas de la Mancha provocará un desenlace inesperado y muy bonito. El párrafo final de la novela me parece sublime, está exquisitamente escrito. Espero que lo disfrutéis si os animáis.

LA LOGIA DE CÁDIZ DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


          “La logia de Cádiz” de Jorge Fernández Díaz es una novela histórica breve pero muy ilustrativa.
No es la primera vez que os digo que siempre he pensado que los españoles tenemos tendencia a olvidar a nuestros héroes, a ningunear sus hazañas. José de San Martín es uno de esos personajes, con su punto de contradicción; lo podemos ver como un idealista que luchó siempre por la libertad, y también como un traidor; pero es uno de los nuestros. Me explico.
El protagonista de la novela es un ejemplo indiscutible de luchador por la libertad, algo que le llevó de un lado a otro del Atlántico. Es un español, de origen argentino, que murió exiliado en Francia.  Nacido en Yapeyú, en el Virreinato de la Plata español, José de San Martín es, por tanto, un hispano y un americano, que se instalará en España y se formará como militar, y que luchará por la libertad de su patria frente a Napoleón, batallando con eficacia y valentía en Bailén y La Albuera, paradójicamente, también por el retorno del que era su rey, un rey absolutista, Fernando VII.
        Clandestinamente, José de San Martín se adentrará en el mundo de las logias en Cádiz y se decidirá, finalmente, por volver a América con la idea de luchar por esa libertad en la que cree, en su tierra natal, frente al país y al monarca por el que habría dado su vida.
        Nuestro protagonista se encargará entonces de formar y liderar, en lo que es ahora Argentina, el mítico “Regimiento de Granaderos” que batallará más tarde en diversos escenarios de Sudamérica, con enorme eficacia, contra las tropas realistas españolas. Especialmente reseñables son su bautismo de fuego en la Batalla de San Lorenzo en Argentina, su heroico cruce de los Andes, hazaña comparable a la de Aníbal en los Alpes, y su decisiva participación en la independencia de Chile y del Perú.
Al fallecer su esposa y, tras las desavenencias surgidas con el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, donde le llegaron a acusar de conspirador, José de San Martín decidió exiliarse en Europa, instalándose finalmente en París, donde se preocupó, principalmente, de la educación de su hija Mercedes.
        Se trata por tanto de una breve historia personal y militar, de amores, amistades, de idealismos, traiciones, conspiraciones e intrigas, que nos acercará al conocimiento de la vida de un personaje de nuestra historia, a base de relatarnos los principales hechos y escenarios en los que estuvo presente, a lo largo de aquellos complicados años que van desde la invasión napoleónica de España, hasta la independencia de las colonias sudamericanas.

domingo, 23 de febrero de 2020

EL PRISIONERO DE ZENDA DE ANTHONY HOPE HAWKINS


         “El prisionero de Zenda” de Anthony Hope Hawkins es un clásico de la novela de aventuras. Es un libro que tiene todos los ingredientes para convertirse en intemporal; como dice Arturo Pérez-Reverte pertenece al “muy selecto club de libros que nunca envejecen”.
        Y… ¿Por qué? Pues porque lo tiene todo; lugares, paisajes y castillos legendarios, héroes caballerescos, amistades inquebrantables, amores imposibles, enemigos irreconciliables, feroces e inteligentes, princesas hermosas con profundo sentido del deber, siervos fieles hasta la muerte… Todo ello enmarcado en una acción atrayente, trepidante por momentos.
        La narración arranca en Inglaterra donde Rodolfo Rassendyll, un joven perteneciente a una familia noble británica, pelirrojo y de nariz puntiaguda, peculiaridades físicas heredadas de un romance vivido entre una antepasada suya y un miembro de la realeza de Ruritania, decide emprender un viaje a ese país (imaginario, no lo vayamos a buscar en un mapa) de la Europa del siglo XIX, con motivo de la coronación del nuevo rey; su primo lejano. La casualidad le hará conocer a su pariente, hecho que provoca la consiguiente sorpresa; son muy parecidos físicamente. El noble inglés será invitado a compartir mesa esa misma noche con su primo lejano y su más íntimo séquito; es el día antes de la investidura. A la mañana siguiente todos descubren que el futuro rey Rodolfo sufre una indisposición y no podrá acudir a la ceremonia; probablemente haya sido drogado.
        En Ruritania, la población está muy dividida entre los partidarios del que va a ser nuevo rey, Rodolfo, y su hermano Miguel el Negro, querido entre las clases populares. Los más fieles e íntimos colaboradores de Rodolfo deciden que no se puede aplazar la coronación, y convencen a Rassendyll para que sustituya a su primo lejano en ese acto. Mientras esto sucede, el verdadero rey es secuestrado y llevado al Castillo de Zenda, propiedad de su hermano donde permanecerá prisionero. Miguel el Negro sabe que Rodolfo Rassendyll es un impostor.
        El noble Rassendyll vivirá múltiples aventuras junto con los principales fieles del rey encarcelado, con el único objetivo de rescatarlo, mientras debe hacer frente, con responsable y galante caballerosidad, al amor imposible que surge entre él y la bella princesa Flavia, la prometida del rey Rodolfo.
        Y hasta aquí os cuento porque merece la pena disfrutar de este clásico de la novela de aventuras; uno de los mejores libros que he leído.      

sábado, 22 de febrero de 2020

EL TULIPÁN NEGRO DE ALEJANDRO DUMAS



       El fin de semana pasado leí un par de libros. Me he propuesto adentrarme en otros “mundos literarios”, alejándome un poco de mi género preferido, la novela histórica. Y dado que a los clásicos los tengo abandonados del todo, me he puesto a la tarea. Vamos con el primero.
        “El tulipán negro” de Alejandro Dumas, además de un clásico, es una novela histórica cuya acción se sitúa en Holanda, concretamente en 1672, en un momento de fuerte convulsión política.
Una serie de revueltas acabarán con la república encabezada por los hermanos Johan y Cornelius De Witt, que son salvajemente ajusticiados, y conseguirán la reinstauración del Estatuderato, encarnado en la persona de Guillermo III de Orange; algo muy similar a una monarquía.
La novela arranca en este momento concreto de la historia holandesa, y nos narra las vicisitudes del ahijado del asesinado Cornelius de Wilt, Cornelio Van Baerle, hombre que se ve comprometido por su padrino, al haberle convertido en depositario de unos importantes papeles que le vinculaban con Francia, enemigo encarnizado de las Provincias Unidas. Cornelio Van Baerle, ajeno a toda actividad política, se dedicaba a cultivar tulipanes, planta de moda en toda Europa.
Es entonces, en aquel momento de tulipomanía, cuando la Sociedad Hortícola de Haarlem ofrece 100.000 florines al primero que consiga el ansiado y mítico primer tulipán negro. Los planes de Cornelio de ser quien se lleve el premio se verán entorpecidos por la vinculación a su padrino, y por la inquina y envidia de su vecino, también cultivador de tulipanes, que harán que acabe en prisión. Allí conocerá a la hija de su cruel carcelero, Rosa, con la que vivirá una preciosa historia de amor. Y hasta aquí os cuento porque la novela merece ser disfrutada.

domingo, 16 de febrero de 2020

"LOPE" DE VERÓNICA FERNÁNDEZ



       El fin de semana pasado leí la novela “Lope”, de Verónica Fernández (ya os contaré algo sobre los dos libros que he leído este último). Fue una lectura muy agradable, un paseo por el Madrid de los Austrias, lugar y tiempo que siempre ha sido de mi predilección; nunca he escondido mi devoción por la saga del Capitán Alatriste y por la prosa genial de Arturo Pérez-Reverte que me introdujo magistralmente en el ambiente del Siglo de Oro español.
        La novela arranca con la desaparición del prolífico dramaturgo Lope de Vega. Su amigo Claudio Conde iniciará la búsqueda del escritor a lo largo y ancho de la ciudad, y nos acercará a la ajetreada vida de su amigo, famoso no tan solo por sus obras sino también por sus amoríos. Claudio nos paseará por aquel Madrid de los Corrales de comedias, de tabernas de dudosa moral, de calles estrechas y sucias, de intrigas palaciegas, mientras nos narra los diferentes devaneos del autor que en su juventud se debatía entre lo que sentía por Elena Osorio, mujer casada e hija de un importante empresario teatral y el amor que nació por Isabel de Urbina, una joven de alta alcurnia, soñadora, capaz de dejarlo todo por seguirle.
        La novela contiene, en pocas páginas, todo lo necesario para hacernos pasar un buen rato arrastrándonos certeramente hacia el conocimiento de la biografía del “Fénix de los ingenios”. La autora se permite algunas licencias históricas que le ayudan tanto, a enmarcar el relato, como a mostrarnos los aspectos fundamentales de la vida del dramaturgo; su pasión por la escritura, su inmensa capacidad creativa, la facilidad que tuvo para meterse en líos, sus amoríos, sus problemas con sicarios y prestamistas, y nos ilustrará, finalmente, sobre los famosos libelos que le llevaron a tener que huir a Portugal, incluso a enrolarse en la Armada Invencible. (En relación a la ambientación histórica es de agradecer que, en las últimas páginas del libro, la autora nos adjunte una breve biografía de los protagonistas de la narración)
        Será Claudio Conde, el amigo de Lope, el que llevará el peso de la trama. ¿Qué hechos del pasado habrán provocado la desaparición del dramaturgo en el momento de estrenarse su comedia “La dama boba” en el Corral del Príncipe?

sábado, 8 de febrero de 2020

LA VENTANA DEL NIÑO DE LA TÉRMICA

LUIS MIGUEL, JUAN CARLOS Y JESUS ÁNGEL MORÁN BREGEL


La ventana ejercía una atracción especial sobre aquel “niño de la Térmica”; algo irracional, que no era capaz de controlar, le llevaba a perder la noción del tiempo mirando a través de ella. De rodillas, sobre el sofá de aquel pequeño cuarto, amparado por el calor ascendente del radiador situado bajo la poyata, con sus pueriles manos apoyadas sobre el alféizar, aquel niño observaba, ensimismado, la inmensidad del bello paisaje que se abría ante sus ávidos ojos.
Al fondo, ocupando el horizonte, se situaba la montaña, inmensa mole caliza, colosal, majestuosa, de formas redondeadas, coronada por algunas antenas herrumbrosas, surcada por estilizadas y brillantes torres de alta tensión e interminables líneas de cableado eléctrico, bajo las cuales se extendían grandes cortafuegos; cicatrices dolorosamente necesarias abiertas por la mano del hombre sobre la tupida vegetación. Aquel niño imaginaba que las torres cobraban vida, que, desperezando sus enormes brazos, comenzaban a moverse acompasadamente, agitando los cables, convirtiéndolos en larguísimas sogas en las que colosos y gigantes saltaban a la comba.
Multitud de cuevas perforaban la superficie kárstica de aquella montaña, y su vientre era fuertemente sacudido por las puntuales explosiones de la una del mediodía, que hacían retumbar los cristales de la ventana, y volar asustados a centenares de pájaros. Aquellas detonaciones aumentaban día a día, cruelmente, el tamaño de la gran herida que suponía la cantera.
El color rojizo de la arcilla salpicaba, aquí y allá, el dominante gris de la rocalla, conformando un fondo de tonos apagados que contrastaba con el verdor luminoso de la pradera, los arbustos, los helechos y las hojas del robledal; con el ocre leñoso de los troncos de aquellos árboles, cuyo rey era el anciano roble que, solemne y solitario, lleno de cicatrices y muñones, permanecía intemporal y desafiante en el medio del prado, en un claro del bosque.
En algunos días de invierno, aquella ventana le ofrecía a aquel niño su mejor imagen, un paisaje deslumbrante. La nieve extendía su tupido manto sobre la tierra helada; el color pardo del robledal asomaba sobre la albura monótona de la alfombra nívea que cubría el bosque. Era en aquellos instantes cuando el niño abría la ventana y se abstraía afanado en escuchar el silencio; únicamente interrumpido por el ladrido de algún perro, el crocitar de los cuervos, el murmullo perenne y monótono de la Central que venía de sus espaldas, y el rumor del pequeño arroyo que ocasionalmente cobraba vida en aquella época, empeñado en abrirse paso a través del robledal serpenteando desde la montaña para acabar muriendo en las cunetas del Poblado.
El frío azotaba el rostro del niño, arrebolando sus mejillas. El pequeño amusgaba sus curiosos ojos deslumbrado por el reflejo de la luz sobre el manto blanco, e importunado por las ráfagas de viento y chispas de aguanieve que se colaban juguetonas en el cuarto. Sorprendido, el niño observaba como, poco a poco, la montaña se iba difuminando en el horizonte engullida por la niebla y la ventisca hasta desaparecer.
Con la llegada de aquellos hibernizos atardeceres, la ventana ofrecía una preciosa vista, aunque lánguida y marchita. La belleza se iba desvaneciendo a medida que la luz desaparecía, no sin antes dejar la imagen del mortecino y anaranjado sol reflejándose sobre la roca de la montaña y el paisaje nevado.
Cuando anochecía, el niño dejaba de prestar atención a la ventana, pero, durante la madrugada, algo en su interior le despertaba y le llevaba, irremediablemente, hacia su cándido santuario en el sillón tras el alfeizar. Entonces, furtivamente, el pequeño apartaba las cortinas y observaba la luz de la farola verde que se colaba en su cuarto y que iluminaba tenuemente la carretera. Al fondo, una vez que sus ojos se habían acomodado, buscaba, ansioso, la silueta de la montaña sobre el suelo nevado, visible gracias a un cielo negro y raso, clareado por el resplandor de la luna y de las estrellas titilantes que poblaban el firmamento. Allí, descalzo, acompañado por el frío, la oscuridad y el silencio, el niño abismado en sus pensamientos, volvía a sentir ese doloroso placer, hipnotizador, seductor, del paisaje invernal que le regalaba la ventana, y soñaba, ansioso, con un nuevo amanecer para poder disfrutar de aquel maravilloso horizonte al completo.
Aquel niño cierra ahora los ojos evocando aquellos mágicos momentos. Nostálgico, vuelve a abrirlos para romper la alcancía de sus más entrañables remembranzas, capaces de sacarle una sonrisa o de contristarle el alma, depende del momento; memorias de infancia de una tierra húmeda, fría, hosca y áspera, tempestuosa y desapacible a veces, pero bella, de una belleza dolorosa en la distancia. Tierra de verdes praderas, de pinares y robledales, de monte bajo, de cumbres y riscos, de ríos y arroyos, donde el viento sopla azaroso y cruel, donde la lluvia o la nieve aborrasca los días colándose ahora, únicamente, por la ventana del recuerdo en la imaginación de aquel “niño de la Térmica”.

martes, 4 de febrero de 2020

EL BUEN PASTOR, DE MURILLO

El Buen Pastor de Murillo. Museo Nacional del Prado.

         Ayer abrí la guía del Museo del Prado que adquirí allá por 2016 cuando visitamos, en un caluroso mediado de agosto, la pinacoteca madrileña, con motivo de la exposición que conmemoraba el V centenario de la muerte de Jheronimus Van Aken, el Bosco. Y la abrí, al azar, en las páginas que el libro dedica a Murillo.
Ante mi tendencia innata a la melancolía y la nostalgia, especialmente si se trata de algún viaje que recuerdo de manera especial porque lo hemos disfrutado a conciencia, me ha dado por rememorar las dos visitas que hicimos a Sevilla, una en marzo de 2018, y otra, la primera semana de 2019, ambas con motivo de la conmemoración del IV centenario del nacimiento del insigne pintor Bartolomé Esteban Murillo, y la segunda, además, y aprovechando la coyuntura, también para recoger el libro donde se publicaba mi obra “El niño de Murillo” que llegó a situarse entre los 15 finalistas del III Premio internacional de relatos Ciudad de Sevilla 2018, texto que recreaba, figuradamente, de donde pudo el pintor sacar la idea para crear el bello lienzo “Niños comiendo melón y uvas”, por otro lado un cuadro que no se pudo ver en Sevilla, y que pertenece a la Alt Pinakothek de Munich.
        A Murillo se le asocia, con demasiada ligereza e ignorancia, a sus Inmaculadas y, por extensión, a su pintura religiosa, magnífica desde luego. Pero Murillo fue mucho más que eso, fue también un pintor costumbrista, un pintor de lo cotidiano, incluso supo mezclar lo religioso a lo cotidiano. Sus vírgenes con niño parecen, en gran parte de sus obras, una escena corriente, entrañable, tierna y dulce de un hijo con su madre; sus niños Dios, sus santos Juanillos semejan pequeños jugando, o pueriles pastorcillos en actitudes acostumbradas y normales.
La Inmaculada del Escorial y la Inmaculada de los Venerables de Murillo. Museo Nacional del Prado.
        De la belleza de sus Inmaculadas no cabe ninguna duda, mi preferida es la “Inmaculada del Escorial”, por encima incluso de la de los Venerables (los expertos dicen que ésta es la mejor) ambas las he podido contemplar en el Museo del Prado, y la del Escorial, también en Sevilla, en el Museo de Bellas Artes, en la exposición antológica que reunió, nada más y nada menos, que 72 cuadros del autor, algo nunca visto, que llevaba por nombre “Murillo y el IV centenario”. El rostro de la Inmaculada del Escorial es sublime, es de una belleza arrobadora.
        Ahora voy a citaros algunos otros cuadros que hemos tenido la fortuna de ver, en algunos casos, varias veces. Para mí son de lo mejor de Murillo, sin ánimo de menospreciar las decenas de obras del pintor sevillano de indudable calidad. Siento una debilidad especial por “La Virgen de la servilleta”, 
Virgen de la Servilleta de Murillo. Museo de Bellas Artes de Sevilla.
un pequeño lienzo que pudimos admirar por dos veces en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, y en dos exposiciones diferentes durante la conmemoración del IV centenario del nacimiento del pintor. Es una obra maravillosa, los rostros de la Virgen y el niño rivalizan en belleza con el de la Inmaculada del Escorial, me cuesta describir lo que sentí observando ese cuadro en vivo. 
La Virgen del Rosario de Murillo. Museo Nacional del Prado.
      Otro cuadro precioso es “La Virgen del Rosario” que pertenece al Museo del Prado y que también pudimos ver en Madrid y en Sevilla con motivo del centenario.
Virgen con el niño de Murillo. Palazzo Pitti.
      Otro es la “Virgen con el niño” del que disfrutamos en Sevilla en 2018 y con el que tropezamos en la inmensidad del Palazzo Pitti en Florencia, recuerdo haberle comentado a mi madre y mis hermanos, que aquel cuadro lo habíamos visto a orillas del Guadalquivir unos meses antes. 
Virgen de la faja de Murillo. Colección privada, Suiza.
     Voy a destacar también uno que probablemente no volvamos a ver que es “La Virgen de la Faja” que pertenece a una colección particular suiza y que, con tanto esfuerzo Benito Navarrete, comisionado de la exposición “Murillo y su estela”, lograra traer a Sevilla al espacio expositivo Santa Clara en 2018.
Y, finalmente quiero quedarme con esta última obra, básicamente porque es por donde abrí la guía del Prado, y por lo que he escrito este breve comentario. Se trata de “El Buen Pastor” que he visto varias veces en el Museo del Prado, y que también admiramos en Sevilla en la gran exposición del IV centenario.
El Buen Pastor de Murillo. Museo Nacional del Prado.
        Vamos con el cuadro… Lo primero que os diré de él es que fue ampliado con posterioridad. Se nota en las diferentes oxidaciones de los barnices de la pintura y los ligeros cambios de tonalidad, y lo fue porque colgaba junto a un San Juan Bautista del mismo autor que era algo más grande, cosas del pasado, hoy sería una cosa impensable. Es un cuadro con una composición muy equilibrada con claras líneas verticales; en las arquitecturas de la izquierda, la pose del niño sentado, la del cordero que tiene al lado, y varias líneas oblicuas como las que forman la pierna izquierda del niño en paralelo a la vara de pastor que porta. Según Javier Portús, experto del Museo del Prado, la existencia de las ruinas podría hacer una alusión a la idea bucólico-clásica del pastor entre las ruinas de un pasado esplendoroso, mientras que por otro lado podría hacer referencia al triunfo del cristianismo sobre el paganismo romano. En cuanto a la simbología del cuadro, tras la cotidiana imagen de un tierno pastorcillo que cuida de sus ovejas, se anuncia el mensaje de los evangelios. Cristo sentado, vela por su rebaño que aparece difuminado en segundo plano a la derecha del cuadro. El niño Dios apoya su brazo izquierdo en un cordero (ambos miran fijamente al espectador) que se ha separado del rebaño aludiendo a que Cristo jamás abandonará a ninguna de sus ovejas. Yo destacaría la delicadeza y la dulzura del rostro del niño con esos maravillosos rizos y su intensa y pensativa mirada, con esos ojos oscuros que Murillo, simplemente, borda en muchos de sus cuadros. En cuanto a la atmósfera en la que se desarrolla la escena, el cielo, la luz, el color, la pincela recuerdan a la Escuela Veneciana, cuyos mejores ejemplos fueron Tintoretto, Tiziano y Veronés.
Para terminar, con el ánimo de no cansar a nadie, en la parte inferior derecha del cuadro fijaros que hay pintada una flor de lis lo que nos indica que el cuadro perteneció a la colección de Isabel de Farnesio, si llevara la cruz de Borgoña, el propietario sería su marido Felipe V. El cuadro fue adquirido por la reina en 1744. Cabe recordar, que hablamos de una mujer muy culta, inteligente y de un fuerte carácter, que conoció a fondo la obra del pintor durante el llamado lustro sevillano 1729-1733, años en los que trasladó la corte a esa ciudad, con el objetivo de que se le quitara la depresión a su marido en tierras más cálidas (en aquella época le llamaban mal de melancolía). Y claro… quién contempla la obra de Murillo no puede más que enamorarse de su magistral pincel.

domingo, 2 de febrero de 2020

JAQUE A LA LOGIA, DE ANTONIO MONCLÚS



       “Jaque a la logia”, de Antonio Monclús, es una novela que nos introduce en el mundo de la masonería.
Una serie de atentados y asesinatos en diversas partes del orbe sacuden los cimientos de las principales logias. El denominador común de estos actos terroristas es la aparición, en cada uno de los escenarios, de un mensaje dirigido a sus grandes maestros junto a una enigmática carta del tarot. Las diferentes logias se unirán en la búsqueda de la causa de estos hechos. Las investigaciones les llevaran a relacionar esos terribles acontecimientos con unos documentos aparecidos unos años antes en la restauración de la Aljafería zaragozana, que habían pertenecido a Pedro Arbués, inquisidor mayor de Aragón, asesinado en 1485.
        El equipo internacional de investigación de la masonería acabará confiando las pesquisas a dos miembros de la logia hispánica, Germinal Montseny, y su ayudante y joven seductor, Juan Servet, traductor y conocedor del tarot, que ya estaban encargados de indagar y esclarecer el posible asesinato de un miembro de su propia logia en Madrid.
        El libro se deja leer; aunque a mí me parece que, mientras que el desarrollo de la trama, en gran parte del libro, es ágil y entretenido, el final se vuelve, en pocas páginas, lento y, quizá, un poco insulso.