lunes, 27 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EN AQUELLA CAFETERÍA JUNTO A VILLA BORGHESE.



      Mientras buscaba el cuadro que ella quería enseñarme entre aquella inmensa colección, actuando como si nada me hubiera sugerido al oído, yo intentaba recuperarme de aquella vaharada de calor que me había atravesado el cuerpo incendiándome. Sara era un verdadero torbellino, y yo aún no me había acostumbrado a su particular forma de entender y disfrutar de la vida; tan pronto era capaz de comentar, poniéndose a la altura de los mejores especialistas, el tipo de pincel que podría haber utilizado Tintoretto,  para pintar, con aquel detallismo, los flecos del mantel de la Mesa Pascual en “El Lavatorio”, como me proponía alguna fantasía íntima capaz de removerle los humores al más templado y avezado de los amantes, y de subirle la tensión al más rijoso de los mortales; y lo que no era la tensión…
        Ella me hacía sentir diferente. Mis recuerdos, esas imágenes que habían guiado inexorablemente mi existencia, que la vida había ido grabando dolorosamente a martillo y cincel, y aherrojando con particular saña entre las arrugas del alma, adormecidos, pero presentes durante años, no eran ya más que cicatrices cauterizadas por la lava incandescente del volcán con el que compartía mis días. Ahora eran mis sueños los que guiaban mis pasos, porque esos sueños se convertían en bellos recuerdos a cada momento que pasaba. Las imágenes de mi vida la tenían a ella como protagonista, veía mi existencia a través de sus preciosos ojos oscuros de mirada triste y melancólica y, sus ojos, eran capaces de afrontar la vida con una actitud totalmente diferente a como lo habían hecho los míos in illo témpore.
El tiempo ahora pasaba muy despacio, me sentía tan fuerte, tan vivo, que me creía capaz incluso de pararlo, o al menos de ralentizarlo, como en aquel impasse que estábamos, para deleitarme a cada instante, alejándome casi siempre de la sombra tenebrosa de la inseguridad que, de vez en cuando, lograba cubrirme con su lúgubre capa, desenterrando fugazmente alguno de aquellos recuerdos silentes. Ella adensaba mi vida, la llenaba, le daba sentido y contenido, y la enriquecía con argumentos nuevos e ilusionantes; algo que me sacaba una sonrisa cada vez que veía un cuadro donde figuraba cupido presto a lanzar uno de sus dardos; y allí había muchos.
        Y me gustaba estar con ella. Por primera vez en mi vida escuchaba más que hablaba. Me cautivaba su conversación, no sólo cuando hablaba de historia o de arte, temas que dominaba con amplitud y seguridad, y de los que disertaba con una facilidad innata, con la suficiente soltura como para improvisar una conferencia en cualquier momento del tema más variado, sino cuando lo hacíamos sobre cuestiones triviales, donde solía mostrarme la palmaria realidad con humor agudo e ingenioso y fina ironía, desmontando con lógica, destreza y acierto, cada uno de los complejos de hombre maduro y solitario que habían guiado mis pasos durante tantos años, haciéndome ver cuán ridículos eran mis pacatos, temerosos y conservadores argumentos.
        Y, aunque pueda parecer una contradicción, adoraba sus bellísimos silencios; aquellos remansos de paz con los que me obsequiaba cada vez que perdía su mirada, muchas veces a través del cristal de una ventana, y se abismaba en sus pensamientos. Yo me deleitaba contemplándola, sabiendo que aquello era parte de su forma de ser, a pesar de ser un espacio del que yo no formaba parte.
Recuerdo aquel día en Roma en el que tuvimos que entrar en una cafetería para refugiarnos de un impertinente aguacero. Ella se disgustó mucho porque sus planes se habían ido al traste, al no haberme podido obsequiar con aquel romántico paseo que me había prometido por los hermosos jardines de Villa Borghese, bajo el inmejorable marco del anubarrado y plomizo cielo romano. Tuvimos que salir corriendo de allí y, tras cruzar la Porta Pinciana, nos refugiamos en la primera cafetería que encontramos, el Harry´s Bar Roma. La recuerdo entrando como un vendaval, sorprendiendo a los trabajadores, enojada como una chiquilla. Con su natural lozanía mediterránea, se sentó con brusquedad, aunque mudó el rostro camaleónicamente al ver llegar al camarero. Con aquel desparpajo que la caracterizaba, le dijo que, si era tan amable de traerle una toalla para secarse el pelo, mientras trataba de ocultar que su rostro empapado no sólo llevaba agua, sino también lágrimas. El muchacho, sorprendido, no supo, o no quiso negarse, y corrió solícito a por ella, recibiendo a su regreso como premio una de aquellas sonrisas suyas que, aunque algo forzada, seguía siendo impagable. Después, intentando calmarse junto a una humeante taza de café, sin ganas de hablar, distrajo su mirada a través de la ventana en busca de su silencio, observando con detenimiento como las gotas de agua resbalaban lentamente por la cristalera como si se buscaran unas a otras, como si cada una de ellas fuera un pedazo del puzle de su vida con el que jugaba a encajarlo por fin. Yo sabía que era mejor dejarla tranquila, no interrumpirla. A pesar de que en aquellas situaciones me sentía tan alejado, durante breves instantes, me imaginé osando preguntarle si ya me había encontrado sobre la superficie de aquel cristal mojado, y si hacía falta que saliera a guiar mi gota hasta que se encontrara con la suya, para impedir que el azar tomara una decisión que yo no deseaba respecto a nosotros.
        Luego la recuerdo rompiendo su silencio, disculpándose conmigo por aquella tarde arruinada, como si aquel plan fuera lo más importante de su vida, dándole una envergadura que no tenía, al menos para mí, que me hubiera quedado hasta la eternidad allí sentado tan solo mirándola, que no me hubiera importado dar gracias al mismísimo Júpiter por haber abierto el cielo a aquella tormenta, y permitirme vivir esos instantes a su lado. Sara, con sus brazos acodados en la mesa y su expresión de niña al que le han despojado cruelmente de un sueño, me miraba con los ojos aguanosos, intentando vanamente ocultar que, de nuevo, estaba a punto de saltársele alguna impertinente lágrima de decepción y tristeza. Aquello formaba parte de su complejidad, capaz de vivir la vida con la insolencia de la juventud, con la lógica del materialismo, con la fuerza y el temperamento de una personalidad arrolladora, y de caer superada por la decepción, sumida en una profunda tristeza, porque el detalle más nimio de una de sus ilusiones se había ido al traste.
Después, se abandonó a otro de sus hermosos silencios y volvió a mirar por la ventana. Hubiera detenido el tiempo para poder disfrutar de aquella imagen robada para siempre, la viva imagen del desconsuelo, pero de una belleza indiscutible, de una hermosura virginal. Con el pelo ligeramente alborotado y las mejillas arreboladas, Sara se humedecía los labios pasándose de un lado a otro suavemente la lengua, aleteaba levemente la nariz inspirando fuerte, con el objetivo de evitar hacer pucheros, disipar aquellas lágrimas, y acallar aquella insignificancia que le atormentaba, parpadeaba lentamente como si cada vez que lo hiciera activara el obturador de la cámara de sus recuerdos; instantáneas que en ese caso hubiera querido que se velaran, y así poder aplacar la corajina interior que apenas era capaz de contener. Finalmente, se llevó el pelo con los dedos tras su oreja derecha, en un gracioso gesto inconsciente que repetía continuamente, y luego colocó su mano sobre la mía que estaba sobre la mesa, como si después de haberse abandonado a su silencio volviese a necesitar sentirme cerca, quizá reclamando consuelo, como una niña desamparada. Yo la retiré enseguida, y le enjugué una de aquellas lágrimas, acariciándole suavemente el rostro, dejando descansar finalmente mi mano sobre su mejilla durante unos instantes.
–Volveremos otro día –dije sonriéndole–.
Ella no fue capaz de devolverme esa sonrisa, pero descansó su mirada triste y melancólica sobre la mía para decirme con ella, que ya sabía que yo estaba allí, que siempre estaría allí, en aquella cafetería junto a Villa Borghese, esperando a que regresara de sus silencios para beberme sus lágrimas.

        –¿En qué piensas? –me preguntó sacándome de mis recuerdos–.
        –En Roma, y en la extraordinaria belleza de tus silencios. –Sara me miró emocionada, se abrazó a mí, apoyó su cabeza en mi pecho y no dijo nada. Así permanecimos un buen rato rodeados del bullicio de la abigarrada multitud que visitaba el museo, amparados por otro de sus maravillosos silencios en el que, volviendo a poner mi mano sobre su mejilla enjugué una sentida y furtiva lágrima, como en aquella cafetería junto a Villa Borghese.


Safe Creative #2004273799447

No hay comentarios:

Publicar un comentario