Mientras buscaba el cuadro que ella
quería enseñarme entre aquella inmensa colección, actuando como si nada me hubiera
sugerido al oído, yo intentaba recuperarme de aquella vaharada de calor que me había atravesado
el cuerpo incendiándome. Sara era un verdadero torbellino, y yo aún no me había
acostumbrado a su particular forma de entender y disfrutar de la vida; tan
pronto era capaz de comentar, poniéndose a la altura de los mejores
especialistas, el tipo de pincel que podría haber utilizado Tintoretto, para pintar, con aquel detallismo, los flecos
del mantel de la Mesa Pascual en “El
Lavatorio”, como me proponía alguna fantasía íntima capaz de removerle los
humores al más templado y avezado de los amantes, y de subirle la tensión al
más rijoso de los mortales; y lo
que no era la tensión…
Ella
me hacía sentir diferente. Mis recuerdos, esas imágenes que habían guiado
inexorablemente mi existencia, que la vida había ido grabando dolorosamente a
martillo y cincel, y aherrojando
con particular saña entre las arrugas del alma, adormecidos, pero presentes
durante años, no eran ya más que cicatrices cauterizadas por la lava incandescente
del volcán con el que compartía mis días. Ahora eran mis sueños los que guiaban
mis pasos, porque esos sueños se convertían en bellos recuerdos a cada momento
que pasaba. Las imágenes de mi vida la tenían a ella como protagonista, veía mi
existencia a través de sus preciosos ojos oscuros de mirada triste y
melancólica y, sus ojos, eran capaces de afrontar la vida con una actitud
totalmente diferente a como lo habían hecho los míos in illo témpore.
El tiempo ahora
pasaba muy despacio, me sentía tan fuerte, tan vivo, que me creía capaz incluso
de pararlo, o al menos de ralentizarlo, como en aquel impasse que
estábamos, para deleitarme a cada instante, alejándome casi siempre de la
sombra tenebrosa de la inseguridad que, de vez en cuando, lograba cubrirme con
su lúgubre capa, desenterrando fugazmente alguno de aquellos recuerdos silentes.
Ella adensaba mi vida, la llenaba, le daba sentido y contenido, y la enriquecía
con argumentos nuevos e ilusionantes; algo que me sacaba una sonrisa cada vez
que veía un cuadro donde figuraba cupido presto a lanzar uno de sus dardos; y
allí había muchos.
Y
me gustaba estar con ella. Por primera vez en mi vida escuchaba más que
hablaba. Me cautivaba su conversación, no sólo cuando hablaba de historia o de
arte, temas que dominaba con amplitud y seguridad, y de los que disertaba con
una facilidad innata, con la suficiente soltura como para improvisar una
conferencia en cualquier momento del tema más variado, sino cuando lo hacíamos
sobre cuestiones triviales, donde solía mostrarme la palmaria realidad con humor
agudo e ingenioso y fina ironía, desmontando con lógica, destreza y acierto, cada
uno de los complejos de hombre maduro y solitario que habían guiado mis pasos
durante tantos años, haciéndome ver cuán ridículos eran mis pacatos, temerosos
y conservadores argumentos.
Y,
aunque pueda parecer una contradicción, adoraba sus bellísimos silencios;
aquellos remansos de paz con los que me obsequiaba cada vez que perdía su
mirada, muchas veces a través del cristal de una ventana, y se abismaba en sus
pensamientos. Yo me deleitaba contemplándola, sabiendo que aquello era parte de
su forma de ser, a pesar de ser un espacio del que yo no formaba parte.
Recuerdo aquel
día en Roma en el que tuvimos que entrar en una cafetería para refugiarnos de un
impertinente aguacero. Ella se disgustó mucho porque sus planes se habían ido
al traste, al no haberme podido obsequiar con aquel romántico paseo que me
había prometido por los hermosos jardines de Villa Borghese, bajo el inmejorable
marco del anubarrado y plomizo cielo romano. Tuvimos que salir corriendo de
allí y, tras cruzar la Porta Pinciana, nos refugiamos en la primera cafetería
que encontramos, el Harry´s Bar Roma. La recuerdo entrando como un vendaval, sorprendiendo
a los trabajadores, enojada como una chiquilla. Con su natural lozanía
mediterránea, se sentó con brusquedad, aunque mudó el rostro camaleónicamente
al ver llegar al camarero. Con aquel desparpajo que la caracterizaba, le dijo que,
si era tan amable de traerle una toalla para secarse el pelo, mientras trataba
de ocultar que su rostro empapado no sólo llevaba agua, sino también lágrimas.
El muchacho, sorprendido, no supo, o no quiso negarse, y corrió solícito a por
ella, recibiendo a su regreso como premio una de aquellas sonrisas suyas que,
aunque algo forzada, seguía siendo impagable. Después, intentando calmarse junto
a una humeante taza de café, sin ganas de hablar, distrajo su mirada a través
de la ventana en busca de su silencio, observando con detenimiento como las
gotas de agua resbalaban lentamente por la cristalera como si se buscaran unas
a otras, como si cada una de ellas fuera un pedazo del puzle de su vida con el
que jugaba a encajarlo por fin. Yo sabía que era mejor dejarla tranquila, no
interrumpirla. A pesar de que en aquellas situaciones me sentía tan alejado, durante
breves instantes, me imaginé osando preguntarle si ya me había encontrado sobre
la superficie de aquel cristal mojado, y si hacía falta que saliera a guiar mi
gota hasta que se encontrara con la suya, para impedir que el azar tomara una
decisión que yo no deseaba respecto a nosotros.
Luego
la recuerdo rompiendo su silencio, disculpándose conmigo por aquella tarde
arruinada, como si aquel plan fuera lo más importante de su vida, dándole una
envergadura que no tenía, al menos para mí, que me hubiera quedado hasta la
eternidad allí sentado tan solo mirándola, que no me hubiera importado dar
gracias al mismísimo Júpiter por haber abierto el cielo a aquella tormenta, y
permitirme vivir esos instantes a su lado. Sara, con sus brazos acodados en la
mesa y su expresión de niña al que le han despojado cruelmente de un sueño, me
miraba con los ojos aguanosos, intentando vanamente ocultar que, de nuevo,
estaba a punto de saltársele alguna impertinente lágrima de decepción y
tristeza. Aquello formaba parte de su complejidad, capaz de vivir la vida con
la insolencia de la juventud, con la lógica del materialismo, con la fuerza y
el temperamento de una personalidad arrolladora, y de caer superada por la decepción,
sumida en una profunda tristeza, porque el detalle más nimio de una de sus ilusiones
se había ido al traste.
Después, se abandonó
a otro de sus hermosos silencios y volvió a mirar por la ventana. Hubiera
detenido el tiempo para poder disfrutar de aquella imagen robada para siempre,
la viva imagen del desconsuelo, pero de una belleza indiscutible, de una
hermosura virginal. Con el pelo ligeramente alborotado y las mejillas
arreboladas, Sara se humedecía los labios pasándose de un lado a otro
suavemente la lengua, aleteaba levemente la nariz inspirando fuerte, con el
objetivo de evitar hacer pucheros, disipar aquellas lágrimas, y acallar aquella
insignificancia que le atormentaba, parpadeaba lentamente como si cada vez que
lo hiciera activara el obturador de la cámara de sus recuerdos; instantáneas
que en ese caso hubiera querido que se velaran, y así poder aplacar la corajina
interior que apenas era capaz de contener. Finalmente, se llevó el pelo con los
dedos tras su oreja derecha, en un gracioso gesto inconsciente que repetía
continuamente, y luego colocó su mano sobre la mía que estaba sobre la mesa,
como si después de haberse abandonado a su silencio volviese a necesitar
sentirme cerca, quizá reclamando consuelo, como una niña desamparada. Yo la
retiré enseguida, y le enjugué una de aquellas lágrimas, acariciándole
suavemente el rostro, dejando descansar finalmente mi mano sobre su mejilla
durante unos instantes.
–Volveremos otro
día –dije sonriéndole–.
Ella no fue
capaz de devolverme esa sonrisa, pero descansó su mirada triste y melancólica sobre
la mía para decirme con ella, que ya sabía que yo estaba allí, que siempre estaría
allí, en aquella cafetería junto a Villa Borghese, esperando a que regresara
de sus silencios para beberme sus lágrimas.
–¿En
qué piensas? –me preguntó sacándome de mis recuerdos–.
–En
Roma, y en la extraordinaria belleza de tus silencios. –Sara me miró emocionada,
se abrazó a mí, apoyó su cabeza en mi pecho y no dijo nada. Así permanecimos un
buen rato rodeados del bullicio de la abigarrada multitud que visitaba el museo,
amparados por otro de sus maravillosos silencios en el que, volviendo a poner
mi mano sobre su mejilla enjugué una sentida y furtiva lágrima, como en aquella
cafetería junto a Villa Borghese.
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