martes, 28 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. SANTA MARGARITA DE TIZIANO.


      –Bueno, nos dejamos de sensiblerías, parecemos adolescentes –Sara se soltó y me cogió de la mano. Aún se le notaba que se le habían saltado las lágrimas–. No sé cómo lo haces, pero siempre consigues…
        –Sólo he dicho que pensaba en Roma y…
        –Vale, no empieces otra vez. –Sara se giró para que yo no viera que volvía a emocionarse.
        –De todos modos, no sé por qué te pones así. Sólo es un recuerdo, mi recuerdo.
        –También es el mío –añadió ella con los ojos llorosos y un evidente nudo en la garganta.
        –¿Tanto te hice sufrir allí? –le pregunté ironizando y sonriéndole.
        –Fui muy feliz, tontaina.
        –Yo también, y no me pongo a pingar el moco cada vez que lo recuerdo –dije bromeando volviéndola a atraer hacia mí, sonriéndola, obligándola a que me mirara a los ojos, poniendo mi mano bajo su mentón–. Entonces es que ahora no eres tan feliz. Estarás pensando en que es hora de dejar las reliquias de un lado, que para cosas viejas ya tienes bastantes con las que estudias. Quizá es que quieres cambiarme por un maromo joven, atlético e inteligente. Según tu amiga Esther “hay mucho moscón revoloteando en Toledo”.
        –Uso repelente –contestó con aparente sequedad, mientras me cogía la mano que tenía bajo su mentón, la retiraba, y volvía a bajar su rostro. Entonces la tomé por la cintura.
        –Son buenos recuerdos, Sara. ¿Estás mejor? –le dije ahora algo preocupado.
        –Sí. Sabes… No hay mucha gente que me divierta, pero ahora mismo sólo hay un boberas que me hace llorar.
        –Presente, entonces. Soy, el boberas, soy un tormento para ti    –concluí bromeando de nuevo, haciendo un poco de teatro–.
        En aquel momento se nos acercó uno de los vigilantes de sala de aquella gran galería.
        –Buenos días. ¿Se encuentra bien, señorita?
        –Sí, gracias –contestó Sara girando luego el rostro, mirando hacia mí–. Muy bien.
        –Es que me pareció que estaba algo…indispuesta. Entonces creo que ya sé lo que le sucede, y perdone si les parezco impertinente, pero es que tengo un amigo que usa mucho una frase latina que a mí me hace mucha gracia, “Amor tussisque non celatur” –Sara rio, no sólo por su significado, sino por la cara de ignorante que debí poner. El celador continuó–, “El amor y la tos no se pueden disimular” Sigan disfrutando de la visita –finalizó sonriente, guiñándome y despidiéndose con un gesto de cortesía con la cabeza, dándose luego la vuelta para seguir con su trabajo.
        –¿Estás mejor? Prometo no recordar Roma nunca más. Y una sugerencia; tontaina y boberas me lo llamas mucho, creo que te conviene utilizar nuevos términos para no aburrirte y evitar la monotonía semántica como estólido, estulto, sancirolé o sansirolé, que de ambas maneras se puede decir. Recuerdo que mi madre me llamaba sinsorgo y mi padre soso.
        –Eres un payasete –concluyó sonriéndome y tomándome de la mano–. ¿Seguimos?
        –Cuando quieras. Yo ya le había echado el ojo a un cuadro.
        –¿Cuál?
        –Ese de allí. –Le señalé.
        –“Santa Margarita” de Tiziano.
        –Me ha llamado la atención el color verde de su vestido, y dicho sea de paso, lo pegado que lo lleva al cuerpo si es una santa.
        –Ya decía yo…
        –Bueno, es que además de mancharme la chaqueta con tus lloreras, has estado muy cerca y había pensado que… –me incliné para besarla.
        –Quieto. Te voy a… –Sara amenazó con darme otro puñetazo en el hombro, pero no acabó de hacerlo al comprobar que el vigilante nos saludaba divertido, mirándonos desde la otra sala–. Deja de hacer el ceporro, nos estás dejando en evidencia.
        –De acuerdo, me rindo –añadí dándole la mano–, pero mejor que ceporro podrías utilizar gaznápiro, e incluso babieca, suenan más contundentes, parece como que uno es más lerdo aún.
        –Estoy hasta el cogote de tus palabrejas –Ella rio–. Anda, vamos con “Santa Margarita”. Ya que te has fijado en ella te contaré algo sobre la pintura –concluyó resignada–.
        Como estábamos en la misma sala que en “El Lavatorio” de Tintoretto, no tuvimos más que dar unos pasos.
        –El verde de la vestimenta me suena mucho… –deje la frase en suspenso–.
        –Es el mismo que el de la figura femenina que está de espaldas en la “Gloria”.
        –Ya. El de la sala de al lado.
        –Exacto. Felipe II tuvo dos cuadros de Tiziano sobre esta santa, uno está en el Escorial realizado en 1552, que es de peor calidad, y el otro es este. Esta versión debió de pertenecer a su tía María de Hungría, y fue pintado en 1565 ¿Has oído hablar alguna vez del libro “La leyenda aurea o dorada”?
        –Creo que sí, pero no recuerdo.
        –Vale. Fue escrito en el s. XIII por el dominico Jacobo-Santiago, de la Voragine que era arzobispo de Génova. Recoge relatos sobre la vida de alrededor de 180 santos. Fue un libro famoso, muy leído y muy copiado; sirvió de inspiración iconográfica para muchos artistas. Bueno… pues en ese libro se narra la historia de Santa Margarita de Antioquía, hija de un sacerdote pagano. Educada por su nodriza, que era cristiana, a los doce años decidió bautizarse. Su familia, enojada, la expulso de su casa. Cuando contaba 15 años, mientras cuidaba unas ovejas, un prefecto romano la vio, y quedó prendado de su belleza.
–Como yo de ti –añadí zalamero–.
–Parecido solo que, al querer casarse y ser rechazado, se cabreó un poco…
–Pues no te lo propondré por si las moscas.
–No pruebes por si acaso –añadió Sara sonriéndome–. Ante aquella negativa en la que ella declaro que consagraba su vida a Cristo, el prefecto la encerró en un calabozo.
–No tenía buen perder el muchacho.
–No, al contrario, muy malo. Allí, la santa fue engullida por el diablo que adoptó la forma de un dragón, quien la vomitó al hacer ella la señal de la cruz. Otra versión que aporta el mismo Jacobo de la Vorágine es que el dragón la engulló, y que ella reventó las entrañas de la bestia apoyando en ellas una cruz que portaba. Esta versión es la que debió de parecerle más apropiada o teatral a Tiziano, y es la que escenificó.
        –Por eso lleva el vestido tan pegado, y el pelo húmedo. El dragón le ha llenado de jugos gástricos… ¡Qué asco!
        –La ropa está muy bien pintada. Parece más una escultura que hubiera sido realizada con la técnica tan desarrollada por el griego Fidias de los paños mojados. Crea un juego de luces y sombras con el que da la impresión que ciñe la ropa a la piel. En este caso convierte a la Santa en una figura ciertamente sugerente, en eso no te voy a quitar la razón.
        –Y enseña la pierna, no se te olvide. Menuda santa tan picaruela –añadí jocoso.
        –El caso es que luego fue torturada de varias maneras, sobreviviendo milagrosamente. Al final, decidieron cortarle la cabeza para terminar con su vida.
–A eso se llama tomar un atajo, cortar por lo sano.
–O ya estaban cansados de torturas. Tiziano se inspiró en la “Santa Margarita y el dragón” de Rafael que pudo ver al ser comprada por una familia acaudalada de Venecia, y en la “Judith” de Giorgione, pintor local algo anterior a él. Te las enseñó en el móvil para que veas a que me refiero –Sara hizo las búsquedas pertinentes para mostrarme ambas obras-. Ves, de la de Rafael toma la postura, ese claro contrapposto de la santa, con los brazos dirigidos hacia un lado y la cabeza mirando hacia el otro, la roca que sirve como ambientación y el crucifijo, y de Giorgione copia la pierna desnuda. Y esta otra, ya que ha salido en el buscador, es  otra “Santa Margarita y el dragón”, copia de David Teniers de la obra Rafael.
–Se ve la influencia de ambos en Tiziano. Está clara.
–El resto del cuadro puede parecer confuso en cuanto a la iconografía que se pude relacionar más con San Jorge o Santa Marta; el fondo de la ciudad en llamas, que podría ser Venecia, o la calavera. Y hay una clara diferencia en cuanto a los acabados del primer plano y los del paisaje. Fíjate como le interesa dejar perfectamente definida la figura de la santa sobre el resto del cuadro; la saca al primer plano de la composición perfilándola con un trazo negro. El vestido, es una maravilla, igual que la definición de las sombras en el rostro en labios, nariz y ojos. Ahora, si yo me tengo que quedar con algo de este cuadro, sería con la mano derecha de la santa, es preciosa.
–Muy bonita. Está pintada con mucha delicadeza.
–En general, la figura presenta una sensualidad no muy acorde con un cuadro religioso, incluso hubo quien se atrevió a alzar la voz sobre es pierna desnuda.
–No lo haré yo, y bien lo sabes –bromeé–.
–Lo sé. Tú hubieras preferido que el dragón se hubiese comido el vestido y devuelto a la santa como vino al mundo.
–No había pensado en ello, pero ahora que lo dices…
–Y en cuanto al fondo ya no tiene esa nitidez. Está algo más elaborada la parte del cielo, el dragón, la calavera o la roca, y más deslavazado, más etérea, a base de pinceladas sueltas, la ciudad en llamas o el mar. Y creo que eso es todo lo que se me ocurre. Espera, en la parte izquierda nos insinúa como riela la luna sobre el agua con trazos sueltos de color blanco, y una embarcación y su ocupante en negro. Hay que fijarse bastante, sobre todo para apreciar la barca.
–¡Eso sí que no lo hubiera visto! –comenté impresionado–.
–Para eso me tienes a mí. Y para muchas otras cosas, claro. Si quieres –comentó insinuante volviéndose a morder el labio inferior con sensualidad mirándome fijamente–.
–Querer…lo que se dice querer, seguro que sí. Si es que… no hay nada mejor que recordarte Roma para… –Sara me interrumpió dándome una colleja.
–Calla o te sacudo otra más gorda –añadió riéndose–.
–Por cierto, ¿tienes un vestido verde para esta noche? Me gustaría poder subírtelo por encima de la rodilla. –Enarqué mis cejas repetidas ambientando mi insinuante sugerencia, mientras la cogía de la cintura de nuevo.
–No, creo que no. Además… –me volvió a susurrar aquella proposición irrechazable que me había alterado tanto hacia un rato.
–Apoyo la moción, no necesitamos ningún vestido para eso –concluí jocoso antes de dejarme llevar de nuevo donde quiso.

lunes, 27 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EN AQUELLA CAFETERÍA JUNTO A VILLA BORGHESE.



      Mientras buscaba el cuadro que ella quería enseñarme entre aquella inmensa colección, actuando como si nada me hubiera sugerido al oído, yo intentaba recuperarme de aquella vaharada de calor que me había atravesado el cuerpo incendiándome. Sara era un verdadero torbellino, y yo aún no me había acostumbrado a su particular forma de entender y disfrutar de la vida; tan pronto era capaz de comentar, poniéndose a la altura de los mejores especialistas, el tipo de pincel que podría haber utilizado Tintoretto,  para pintar, con aquel detallismo, los flecos del mantel de la Mesa Pascual en “El Lavatorio”, como me proponía alguna fantasía íntima capaz de removerle los humores al más templado y avezado de los amantes, y de subirle la tensión al más rijoso de los mortales; y lo que no era la tensión…
        Ella me hacía sentir diferente. Mis recuerdos, esas imágenes que habían guiado inexorablemente mi existencia, que la vida había ido grabando dolorosamente a martillo y cincel, y aherrojando con particular saña entre las arrugas del alma, adormecidos, pero presentes durante años, no eran ya más que cicatrices cauterizadas por la lava incandescente del volcán con el que compartía mis días. Ahora eran mis sueños los que guiaban mis pasos, porque esos sueños se convertían en bellos recuerdos a cada momento que pasaba. Las imágenes de mi vida la tenían a ella como protagonista, veía mi existencia a través de sus preciosos ojos oscuros de mirada triste y melancólica y, sus ojos, eran capaces de afrontar la vida con una actitud totalmente diferente a como lo habían hecho los míos in illo témpore.
El tiempo ahora pasaba muy despacio, me sentía tan fuerte, tan vivo, que me creía capaz incluso de pararlo, o al menos de ralentizarlo, como en aquel impasse que estábamos, para deleitarme a cada instante, alejándome casi siempre de la sombra tenebrosa de la inseguridad que, de vez en cuando, lograba cubrirme con su lúgubre capa, desenterrando fugazmente alguno de aquellos recuerdos silentes. Ella adensaba mi vida, la llenaba, le daba sentido y contenido, y la enriquecía con argumentos nuevos e ilusionantes; algo que me sacaba una sonrisa cada vez que veía un cuadro donde figuraba cupido presto a lanzar uno de sus dardos; y allí había muchos.
        Y me gustaba estar con ella. Por primera vez en mi vida escuchaba más que hablaba. Me cautivaba su conversación, no sólo cuando hablaba de historia o de arte, temas que dominaba con amplitud y seguridad, y de los que disertaba con una facilidad innata, con la suficiente soltura como para improvisar una conferencia en cualquier momento del tema más variado, sino cuando lo hacíamos sobre cuestiones triviales, donde solía mostrarme la palmaria realidad con humor agudo e ingenioso y fina ironía, desmontando con lógica, destreza y acierto, cada uno de los complejos de hombre maduro y solitario que habían guiado mis pasos durante tantos años, haciéndome ver cuán ridículos eran mis pacatos, temerosos y conservadores argumentos.
        Y, aunque pueda parecer una contradicción, adoraba sus bellísimos silencios; aquellos remansos de paz con los que me obsequiaba cada vez que perdía su mirada, muchas veces a través del cristal de una ventana, y se abismaba en sus pensamientos. Yo me deleitaba contemplándola, sabiendo que aquello era parte de su forma de ser, a pesar de ser un espacio del que yo no formaba parte.
Recuerdo aquel día en Roma en el que tuvimos que entrar en una cafetería para refugiarnos de un impertinente aguacero. Ella se disgustó mucho porque sus planes se habían ido al traste, al no haberme podido obsequiar con aquel romántico paseo que me había prometido por los hermosos jardines de Villa Borghese, bajo el inmejorable marco del anubarrado y plomizo cielo romano. Tuvimos que salir corriendo de allí y, tras cruzar la Porta Pinciana, nos refugiamos en la primera cafetería que encontramos, el Harry´s Bar Roma. La recuerdo entrando como un vendaval, sorprendiendo a los trabajadores, enojada como una chiquilla. Con su natural lozanía mediterránea, se sentó con brusquedad, aunque mudó el rostro camaleónicamente al ver llegar al camarero. Con aquel desparpajo que la caracterizaba, le dijo que, si era tan amable de traerle una toalla para secarse el pelo, mientras trataba de ocultar que su rostro empapado no sólo llevaba agua, sino también lágrimas. El muchacho, sorprendido, no supo, o no quiso negarse, y corrió solícito a por ella, recibiendo a su regreso como premio una de aquellas sonrisas suyas que, aunque algo forzada, seguía siendo impagable. Después, intentando calmarse junto a una humeante taza de café, sin ganas de hablar, distrajo su mirada a través de la ventana en busca de su silencio, observando con detenimiento como las gotas de agua resbalaban lentamente por la cristalera como si se buscaran unas a otras, como si cada una de ellas fuera un pedazo del puzle de su vida con el que jugaba a encajarlo por fin. Yo sabía que era mejor dejarla tranquila, no interrumpirla. A pesar de que en aquellas situaciones me sentía tan alejado, durante breves instantes, me imaginé osando preguntarle si ya me había encontrado sobre la superficie de aquel cristal mojado, y si hacía falta que saliera a guiar mi gota hasta que se encontrara con la suya, para impedir que el azar tomara una decisión que yo no deseaba respecto a nosotros.
        Luego la recuerdo rompiendo su silencio, disculpándose conmigo por aquella tarde arruinada, como si aquel plan fuera lo más importante de su vida, dándole una envergadura que no tenía, al menos para mí, que me hubiera quedado hasta la eternidad allí sentado tan solo mirándola, que no me hubiera importado dar gracias al mismísimo Júpiter por haber abierto el cielo a aquella tormenta, y permitirme vivir esos instantes a su lado. Sara, con sus brazos acodados en la mesa y su expresión de niña al que le han despojado cruelmente de un sueño, me miraba con los ojos aguanosos, intentando vanamente ocultar que, de nuevo, estaba a punto de saltársele alguna impertinente lágrima de decepción y tristeza. Aquello formaba parte de su complejidad, capaz de vivir la vida con la insolencia de la juventud, con la lógica del materialismo, con la fuerza y el temperamento de una personalidad arrolladora, y de caer superada por la decepción, sumida en una profunda tristeza, porque el detalle más nimio de una de sus ilusiones se había ido al traste.
Después, se abandonó a otro de sus hermosos silencios y volvió a mirar por la ventana. Hubiera detenido el tiempo para poder disfrutar de aquella imagen robada para siempre, la viva imagen del desconsuelo, pero de una belleza indiscutible, de una hermosura virginal. Con el pelo ligeramente alborotado y las mejillas arreboladas, Sara se humedecía los labios pasándose de un lado a otro suavemente la lengua, aleteaba levemente la nariz inspirando fuerte, con el objetivo de evitar hacer pucheros, disipar aquellas lágrimas, y acallar aquella insignificancia que le atormentaba, parpadeaba lentamente como si cada vez que lo hiciera activara el obturador de la cámara de sus recuerdos; instantáneas que en ese caso hubiera querido que se velaran, y así poder aplacar la corajina interior que apenas era capaz de contener. Finalmente, se llevó el pelo con los dedos tras su oreja derecha, en un gracioso gesto inconsciente que repetía continuamente, y luego colocó su mano sobre la mía que estaba sobre la mesa, como si después de haberse abandonado a su silencio volviese a necesitar sentirme cerca, quizá reclamando consuelo, como una niña desamparada. Yo la retiré enseguida, y le enjugué una de aquellas lágrimas, acariciándole suavemente el rostro, dejando descansar finalmente mi mano sobre su mejilla durante unos instantes.
–Volveremos otro día –dije sonriéndole–.
Ella no fue capaz de devolverme esa sonrisa, pero descansó su mirada triste y melancólica sobre la mía para decirme con ella, que ya sabía que yo estaba allí, que siempre estaría allí, en aquella cafetería junto a Villa Borghese, esperando a que regresara de sus silencios para beberme sus lágrimas.

        –¿En qué piensas? –me preguntó sacándome de mis recuerdos–.
        –En Roma, y en la extraordinaria belleza de tus silencios. –Sara me miró emocionada, se abrazó a mí, apoyó su cabeza en mi pecho y no dijo nada. Así permanecimos un buen rato rodeados del bullicio de la abigarrada multitud que visitaba el museo, amparados por otro de sus maravillosos silencios en el que, volviendo a poner mi mano sobre su mejilla enjugué una sentida y furtiva lágrima, como en aquella cafetería junto a Villa Borghese.


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domingo, 26 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EL LAVATORIO DE TINTORETTO.


    Permanecimos en la sala 43 unos instantes viendo el resto de pinturas de los dos genios venecianos. Sara miraba a derecha e izquierda, probablemente intentando recordar qué es lo que había en las salas adyacentes. Finalmente rompió su silencio.
        –Mira… como ya hemos visto algo de Tiziano y de Veronés, y esto es tan grande…
        –Cuantas obras hay expuestas.
        –En total, algo más de 1700. Contando pinturas, grabados, dibujos, esculturas, artes decorativas…
        –¿Y pinturas?
        –Sobre 1150, creo.
        –Pues a este ritmo no nos da tiempo a verlas todas –ironicé–.
        –Para eso tendrías que vivir dentro.
        –Me lo pensaré, pero sólo si aceptas compartir habitación conmigo. –Le sonreí.
        –Dependerá de cómo te portes. Estás muy juguetón.
        –Es por tu culpa. Eres un ser pecaminoso. Fíjate que ahora mismo no me quito de la cabeza la apetitosa visión de ese hermoso escote y su contenido… –Sara, desconfiada, comprobó que el botón estaba abrochado, y me cogió del brazo.
        –Vamos. Ya sé dónde llevarte. Y como medida de precaución volveremos a la pintura religiosa.
        –No hace falta. Prometo portarme bien. Podemos seguir con temas profanos si quieres.
        –No me fio. En cuanto ves cuadros con mujeres ligeritas de ropa, o sin ella, te transformas en un anciano depravado. –Ella rio.
        –No hago más que apreciar la belleza del arte, y de un escote bien llevado. Aunque me resulta muy duro resistir a la tentación de hacer alguna locura con el monumento que llevo de guía. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo después de este amable piropo? ¿Podría cogerte por la cintura y…?
        –¡De la mano y chitón! –Sara se negó divertida, y me arrastró hacia la sala anterior, la 42, luego salimos al vestíbulo de la puerta de Goya, pasamos la sala 24, y nos detuvimos en la 25.
        –Sabes… a veces tengo la impresión de que la gente nos mira. –Mis palabras sorprendieron a Sara.
        –¿Por?
        –Hay una diferencia de edad evidente. Además, no hay más que vernos; tú eres una mujer que está como un pan de molde, y yo no llego ni a mendrugo reseco.
        –No seas bobo. ¡Qué miren lo que quieran! A mí no me importa.
        –Pues eso no les pasa a todas, hay quien le da toda la importancia del mundo. A lo mejor piensan que soy un creso, y que estás conmigo por mi enorme fortuna –comenté aludiendo a la fama de las riquezas de aquel legendario rey de Lidia. –Sara se sorprendió con mi palabreja. Seguidamente se puso seria.
–Mira… Allá cada cual con su conciencia. Lo importante es que no me pase a mí, digo yo. Las demás me importan un bledo, siempre y cuando no quieran llevarse a mi divertido vejete lúbrico –Sara soltó una carcajada–. No pienses en eso. ¿Eres feliz conmigo? –Esta vez al que le sorprendió la pregunta fue a mí–.
        –Creo que es obvio, ¿no? Quizá, demasiado feliz.
        –Pues como yo también lo soy, el resto, no nos interesa. Y nunca es demasiado tratándose de estas cosas.
        –Es que a veces no me creo que me esté pasando esto.
        –Entonces no es que te mira la gente, eres tú que te sientes inseguro. –Sara me cogió de las manos y se puso delante de mí.
        –Puede ser –apunté con cierta tristeza–.
        –Eres un tontorrón, y no sabes lo que me gustas… –Entonces ella se puso de puntillas, y me besó en los labios en el medio de la sala.
        –¡Morid de envidia plebe! –exclamé elocuente–.
        –¿Y ahora vas a dejar de pensar en esas cosas y vas a disfrutar de este día conmigo y en el Museo?
        –Lo que tiene que hacer y decir uno para recibir el cariño que merece –le susurré jocoso al oído mientras la abrazaba. Luego, ella me soltó el correspondiente y merecido puñetazo en el hombro, me sonrió, me volvió a coger de la mano, y se dirigió ante un enorme lienzo que yo ya conocía.
        –Tengo el brazo dormido.
        –Te lo mereces por candongo, y por no controlar esa mente calenturienta. –Sara rio juguetona.
        –“El lavatorio” –afirmé–.
        –¿Seguimos entonces? Veo que conoces la obra.
        –Sé el nombre y el autor. Imagino que alguna vez lo tuve que estudiar, pero de eso hace ya muchos años.
        –Pues vamos a ello. Tintoretto es el tercer gran maestro de la escuela veneciana del s. XVI. En el año 2000 se restauró y se hizo un estudio muy completo de esta obra fechada en 1547. Se ha concluido que es autógrafa de Jacopo Tintoretto, reafirmando lo que ya se pensaba en el Prado, y desmintiendo algunas opiniones que la mantenían como copia. La obra formó parte del encargo de dos grandes lienzos, de las mismas dimensiones, que le hizo la Scuola del Santísimo Sacramento de la Iglesia de san Marcuola de Venecia, para colocarlos en el presbiterio; nuestro “Lavatorio” iría colocado en la parte derecha frente a una “Ultima cena” que aún se puede contemplar allí. Se sabe que el cuadro perteneció a Carlos I de Inglaterra y que, en época de Felipe IV, el embajador Alonso de Cárdenas, lo compró para el rey. También sabemos que Velázquez lo colgó en la sacristía del escorial en una situación que permitía su correcta contemplación, lo que nos demuestra que el genio Sevillano sabía lo que hacía. Bajo unas arquitecturas clásicas que pueden identificarse con Venecia por el canal y las barcas, Tintoretto refleja el momento evangélico en el que San Pedro se acaba de negar a que Cristo le lave los pies, y este le dice que si no accede no podrá seguirle. Cristo lleva un paño blanco atado a la cintura para secar los pies de los apóstoles; es símbolo de pureza. Le está insistiendo a San Pedro para que meta el pie en un cubo señalándoselo (el evangelio decía que era un lebrillo), mientas San Juan espera con un aguamanil, y otro paño blanco en las manos. El resto de apóstoles están representados en diversas posturas y actitudes, quitándose ropa o sandalias, sentados en la mesa… Es curioso que la mitad de los discípulos no interactúan con nadie mientras la otra mitad sí lo hace por pares, Pedro y Juan en la escena junto a Cristo, dos en la mesa, uno que parece que se va a levantar mientras su compañero permanece absorto, con la mirada perdida, y la graciosa pareja del que le está quitando las calzas al otro.
        –Menuda pelea tiene con la prenda el muchacho –bromé–.
        –En esto hay quien ve la influencia de varios amigos de Tintoretto que se dedicaban al teatro, que gustaban de incluir escenas satíricas y humorísticas en sus obras más sacras. Y lo fundamental es que el lienzo está diseñado para ser visto desde nuestro lado derecho. Si la miramos de frente, como ahora, quedan muchos espacios vacíos, y las figuras parecen aisladas y no tienen mucho sentido. El perro queda en el centro del cuadro alzándose como la figura más importante, y lo más ilógico, la escena principal, y que da título a la obra, queda en el extremo de un lienzo de más de 5 m.
–Será por alguna causa, imagino. De todos modos, elabora algunos escorzos meritorios como el de esa escena jocosa, y el del apóstol del lado izquierdo que se está quitando la sandalia.
–Correcto. Y se pintó así ya que era este lado desde donde iban a verlo los feligreses, recuerda que te dije que colgaría de la parte derecha del presbiterio en San Marcuola. El lienzo se estructura en torno a una diagonal que parte del pie de San Pedro, pasa por el brazo de Cristo y la mesa, para acabar en el punto de fuga que está en el arco de triunfo del fondo, al final del canal. Así, la escena principal toma protagonismo, el perro lo pierde, y el gran personaje de la derecha acaba cerrando la composición.
        –Pues sí que cambia la cosa, sí –Ya nos habíamos situado en el lugar que Sara juzgó conveniente para la correcta lectura de la obra–. Todavía recuerdo cuando me hiciste deambular ante aquel cuadro del Greco en el Museo de Santa Cruz, que tenía un ángel con túnica ocre en el extremo derecho inferior.
        –Ya. Es “La Inmaculada Concepción de la capilla Oballe” que pintó el cretense para esa espacio de la iglesia de San Vicente Mártir de Toledo. Cierto, él sabía que se entraba a la capilla por ese lado derecho. Por eso diseño esa composición central “serpentinata” que nace en el enorme ángel escorado y que continúa en la Virgen; el cuadro se ve diferente si lo miras desde cualquier otro ángulo. Aquí pasa lo mismo, pero acentuado por la gran perspectiva con la que juega.
–Vale.
–Más cosas… La Scuola del Santísimo Sacramento se dedicaba a proteger el culto de la Eucaristía. Por eso eligió el tema del lavatorio que es el momento evangélico previo a la última cena, y símbolo de la humildad. Como reflejo de lo que nuestro lienzo tenía en frente en aquella iglesia, la otra obra de Tintoretto, “La última cena”, pintó, sobre la cabeza de Cristo, el mismo tema, pero de forma muy esquemática; apenas esboza las túnicas y las cabezas con nimbo, con pinceladas sueltas bajo ese fondo arquitectónico. Se sabe que Tintoretto elaboró primero todo el escenario, sin personajes, y luego los añadió, y que tenía una forma curiosa de diseñar sus composiciones; reproducía lo que iba a pintar, e incluía figuritas de barro para ver como quedaban, y poder así analizar las sombras que creaban. Respecto al perro, es probable que lo pintara Jacopo Bassano, artista que se había especializado en figuras de animales, y que era amigo de Tintoretto; tiene un cuadro donde pinta la misma imagen “Dos perros de caza atados a un tocón de árbol”. Incluso hay quién dice que Tintoretto pudo inspirarse en “La última cena” de Bassano, pintada unos meses antes, para crear la suya.
–Interesante.
–Hay tanto que ver que los hemos dejado atrás. Creo que en la sala 40 hay varios cuadros de los hermanos Bassano; fue una familia importante dentro de la escuela veneciana.
–Y también influyeron en el Greco, según me dijiste en Toledo.
        –El paso por Venecia del candiota cambió su pintura; de los Bassano se quedó con el problema de la iluminación, los efectos nocturnos, el uso de la luz artificial… Pero eso ya lo veremos, aquí al lado hay unos cuantos cuadros del Greco.
        –Y… un par de detalles que a mí me llaman la atención. Acércate todo lo que puedas al centro del lienzo. Fíjate en esas tres figuras bajo el arco del punto de fuga, están elaboradas con arrastres y pincelas aisladas, y el que más me gusta, el de barca de la derecha que se acerca por el canal, observa la sombra que proyecta sobre el agua, es genial.
        –Es una maravilla, aunque jamás lo hubiese visto.
        –Hay que pasar mucho tiempo frente a ellos para ver ciertas cosas. Y eso es todo lo que se me ocurre ahora.
–Que ya es una barbaridad. Estoy pensando que como me hagas andar de un lado para otro de cada cuadro… ya sabes que tengo cierta edad.
–Será física, mental… eres igual que un crío. Quizá para algunas cosas hayas llegado a la pubertad. –Sara rio.
–Tengo un desarreglo hormonal de mil demonios –añadí poniéndome frente a ella y tomándola de la cintura–. Estoy pensando en que esta noche me deberías dejar acerté un lavatorio, pero de todo este hermoso continente –dije bajando mis manos unos centímetros.
–No seas tan cursi. ¿Hermoso continente? –Sara rio–. Si sigues bajando las zarpas sí que te van a mirar –añadió divertida, mientras yo me incomodaba y las retiraba. Luego me susurró unas palabras al oído que resultaron ser una proposición de cómo quería que sucedieran las cosas en el lavatorio que le había propuesto que, por su contenido y mi discreción, no puedo, ni debo reproducir.
–Creo que me estoy poniendo enfermo… –dije abanicándome ostentosamente con ambas manos.
–Y colorado, muy colorado. –Rio ella guiñándome y mordiéndose otra vez el labio inferior, coqueta y sensual, mientras tiraba de mí ya hacia otro cuadro.

viernes, 24 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. MOISÉS SALVADO DE LAS AGUAS Y MAGDALENA PENITENTE DE PAOLO VERONÉS.


       Sara tenía razón, “La bacanal de los andrios” era un cuadro soberbio. Y aquel desnudo de la ninfa era de una belleza arrobadora. Quien sabe si aquella contemplación, de un erotismo indudable, había sido la causante de que nuestro paso por la sala 42 hubiera concluido de la mejor de las maneras, con un beso a hurtadillas.
–No te rías. Me pareció que el San Jerónimo penitente estaba algo molesto con nuestra actitud. Y no metas ruido no vayamos a despertar a la muchacha del banco –le comenté a Sara divertido, mientras ella ya cavilaba sobre nuestro próximo destino.
        –Vamos a la sala de al lado, creo que es la 43. Hay varios cuadros interesantes. No sé si te lo he dicho, pero me encanta la pintura veneciana. El hecho de que influyera tanto en los grandes maestros del barroco como Rubens o Velázquez, avalan su importancia; ni que decir tiene lo que supuso para el Greco.
        –De lo del Greco creo que me hablaste en Toledo. El color.
        –Seguramente lo hice. Hablo mucho –añadió sonriéndome-.
        –Mucho y bien, que es lo interesante.
        –Bueno, también es que a ti te gusta lo que te cuento.
        –A mí me gustas tú. Toda tú. Y esa cabecita loca también. Ya me advirtió Esther de que eras una mujer… especial.
        –No creo que dijera eso precisamente.
–Textualmente no. –Le sonreí y le guiñé un ojo.
–Los dos juntos podéis llegar a ser peligrosos. Pasasteis poco tiempo sin que yo estuviera delante, pero creo que os dio para mucho.
        –Cierto, para unas cuantas cosas… que no lograrás sonsacarme.
        –Ni siquiera si te ofrezca algo a cambio. –Sara se abrazó a mí en medio de la sala y me miró fijamente, acariciándome el rostro con el rostro de su mano con mimo.
        –¿Qué es lo que quieres saber? Estoy dispuesto a confesar lo que sea. –Sara rio, me volvió a besar furtivamente, esta vez en la mejilla, me cogió de la mano y comenzó a pasear ante los cuadros.
        –La mayor parte de pinturas de la sala son de Tiziano, como por ejemplo ese “Cristo camino del Calvario” que fue muy del gusto de Felipe II, quien lo llegó a tener en su oratorio privado en el Escorial, o las dos Dolorosas,  la “Dolorosa con las manos abiertas” y la “Dolorosa con las manos cerradas”, obras muy queridas por su comitente, Carlos V, incluso se las llevó a su retiro en Yuste. Dado el origen del encargo te puedes imaginar que los materiales utilizados fueron de calidad; en la de las manos cerradas, Tiziano utilizó lapislázuli para elaborar el manto, y para la de las manos abiertas, por deseo del emperador, pintó sobre mármol. Pero vamos a dejar un rato tranquilo al maestro veneciano, y nos detendremos ante esta obra de Paolo Caliari.
        –No tengo el placer de conocer al caballero.
        –Seguro que sí.
        –Ya te digo yo que no.
        –Paolo Veronese.
        –Va a ser que sí, entonces. Me has hecho trampas. –Sara sonrió.
        –Tomó el apellido de su Verona natal.
        –Este cuadro es una delicia, se trata de “Moises salvado de las aguas”. Verones es, probablemente, el artista que más metros cuadrados pintó, pero hizo más de una incursión en el pequeño formato, esta fue una de ellas.
        –No le quedó mal, no –afirmé agradado-.
        –El autor nos representa, a su manera, la escena bíblica en la que la hija del faraón encuentra el canasto que lleva a Moisés, tras ser abandonado a merced del Nilo para evitar su muerte; el faraón ejercía un curioso control de natalidad sobre los esclavos israelitas, los mataba. –Sara se mostró sardónica.
–Muy ortodoxa no parece.
–Veronés pinta una escena cortesana campestre más que religiosa; ni las ropas son de la época, ni el paisaje corresponde a Egipto. Bajo un cielo azul con nubes blancas y un fondo de arquitecturas venecianas, recorta dos árboles en forma de V. Si te fijas, verás que las dos figuras que están delante de ellos, en el centro de la composición, siguen la misma disposición. Y en primer término se desarrolla la escena en torno a una media luna que parte de la esclava negra de la izquierda, que lleva el canasto, y concluye en el bufón de la derecha, personaje que era habitual en cualquier corte europea que se preciara. A la izquierda, dos damas, ajenas al hecho principal, se bañan en enaguas mientras, en el centro, la dueña vestida de azul va a hacerse cargo del niño que le presenta otra doncella para envolverlo en un paño. La hija del faraón es representada con suntuosidad, como una cortesana de la alta sociedad veneciana, con un vestido de brocado adornado con perlas. Veronés se revela preciosista en la elaboración de esta figura.
        –Virtuosista –asentí–.
        –En cuanto al color, hay un predominio de tonos verdes, azules, grises, blancos, pero los ojos te llevan a la figura de la hija del faraón y su magnífico vestido, y a las tres protagonistas que ha pintado con tonos cálidos que son, la esclava de la izquierda y el enano en primer plano, y la dama del fondo, que parece cerrar y dar profundidad a la composición.
        –Me haces apreciar cosas en las que jamás hubiera reparado.
        –Ya te dije que es cuestión de observar, y de entrenarse.
        –Que te crees tú eso. Hay que saber.
        –Bueno, algo sí. –Sara me sonrió.
        –Y la otra pintura que quería enseñarte es esta bellísima “Magdalena penitente”, también de Veronés. En claro contraste con la anterior, en este cuadro, Veronés no se muestra tan detallista, y recorta la figura sobre un fondo oscuro donde apenas se distingue la vegetación, del que surgen un crucifijo, un libro abierto sobre una roca, una calavera y unas ramas con hojas que simbolizan, respectivamente, la redención, la sabiduría, lo efímero de la vida, y el retiro y la meditación en soledad. Estos accesorios no distraen para nada de la contemplación de la santa, pero nos acercan a parte de su iconografía tradicional. Después del Concilio de Trento las imágenes votivas de la Magdalena tuvieron que ser elaboradas con más recato a la fuerza. Veronés no fue ajeno a ello puesto que ya sabía cómo se las gastaba la Inquisición, que ya le había llevado a juicio por el contenido de otra obra. Así que nos presenta a la santa con un amplio escote que cubre parcialmente, como era del gusto, con su larga y espectacular melena rubia, dejando únicamente un hombro desnudo, porque el pecho se lo tapa pudorosamente.
        –Una pena. Esas carnaciones tienen un extraordinario aspecto. Creo que la composición ganaría enteros si ella se soltara el pecho, y si se echara el pelo hacia atrás, como la ninfa de la bacanal –bromeé–.
        –¡Viejo verde!
        –¡Cruel provocadora! Eliges pinturas que incitan a... –Me acerqué para besarla–.
        –¡Déjame acabar, pesado!¡Quita! Ten un respeto a la santa  –Sara dejó que lo hiciera, a pesar de todo se divertía con mis zalamerías, y continuó–. La santa vuelve su bello rostro hacia la luz divina, y viste una preciosa túnica carmesí que también hace alusión a la pasión, a la sangre derramada por Cristo. Fíjate cómo, con pequeñas pinceladas, acentúa la incidencia de la luz en las partes que le interesa, sobre los labios, en la nariz, en la lágrima construida con un fino trazo, o en sus bellísimos cabellos. En cuanto a la vestimenta, degrada el color acorde a la iluminación que recibe, creando las sombras pertinentes en los pliegues, y arrastrando el pincel con color blanco en aquellas partes donde incide más la luz celestial.
        –Lo dicho, se me escaparían todos esos detalles. Eso sí, el rostro es precioso.
        –Es muy hermoso y expresivo. Su gesto me parece de emoción, ¿tú que crees?
        –Sí, bueno… parece que llora. Te repito que eres tú la que ves. Yo veo cuando me lo dices.
        –Pues observa. Se me ocurre que respecto a la posición de los brazos podríamos interpretar dos cosas. Es una Magdalena penitente, luego cubre su pecho en señal de arrepentimiento y llora emocionada, sorprendida ante la presencia divina.
–Correcto.
–Pero si nos atenemos al acto de cruzarlos sobre el pecho es más un gesto de aceptación emotivo ante la revelación divina, lo mismo que en la iconografía de la Anunciación, que acepta el encargo de Dios Padre de ser la Madre de Cristo.
–Estás rizando el rizo.
–Se me ocurre eso al mirar.
        –Entonces resultaría complicado distinguir la intención del autor, porque a la vez que cruza los brazos se tapa el pecho. En fin, tú eres la que sabe.
        –Yo de esto sé cuatro cosas. De lo mío algo más.
        –Pues si de esto sabes poco, no te imagino dando una conferencia, o una charla sobre la Edad Media.
        –Te quedarías dormido.
        –No creo. Es una delicia escuchar a mi ninfa –le sonreí–.
        –¿Ninfa vestida, o desnuda como en el cuadro de Tiziano? –Sara coqueteó haciéndome una mueca–.
        –Sin ninguna duda vestida. Desnuda, mi mente no se centra del todo en tus palabras, y suele atenerse más a la consumación de los hechos, ya sabes, aquello del goce de la carne –dramaticé mi discurso enarcando repetidas veces las cejas.
        –Pues como tu ninfa lleva un pantalón vaquero, blusa y chaqueta, lo dejamos ahí y seguimos, ¿de acuerdo?
        –Es toda una decepción, pero me sacrificaré en aras del conocimiento. No obstante, quería dejar constancia de un hecho que puede resultar relevante –apunté pomposo y continué–. La ninfa tiene desabrochado un botón más de lo debido, y su ropa interior, de albura refulgente, se me da a conocer con libertad, gracias a un insinuante y apetecible escote. –Entonces retiré mi cabeza hacia atrás teatralizando el momento.
        –¡Serás cochino! ¿Por qué no me has avisado? ¿Hace cuánto que lo sabes? –Sara, apurada, procedió a abrocharse-.
        –Hace ocho a diez salas. –Ella me soltó un buen puñetazo en el hombro.
–¡Caray! Era mentira, me acabo de dar cuenta. Seguro que fue después del arrumaco junto al San Jerónimo penitente de Lorenzo Lotto.
–Y eso como lo sabes.
–Pues porque fue la última vez que intenté ver, subrepticiamente, el color de tu ropa interior a través del escote y, de paso, de lo que hay debajo si hubiese sido posible. Ese botón me lo impidió –comenté juguetón­–.
–¡Eres un sátiro …! –Sara rio divertida, se había puesto algo colorada–.
–Contumaz. Sátiro y contumaz. Seguro que volveré a hacerlo –concluí simulando resignación–.
–Vamos. ¡Si es que no hago vida de ti! –me ordenó finalmente con fingida contundencia y resignación, mientras meditaba de nuevo dónde detenerse.

miércoles, 22 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. LA BACANAL DE LOS ANDRIOS Y LA OFRENDA A VENUS DE TIZIANO



      Nos dirigíamos al próximo destino planificado por mi bella Cicerone, la cercana sala 42, cuando ella se detuvo.
        –Por cierto, ¿sabes dónde está el lienzo más grande del mundo?
        –Por lo que me has dicho, imagino que en Venecia.
        –Frio, frio…
        –¿Frio yo? A tu lado ardo de pasión y deseo. –Le hice una carantoña.
        –No seas borrico.
        –Pues, tú dirás.
        –En Albacete.
        –¡No puede ser! –exclamé, soltando luego una imprevista carcajada–. ¿En Albacete?
        –Te cuento. Es que son historias que me gustan mucho. En 1949, El papa Pio XII decidió crear la diócesis de Albacete. Para ello había que asignarla un territorio, puesto que antes era sufragánea de la archidiócesis de Valencia.
        –Y te quejabas de mí con el tema de las palabras –ironicé.
        –Vamos… que dependía de la jurisdicción y autoridad de Valencia.
        –Imaginaba.
        –Para ello tuvieron que adjudicarle parroquias que antes pertenecían a las diócesis de Cartagena, Cuenca y Orihuela-Alicante, y a la archidiócesis de Toledo. Creo que me estoy enrollando.
        –El lienzo. Ibas a explicarme lo del lienzo –ironicé de nuevo.
        –Ya. El caso es que el primer obispo que tuvo, Arturo Tavera, se encontró con que su catedral, la de san Juan Bautista, presentaba un aspecto desangelado, con las paredes desnudas, después de haber sido saqueada en la guerra civil, y decidió decorarlas. El obispo había oído hablar de un artista que era presbítero, natural de Ayora, D. Casimiro Escrivá, que tenía cierta fama por haber expuesto en varias galerías incluso fuera de España. Y el sacerdote aceptó el reto de decorar toda la iglesia; casi mil metros cuadrados de paredes fueron cubiertas con sus lienzos adosándolos a la piedra. Tardó 4 años, de 1958 a 1962. Es la obra en lienzo más grande realizada por una sola persona, sin ayuda de discípulos.
        –Meritorio. Muy meritorio.
        –Y reflejó escenas bíblicas, y otras más actuales. A su obra se la conoce popularmente como “El lienzo de D. Casimiro”.
        –Habrá que ir a Albacete a verlo.
        –Uno de tantos sitios con cosas que ver. Entremos en la Sala.  –Sara concluyó su disertación y me invitó a entrar en aquel espacio. Percibí un importante cambio de luz. La gran galería de la que veníamos estaba más iluminada.
        –Y este es el cuadro.
        –¿Dónde está ese desnudo…? –bromeé.
        –Aquí. Alégrate la vista, ensaliva, pero no salpiques. –Sara rio.
        –Esta muchacha tiene un aspecto delicioso. Cierto, se le hace a uno la boca agua.
        –Anda… Vamos a ver el cuadro no sea que tenga que pedir una fregona al servicio de limpieza para recoger las babazas que estás dejando. –Ella volvió a reír divertida
        –Ciertamente, ha aumentado mi secreción salivar.
        –¡Qué fino! –Sara se puso seria–. Estamos ante “La bacanal de los andrios”, también de Tiziano.
        –Hablando en serio. Me parece un cuadro extraordinario.
        –Lo es. Es uno de mis preferidos. Y ese desnudo es maravilloso.
        –Sí tuviera que quedarme con una de las dos… –comenté cogiéndola por la cintura.
        –Ya. Imagino que harías el esfuerzo de quedarte conmigo porque soy algo más real.
        –Es probable –le sonreí besándole luego la mejilla.
        –Anda, cuentista, déjame seguir. En 1517, Alfonso I de Este, III duque de Ferrara, decidió encargar a Tiziano tres cuadros para decorar una estancia de su palacio, el llamado “Camarín d’alabastro”. Primero pintó el que tenemos al lado, “Ofrenda a Venus”, luego “Baco y Ariadna” que está en la National Gallery de Londres y, finalmente, la bacanal. –Sara ya estaba con el móvil en la mano para enseñarme el único que no podríamos admirar, el que estaba en Inglaterra.
        –¡Vaya cuadro! Menudo colorido, ese azul es precioso.
        –Es una serie de cuadros fantástica. Para realizar la bacanal y la ofrenda, los dos que podemos ver en vivo, recibió precisas instrucciones de que siguiera lo escrito por el clásico griego Filóstrato en su obra “Imágenes”. “La bacanal” es mi debilidad. Tiziano pinta una escena que se desarrolla en la isla de Ándros, donde un abigarrado conjunto de personajes disfruta de una fiesta abundantemente regada con vino. Compositivamente es una maravilla, dada la dificultad de representar tantas figuras en las más variadas posturas y actitudes, y con su personal grado de afectación alcohólica. La ninfa es para mí el mejor desnudo que pintó el genio veneciano. Dormida y desinhibida por los efectos de la bebida, la joven ha llevado su brazo derecho bajo su cabeza dejando expuesto su cuerpo al completo, al haberse deslizado sobre él esa leve túnica blanca. Su brazo izquierdo ha dejado caer una vasija vacía. Su cuerpo nacarino, bello y escultural, se ofrece voluptuoso y extremadamente sensual al espectador. Su rostro sonrosado por los efectos del vino contrasta con el color del resto de carnaciones…
        –No sigas que me estoy alterando…. –bromeé sin que ella me hiciera caso.
        –Si partimos de la parte de arriba vemos que enmarca la escena dentro de un precioso paisaje de cielo azul con nubes blancas, con un barco al fondo que parece partir, quizá lleve a Baco después de haber dejado en la isla a sus seguidores para que disfruten de la fiesta, y una frondosa vegetación, entre la que destaca, en el árbol de la derecha, un pavo real, y a la izquierda de la pintura, las parras que trepan por los árboles cargadas de jugosos racimos de uvas. Al fondo, a la derecha, hay un anciano con un tono de piel sospechosamente rojizo sobre hojas de parra y racimos de uva. Se trata de la personificación del río de vino que la mitología dice que Baco creo para sus acólitos, y que puedes ver como discurre en el primer plano de la escena. Del grupo de personajes centrales destacan, como te decía, sus diferentes gestos y poses, unos bailan, otros parecen charlar, uno sirve vino a una mujer, el del centro parece buscar impurezas en el vino, uno casi sale de la escena con el cántaro que acaba de llenar… Te voy a señalar algunas cosas más. Las dos mujeres que parecen hablar, abajo, en el primer plano…
        –Localizadas.
        –Descansan cada una con una flauta en la mano, quizá después de interpretar la partitura que yace al lado; una canción que reza: “quien bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber”. Y el gracioso niño que está al lado sube su túnica con descarada inocencia y …
        –¡No fastidies! ¡Está meando! Es increíble se ve el chorrillo saliendo de…
        –Orina en el río de vino, y simboliza la risa. Resulta gracioso que el niño esté haciendo sus necesidades sobre el vino, mientras en el lado izquierdo aparece un personaje que está llenando su jarra del mismo cauce.
        –Me gusta mucho el cuadro. Desde luego el desnudo es maravilloso, sensual, provocador.
        –No te emociones –Sara rio–. Hay quien dice que esa figura es un añadido a la composición inicial, quizá un encargo del mismo comitente para su disfrute privado. Fíjate en algunos detalles como el de la trasparencia de las copas del suelo y el de la túnica en el brazo derecho de la mujer desnuda, o la sutileza con que diferencia el color de la piel de la ninfa con los dedos del pie derecho manchados de vino igual que las piernas del niño.
        –Muy logrado, sí señorita. Y el niño orinando es graciosísimo.
        –Una última cosa. La firma.
        –No la veo.
        –Claro porque no le quitas ojo a la sugerente ninfa.
        –Es probable.
        –Hay más mujeres en el cuadro.
        –Pero llevan ropa.
        –Pues fíjate en ellas un poco. Una parece llamar la atención de la otra, bajo la escrutadora mirada del hombre de al lado, que no pierde detalle mientras llena su jarra. La muchacha que vemos de frente lleva la firma en el escote “TITIANUS F”, Titianus fecit (Tiziano lo hizo en latín), y una violeta, dicen que haciendo referencia a su amante, a la que adoraba, cuyo nombre era Violante. Hay quien afirma que su rostro es un retrato de ella.
        –¡Qué cuadro más hermoso! Y ese desnudo…
        –Me parece que solo te interesa esa parte del cuadro.
        –Ahora que lo dices, el resto es bonito, pero el cuerpo de esa muchacha…
        –Anda, vejete salaz. Vamos a echar un vistazo a “la Ofrenda a Venus”. Igual viendo sólo amorcillos desnudos te despejas.
        –Seguro que miraré de reojo al cuadro de al lado. –Sara rio.
        –En este cuadro Tiziano nos muestra una escena repleta de amorcillos, en la mitología griega se los denominaba Erotes, y en el renacimiento Putti. Algunos de ellos aparecen volando entre los árboles, trepando y arrancando las manzanas que luego quedan desperdigadas por el suelo. El resto de amorcillos se esparce por el prado desordenadamente. Fíjate que cada uno presenta una actitud diferente; al fondo bailan, unos recogen frutas, otros se pelean, otros se besan, uno va a lanzar su flecha, dos ofrecen un cesto a la diosa Venus, que aparece en forma de estatua. Observa en el centro como se abre un pequeño claro donde un Erote coge una liebre. Este animal se relaciona con Venus, como símbolo de fertilidad, deseo o reproducción. En el lado derecho aparecen dos ninfas parece que mirando algo que está fuera del cuadro.
–Mirando fuera sólo veo una.
–Fíjate bien. Una gira la cabeza, pero la otra mira hacia un espejo.
–Muy sutil.
–Recuerda que estos cuadros fueron un encargo para una estancia determinada donde ya había otras obras de arte. Cada obra iba en un lugar preciso, y ese puede que sea el motivo que de sentido a esta escena. Estarían mirando hacia otro cuadro, o quizá hacia una estatua de la diosa que hubiera en el “Camarín D’alabastro”.
–Es bonito, pero me quedo con el anterior.
–Eso ya lo sabía yo.
–¿Podemos…? –pregunté a Sara con el deseo de volver hacia atrás, señalándoselo con la cabeza.
–Pues claro. Pero no te quedes lelo mirando a la ninfa.
–Eso será fácil, a no ser que mi bella acompañante se muestre celosa y me ofrezca algo mejor. –Sara giro la cabeza hacia los dos lados, observó que no había nadie más que una turista oriental sentada en un banco detrás de nosotros, que se había quedado dormida mientras descansaba y, discretamente, me beso en los labios con suavidad.
–¡Qué bien sabe mi ninfa! –exclamé volviendo mi rostro hacia un lado al instante–, y usted perdone, no le había visto –me disculpé de un “San Jerónimo penitente” de Lorenzo Lotto que, arrodillado, me pareció escandalizado ante lo que había presenciado –Sara no pudo reprimir una carcajada.

martes, 21 de abril de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. FELIPE II OFRECIENDO AL CIELO AL INFANTE DON FERNANDO DE TIZIANO.


      Durante unos instantes, permanecimos en silencio frente a la obra. Era evidente que Sara acostumbraba a hacerlo y, ahora, parecía que me invitaba a que yo me habituara también para que pudiera digerir todo lo que me contaba sobre los cuadros; quizá incluso con el fin de que hubiera alguna duda o pregunta postrera que aclarar.
A pesar de mis bromas, yo me deleitaba escuchándola. Sentimientos aparte, algo que obviamente te convierte en parcial, oírla hablar de aquellas pinturas con aquel entusiasmo me emocionaba, me enorgullecía y, sobre todo, me hacía sentir un privilegiado. Además, junto a ella, disfrutando de ella, la vida era muy diferente. Hasta el día que la conocí, independientemente de que fuera en aquellas circunstancias tan especiales (perdón por el inciso del autor, pero para saber cómo nos conocimos tendréis que esperar a que se publique mi libro “Tiempos de sombras”), era como si la vida no hubiera sido más que una broma, una insoportable broma macabra. Todo lo que me rodeaba tomaba sentido junto a Sara, mi vida tenía color mirándola a través de sus preciosos ojos oscuros de mirada lánguida. Sentía como si Eolo hubiera soplado con fuerza y hubiera disipado el gris plomizo y pesaroso que había anubarrado mi existencia durante tantos años, para dejar un horizonte azul y despejado, limpio e ilusionante del que gozar.
        Admirando el cuadro y centrifugando aquellos bellos pensamientos, ella intervino:
        –Ahora que hemos entrado de lleno en la pintura de la escuela veneciana del renacimiento tengo que contarte algo. ¿Has reparado en el tamaño de los cuadros?
        –Por lo que se puede ver en esta galería, la mayoría son de gran formato.
        –La escuela veneciana fue la creadora de los grandes lienzos. Y la causa no es otra que la humedad de Venecia. Allí la pintura al fresco se deterioraba muy rápido, y buscaron esta solución.
        –¿Y por qué no la tabla?
        –Hay varias razones, primero el peso y el transporte, la madera pesa mucho más, y el lienzo es más liviano y se puede enrollar.
–Claro, lógico.
–Pero hay más. Su precio. La tabla es mucho más cara porque requiere una costosa elaboración; hay que elegir el árbol adecuado, cortar las tablas en la orientación precisa y dejar secar la madera, y algunas tardaban varios años en hacerlo. Y luego está el tema del tamaño, las tablas están limitadas al grosor del árbol, luego un cuadro grande necesita de la unión de varias tablas, lo que aumenta la posibilidad de que se agriete con el transcurso del tiempo y los cambios de temperatura y humedad. Ahora vamos a ejercitar tu memoria. –Sara me sonrió y apoyó su cabeza en mi hombro.
–Ya sabes que con la vejez… aunque a tu lado me siento rejuvenecido –bromeé pícaro–.
–Te advierto que sigo en el pedestal. Soy intocable –Sara rio–. ¿Recuerdas “El expolio” del Greco?.
–Por supuesto. Tu amiga Esther nos lo explicó con todo lujo de detalles en la Catedral de Toledo.
–Pues ella nos dijo que estaba hecho sobre una sola pieza de tela, la que habitualmente utilizaba el genio de Candía, lienzo de mantel, y su tamaño es… –Sara consultó su móvil–. 285 x 173 cm. Además, si se quiere un lienzo más grande se puede coser otra tela, y no hay riesgo de que se agriete como la tabla.
–Interesante.
–Evidentemente cambiaron las técnicas en cuanto a la preparación del soporte, y la imprimación que se le daba antes de empezar a pintar sobre ella. No era lo mismo pintar sobre madera que sobre tela. Luego estaba el tema del brillo; el lienzo da como resultado una pintura con un tono más mate, y esto se solucionó aplicando barnices una vez concluida la obra. Muchos pintores alternaron los dos tipos soportes, caso destacable fue el de Rubens, y en el pequeño formato se siguió utilizando la tabla, sobre todo en la pintura flamenca, pero desde el renacimiento predomina el lienzo.
–Caray. Es toda una ciencia.
–Ya te dije que tenemos en el museo un departamento de documentación técnica y de restauración puntero en el mundo. Puedes ver videos de cómo trabajan en su web y en youtube, es algo fascinante.
–Seguro que lo haré.
–¿Continuamos?
–Cuando quieras. Después de esta clase magistral, seguro que viene otra. Tenía que haberte conocido antes, te hubiera contratado como asesora de novelista en temas histórico-artísticos, y me hubiera ahorrado muchas horas de investigación.
–¿Sólo me hubieses querido para eso? –Sara me miró y se mordió sensualmente el labio inferior.
–Eres un veneno, un súcubo desalmado. Ahora que estaba yo tranquilo… –comenté resignado mientras ella reía y, de la mano, me conducía hasta nuestra próxima parada, en la misma sala 24–. El movimiento de tus labios me ha carpido. No puedo dejar de pensar en ellos.
–Lo de las palabrejas tiene su guasa. Nadie las usa, ¿súcubo, carpido? –Sara rio–.
–¡Me obnubilas! –exclamé enfático.
–Ahora céntrate, es una orden –añadió sonriendo, teatralizando ligeramente nuestra llegada ante el cuadro, señalándomelo con la mano aparatosamente.  
–Lo intentaré, pero no garantizo nada. Este ha sido un golpe bajo, cruel e inesperado.
–Como te dije antes, este es “Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando”, también de Tiziano. Fue un encargo que le hizo Felipe II para conmemorar dos hechos importantes que se habían dado en 1571, la victoria de Lepanto frente a los turcos y el nacimiento de un heredero; en aquel momento, el infante don Fernando era la nueva esperanza de la monarquía a la hora de perpetuarse.
        –Que pronto se frustró, según me dijiste el niño murió siendo un crío –comenté tratando de apartar mis últimos pensamientos observando la pintura.
        –Exacto. Estamos ante una de las obras más tardías de Tiziano. De hecho, debía de estar retirado cuando le llegó el último encargo del rey. La obra se fecha 1573 y 1575; teniendo en cuenta que murió en 1576, puedes hacerte una idea.
        –Si no recuerdo mal fue un hombre longevo.
        –Murió a los 86. No te equivocas.
        –Me parece que a esas alturas de su vida no estaba ya ni para sostener un pincel. –Sara sonrió.
        –Probablemente no. Tiziano recibió instrucciones precisas de lo que Felipe II quería que pintara, y para ello se le enviaron unos bocetos y un retrato del rey elaborados por Sánchez Coello, pintor de corte en aquel momento. Tiziano había retratado a Felipe II en 1548 en Milán y en 1551 en Augsburgo, y no le volvió a ver. Por tanto, el retrato debió de servirle para representar a un monarca que ya tenía 20 años más. Felipe II es representado de perfil, y sostiene a su hijo desnudo sobre una especie de mesa o altar cubierto por un mantel, mientras un Ángel, pintado en un escorzo muy atrevido, que porta una corona de laurel, le ofrece al niño una hoja de palma y le entrega una filacteria con la consigna MAIORA TIBI.
        –Palma y laurel, símbolos de victoria, gloria… Eso lo entiendo, el latinajo… me lo traduzca –le solicité con salero.
        –Se puede interpretar como “Mayores triunfos te esperan”. Al fondo aparece representada la Batalla de Lepanto, en primer plano hay un prisionero turco y despojos de los vencidos a su izquierda. La nota graciosa la pone ese perrillo que alza las patas delanteras y se apoya en la columna, mientras que mira la escena con curiosidad, puede que reclamando protagonismo a su amo. El cuadro está firmado en la hoja que hay clavada en la columna siguiente.
        –Para ser una de sus últimas obras, Tiziano hizo un buen trabajo.
        –Sí. Este cuadro fue el elegido por Felipe II como símbolo de su reinado, imagínate la importancia que le dio. De hecho siempre estuvo colgado junto al que representaba el de su padre, el famoso cuadro del emperador a caballo “Carlos V en la batalla de Mühlberg”. Y ahora viene lo más interesante de la pintura, y que puede que ya lo hayas visto. –Ella me dejó pensar unos segundos.
        –Parece que está ampliado, hay costuras y diferencia de color, ¿verdad?
        –Muy bien. Se restauró en 2017. Está documentada la ampliación del cuadro en 1625, reinando Felipe IV, y el motivo fue que iba a colgar en el Alcázar junto al “Carlos V en la Batalla de Mühlberg”, y este último cuadro era más grande. Para igualar su tamaño se decidió hacer esta ampliación que se le encargo a Vicente Carducho. Y ahora, después de restaurado, se notan más los añadidos.
        –¿Por qué?
        –Pues porque Carducho agrandó una obra que tenía cincuenta años, y ajustó los colores sobre los de un cuadro que ya tenía suciedad y barnices oxidados. Al restaurarse, la parte de Tiziano recuperó su color original, de hecho, ahora se pueden ver hasta los fogonazos de los cañones en la batalla de Lepanto, mientras en la ampliación de Carducho no se pueden recuperar porque no los tenía en origen.
        –Me he quedado hecho un estafermo ¿Y lo dejan así sabiendo que es un añadido?
        –¿Estafermo? –Sara rio y continuo–. En este caso en concreto, la obra se ha incluido en un proyecto que se denomina “Enmarcando el Prado”. Se va a ocultar de alguna manera para que el cuadro tenga su sentido y recupere el estado más próximo al original de Tiziano. Es difícil decidir qué hacer en estos casos, aunque fíjate que los añadidos casi hacen que el protagonista de la escena sea el turco que está en primer plano con esos enseres al lado, y la diferencia de color es evidente. En este caso, a pesar de ser una intervención histórica, altera la obra por completo y su significado.
        –Desde luego el centro de la escena deja de ser el rey. Se ve más el turco, tienes razón.
        –Es un gran lienzo, y quedará mejor ocultando lo agregado por Carducho.
        –¿Sabes? Me siento como el perrito de la escena. Allí, el pobre, apartado, con la boca entreabierta, reclamando un poco de atención por parte de su dueño –dramaticé fijando mis ojos en los suyos.
        –Eres incansable.
        –¿Por qué tuviste que hacer eso con los labios? –Sara me cogió por la cintura, me miró y, sugerente, volvió a hacer lo mismo que me había nublado las entendederas, minutos antes. Luego soltó una carcajada–.
        –¡Señor, aparta de mi este cáliz! –exclamé con afectación.
        –¿Estás seguro de que quieres que me aparte? –preguntó coqueta antes de posar su cabeza sobre mi hombro–.
        –Es una forma de hablar… es algo retórico…–balbuceé divertido–.
        –Pues vamos entonces, ya sé que quiero enseñarte ahora. Seguimos con la escuela veneciana. Y este cuadro tiene un bello desnudo que seguro que te interesará.

        –Eso, eso, menos glorias y menos ofrecimientos ­–comenté rememorando los dos últimos cuadros de Tiziano que me había enseñado–, y más carnaciones sensuales –concluí lujurioso. Ambos reímos, y continuamos con nuestra visita entrando en la sala 42–.