Lo cierto es que, a pesar de mi
lamentable estado, tenía curiosidad por saber lo que había acontecido en
aquella habitación durante el tiempo que mi consciencia se había rendido ante
la “fuerza” del remoquete que me
había propinado Sara. Sabía lo que había sucedido antes de llegar ella y,
dolorosamente, lo que me había pasado a mí después, tras recibir aquel contundente
derechazo.
Ella seguía
aplicándome hielo en ambos lados del rostro. Cuando lo hacía en el lado
izquierdo mi campo de visión se centraba en ella, y percibí que a veces me
miraba con compasión, las más con resentimiento e indiferencia. Cuando lo hacía
en el lado derecho, mi rostro se volvía hacia mi Irene Adler que seguía
practicando sus juguetonas insinuaciones a pesar de los reproches de Sara,
cruzando, con calculada distracción, sus piernas de piel nacarina con amplios
movimientos que a cualquiera hubiesen hecho perder los nervios y algo más. Pero
no era mi caso, en aquel trance, y teniendo a mi sargento de hierro particular
encargada de mi convalecencia, más valía no hacer ademán, ni comentario alguno,
ni siquiera un casual movimiento ocular que pudiera resultar mínimamente interpretado
como sospechoso de lujuria. Así que, cuando miraba hacia aquel lado, procuraba
perder mi vista y mis pensamientos en un horizonte menos turbador que entre
aquellas dos refulgentes columnas dóricas de mármol de fuste liso que sostenían
el hermoso y modelado edificio que era el joven y seductor cuerpo de mi Irene
Adler, culminado por aquella arrolladora mirada de ojos glaucos.
Así
que, allí estaba yo después de haber encajado aquella antuviada, maganto y aliquebrado, a merced de aquellas dos
bellezas irresistibles, confundido por su actitud y camaradería, y en la peor
de las situaciones, sintiéndome como el interior de un sándwich, un insulso quídam de jamón y queso, atrapado
entre dos auténticos panes de molde que competían en personalidad y atractivo.
–Pues
la verdad es que el pobre camarero se llevó la impresión de su vida. –Mi Irene
Adler rompió el silencio que había impuesto Sara instantes antes ordenándola
callar de aquella manera que me resultó tan extraña porque ambas acabaron
riéndose.
–¿Qué
pasó? –pregunté timorato implorando amnistía con mi mirada a Sara.
–Ya
te dije que nos asustamos al verte en el suelo –contestó escueta y arisca.
–Bueno…
–interrumpió mi Irene Adler–. Eso fue después.
Observé
como Sara iba a decir algo, pero al final no lo hizo. Pasó sorprendentemente, y
a una velocidad inusitada, de una expresión de reproche, a otra de resignación,
para acabar en auténtica diversión; sonreía para mi desconcierto.
–Verás… –Mi
Irene Adler pareció comprender que tenía el campo libre para dar su versión de
los acontecimientos. Sara no iba a poner ningún obstáculo a su narración–. Tú “pantera
negra” –evidentemente
hacía referencia a Sara, su atuendo y su ira–, se me abalanzó sin darme
cuartel, me agarró de los pelos y me llevó contra la pared, inmovilizándome,
acompañando su ataque con una serie de curiosos calificativos que salían
atropelladamente de su boca.
Miré
entonces a Sara.
–La
situación era evidente. La insulté, perdí los nervios…y no fui muy fina, lo reconozco.
Y no sé por qué lo hice con aquellas palabras tan rebuscadas.
–El
caso es que, en el fragor del enfrentamiento, perdí la toalla, y este fue el
panorama con el que se encontró el pobre camarero al asomar a la puerta. En
primer plano, un hombre yacía en el suelo, aparentemente sin sentido. En el
fondo de la habitación, junto al ventanal, una auténtica “pantera negra” tiraba
de los pelos a una joven desnuda sujetándola entre el cristal y la pared
mientras la vociferaba palabras ininteligibles para él, palabras desusadas o
propias del habla de germanía. Evidentemente el camarero no se enteró de casi nada
de lo que me dijo, pero yo sí, que para eso estudio filología –presumió
finalmente mi Irene Adler
Mi
cara de asombro debía de ser un poema. No podía sonreír porque me lo impedía mi
estado, pero, por dentro, seguro que me estaba desternillando. No me lo podía
creer, Sara enfrentándose a mi Irene Adler por mi culpa, y despotricando en
castellano desusado y en el lenguaje vulgar de los pícaros y delincuentes del
s. XVII.
–Me
salió una letanía que aprendí en la facultad y que jamás pensé que utilizaría
en mi vida. Fue un juego en su día. –Sara trató de justificar el uso de aquel
vocabulario ofensivo.
–Ya…
y todos eran sinónimos de prostituta. Me llamó, que yo recuerde, bordiona, iza, lumia, marca, perendeca, tusona… Ah, y lo que seguramente le
llevó a sacar una serie de conclusiones erróneas al pobre camarero, furcia y
fulana, que eso sí que lo debió de entender perfectamente.
–O
sea que no te preocupaste por mí en un principio –comenté intentando manifestar
decepción.
–Por
supuesto que me ocupé de ti. Te sacudí lo más fuerte que pude. Te hubiese arrancado
el corazón, pero…
–Pero…
entonces se centró en mí, hasta que llegó el camarero.
Lo cierto es que el hombre nos
pidió un poco de cordura, nos separó, me tapó con el vestido de la
recepcionista instándome a que me lo pusiera, y fue entonces cuando empezamos
todos a preocuparnos por tu estado. Luego, mientras Sara ya se ocupaba de ti,
yo me esforcé en explicar al camarero lo sucedido en la playa, y cómo me habías
tratado con total corrección y cortesía; en definitiva, que eres un auténtico
caballero, que me habías llevado a tu habitación para que no cogiera un
resfriado, que todo se embrolló al presentarse tu pareja por sorpresa y encontrarse
ante una situación muy comprometedora. Una cuestión de lógica malinterpretación
–comentó su análisis con total desparpajo.
–Y
fue cuando le pedí al pobre hombre que me ayudara a ponerte sobre la cama, y
que nos trajera algo de hielo. Luego, ella me contó todo lo que había sucedido
por la tarde, y me pidió disculpas por lo que había pasado –concluyó Sara.
–Y
te lo creíste así… porque te lo dijo ella –dije extrañamente ofendido.
–Reconozco
que me costó hacerlo. Ese vestido y sus braguitas encima eran una prueba
dolorosa de tu traición. Pero estaban manchados de arena, y su versión me
pareció verosímil después de todo.
–Bueno
tuve que ser muy directa con ella –añadió Mi Irene Adler siguiendo su relato con
natural frescura.
–La
creí porque me dijo que habías sido su Sherlock aquella tarde, y esa es una de tus
anticuadas virtudes, eres un galán trasnochado, de los que ya no quedan; aunque
también me confesó que le hubiese gustado que no lo hubieras sido tanto –Ambas
rieron–. Además, no tardé en explicarle con suficiente vehemencia, y creo que
lo comprendió enseguida, que tú eras “mi coto de caza privado” –dijo alzando su
puño amenazadoramente hacia ella–. Luego, comenzamos a hablar de otras cosas
mientras te reponías, de sus estudios, de que no sabéis vuestros nombres porque
os conocéis por vuestras divertidas alusiones literarias, también me preguntó
por mi congreso en Cáceres, y yo le conté que quería darte una sorpresa, y que
la que se quedó pasmada fui yo al verla con el albornoz del hotel recién salida
del baño, con su provocativa ropa interior yaciendo a la vista junto a la
puerta.
–Creo que al
verme junto a la ventana secándome el pelo, pensó que tenía una cornamenta como
la de “Islero”. –Mi Irene
Adler mostró una vez más su buen humor, y su saber, utilizando conocimientos
taurinos.
–¿Islero?
–preguntó Sara.
–El toro que
mató a Manolete –afirmé aparentemente serio, pero enormemente divertido.
Todo
aquello comenzaba a tomar forma, al menos el desenlace, pero parecía surrealista.
En pocos minutos Sara había tratado de ajustar las cuentas conmigo noqueándome
sin piedad alguna, y luego había tratado de despellejar a mi Irene Adler. Sólo
la milagrosa y oportuna aparición de un camarero, unas sinceras explicaciones, y
el razonar de dos personas inteligentes, habían impedido que el ajuste de
cuentas fuera completo, un ajuste que, respecto a mi rostro había quedado
resuelto por K.O técnico antes de salir al cuadrilátero y, en mi mente, iba recuperando
su habitual inclinación hacia la lujuria a pesar de las circunstancias puesto
que comencé a pensar en lo endiabladamente ceñidos que ambas habían llevado
aquellos dos fatídicos vestidos sobre sus esculturales e irresistibles cuerpos;
el rojo que llevara mi Irene Adler, contrastando con sus abismantes y afilados
ojos verdes, y el negro que vestía Sara, una auténtica venus, morena,
mediterránea a rabiar, que alumbraba todo lo que le rodeaba con aquellos ojos
castaños de mirada penetrante y melancólica.
–¿Te
llevo a casa? –preguntó Sara dejando de atenderme y acercándose a la ventana,
junto al escritorio donde estaba sentada mi Irene Adler
–Cuando
quieras, parece que nuestro paciente…Perdón…tú paciente… –pauso unos instantes
sus palabras y rio divertida mientras dejaba claro que Sara era la única dueña
de mis designios–, Ya está mejor –contestó
mientras no perdía ocasión de insinuarse una vez más bajando de la mesa
enseñando algo más que los muslos, colocándose tardía e intencionadamente el
vestido de la recepcionista dirigiéndose luego hacia la puerta del baño para
recoger, tentadora, con la mayor
sensualidad y picardía que pudo, su vestido y sus braguitas rojas, color con el
que había conseguido teñir gran parte de
aquella tarde, y casi enterrarme.
–¡Anda!
¡Vamos! –concluyó Sara conformista dándole una colleja cariñosa–. Eres el
diablo en persona, un súcubo.
–¿Puedo
darle un beso para despedirme?
–Si
te acercas otra vez a él te arranco tus preciosos ojos verdes y te lleno de
purines las cuencas.
–Caray,
eso tiene que escocer… –respondió ella. Entonces ambas rieron y salieron de la
habitación. Sara cerró la puerta poco después de que mi Irene Adler se volviera
para dedicarme una última mirada con sus inolvidables clisos glaucos y una despedida, cómo no,
provocadora, llevándose la mano a sus carnosos labios, ahora ya sin carmín, para
lanzarme un beso y decirme con salero y descaro:
–Un
placer, Sherlock. Hasta la vista. Me voy con tu preciosa pantera negra.
¡Aquella
mujer era la caraba!