jueves, 24 de septiembre de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (CAPÍTULO VIII)

 


             Lo cierto es que, a pesar de mi lamentable estado, tenía curiosidad por saber lo que había acontecido en aquella habitación durante el tiempo que mi consciencia se había rendido ante la “fuerza” del remoquete que me había propinado Sara. Sabía lo que había sucedido antes de llegar ella y, dolorosamente, lo que me había pasado a mí después, tras recibir aquel contundente derechazo.

Ella seguía aplicándome hielo en ambos lados del rostro. Cuando lo hacía en el lado izquierdo mi campo de visión se centraba en ella, y percibí que a veces me miraba con compasión, las más con resentimiento e indiferencia. Cuando lo hacía en el lado derecho, mi rostro se volvía hacia mi Irene Adler que seguía practicando sus juguetonas insinuaciones a pesar de los reproches de Sara, cruzando, con calculada distracción, sus piernas de piel nacarina con amplios movimientos que a cualquiera hubiesen hecho perder los nervios y algo más. Pero no era mi caso, en aquel trance, y teniendo a mi sargento de hierro particular encargada de mi convalecencia, más valía no hacer ademán, ni comentario alguno, ni siquiera un casual movimiento ocular que pudiera resultar mínimamente interpretado como sospechoso de lujuria. Así que, cuando miraba hacia aquel lado, procuraba perder mi vista y mis pensamientos en un horizonte menos turbador que entre aquellas dos refulgentes columnas dóricas de mármol de fuste liso que sostenían el hermoso y modelado edificio que era el joven y seductor cuerpo de mi Irene Adler, culminado por aquella arrolladora mirada de ojos glaucos.

        Así que, allí estaba yo después de haber encajado aquella antuviada, maganto y aliquebrado, a merced de aquellas dos bellezas irresistibles, confundido por su actitud y camaradería, y en la peor de las situaciones, sintiéndome como el interior de un sándwich, un insulso quídam de jamón y queso, atrapado entre dos auténticos panes de molde que competían en personalidad y atractivo.

        –Pues la verdad es que el pobre camarero se llevó la impresión de su vida. –Mi Irene Adler rompió el silencio que había impuesto Sara instantes antes ordenándola callar de aquella manera que me resultó tan extraña porque ambas acabaron riéndose.

        –¿Qué pasó? –pregunté timorato implorando amnistía con mi mirada a Sara.

        –Ya te dije que nos asustamos al verte en el suelo –contestó escueta y arisca.

        –Bueno… –interrumpió mi Irene Adler–. Eso fue después.

        Observé como Sara iba a decir algo, pero al final no lo hizo. Pasó sorprendentemente, y a una velocidad inusitada, de una expresión de reproche, a otra de resignación, para acabar en auténtica diversión; sonreía para mi desconcierto.

        –Verás… –Mi Irene Adler pareció comprender que tenía el campo libre para dar su versión de los acontecimientos. Sara no iba a poner ningún obstáculo a su narración–. Tú “pantera negra” –evidentemente hacía referencia a Sara, su atuendo y su ira–, se me abalanzó sin darme cuartel, me agarró de los pelos y me llevó contra la pared, inmovilizándome, acompañando su ataque con una serie de curiosos calificativos que salían atropelladamente de su boca.

        Miré entonces a Sara.

        –La situación era evidente. La insulté, perdí los nervios…y no fui muy fina, lo reconozco. Y no sé por qué lo hice con aquellas palabras tan rebuscadas.

        –El caso es que, en el fragor del enfrentamiento, perdí la toalla, y este fue el panorama con el que se encontró el pobre camarero al asomar a la puerta. En primer plano, un hombre yacía en el suelo, aparentemente sin sentido. En el fondo de la habitación, junto al ventanal, una auténtica “pantera negra” tiraba de los pelos a una joven desnuda sujetándola entre el cristal y la pared mientras la vociferaba palabras ininteligibles para él, palabras desusadas o propias del habla de germanía. Evidentemente el camarero no se enteró de casi nada de lo que me dijo, pero yo sí, que para eso estudio filología –presumió finalmente mi Irene Adler

        Mi cara de asombro debía de ser un poema. No podía sonreír porque me lo impedía mi estado, pero, por dentro, seguro que me estaba desternillando. No me lo podía creer, Sara enfrentándose a mi Irene Adler por mi culpa, y despotricando en castellano desusado y en el lenguaje vulgar de los pícaros y delincuentes del s. XVII.

        –Me salió una letanía que aprendí en la facultad y que jamás pensé que utilizaría en mi vida. Fue un juego en su día. –Sara trató de justificar el uso de aquel vocabulario ofensivo.

        –Ya… y todos eran sinónimos de prostituta. Me llamó, que yo recuerde, bordiona, iza, lumia, marca, perendeca, tusona… Ah, y lo que seguramente le llevó a sacar una serie de conclusiones erróneas al pobre camarero, furcia y fulana, que eso sí que lo debió de entender perfectamente.

        –O sea que no te preocupaste por mí en un principio –comenté intentando manifestar decepción.

        –Por supuesto que me ocupé de ti. Te sacudí lo más fuerte que pude. Te hubiese arrancado el corazón, pero…

        –Pero… entonces se centró en mí, hasta que llegó el camarero.

          Lo cierto es que el hombre nos pidió un poco de cordura, nos separó, me tapó con el vestido de la recepcionista instándome a que me lo pusiera, y fue entonces cuando empezamos todos a preocuparnos por tu estado. Luego, mientras Sara ya se ocupaba de ti, yo me esforcé en explicar al camarero lo sucedido en la playa, y cómo me habías tratado con total corrección y cortesía; en definitiva, que eres un auténtico caballero, que me habías llevado a tu habitación para que no cogiera un resfriado, que todo se embrolló al presentarse tu pareja por sorpresa y encontrarse ante una situación muy comprometedora. Una cuestión de lógica malinterpretación –comentó su análisis con total desparpajo.

        –Y fue cuando le pedí al pobre hombre que me ayudara a ponerte sobre la cama, y que nos trajera algo de hielo. Luego, ella me contó todo lo que había sucedido por la tarde, y me pidió disculpas por lo que había pasado –concluyó Sara.

        –Y te lo creíste así… porque te lo dijo ella –dije extrañamente ofendido.

        –Reconozco que me costó hacerlo. Ese vestido y sus braguitas encima eran una prueba dolorosa de tu traición. Pero estaban manchados de arena, y su versión me pareció verosímil después de todo.

        –Bueno tuve que ser muy directa con ella –añadió Mi Irene Adler siguiendo su relato con natural frescura.

        –La creí porque me dijo que habías sido su Sherlock aquella tarde, y esa es una de tus anticuadas virtudes, eres un galán trasnochado, de los que ya no quedan; aunque también me confesó que le hubiese gustado que no lo hubieras sido tanto –Ambas rieron–. Además, no tardé en explicarle con suficiente vehemencia, y creo que lo comprendió enseguida, que tú eras “mi coto de caza privado” –dijo alzando su puño amenazadoramente hacia ella–. Luego, comenzamos a hablar de otras cosas mientras te reponías, de sus estudios, de que no sabéis vuestros nombres porque os conocéis por vuestras divertidas alusiones literarias, también me preguntó por mi congreso en Cáceres, y yo le conté que quería darte una sorpresa, y que la que se quedó pasmada fui yo al verla con el albornoz del hotel recién salida del baño, con su provocativa ropa interior yaciendo a la vista junto a la puerta.

–Creo que al verme junto a la ventana secándome el pelo, pensó que tenía una cornamenta como la de “Islero”. –Mi Irene Adler mostró una vez más su buen humor, y su saber, utilizando conocimientos taurinos.

–¿Islero? –preguntó Sara.

–El toro que mató a Manolete –afirmé aparentemente serio, pero enormemente divertido.

        Todo aquello comenzaba a tomar forma, al menos el desenlace, pero parecía surrealista. En pocos minutos Sara había tratado de ajustar las cuentas conmigo noqueándome sin piedad alguna, y luego había tratado de despellejar a mi Irene Adler. Sólo la milagrosa y oportuna aparición de un camarero, unas sinceras explicaciones, y el razonar de dos personas inteligentes, habían impedido que el ajuste de cuentas fuera completo, un ajuste que, respecto a mi rostro había quedado resuelto por K.O técnico antes de salir al cuadrilátero y, en mi mente, iba recuperando su habitual inclinación hacia la lujuria a pesar de las circunstancias puesto que comencé a pensar en lo endiabladamente ceñidos que ambas habían llevado aquellos dos fatídicos vestidos sobre sus esculturales e irresistibles cuerpos; el rojo que llevara mi Irene Adler, contrastando con sus abismantes y afilados ojos verdes, y el negro que vestía Sara, una auténtica venus, morena, mediterránea a rabiar, que alumbraba todo lo que le rodeaba con aquellos ojos castaños de mirada penetrante y melancólica.

        –¿Te llevo a casa? –preguntó Sara dejando de atenderme y acercándose a la ventana, junto al escritorio donde estaba sentada mi Irene Adler

        –Cuando quieras, parece que nuestro paciente…Perdón…tú paciente… –pauso unos instantes sus palabras y rio divertida mientras dejaba claro que Sara era la única dueña de mis designios–, Ya está mejor –contestó  mientras no perdía ocasión de insinuarse una vez más bajando de la mesa enseñando algo más que los muslos, colocándose tardía e intencionadamente el vestido de la recepcionista dirigiéndose luego hacia la puerta del baño para recoger, tentadora,  con la mayor sensualidad y picardía que pudo, su vestido y sus braguitas rojas, color con el que había conseguido teñir  gran parte de aquella tarde, y casi enterrarme.

        –¡Anda! ¡Vamos! –concluyó Sara conformista dándole una colleja cariñosa–. Eres el diablo en persona, un súcubo.

        –¿Puedo darle un beso para despedirme?

        –Si te acercas otra vez a él te arranco tus preciosos ojos verdes y te lleno de purines las cuencas.

        –Caray, eso tiene que escocer… –respondió ella. Entonces ambas rieron y salieron de la habitación. Sara cerró la puerta poco después de que mi Irene Adler se volviera para dedicarme una última mirada con sus inolvidables clisos glaucos y una despedida, cómo no, provocadora, llevándose la mano a sus carnosos labios, ahora ya sin carmín, para lanzarme un beso y decirme con salero y descaro:

        –Un placer, Sherlock. Hasta la vista. Me voy con tu preciosa pantera negra.

        ¡Aquella mujer era la caraba!


1 comentario: