Durante el confinamiento me
arranqué con una serie de relatos (creo que me quedaron entretenidos a la vez
que instructivos) que nos acercaron a las espectaculares colecciones del Museo
del Prado. Lo que empezó como un análisis de un cuadro en particular acabó en
una larga saga de encuentros con magníficas obras de arte de la mano de Sara,
que es la especialista en la materia, dentro de la curiosa pareja que formamos.
Hoy es el día 5 de agosto, día de Nuestra Sra. de las Nieves, y en estos
momentos en los que parece que lo que se intenta es que nos olvidemos de nuestras
tradiciones y nuestra cultura, de innegable tradición clásica y judeocristiana, aunque le
pese a más de uno, quiero recordar lo que ella me contó en el Museo en relación
a dos extraordinarios lienzos de Murillo…
–¿Viste
la Iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla? –Sara me ponía a prueba de
nuevo.
–Inolvidable.
Viendo la fachada no te imaginas la que hay dentro.
–Pues
estos dos cuadros ocupaban los laterales del altar bajo la cúpula.
–Y
lo que hay allí son copias. Recuerdo que algo leí sobre eso preparando la visita
–apunté.
–Al
igual que una parte importante de las obras artísticas sevillanas, estos cuadros
fueron expoliados por el Mariscal Soult, durante la Guerra de la Independencia.
–Leí
que el muy capullo llevaba una lista pormenorizaba de lo que se quería llevar.
Sabía lo que buscaba.
–Exacto.
Pero déjame que te “ilustre” –Sara me sonrió socarrona–, sobre la historia de
los cuadros. Verás, en 1661 el Papa Alejandro VII se pronunció a favor de la
Inmaculada Concepción de la Virgen, algo que fue muy celebrado en España, en
Sevilla particularmente, donde se estaba acometiendo una remodelación en Santa María
la Blanca que había sido mezquita y sinagoga antes que iglesia. Murillo tuvo
una relación de amistad y de mecenazgo con un canónigo de la Catedral de
Sevilla, Justino de Neve, que provenía de una familia flamenca enriquecida con
el comercio de las Indias. Justino vivía muy cerca de esta iglesia y, dado que el
templo dependía de la Catedral, intervino con mucho interés en su restauración,
quizá animado por la propia advocación del templo a la Virgen de las Nieves o
Virgen Blanca, asociada a su Inmaculada Virginidad, o quizá también porque su
apellido, Neve, es nieve en italiano. Por eso Murillo, por encargo del
canónigo, pintó varios cuadros para su interior, incluidos los que vemos aquí. Las
obras permanecieron en la Iglesia hasta que llegaron los gabachos a principios
del s. XIX, como te dije antes. Y fueron llevados a Francia donde se les
añadieron esos dorados que rodean los arcos de medio puntos originales. Cuando
regresaron a España, ya no se los quitaron, porque ya no volvieron a Sevilla, sino
que se quedaron en Madrid, creo recordar que expuestos en la Academia de San
Fernando hasta que pasaron al Museo del Prado en 1901.
–¿Recuerdas
lo que te conté en Roma sobre la fundación de Santa María la Mayor?
–Contigo
estoy examinándome continuamente –comenté travieso–, aunque mejor refréscame la
memoria.
–Bueno…
–Ella me sonrió y se agarró a mi brazo izquierdo, frente a uno de los grandes
lienzos de Murillo, el que representaba “el sueño del Patricio Juan”–. Pues te
pondré al día frente a estos cuadros. En éste de la izquierda, Murillo
representó la primera parte del milagro. En él una pareja de acaudalados romanos,
que no tenían descendencia y que pretendían donar su fortuna a la Virgen, tiene un sueño mientras duerme una plácida siesta; observa que el patricio está
sentado en un sillón y apoyado en una mesa, y su esposa aparece sentada sobre
un cojín, traspuesta, tras, probablemente, haber realizado alguna tarea de
costura, como indica el cesto de la izquierda. La composición la domina una
línea diagonal que parte de la cabeza del patricio, pasa por la de su mujer y
acaba en el costurero. Y esta parte del cuadro, poco iluminada, contrasta con
el rompimiento de Gloria en el que aparece la Virgen con el niño. Fíjate en la
Virgen que señala al Patricio el lugar donde ha nevado en la colina del
Esquilino, milagrosamente un 5 de agosto, escena que aparece separada de la
principal por esa arquitectura, y en el niño que dirige su mirada a la mujer
del noble romano.
–Recuerdo
que me dijiste que el 5 de agosto llueven pétalos de flores dentro de la
basílica romana.
–Sí,
es parte de la celebración. A mí el cuadro me proporciona una gran sensación de
serenidad. Murillo representa el momento del sueño en medio de una escena real
de una casa sevillana del s. XVII, algo muy típico en él, acercar lo religioso
a lo cotidiano. Vamos con algún detalle…
Pintó el interior de una acomodada estancia hispalense con la gran cama del
fondo, muy típica de la época, una mesa con un gran libro, ropajes del s. XVII,
no de la época romana, incluso añade ese perrillo, símbolo de fidelidad. Las
vestimentas son muy hogareñas, el patricio Juan incluso lleva unas zapatillas,
y los colores se repiten, los rojos de la mesa a la derecha, en las vestimentas
de la noble romana en el centro y en el cojín de la izquierda, los blancos y
azules en los ropajes de la virgen y la noble romana, incluso el tostado de la vestimenta
del Patricio se reproduce en las pastas del libro y el bordado de la tela sobre
la mesa, y en el fondo del rompimiento de Gloria y el leve velo que porta la Virgen
sobre el cuello.
–Eso
ya es fijarse mucho. Es más difícil de ver. Pero se aprecia esa repetición de
cromatismo sobre la penumbra de la escena.
–Puede
ser… ¿Vemos el otro cuadro? En la iglesia estaría enfrente. El efecto de
simetría se apreciaría mucho más.
–Creo
que me lo podré imaginar hermosa patricia romana –concluí
sonriéndole, haciéndole una cariñosa carantoña, tomándola por la cintura y
dándole un golpecito con un dedo sobre su preciosa nariz.
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