–¿Dónde me llevas ahora? –le pregunté.
Sara se lo estaba pensando.
–Hemos
visto algo de la escuela veneciana en las salas de la derecha, pero es que, al
otro, está el barroco italiano y francés; no quiero dejar de pasar por allí,
aunque sea para darte unas pinceladas.
–Pues vamos si
quieres. Aunque yo lo que necesito es que me des un buen brochazo, ya sabes...
–apunté provocador sin mucho éxito. Sara rio, pero no me hizo mucho caso.
–Cambiaremos de
estilo; abandonaremos el renacimiento y el manierismo. ¡Nos vamos al barroco!
–exclamó con gracia–.
Retrocedimos
hasta el vestíbulo de la puerta de Goya, y nos adentramos en la sala 6.
Mientras lo hacíamos, Sara me iba introduciendo en la materia.
–En
este espacio se puede admirar el único Caravaggio del museo. ¿Te animas a
decirme cuál es? Imagínate que es una pregunta de examen, y yo soy la profesora.
–Hasta
ahora, pensar en que eres la profesora, no me ha ido muy bien. Tiendo a meterme
demasiado en el papel de alumno encaprichado. Bueno… creo que es ese. –La llevé
ante el cuadro.
–¿Encaprichado o
enamorado? –Sara me miró con picardía.
–Hay palabras
difíciles de pronunciar, y que cuanto más se dicen, más significado pierden
–afirmé con seriedad y algo de torpeza ante el cuadro–.
–Allí
me temblaban hasta las pestañas –dije pensando en alto, dejando caer aquella
frase con rotundidad, sabiendo que para ella iba a carecer de sentido–.
–¿Allí?
–En la Capilla
Conterelli, en San Luis de los franceses. Hasta me hizo daño la pizza. (Si alguien quiere saber algo más
sobre aquel día en Roma puede pinchar en el enlace; fue el inicio de una larga
serie de capítulos)
–No
cambies de conversación. –Sara estaba seria.
–No
lo hago. Cuando te vi asomar por la esquina de la calle Giustiniani me
empezaron a fallar las piernas.
–No
sé por qué –dijo con cierta aspereza–.
–De
repente me sentí tremendamente vacilante; era la primera vez que íbamos de
viaje juntos. Y comencé a centrifugar inseguridades, a pensar en negativo, a
sentirme superado por el vendaval que me había arrastrado.
–Qué poético.
Imagino que yo soy ese vendaval. –Volvió a mostrarse fría y mordaz.
–Y
le hablé a Dios.
–El
iluminado que tiene acceso al eterno –se mofó–.
–¿Vas
a contarme que te pasó? –Ella comenzaba a impacientarse–.
–Cuando
te vi acercándote…. Estabas preciosa.
–Sí,
de modelo de pasarela; con unos vaqueros y la vieja chaqueta de cuero de los
mil bolsillos –volvió a ironizar–.
–Bueno,
pues le pedí que no me permitiera vivir ni un segundo más que tú, que me sería
imposible soportarlo –Sara dio un leve respingo, me miró y apoyó su cabeza en
mi hombro–. Y estaba tan nervioso que la pizza que comimos después me hizo daño.
Recuerdas que al salir de San Luis de los franceses te propuse tomar un helado,
y fuimos a aquella Gelatería en la
zona de la Piazza Navona, al
costado de Sant’Agnese
in Agone.
–Sí.
–Pues
primero vomité la pizza, y luego tuve que sentarme…ya me entiendes… –Tras la
cara de resignación que debí de poner, conseguí sacarle una sonrisa–.
–Eso
es que no haces bien la digestión después de hablar con el Altísimo.
–Se
ve que no. Pero, cuando regresaba a la mesa, al verte a través del cristal,
sentada, con las piernas cruzadas, ligeramente inclinada hacia un lado
apoyándote en el reposabrazos, sosteniendo delicadamente entre tus dedos la
taza de café, con el sol de la tarde posándose sobre tu rostro con la misma iluminación
intensa que habíamos visto en las pinturas de Caravaggio, rielando sobre tu pelo ligeramente mecido
por el viento, me quedé embelesado unos instantes contemplando la atmósfera
especial de aquella imagen perfecta e imborrable mientras distraías tu mirada y
tus pensamientos entre los transeúntes, y me dije que la vida no me podía
gastar otra broma pesada, que tenía que pasar
el resto de mis días contigo; que yo ya no significaba nada sin ti a mi lado.
–Pues
es una bonita forma de decir que estás…
–¿Enamorado?
Quizá no lo digo porque ese término se queda muy corto, Sara –concluí con el
rostro serio. Ella se giró, se puso delante de mí y me besó. Luego apoyó la
cabeza en mi pecho.
–Eres
un romanticón. Un vejete romanticón.
–Así,
que me gusta mucho la pintura de Caravaggio, pero me recuerda cierto trance que
fue muy incómodo de afrontar.
–Pues
vamos al otro lado de la sala, no sea que te vayas a descomponer aquí también
–dijo ahora divertida–.
–Creo
que esto no debería habértelo contado, era más sencillo decir que estoy
enamorado, y poner cara de no haber roto un plato. Este episodio me puede salir
caro, eres una diabla.
–¡Pobre
de mí! He elegido pareja, y me he quedado con el ancianito que tiene línea
privada con la Divinidad y luego se…
–¿Cisca?
¡Pero que puñetera eres! –Sara rio.
–Vamos,
dejemos el “David
vencedor de Goliat”, tienes que superar el trauma –Sara me sonrió y se
detuvo unos pasos más allá al otro lado de la sala–. Vale. Este cuadro es del
artista barroco nacido en Génova, Bernardo Strozzi; un hombre con una historia
personal curiosa. Se trata de “La
Verónica”.
–Pues
adelante porque creo que no he visto ninguna obra suya.
–Strozzi
ingreso en la orden de los capuchinos a los 17 años.
–Una
rama de los franciscanos.
–Sí.
Pero, al morir su padre, abandonó el convento, y se puso a trabajar como pintor
para ocuparse de su madre. Esto le costó incluso pasar por la cárcel, porque
fue denunciado por no estar inscrito en el gremio de pintores.
–Luego
no tenía los permisos pertinentes. Qué poco me gustan los gremios.
–Y
a mí. El caso es que finalmente fue liberado y, para que no le confinaran en un
monasterio, huyó a Venecia, donde se estableció. Su pintura es una síntesis muy
personal del naturalismo de Caravaggio, la monumentalidad de Rubens, y el color
y la luz venecianos de Veronés.
–Buena
mezcla, ¿no?
–Interesante,
a mí me gusta su pintura. Además, observando este cuadro de la Verónica, ¿no
ves algo que te suene? –Sara me puso a prueba–.
–Caro
me lo fías.
–Hay
que detenerse en los detalles.
–Me
parece que voy a tener que ir pronto al oculista. Estoy perdiendo vista de
tanto fijarme. Seguramente tenga que cambiar de antiparras para no amusgar tanto los ojos. Eres una mirona,
una fisgona –bromeé pomposo–.
–Mejor vete al
loquero, lo de las palabras raras se te ha ido de las manos. –Ella me sonrió–.
–Pues sepa usted
que no es lo mismo antipara que
antiparras –añadí con salero y afectada
pedantería.
–Buffff. Imagino
que no. Anda déjame seguir. Párate un momento a observar conmigo: figura y
volúmenes en las telas monumentales, Rubens. Apenas hay fondo y presenta
fuertes contrastes lumínicos, Caravaggio. Hay un interesante colorido con tonos
verde, dorados y púrpura, escuela veneciana. Y yo, en ese rostro, veo algo de
las Inmaculadas de Murillo; los ojos, los tonos de las carnaciones. En aquella
primera mitad del s. XVII, hasta la peste de 1649, Sevilla era la capital de un
imperio, y los comerciantes y financieros genoveses tenían sus delegaciones en
Sevilla. Y sabemos que el cuadro lo compró Isabel de Farnesio allí, luego es
más que probable que lo viera Murillo.
–Una
vez que me lo cuentas…
–A
lo mejor me equivoco en algo, pero es lo que me sugiere. Por cierto, sabes lo
de la marca con la flor de lis en las colecciones reales, ¿verdad?
–Sí. Cuando hay
flor de lis es que pertenecían a la colección de Isabel de Farnesio; si llevan
la cruz de San Andrés es que eran de su marido, Felipe V.
–Correcto. Isabel
de Farnesio trasladó la corte a Sevilla durante el llamado lustro real, de 1729
a 1733, con el fin de evitar las fuertes y famosas depresiones que padecía su
marido en un clima más agradable. Fue en aquellos años cuando entró en contacto
con el genio de Murillo y se hizo con varias obras suyas.
–No habían
pasado los franceses todavía.
–Exacto. En
cuanto al personaje de la Verónica, en realidad aparece en la Edad Media, no
consta en los evangelios. Es la mujer que limpió el sudor y la sangre de Nuestro
Señor con un paño cuando este iba con la cruz a cuestas hacia el monte Gólgota.
El nombre de Verónica procede de la voz griega Vero-Oikon, imagen verdadera, al igual que el nombre del paño, Mandylion.
–He
leído que hay unos cuantos repartidos por el mundo.
–Sí,
más de uno. El que representa Strozzi parece ser que corresponde al que se
venera en el Vaticano. El artista nos presenta a la Verónica con un insinuado
nimbo de santidad, emocionada tras vivir el sorprendente hallazgo del rostro de
Cristo impreso sobre la tela. Ella, consciente del milagro, eleva la vista al
cielo del que surge la luz divina que ilumina la escena, y que se refleja magistralmente
en sus ojos aguanosos, en las carnaciones y en los tejidos de sus vestimentas.
La santa presenta una postura inestable, a la que contribuye la mano que agarra
un extremo de la tela y que apoya en la balaustrada. Con ambas manos sostiene
el paño que traza una diagonal que cruza el lienzo. Me gusta lo bien que
representa las diferentes texturas de las ropas. Observa los flecos del paño,
los adornos de la tela dorada y la verde, incluso fue capaz de transmitirnos el
propio peso de los tejidos. Del fondo oscuro sólo se ve la baranda, y un
balaustre y parte de otro a la derecha. El pelo queda insinuado y levemente
iluminado en pequeñas zonas, mientras nos comunica toda la emotividad del
momento con la luz que cae con rotundidad sobre ese rostro expresivo, suave,
delicado y de mejillas sonrosadas. Fíjate en las manos, es otra de sus
especialidades.
–Desde
luego, los ojos me parece que los borda. Cuanto más los contemplo más me
recuerda a las Inmaculadas de Murillo. Es verdad.
–Pues,
si quieres, vamos con el cuadro de al lado.
–Adelante,
mi dueña –dije dramatizando–.
–Zalamero.
–Pero
antes de que empieces, debes despejarme una duda que me corroe.
–¿Debo
asustarme?
–Un
poco –Le sonreí y la tomé por la cintura–. ¿Qué versión prefieres de mí, el viejo
romanticón o al bufón libertino?
–Pues
ahora mismo… –interrumpió sus palabras mientras acercaba sus labios a mi oído
izquierdo, rozándome intencionadamente la mejilla, y apretando sensual y
furtivamente su cuerpo contra el mío, tras mirar alrededor con prudencia–. Te
aseguro que no me importaría nada llamar a ese maduro y bribón lascivo para que
me hiciera algunos arreglos –me susurró con descaro dejándome con la boca
abierta, tras lo cual, soltó una carcajada, y me volvió a coger de la mano para
continuar.
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