viernes, 1 de mayo de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. LA VERÓNICA DE BERNARDO STROZZI


        –¿Dónde me llevas ahora? –le pregunté. Sara se lo estaba pensando.
        –Hemos visto algo de la escuela veneciana en las salas de la derecha, pero es que, al otro, está el barroco italiano y francés; no quiero dejar de pasar por allí, aunque sea para darte unas pinceladas.
–Pues vamos si quieres. Aunque yo lo que necesito es que me des un buen brochazo, ya sabes... –apunté provocador sin mucho éxito. Sara rio, pero no me hizo mucho caso.
–Cambiaremos de estilo; abandonaremos el renacimiento y el manierismo. ¡Nos vamos al barroco! –exclamó con gracia–.
        Retrocedimos hasta el vestíbulo de la puerta de Goya, y nos adentramos en la sala 6. Mientras lo hacíamos, Sara me iba introduciendo en la materia.
        –En este espacio se puede admirar el único Caravaggio del museo. ¿Te animas a decirme cuál es? Imagínate que es una pregunta de examen, y yo soy la profesora.
        –Hasta ahora, pensar en que eres la profesora, no me ha ido muy bien. Tiendo a meterme demasiado en el papel de alumno encaprichado. Bueno… creo que es ese. –La llevé ante el cuadro.
–¿Encaprichado o enamorado? –Sara me miró con picardía.
–Hay palabras difíciles de pronunciar, y que cuanto más se dicen, más significado pierden –afirmé con seriedad y algo de torpeza ante el cuadro–.
 –Pero, a veces gusta oírlas –noté un claro desencanto en su voz y su rostro. Solté su mano, y la cogí del hombro frente al cuadro de Caravaggio, padeciendo unos instantes su incómodo silencio.
        –Allí me temblaban hasta las pestañas –dije pensando en alto, dejando caer aquella frase con rotundidad, sabiendo que para ella iba a carecer de sentido–.
        –¿Allí?
–En la Capilla Conterelli, en San Luis de los franceses. Hasta me hizo daño la pizza. (Si alguien quiere saber algo más sobre aquel día en Roma puede pinchar en el enlace; fue el inicio de una larga serie de capítulos)
        –No cambies de conversación. –Sara estaba seria.
        –No lo hago. Cuando te vi asomar por la esquina de la calle Giustiniani me empezaron a fallar las piernas.
        –No sé por qué –dijo con cierta aspereza–.
        –De repente me sentí tremendamente vacilante; era la primera vez que íbamos de viaje juntos. Y comencé a centrifugar inseguridades, a pensar en negativo, a sentirme superado por el vendaval que me había arrastrado.
–Qué poético. Imagino que yo soy ese vendaval. –Volvió a mostrarse fría y mordaz.
        –Y le hablé a Dios.
        –El iluminado que tiene acceso al eterno –se mofó–.
        –Sí –afirmé lacónico.
        –¿Vas a contarme que te pasó? –Ella comenzaba a impacientarse–.
        –Cuando te vi acercándote…. Estabas preciosa.
        –Sí, de modelo de pasarela; con unos vaqueros y la vieja chaqueta de cuero de los mil bolsillos –volvió a ironizar–.
        –Bueno, pues le pedí que no me permitiera vivir ni un segundo más que tú, que me sería imposible soportarlo –Sara dio un leve respingo, me miró y apoyó su cabeza en mi hombro–. Y estaba tan nervioso que la pizza que comimos después me hizo daño. Recuerdas que al salir de San Luis de los franceses te propuse tomar un helado, y fuimos a aquella Gelatería en la zona de la Piazza Navona, al costado de Sant’Agnese in Agone.
        –Sí.
        –Pues primero vomité la pizza, y luego tuve que sentarme…ya me entiendes… –Tras la cara de resignación que debí de poner, conseguí sacarle una sonrisa–.
        –Eso es que no haces bien la digestión después de hablar con el Altísimo.
        –Se ve que no. Pero, cuando regresaba a la mesa, al verte a través del cristal, sentada, con las piernas cruzadas, ligeramente inclinada hacia un lado apoyándote en el reposabrazos, sosteniendo delicadamente entre tus dedos la taza de café, con el sol de la tarde posándose sobre tu rostro con la misma iluminación intensa que habíamos visto en las pinturas de Caravaggio, rielando sobre tu pelo ligeramente mecido por el viento, me quedé embelesado unos instantes contemplando la atmósfera especial de aquella imagen perfecta e imborrable mientras distraías tu mirada y tus pensamientos entre los transeúntes, y me dije que la vida no me podía gastar otra broma pesada,  que tenía que pasar el resto de mis días contigo; que yo ya no significaba nada sin ti a mi lado.
        –Pues es una bonita forma de decir que estás…
        –¿Enamorado? Quizá no lo digo porque ese término se queda muy corto, Sara –concluí con el rostro serio. Ella se giró, se puso delante de mí y me besó. Luego apoyó la cabeza en mi pecho.
        –Eres un romanticón. Un vejete romanticón.
        –Así, que me gusta mucho la pintura de Caravaggio, pero me recuerda cierto trance que fue muy incómodo de afrontar.
        –Pues vamos al otro lado de la sala, no sea que te vayas a descomponer aquí también –dijo ahora divertida–.
        –Creo que esto no debería habértelo contado, era más sencillo decir que estoy enamorado, y poner cara de no haber roto un plato. Este episodio me puede salir caro, eres una diabla.
        –¡Pobre de mí! He elegido pareja, y me he quedado con el ancianito que tiene línea privada con la Divinidad y luego se…
        –¿Cisca? ¡Pero que puñetera eres! –Sara rio.
        –Vamos, dejemos el “David vencedor de Goliat”, tienes que superar el trauma –Sara me sonrió y se detuvo unos pasos más allá al otro lado de la sala–. Vale. Este cuadro es del artista barroco nacido en Génova, Bernardo Strozzi; un hombre con una historia personal curiosa. Se trata de “La Verónica”.
        –Pues adelante porque creo que no he visto ninguna obra suya.
        –Strozzi ingreso en la orden de los capuchinos a los 17 años.
        –Una rama de los franciscanos.
        –Sí. Pero, al morir su padre, abandonó el convento, y se puso a trabajar como pintor para ocuparse de su madre. Esto le costó incluso pasar por la cárcel, porque fue denunciado por no estar inscrito en el gremio de pintores.
        –Luego no tenía los permisos pertinentes. Qué poco me gustan los gremios.
        –Y a mí. El caso es que finalmente fue liberado y, para que no le confinaran en un monasterio, huyó a Venecia, donde se estableció. Su pintura es una síntesis muy personal del naturalismo de Caravaggio, la monumentalidad de Rubens, y el color y la luz venecianos de Veronés.
        –Buena mezcla, ¿no?
        –Interesante, a mí me gusta su pintura. Además, observando este cuadro de la Verónica, ¿no ves algo que te suene? –Sara me puso a prueba–.
        –Caro me lo fías.
        –Hay que detenerse en los detalles.
        –Me parece que voy a tener que ir pronto al oculista. Estoy perdiendo vista de tanto fijarme. Seguramente tenga que cambiar de antiparras para no amusgar tanto los ojos. Eres una mirona, una fisgona –bromeé pomposo–.
–Mejor vete al loquero, lo de las palabras raras se te ha ido de las manos. –Ella me sonrió–.
–Pues sepa usted que no es lo mismo antipara que antiparras  –añadí con salero y afectada pedantería.
–Buffff. Imagino que no. Anda déjame seguir. Párate un momento a observar conmigo: figura y volúmenes en las telas monumentales, Rubens. Apenas hay fondo y presenta fuertes contrastes lumínicos, Caravaggio. Hay un interesante colorido con tonos verde, dorados y púrpura, escuela veneciana. Y yo, en ese rostro, veo algo de las Inmaculadas de Murillo; los ojos, los tonos de las carnaciones. En aquella primera mitad del s. XVII, hasta la peste de 1649, Sevilla era la capital de un imperio, y los comerciantes y financieros genoveses tenían sus delegaciones en Sevilla. Y sabemos que el cuadro lo compró Isabel de Farnesio allí, luego es más que probable que lo viera Murillo.
        –Una vez que me lo cuentas…
        –A lo mejor me equivoco en algo, pero es lo que me sugiere. Por cierto, sabes lo de la marca con la flor de lis en las colecciones reales, ¿verdad?
–Sí. Cuando hay flor de lis es que pertenecían a la colección de Isabel de Farnesio; si llevan la cruz de San Andrés es que eran de su marido, Felipe V.
–Correcto. Isabel de Farnesio trasladó la corte a Sevilla durante el llamado lustro real, de 1729 a 1733, con el fin de evitar las fuertes y famosas depresiones que padecía su marido en un clima más agradable. Fue en aquellos años cuando entró en contacto con el genio de Murillo y se hizo con varias obras suyas.
–No habían pasado los franceses todavía.
–Exacto. En cuanto al personaje de la Verónica, en realidad aparece en la Edad Media, no consta en los evangelios. Es la mujer que limpió el sudor y la sangre de Nuestro Señor con un paño cuando este iba con la cruz a cuestas hacia el monte Gólgota. El nombre de Verónica procede de la voz griega Vero-Oikon, imagen verdadera, al igual que el nombre del paño, Mandylion.
        –He leído que hay unos cuantos repartidos por el mundo.
        –Sí, más de uno. El que representa Strozzi parece ser que corresponde al que se venera en el Vaticano. El artista nos presenta a la Verónica con un insinuado nimbo de santidad, emocionada tras vivir el sorprendente hallazgo del rostro de Cristo impreso sobre la tela. Ella, consciente del milagro, eleva la vista al cielo del que surge la luz divina que ilumina la escena, y que se refleja magistralmente en sus ojos aguanosos, en las carnaciones y en los tejidos de sus vestimentas. La santa presenta una postura inestable, a la que contribuye la mano que agarra un extremo de la tela y que apoya en la balaustrada. Con ambas manos sostiene el paño que traza una diagonal que cruza el lienzo. Me gusta lo bien que representa las diferentes texturas de las ropas. Observa los flecos del paño, los adornos de la tela dorada y la verde, incluso fue capaz de transmitirnos el propio peso de los tejidos. Del fondo oscuro sólo se ve la baranda, y un balaustre y parte de otro a la derecha. El pelo queda insinuado y levemente iluminado en pequeñas zonas, mientras nos comunica toda la emotividad del momento con la luz que cae con rotundidad sobre ese rostro expresivo, suave, delicado y de mejillas sonrosadas. Fíjate en las manos, es otra de sus especialidades.
        –Desde luego, los ojos me parece que los borda. Cuanto más los contemplo más me recuerda a las Inmaculadas de Murillo. Es verdad.
        –Pues, si quieres, vamos con el cuadro de al lado.
        –Adelante, mi dueña –dije dramatizando–.
        –Zalamero.
        –Pero antes de que empieces, debes despejarme una duda que me corroe.
        –¿Debo asustarme?
        –Un poco –Le sonreí y la tomé por la cintura–. ¿Qué versión prefieres de mí, el viejo romanticón o al bufón libertino?
        –Pues ahora mismo… –interrumpió sus palabras mientras acercaba sus labios a mi oído izquierdo, rozándome intencionadamente la mejilla, y apretando sensual y furtivamente su cuerpo contra el mío, tras mirar alrededor con prudencia–. Te aseguro que no me importaría nada llamar a ese maduro y bribón lascivo para que me hiciera algunos arreglos –me susurró con descaro dejándome con la boca abierta, tras lo cual, soltó una carcajada, y me volvió a coger de la mano para continuar.

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