Sara respondió a mi carantoña con
sorna….
–Deja
de darme coba, zalamero empalagoso.
–Es
que a tu lado me derrito.
–A veces te pones
un poco…
–¿Melifluo?
–Ya tardabas en
sacar una de tus palabrejas de paseo. ¡Tonto!, la palabra era tonto. –Sara rio.
–Pues
si no merezco tu atención, sigue con el asunto de Santa María la Mayor, y el
milagro ese de la nevada en el mes de agosto –me resigné socarrón, teatralizando el
desaire.
–Pues
sí, creo que será mejor.
–Bueno…–recuperé
un poco la seriedad–. Este cuadro, por lo que me cuentas, colgaba frente al
anterior en la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla hasta que llegó el
“amigo” Soult y organizó ese expolio artístico en 1810.
–Exacto.
El cuadro tiene como título “El
patricio revela su sueño al Papa Liberio” y representa el momento en el que
el noble Juan y su esposa le comunican al Pontífice el contenido de su sueño.
Repara en el detalle del gesto de asombro del Papa. Es conocido que Murillo
realizaba bocetos sobre las expresiones de sus personajes hasta que daba con la
que él consideraba más acorde. El rostro del Papa es el de Alejandro VII.
–Que
es el que abogó por la tesis de la Inmaculada Concepción de la Virgen.
–Sí.
Veo que me has prestado atención.
–Por
la cuenta que me trae, si me pongo “cariñoso” me llamas tonto… –protesté
haciéndome el niño desilusionado. Sara ignoró mi comentario, o más bien lo
zanjo mirando hacia arriba implorando al Altísimo paciencia infinita.
–Hay
quien interpreta que el Papa había tenido el mismo sueño. Otros que escucha,
atónito, la versión del patricio en la que le expone que, sobre el manto blanco
del Esquilino, la Virgen habría dejado impresa la forma de la planta de la
iglesia a construir.
–No
me extraña el gesto de pasmo… –ironicé.
–Como
ves, hay un evidente paralelismo entre los cuadros. En éste se vuelven a dar dos
escenas diferenciadas. Una, la que te he comentado, en la que aparecen además
los dos asistentes papales, uno con quevedos, bajo un arco ciego de medio punto,
y otra, que es la de la derecha, separada de la anterior por una arquitectura,
en este caso una columna. En ella se ve, bajo el rompimiento de Gloria con la
Virgen y el niño, una pomposa procesión religiosa, presidida por el Papa bajo
palio, junto a un séquito de cardenales y sacerdotes, que se dirigen hacia la
colina nevada. Si te paras a observar el cuadro, apreciarás dos focos intensos
de luz, el principal es el de la nevada con el rompimiento de Gloria con la
Virgen con el niño indicando el lugar donde debía erigirse el templo; “in eo
locum eclesiae designavit”…
–Me
lo traduzca –dije con gracia.
–A
ti sí que te voy a traducir yo… –comentó tirándome de una de mis orejas breve y
cariñosamente.
–Y
el otro foco de luz es el vestido de la noble romana cuya claridad se evidencia
en el color de la túnica del fraile que lleva quevedos, por ejemplo.
–Bien
observado. Además, como en el cuadro anterior, Murillo repite tanto la composición
diagonal, línea que partiría de la cabeza del Papa, pasaría por los nobles
romanos y concluiría en la procesión como la utilización de un mueble para
introducir la escena, antes era la mesa sobre la que dormía el patricio junto a
un libro y una tela, ahora un aparador con un reloj y una campanilla.
–Lo
veo.
–En cuanto a las
vestimentas, puedes ver que los nobles romanos portan ropas más ricas, acordes
al momento; él lleva una elegante capa abrochada y sombrero, ella un vestido rosa
de mangas amarillas y algunas joyas. Los colores son parecidos a los del otro
lienzo, con rojos de diferentes tonalidades predominando en la parte izquierda
en alfombras y cortinajes, o en el trono y la indumentaria Papal, y luego con el
resto de tonalidades ocres, rosas y azules repitiéndose en ambas escenas.
–Lo cierto es
que imaginando los cuadros enfrentados, como debieron estar en la iglesia, se
ven mejor todas esas cosas que me cuentas.
–Veamos –Sara
continuó–, en la última restauración se ha elucubrado sobre que quizá el
segundo personaje que acompaña al Papa pudiera haberlo añadido Murillo para
completar aquella parte del cuadro que quedaba algo vacía con la arquitectura
de fondo, y se ha recuperado una figura que aparece sobre la colina nevada, a
la derecha, muy difuminada, que porta un estandarte, y que señala el lugar
donde se debería construir la iglesia.
–Cuesta verlo.
–Antes no se
apreciaba. Y observa como el genial pintor sevillano cierra la composición en
la parte derecha del lienzo con dos mujeres que observan la procesión,
impidiendo así que la vista se pierda por ese lado.
–Un lienzo muy
estudiado.
–Murillo es uno
de los grandes.
–Te voy a ser
sincero, cuantos más cuadros veo de este autor más me gusta. Aunque en estos
casos los añadidos…
–Son parte de la
historia del cuadro. De esas vicisitudes que pasaron en el “exilio”. Creo que
no te dije antes que en el anterior se representaba, en los dorados, la planta
y fachada de la Iglesia de Santa María la Mayor en época de Liberio, es decir
en el siglo IV d.c., mientras que, en éste de la derecha, aparece la planta y
fachada de la iglesia en 1813.
–A falta del
campanario, que lo tiene.
–Exacto.
–Es importante
recordar que Murillo pintó esta serie para Santa María la Blanca después de
viajar a Madrid. En aquella época todo pintor que se preciara visitaba Italia,
verdadero centro artístico mundial. Murillo no lo hizo pero, en su viaje a
Madrid, seguro que pudo coincidir con Zurbarán, Velázquez, o Alonso Cano, y,
sobre todo, pudo conocer y estudiar una parte importante de la pintura europea
a través de las ricas colecciones reales. La pincelada de Murillo es decidida y
suelta, quizá también por el efecto que debía de proporcionar el cuadro con su
contemplación en su lugar original. Si te acercas verás de lo que te hablo en
los rostros de los protagonistas.
–Pues vamos a
verlo –asentí nuevamente impresionado por los conocimientos de mi bella
Cicerone.
Permanecimos
unos minutos admirando el cuadro. Sara me dio algún detalle más que ahora mismo
no recuerdo.
–¿Y ahora?
–recuperé mi zalamería cogiéndole de las manos.
–Pues si
quieres…descansamos un rato, nos sentamos y me explicas con calma quien es esa
muchacha de rojo sobre la que escribiste en tu blog hace unos días –concluyó
seria, aparentando casualidad en sus palabras, aunque yo creo que estaba
deseándolo desde hacía rato.
–¿Celosa? –dije halagado.
–No. Muy
intrigada por si seguirá la historia –dijo con cierto retintín sin dejar de
mirar al cuadro.
–Celosa –afirmé jocoso,
aunque luego me sentía algo incómodo.
–Curiosa
–concluyó entonces escueta y cortante, esta vez mirándome fijamente a los ojos.
–Bueno…un
aprendiz de escritor como yo, observa, recuerda, centrifuga ideas y
pensamientos, imagina experiencias, las mezcla con desigual acierto con
vivencias reales, y luego los escribe, si es que es la inspiración se lo
permite.
–Entonces tendré
que esperar a que te reconcilies con las musas y continúes con la historia.
–Mi musa eres tú
–comenté cariñoso haciéndole cosquillas en la cintura.
–No sigas que te
arreo un sopapo –me espetó inquieta.
–Y, ¿cómo crees
que continuará? –le comenté insinuante–. Quizá con un desenlace típico de una
aventura veraniega; con una jovencita enigmática, desinhibida, caprichosa e
inteligente, amante de la literatura y, muy importante, al que le gusta el
orujo más que los chivos la leche, que seduce a un hombre maduro, o se deja
seducir, algo que culmina en un monumental revolcón en un hotel de carretera
cuya decoración, curiosamente también es roja, y en cuya habitación saltan chispas
durante gran parte de la noche…
–Seguro que
sería muy excitante y entretenido, aunque te sugiero otro. Una morena, menos
joven, pero, sin duda, atractiva y elegante, con un vestido ajustado, zapatos
de tacón, con largos guantes negros que le llegan casi hasta el codo, todo de
un lúgubre color negro, para que sirva de contrapunto al “rojo dominante”
–precisó sardónica–, como
si hubiera salido de alguna celebración o funeral, al que había tenido que
acudir sola tras una acalorada discusión con su pareja, entra en el bar,
derrama el orujo que quedaba en la botella sobre la calva y el sombrero del
hombre maduro, sin mediar palabra, y cuando la chiquilla se levanta
sorprendida, la morenita se quita uno de sus guantes con absoluta calma, y le suelta
una sonora y humillante bofetada, con lo que la muchacha comprende enseguida
que ha intentado pescar en coto privado, con lo que regresa arrebolada, muy a
juego con su vestido, zapatos, labios y demás aderezo libidinoso, junto al
grupito de los de su edad que cuchichean en la esquina. ¡Ley de vida!
–Y el hombre
maduro y calvo recoge el sombrero manchado de orujo, y se va con la temperamental
morena cabizbajo y sin rechistar, por si le cae una colleja igual de sonora y
humillante bajo la escrutadora mirada y el silencio supulcral de los atónitos parroquianos –finalicé
divertido y advertido.
–Exacto. ¡Me
encanta este final! –exclamó entonces poco antes de soltar una ahogada
carcajada. Luego, tranquilizadora y espontánea, Sara posó con extrema suavidad,
con sensual lentitud, sus labios sobre mi mejilla.
Genial descripcion
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