sábado, 15 de agosto de 2020

POR EL MUSEO DEL PRADO CON SARA. EL PATRICIO REVELA SU SUEÑO AL PAPA LIBERIO

 

FUNDACIÓN DE SANTA MARÍA MAGGIORE DE ROMA. EL PATRICIO REVELA SU SUEÑO AL PAPA LIBERIO

         Sara respondió a mi carantoña con sorna….

        –Deja de darme coba, zalamero empalagoso.

        –Es que a tu lado me derrito.

–A veces te pones un poco…

–¿Melifluo?

–Ya tardabas en sacar una de tus palabrejas de paseo. ¡Tonto!, la palabra era tonto. –Sara rio.

        –Pues si no merezco tu atención, sigue con el asunto de Santa María la Mayor, y el milagro ese de la nevada en el mes de agosto     –me resigné socarrón, teatralizando el desaire.

        –Pues sí, creo que será mejor.

        –Bueno…–recuperé un poco la seriedad–. Este cuadro, por lo que me cuentas, colgaba frente al anterior en la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla hasta que llegó el “amigo” Soult y organizó ese expolio artístico en 1810.

        –Exacto. El cuadro tiene como título “El patricio revela su sueño al Papa Liberio” y representa el momento en el que el noble Juan y su esposa le comunican al Pontífice el contenido de su sueño. Repara en el detalle del gesto de asombro del Papa. Es conocido que Murillo realizaba bocetos sobre las expresiones de sus personajes hasta que daba con la que él consideraba más acorde. El rostro del Papa es el de Alejandro VII.

        –Que es el que abogó por la tesis de la Inmaculada Concepción de la Virgen.

        –Sí. Veo que me has prestado atención.

        –Por la cuenta que me trae, si me pongo “cariñoso” me llamas tonto… –protesté haciéndome el niño desilusionado. Sara ignoró mi comentario, o más bien lo zanjo mirando hacia arriba implorando al Altísimo paciencia infinita.

        –Hay quien interpreta que el Papa había tenido el mismo sueño. Otros que escucha, atónito, la versión del patricio en la que le expone que, sobre el manto blanco del Esquilino, la Virgen habría dejado impresa la forma de la planta de la iglesia a construir.

        –No me extraña el gesto de pasmo… –ironicé.

        –Como ves, hay un evidente paralelismo entre los cuadros. En éste se vuelven a dar dos escenas diferenciadas. Una, la que te he comentado, en la que aparecen además los dos asistentes papales, uno con quevedos, bajo un arco ciego de medio punto, y otra, que es la de la derecha, separada de la anterior por una arquitectura, en este caso una columna. En ella se ve, bajo el rompimiento de Gloria con la Virgen y el niño, una pomposa procesión religiosa, presidida por el Papa bajo palio, junto a un séquito de cardenales y sacerdotes, que se dirigen hacia la colina nevada. Si te paras a observar el cuadro, apreciarás dos focos intensos de luz, el principal es el de la nevada con el rompimiento de Gloria con la Virgen con el niño indicando el lugar donde debía erigirse el templo; “in eo locum eclesiae designavit”…

        –Me lo traduzca –dije con gracia.

        –A ti sí que te voy a traducir yo… –comentó tirándome de una de mis orejas breve y cariñosamente.

        –Y el otro foco de luz es el vestido de la noble romana cuya claridad se evidencia en el color de la túnica del fraile que lleva quevedos, por ejemplo.

        –Bien observado. Además, como en el cuadro anterior, Murillo repite tanto la composición diagonal, línea que partiría de la cabeza del Papa, pasaría por los nobles romanos y concluiría en la procesión como la utilización de un mueble para introducir la escena, antes era la mesa sobre la que dormía el patricio junto a un libro y una tela, ahora un aparador con un reloj y una campanilla.

        –Lo veo.

–En cuanto a las vestimentas, puedes ver que los nobles romanos portan ropas más ricas, acordes al momento; él lleva una elegante capa abrochada y sombrero, ella un vestido rosa de mangas amarillas y algunas joyas. Los colores son parecidos a los del otro lienzo, con rojos de diferentes tonalidades predominando en la parte izquierda en alfombras y cortinajes, o en el trono y la indumentaria Papal, y luego con el resto de tonalidades ocres, rosas y azules repitiéndose en ambas escenas.

–Lo cierto es que imaginando los cuadros enfrentados, como debieron estar en la iglesia, se ven mejor todas esas cosas que me cuentas.

–Veamos –Sara continuó–, en la última restauración se ha elucubrado sobre que quizá el segundo personaje que acompaña al Papa pudiera haberlo añadido Murillo para completar aquella parte del cuadro que quedaba algo vacía con la arquitectura de fondo, y se ha recuperado una figura que aparece sobre la colina nevada, a la derecha, muy difuminada, que porta un estandarte, y que señala el lugar donde se debería construir la iglesia.

–Cuesta verlo.

–Antes no se apreciaba. Y observa como el genial pintor sevillano cierra la composición en la parte derecha del lienzo con dos mujeres que observan la procesión, impidiendo así que la vista se pierda por ese lado.

–Un lienzo muy estudiado.

–Murillo es uno de los grandes.

–Te voy a ser sincero, cuantos más cuadros veo de este autor más me gusta. Aunque en estos casos los añadidos…

–Son parte de la historia del cuadro. De esas vicisitudes que pasaron en el “exilio”. Creo que no te dije antes que en el anterior se representaba, en los dorados, la planta y fachada de la Iglesia de Santa María la Mayor en época de Liberio, es decir en el siglo IV d.c., mientras que, en éste de la derecha, aparece la planta y fachada de la iglesia en 1813.

–A falta del campanario, que lo tiene.

–Exacto.

–Es importante recordar que Murillo pintó esta serie para Santa María la Blanca después de viajar a Madrid. En aquella época todo pintor que se preciara visitaba Italia, verdadero centro artístico mundial. Murillo no lo hizo pero, en su viaje a Madrid, seguro que pudo coincidir con Zurbarán, Velázquez, o Alonso Cano, y, sobre todo, pudo conocer y estudiar una parte importante de la pintura europea a través de las ricas colecciones reales. La pincelada de Murillo es decidida y suelta, quizá también por el efecto que debía de proporcionar el cuadro con su contemplación en su lugar original. Si te acercas verás de lo que te hablo en los rostros de los protagonistas.

–Pues vamos a verlo –asentí nuevamente impresionado por los conocimientos de mi bella Cicerone.

Permanecimos unos minutos admirando el cuadro. Sara me dio algún detalle más que ahora mismo no recuerdo.

–¿Y ahora? –recuperé mi zalamería cogiéndole de las manos.

–Pues si quieres…descansamos un rato, nos sentamos y me explicas con calma quien es esa muchacha de rojo sobre la que escribiste en tu blog hace unos días –concluyó seria, aparentando casualidad en sus palabras, aunque yo creo que estaba deseándolo desde hacía rato.

–¿Celosa? –dije halagado.

–No. Muy intrigada por si seguirá la historia –dijo con cierto retintín sin dejar de mirar al cuadro.

–Celosa –afirmé jocoso, aunque luego me sentía algo incómodo.

–Curiosa –concluyó entonces escueta y cortante, esta vez mirándome fijamente a los ojos.

–Bueno…un aprendiz de escritor como yo, observa, recuerda, centrifuga ideas y pensamientos, imagina experiencias, las mezcla con desigual acierto con vivencias reales, y luego los escribe, si es que es la inspiración se lo permite.

–Entonces tendré que esperar a que te reconcilies con las musas y continúes con la historia.

–Mi musa eres tú –comenté cariñoso haciéndole cosquillas en la cintura.

–No sigas que te arreo un sopapo –me espetó inquieta.

–Y, ¿cómo crees que continuará? –le comenté insinuante–. Quizá con un desenlace típico de una aventura veraniega; con una jovencita enigmática, desinhibida, caprichosa e inteligente, amante de la literatura y, muy importante, al que le gusta el orujo más que los chivos la leche, que seduce a un hombre maduro, o se deja seducir, algo que culmina en un monumental revolcón en un hotel de carretera cuya decoración, curiosamente también es roja, y en cuya habitación saltan chispas durante gran parte de la noche…

–Seguro que sería muy excitante y entretenido, aunque te sugiero otro. Una morena, menos joven, pero, sin duda, atractiva y elegante, con un vestido ajustado, zapatos de tacón, con largos guantes negros que le llegan casi hasta el codo, todo de un lúgubre color negro, para que sirva de contrapunto al “rojo dominante” –precisó sardónica–, como si hubiera salido de alguna celebración o funeral, al que había tenido que acudir sola tras una acalorada discusión con su pareja, entra en el bar, derrama el orujo que quedaba en la botella sobre la calva y el sombrero del hombre maduro, sin mediar palabra, y cuando la chiquilla se levanta sorprendida, la morenita se quita uno de sus guantes con absoluta calma, y le suelta una sonora y humillante bofetada, con lo que la muchacha comprende enseguida que ha intentado pescar en coto privado, con lo que regresa arrebolada, muy a juego con su vestido, zapatos, labios y demás aderezo libidinoso, junto al grupito de los de su edad que cuchichean en la esquina. ¡Ley de vida!

–Y el hombre maduro y calvo recoge el sombrero manchado de orujo, y se va con la temperamental morena cabizbajo y sin rechistar, por si le cae una colleja igual de sonora y humillante bajo la escrutadora mirada y el silencio supulcral de los atónitos parroquianos –finalicé divertido y advertido.

–Exacto. ¡Me encanta este final! –exclamó entonces poco antes de soltar una ahogada carcajada. Luego, tranquilizadora y espontánea, Sara posó con extrema suavidad, con sensual lentitud, sus labios sobre mi mejilla.


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