domingo, 6 de septiembre de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (VI PARTE)

 

VENUS CALIPIGIA

             Ante la tesitura de que ninguna de las versiones que podía dar de los hechos a la recepcionista del hotel fuera creíble, decidí “echar por la calle del medio” y contar la verdad. Imagino que por ser un cliente habitual me facilitó todo lo que le pedí, aunque su cara de pasmo lo decía todo. Lo cierto es que ella se comprometió a proporcionarme ropa para mi Irene Adler y, además, solícita, habló con el camarero de la cafetería para que nos subieran algo de merendar y, sobre todo, alguna infusión, café y leche caliente.

        Nuestra entrada en el hotel, y las explicaciones y peticiones en recepción, no pasaron desapercibidas a los pocos clientes que deambulaban por allí, o disfrutaban de un rato de lectura o café; no creo que fuera muy normal ver a un hombre maduro con aspecto de indiano aventurero acompañado de una bellísima muchacha, que parecía rescatada de un naufragio. Sus caras de incredulidad, cuando no de directo reproche, no me sorprendieron. Quizá en su lugar yo también hubiera pensado igual de mal…

        –¡Lo que hace una buena billetera! ¡No tiene vergüenza, traerse una señorita tan joven y de esa guisa, a media tarde al hotel, a la vista de todo el mundo! ¡Presuntuoso, si podría ser su abuelo!

        Finalmente subimos a la habitación.

        –¿Te gusta? –dije al abrir la puerta y mostrarle mi estancia intentando romper el silencio que habíamos mantenido durante todo el tiempo que estuvimos en recepción, y mientras subíamos.

        –Señorial, como dijiste –contestó escueta.

        –¿No consigo comprender por qué hiciste esa locura? –pregunté en referencia al gélido baño que se acababa de dar buscando la trivialidad de una conversación que no tensionase más aquella extraña tarde.

        –Ya te lo dije, para salirme con la mía. Al final te mojaste los pies. Aunque quizá fuera para que me trajeras a tu habitación –me insinuó descarada y tentadora, mientras arrojaba su vestido rojo manchado ligeramente de arena hacia el suelo de la entrada del baño y, deliberada y lentamente se acercaba hacia él, exhibiendo colgadas de su índice derecho sus braguitas rojas de encaje que finalmente dejó caer sobre el vestido, dejándolas sugerentemente a la vista. Luego, ella me dedicó una sonrisa provocadora mientras se despojaba de mi gabardina y la colocaba con delicadeza sobre la silla, frente al escritorio, junto al ventanal que daba a la bahía–. Además, seguro que te habrías metido en el agua del todo si no hubiera salido. A pesar de todo me sentí rescatada por mi caballero Sherlock  –concluyó divertida.

        –¡Eres un diablillo! –exclamé incómodo.

Ella se quedó junto al ventanal que daba a la playa y se quitó su chaqueta roja. No me tranquilizó precisamente evocar que sólo llevaba puesta mi sudadera, y mi razonamiento comenzó a mostrarse confuso. Del caballero andante que rescata a su dama saltaba al hombre rijoso con demasiada facilidad. No pude evitar observarla, aparentemente cándida e inocente, con el pelo mojado cayéndole sobre mi jersey, con la vista perdida en el precioso horizonte de la bahía de Ribadesella. Luego, tampoco pude deshacerme de aquella imagen de ella, no tan candorosa; la de la mujer irresistible, manipuladora y veleidosa que me hubiera arrastrado a las aguas del cantábrico sin dudarlo. Entonces, quizá dejándome llevar por la realidad de la atracción que ejercía sobre cualquiera que la contemplara, descansé furtiva e irremediablemente mi mirada sobre su figura, sobre sus hermosas y ebúrneas piernas, dos estilizadas columnas de mármol de fuste liso, cuyo tacto casi pude sentir mientras las recorría con la imaginación; unos pensamientos que se perdían inexorables bajo la tela roja sobre aquella anatomía perfecta que desataba el deseo. Me di la vuelta avergonzado porque sabía que ella jugaba conmigo, empujándome a cada momento con sus miradas, palabras y actos al arriesgado conocimiento del paisaje ignoto de su cuerpo, segura de que, si yo no me hubiera resistido, ella me hubiera iniciado en su sabiduría en la misma playa.

        –Anda. Date una ducha de agua caliente. Enseguida nos subirán algo de ropa –concluí recuperando la sensatez, dejando mis elucubraciones de novelista aficionado de un lado.

        –Lo haré, gracias.

        Ella se volvió hacia mí, zahiriéndome de nuevo con aquella mirada insostenible de ojos glaucos imposible de olvidar, coqueta, profunda, cautivadora, y comenzó a caminar en mi dirección; en realidad tenía que pasar ante mí para entrar en el baño. Entonces, se detuvo al llegar a mi altura y me susurro al oído:

        –Ha sido la tarde más interesante de todas mis vacaciones, aunque decidas que acabe así –dijo deslizando melosamente aquellas incitantes palabras entre sus carnosos labios, aún pintados de carmín, poco antes de besarme en la mejilla izquierda. Aquello no contribuyó a tranquilizarme, y mucho menos la imagen erotizante y venusina que me fue regalando a medida que se alejaba, puesto que fue elevando lentamente la sudadera sobre sus nalgas y espalda hasta quitársela del todo al llegar a la puerta del baño, dejando al descubierto el envés de aquella anatomía privilegiada que se anunciara bajo su vestido rojo en el bar donde nos conocimos; un espectáculo al que asistí confundido y boquiabierto. Luego mi Irene Adler se dio la vuelta cubriéndose con la misma prenda, aparentando pudor, volvió la puerta sin dejar de asomar la cabeza, con una pose cinematográfica de actriz experimentada, asomó su pierna derecha y apoyó los dedos de su pie sensualmente sobre las braguitas de encaje rojo y el vestido manchado de arena, dejó que la sudadera colgara de su brazo derecho desnudo, anunciando provocativamente uno de sus pechos apoyándolo en el extremo de la puerta, y me arrojó finalmente el jersey con estudiada teatralidad.

        –Gracias. Caballero Sherlock –me espetó descarada guiñándome un ojo.

        Ella dejó la puerta entornada, no la cerró. Aturdido, coloqué la sudadera sobre la gabardina y luego me asomé al ventanal, con la intención de aligerarme del sofoco dejándome acariciar por la brisa del cantábrico, intentando distraer la lubrica desnudez de su juventud en la contemplación de la playa de Santa Marina; un imposible.

        Entonces sonó el timbre de la puerta. Abrí. Era la recepcionista con un vestido.

        –Es mío. Seguro que le sobra algo. Yo no tengo ese cuerpazo   –me comentó sonrojándose con envidia, probablemente intuyendo también que se había excedido en su comentario.

        –No sabe cuánto se lo agradezco. Seguro que le sirve.

        –Una última cosa, no quisiera ser indiscreta, pero… comprenderá que… si ella pasa la noche con usted deberíamos hacer su registro… Lo siento es algo embarazoso tener que pedírselo.

        –Sé lo que está pensando y no se lo reprocho. La situación invita a deducir lo que parece evidente, aunque no sea el caso. No se preocupe, se está duchando, y luego, la acompañaré a su casa. Sólo intento que no coja un constipado.

        –De acuerdo –me contestó incómoda–. Sin necesita algo más, no tiene más que llamarme –añadió servicial–. Enseguida les subirán el refrigerio que encargó –concluyó dando dos pasos hacia atrás, finalizando con profesionalidad y discreción la conversación.

        –Se lo agradezco de nuevo –dije con sinceridad, sonriéndole algo resignado. Imaginé a aquella mujer volviendo a sus quehaceres habituales confundida por aquel extraño asunto y, sobre todo, con la manera que, al parecer, se iba a solucionar.

        Al cerrar la puerta seguí oyendo el agua correr en la ducha y me acerqué a la ventana de nuevo. Allí intenté hacer una semblanza razonada de lo que había sido la tarde, aunque todo pensamiento  se veía eclipsado por una silueta roja extremadamente turbadora que se alejaba hollando la arena de la playa, y que iba diluyendo su color en favor de la belleza del rielar de la piel desnuda y tersa, y el contorno perfecto de mi Irene Adler de espaldas entrando en el baño; una auténtica Venus Calipigia.

Finalmente ella salió enfundada en el albornoz que el hotel ponía a disposición de sus clientes en sus mejores habitaciones, mientras se secaba el pelo con una toalla. De nuevo sonó el timbre.

        –Será el servicio de habitaciones. Debes tomar algo caliente. Luego te vestirás –señalé al vestido que me había subido la recepcionista que yacía sobre la cama–, y te acompañaré a casa.

        –Una forma un poco sosa de acabar una hermosa velada –comentó divertida, simulando decepción, dirigiéndose a la ventana con vistas al mar.

        Y fue al abrir la puerta cuando la tarde se entenebreció por completo. No era el camarero con el refrigerio quien esperaba al otro lado, era Sara, que embutida en un ajustadísimo vestido negro que resaltaba, y de qué manera, sus formas de mujer madura y lozana, se echó en mis brazos, y me besó apasionadamente sin mediar palabra. Luego, debió de notar algo anormal en mi forma de reaccionar porque se separó de mí enseguida. Entonces, su rostro pasó de la calidez de mujer enamorada inicial, a la sorpresa de la decepción más absoluta, para acabar en la indignación que sentí, hosca y lacerante, cuando su mirada acabó por entigrecerse. Yo giré mi cabeza, instintivamente, sin saber qué hacer, ni qué decir, sintiendo que el dalle afilado de su resentimiento amenazaba mi cuello. El panorama era desolador; mi Irene Adler estaba de espaldas ataviada con el albornoz del hotel, y seguía secándose el pelo formando una postal perfecta enmarcada en el azul del mar cantábrico, la prenda de la recepcionista yacía sobre la cama y, para mayor escarnio, el vestido rojo manchado de arena con las pequeñas y eróticas braguitas rojas asomaban a la entrada del baño. Durante un instante, que duró una eternidad, todos aquellos meses felices que había pasado junto a Sara recorrieron mi mente, anunciando el final de una hermosa relación ante lo inexplicable de la situación a la que tenía que hacer frente. Con el pánico en el cuerpo y, seguramente, con el rostro lívido, me volví hacia Sara, aunque sólo llegué a ver su hombro, porque en aquel momento ella me lanzó un crochet de derecha perfectamente ejecutado, que impactó con violencia en mi pómulo izquierdo, paradójicamente, en el mismo lugar donde mi Irene Adler había posado sus labios antes de entrar en el baño. La contundencia del golpe, fue tal, que mi cabeza fue a dar contra el borde de la puerta golpeándose en el hueso temporal y el oído. Entonces sentí que un enorme zumbido se colaba a través de la ventana para alojarse dolorosamente en mi cerebro, algo parecido a la sirena de un barco, y luego recuerdo haberme tambaleado, haber perdido el equilibrio y haberme derrumbado en el suelo, mientras por mi nublada vista pasaban el rostro desencajado por el odio de Sara, los adornos de las paredes, los apliques de la luz, el blanco del techo, y el rojo perturbador de las braguitas y el vestido manchado de arena a la entrada del baño, al descolgárseme la cabeza inerte hacia el lado derecho. Finalmente, presagiando el lúgubre final de aquella tarde, mis ojos se cerraron, y el color negro tiñó mi mente cuando perdí la consciencia. Sara me había noqueado.

       

       

 

 

        



2 comentarios:

  1. Ohhhh, en lo más interesante se ha quedado, deseando sea domingo para seguir leyendo. Graciassss

    ResponderEliminar
  2. Santa Barbara..... No nos dejes así.. Sigue escribiendo por favor 🙃😧

    ResponderEliminar