Ante la tesitura de que ninguna de
las versiones que podía dar de los hechos a la recepcionista del hotel fuera
creíble, decidí “echar por la calle del medio” y contar la verdad. Imagino que por
ser un cliente habitual me facilitó todo lo que le pedí, aunque su cara de
pasmo lo decía todo. Lo cierto es que ella se comprometió a proporcionarme ropa
para mi Irene Adler y, además, solícita, habló con el camarero de la cafetería
para que nos subieran algo de merendar y, sobre todo, alguna infusión, café y leche
caliente.
Nuestra
entrada en el hotel, y las explicaciones y peticiones en recepción, no pasaron
desapercibidas a los pocos clientes que deambulaban por allí, o disfrutaban de
un rato de lectura o café; no creo que fuera muy normal ver a un hombre maduro
con aspecto de indiano aventurero acompañado de una bellísima muchacha, que
parecía rescatada de un naufragio. Sus caras de incredulidad, cuando no de
directo reproche, no me sorprendieron. Quizá en su lugar yo también hubiera
pensado igual de mal…
–¡Lo
que hace una buena billetera! ¡No tiene vergüenza, traerse una señorita tan
joven y de esa guisa, a media tarde al hotel, a la vista de todo el mundo! ¡Presuntuoso,
si podría ser su abuelo!
Finalmente
subimos a la habitación.
–¿Te
gusta? –dije al abrir la puerta y mostrarle mi estancia intentando romper el
silencio que habíamos mantenido durante todo el tiempo que estuvimos en
recepción, y mientras subíamos.
–Señorial,
como dijiste –contestó escueta.
–¿No
consigo comprender por qué hiciste esa locura? –pregunté en referencia al
gélido baño que se acababa de dar buscando la trivialidad de una conversación
que no tensionase más aquella extraña tarde.
–Ya
te lo dije, para salirme con la mía. Al final te mojaste los pies. Aunque quizá
fuera para que me trajeras a tu habitación –me insinuó descarada y tentadora, mientras
arrojaba su vestido rojo manchado ligeramente de arena hacia el suelo de la
entrada del baño y, deliberada y lentamente se acercaba hacia él, exhibiendo
colgadas de su índice derecho sus braguitas rojas de encaje que finalmente dejó
caer sobre el vestido, dejándolas sugerentemente a la vista. Luego, ella me
dedicó una sonrisa provocadora mientras se despojaba de mi gabardina y la colocaba
con delicadeza sobre la silla, frente al escritorio, junto al ventanal que daba
a la bahía–. Además, seguro que te habrías metido en el agua del todo si no hubiera
salido. A pesar de todo me sentí rescatada por mi caballero Sherlock –concluyó divertida.
–¡Eres
un diablillo! –exclamé incómodo.
Ella se quedó junto
al ventanal que daba a la playa y se quitó su chaqueta roja. No me tranquilizó precisamente
evocar que sólo llevaba puesta mi sudadera, y mi razonamiento comenzó a
mostrarse confuso. Del caballero andante que rescata a su dama saltaba al
hombre rijoso con demasiada
facilidad. No pude evitar observarla, aparentemente cándida e inocente, con el
pelo mojado cayéndole sobre mi jersey, con la vista perdida en el precioso
horizonte de la bahía de Ribadesella. Luego, tampoco pude deshacerme de aquella
imagen de ella, no tan candorosa;
la de la mujer irresistible, manipuladora y veleidosa que me hubiera
arrastrado a las aguas del cantábrico sin dudarlo. Entonces, quizá dejándome
llevar por la realidad de la atracción que ejercía sobre cualquiera que la
contemplara, descansé furtiva e irremediablemente mi mirada sobre su figura,
sobre sus hermosas y ebúrneas
piernas, dos estilizadas columnas de mármol de fuste liso, cuyo tacto casi pude
sentir mientras las recorría con la imaginación; unos pensamientos que se
perdían inexorables bajo la tela roja sobre aquella anatomía perfecta que
desataba el deseo. Me di la vuelta avergonzado porque sabía que ella jugaba
conmigo, empujándome a cada momento con sus miradas, palabras y actos al arriesgado
conocimiento del paisaje ignoto de su cuerpo, segura de que, si yo no me
hubiera resistido, ella me hubiera iniciado en su sabiduría en la misma playa.
–Anda.
Date una ducha de agua caliente. Enseguida nos subirán algo de ropa –concluí
recuperando la sensatez, dejando mis elucubraciones de novelista aficionado de
un lado.
–Lo
haré, gracias.
Ella
se volvió hacia mí, zahiriéndome de
nuevo con aquella mirada insostenible de ojos glaucos imposible de olvidar, coqueta,
profunda, cautivadora, y comenzó a caminar en mi dirección; en realidad tenía
que pasar ante mí para entrar en el baño. Entonces, se detuvo al llegar a mi
altura y me susurro al oído:
–Ha
sido la tarde más interesante de todas mis vacaciones, aunque decidas que acabe
así –dijo deslizando melosamente aquellas incitantes palabras entre sus
carnosos labios, aún pintados de carmín, poco antes de besarme en la mejilla izquierda.
Aquello no contribuyó a tranquilizarme, y mucho menos la imagen erotizante y
venusina que me fue regalando a medida que se alejaba, puesto que fue elevando
lentamente la sudadera sobre sus nalgas y espalda hasta quitársela del todo al
llegar a la puerta del baño, dejando al descubierto el envés de aquella anatomía
privilegiada que se anunciara bajo su vestido rojo en el bar donde nos
conocimos; un espectáculo al que asistí confundido y boquiabierto. Luego mi
Irene Adler se dio la vuelta cubriéndose con la misma prenda, aparentando
pudor, volvió la puerta sin dejar de asomar la cabeza, con una pose cinematográfica
de actriz experimentada, asomó su pierna derecha y apoyó los dedos de su pie
sensualmente sobre las braguitas de encaje rojo y el vestido manchado de arena,
dejó que la sudadera colgara de su brazo derecho desnudo, anunciando
provocativamente uno de sus pechos apoyándolo en el extremo de la puerta, y me
arrojó finalmente el jersey con estudiada teatralidad.
–Gracias.
Caballero Sherlock –me espetó descarada guiñándome un ojo.
Ella
dejó la puerta entornada, no la cerró. Aturdido, coloqué la sudadera sobre la
gabardina y luego me asomé al ventanal, con la intención de aligerarme del sofoco
dejándome acariciar por la brisa del cantábrico, intentando distraer la lubrica
desnudez de su juventud en la contemplación de la playa de Santa Marina; un
imposible.
Entonces
sonó el timbre de la puerta. Abrí. Era la recepcionista con un vestido.
–Es
mío. Seguro que le sobra algo. Yo no tengo ese cuerpazo –me comentó sonrojándose con envidia,
probablemente intuyendo también que se había excedido en su comentario.
–No
sabe cuánto se lo agradezco. Seguro que le sirve.
–Una
última cosa, no quisiera ser indiscreta, pero… comprenderá que… si ella pasa la
noche con usted deberíamos hacer su registro… Lo siento es algo embarazoso
tener que pedírselo.
–Sé
lo que está pensando y no se lo reprocho. La situación invita a deducir lo que
parece evidente, aunque no sea el caso. No se preocupe, se está duchando, y
luego, la acompañaré a su casa. Sólo intento que no coja un constipado.
–De
acuerdo –me contestó incómoda–. Sin necesita algo más, no tiene más que
llamarme –añadió servicial–. Enseguida les subirán el refrigerio que encargó
–concluyó dando dos pasos hacia atrás, finalizando con profesionalidad y discreción
la conversación.
–Se
lo agradezco de nuevo –dije con sinceridad, sonriéndole algo resignado. Imaginé
a aquella mujer volviendo a sus quehaceres habituales confundida por aquel
extraño asunto y, sobre todo, con la manera que, al parecer, se iba a solucionar.
Al
cerrar la puerta seguí oyendo el agua correr en la ducha y me acerqué a la
ventana de nuevo. Allí intenté hacer una semblanza razonada de lo que había
sido la tarde, aunque todo pensamiento se
veía eclipsado por una silueta roja extremadamente turbadora que se alejaba
hollando la arena de la playa, y que iba diluyendo su color en favor de la
belleza del rielar de la piel desnuda y tersa, y el contorno perfecto de mi
Irene Adler de espaldas entrando en el baño; una auténtica Venus Calipigia.
Finalmente ella
salió enfundada en el albornoz que el hotel ponía a disposición de sus clientes
en sus mejores habitaciones, mientras se secaba el pelo con una toalla. De
nuevo sonó el timbre.
–Será
el servicio de habitaciones. Debes tomar algo caliente. Luego te vestirás –señalé
al vestido que me había subido la recepcionista que yacía sobre la cama–, y te
acompañaré a casa.
–Una
forma un poco sosa de acabar una hermosa velada –comentó divertida, simulando decepción,
dirigiéndose a la ventana con vistas al mar.
Y
fue al abrir la puerta cuando la tarde se entenebreció por completo. No
era el camarero con el refrigerio quien esperaba al otro lado, era Sara, que embutida
en un ajustadísimo vestido negro que resaltaba, y de qué manera, sus formas de
mujer madura y lozana, se echó en mis brazos, y me besó apasionadamente sin
mediar palabra. Luego, debió de notar algo anormal en mi forma de reaccionar porque
se separó de mí enseguida. Entonces, su rostro pasó de la calidez de mujer
enamorada inicial, a la sorpresa de la decepción más absoluta, para acabar en
la indignación que sentí, hosca y lacerante, cuando su mirada acabó por entigrecerse. Yo giré mi
cabeza, instintivamente, sin saber qué hacer, ni qué decir, sintiendo que el dalle afilado de su resentimiento amenazaba
mi cuello. El panorama era desolador; mi Irene Adler estaba de espaldas ataviada
con el albornoz del hotel, y seguía secándose el pelo formando una postal
perfecta enmarcada en el azul del mar cantábrico, la prenda de la recepcionista
yacía sobre la cama y, para mayor escarnio, el vestido rojo manchado de arena
con las pequeñas y eróticas braguitas rojas asomaban a la entrada del baño.
Durante un instante, que duró una eternidad, todos aquellos meses felices que había
pasado junto a Sara recorrieron mi mente, anunciando el final de una hermosa
relación ante lo inexplicable de la situación a la que tenía que hacer frente. Con
el pánico en el cuerpo y, seguramente, con el rostro lívido, me volví hacia
Sara, aunque sólo llegué a ver su hombro, porque en aquel momento ella me lanzó
un crochet de derecha perfectamente ejecutado, que impactó con violencia en mi pómulo
izquierdo, paradójicamente, en el mismo lugar donde mi Irene Adler había posado
sus labios antes de entrar en el baño. La contundencia del golpe, fue tal, que
mi cabeza fue a dar contra el borde de la puerta golpeándose en el hueso
temporal y el oído. Entonces sentí que un enorme zumbido se colaba a través de
la ventana para alojarse dolorosamente en mi cerebro, algo parecido a la sirena
de un barco, y luego recuerdo haberme tambaleado, haber perdido el equilibrio y
haberme derrumbado en el suelo, mientras por mi nublada vista pasaban el rostro
desencajado por el odio de Sara, los adornos de las paredes, los apliques de la
luz, el blanco del techo, y el rojo perturbador de las braguitas y el vestido
manchado de arena a la entrada del baño, al descolgárseme la cabeza inerte
hacia el lado derecho. Finalmente, presagiando el lúgubre final de aquella
tarde, mis ojos se cerraron, y el color negro tiñó mi mente cuando perdí la
consciencia. Sara me había noqueado.
Ohhhh, en lo más interesante se ha quedado, deseando sea domingo para seguir leyendo. Graciassss
ResponderEliminarSanta Barbara..... No nos dejes así.. Sigue escribiendo por favor 🙃😧
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