No debí de estar mucho tiempo sin
sentido; evidentemente no lo recuerdo. El hecho es que cuando lo recobré yacía
sobre la cama de mi habitación. Durante un tiempo me mantuve expectante completamente
en silencio, mitad porque seguía aturdido, mitad porque la situación invitaba
más a un profundo análisis y una cuidada reflexión; en “román paladino” lo más inteligente
para intentar salir airoso de aquella complicada situación era escuchar e
intentar elaborar un plan que me permitiera esquivar siquiera el siguiente
chaparrón.
Parpadeé
varias veces, todavía mirando hacia el techo y con dos dolores localizados en
mi cabeza, uno en la parte derecha, correspondiente al golpe con la puerta, y
el otro al del pómulo, este último doblemente lacerante, en lo físico por el contundente
puñetazo cuasi profesional que me había dado Sara, y en lo anímico porque mi autoestima
estaba bajo mínimos; “mandaba narices” que la primera persona que me había
partido la cara era mi pareja, aunque quizá no lo fuera ya por mucho tiempo.
Poco
a poco me atreví a hacer algún movimiento y, al dejar de mirar al techo y girar
la cabeza, el zumbido que se instalara en el interior de mi cerebro en el
momento del noqueo se acentuó, al igual que la sensación de mareo, además pude
comprobar que aquella molestia me impedía oír correctamente. Sara estaba
sentada a mi lado, aplicando una bolsa de hielo a mi pómulo izquierdo, mientras
daba un bocado a un sándwich, con un desaborido y helador gesto de indiferencia
hacia mí. Tras ella vi el carrito del servicio de habitaciones con el
refrigerio que había encargado en recepción. Deduje entonces que el camarero lo
había dejado allí, tras la puerta de la habitación, y que también habría sido
él quien le habría proporcionado el hielo a Sara, quizá incluso fuera invitado
sutilmente a no abrir la boca ante semejante espectáculo; Sara era capaz de
convencer al diablo de que en el infierno nevaba. También pude sentir que Sara
iba alternando el hielo en los dos lados de la cabeza afectados por el
siniestro, ambos latosamente palpitantes en cuanto ella dejaba de aplicar frío.
Por tanto, allí
yacía yo, quebrantado y expectante, sin articular palabra y sin atreverme a dar
un paso mucho más osado en mis evoluciones. Entonces, miré a Sara, sumiso y amartelado, buscando un
resquicio de comprensión. Ella me rehuyó, supuse que algo más que ofendida, no
era para menos. Pensé que, si me hubiera dado la oportunidad de explicarle mi
realidad, aunque pareciera tan extraña y embarazosa… Pero… ¡qué demonios! Era
imposible que aquello pudiera ser mínimamente comprensible; ella me había
sorprendido con una hermosa joven en mi habitación, que parecía recién salida
del baño ataviada con el albornoz del hotel y, lo peor de todo, Sara había
visto el vestido rojo y las braguitas de mi Irene Adler a la puerta del baño
impidiendo que ésta se cerrara. Todo intento de explicación se iba al garete en
cuanto aplicaba un mínimo de razonamiento lógico a los hechos. Entonces giré la
cabeza en dirección a la ventana. Para mi sorpresa me encontré con los ojos verdes
de mi Irene Adler, imposibles de olvidar a pesar de las circunstancias, posados
fijamente en mí. Ella, seguía allí, aunque ya no llevaba puesto el albornoz, si
no el vestido de que me prestara la recepcionista. Sus labios color carmín se
movían levemente, puede que estuviera diciéndome algo, pero yo no oía más que
aquel molesto zumbido aún. Al volverme hacia Sara vi que ella también movía los
labios en aquel momento, aunque yo tampoco la oía a ella; discurrí entonces que
ellas se estaban hablando.
Aquel fue el
momento en el que decidí darme una tregua; dejé de mirar a ambas. Lo malo es
que mi vista descansó en lo más llamativo de toda la estancia, la entrada del
baño, donde seguían en el suelo aquellas prendas que habían formado parte de mi
ominoso horizonte rojo perturbador, el vestido de mi Irene Adler, y sus
pequeñas y eróticas braguitas, aquel horizonte rojo que se había convertido en
negro en el momento que apareció Sara con su vestido ajustado y sus tacones, y
no sólo porque mi mundo se hubiera venido abajo al igual que mi cuerpo tras el
leñazo que me había soltado en la cara, sino porque me vino a la mente un
recuerdo, el de aquella noche en Roma con Sara, cuando ella acababa de volver
de la Universidad de la Sapienza donde asistía a un congreso sobre historia
medieval, ataviada con aquel mismo vestido negro que tan poco tiempo tardé en
quitarle. Curiosamente, la imagen de su ropa interior negra junto a la puerta
del baño de la habitación, vaya casualidad, teñía y erotizaba inexorablemente
aquel inolvidable recuerdo.
Volví a mirar a
Sara en cuanto conseguí abandonar mis excitantes evocaciones. El zumbido parecía
remitir y dejaba de martirizarme. El panorama seguía confuso en mi interior y,
sobre todo, en el exterior. Lo primero que oí de sus labios me tranquilizó un
poco, o eso creo.
–¿Qué tal está
mi D. Juan? –preguntó Sara ríspida
acompañando sus palabras con su mejor sonrisa sardónica. Ella seguía alternando
el paño a modo de bolsa con el hielo aplicándomelo a un lado y al otro de la
cara, y había dejado de comer; al menos no percibí esa insensibilidad que
emanaba instantes antes en la que pareciera estar acostumbrada a romperle la
cara a su novio para luego ayudarle a recomponerse mientras merendaba con total
naturalidad. Mi Irene Adler estaba
sentada sobre la mesa del escritorio apoyando su espalda sobre el ventanal que
daba a la Playa de Santa Marina. Entre sus manos humeaba una taza de infusión,
percibí cierto aroma a manzanilla. Lo chocante del asunto es que recogía sus
piernas de manera sugerentemente dadivosa, más si cabe cuando recordé que su
ropa interior seguía en el suelo, junto a la puerta del baño. Curiosa situación
la mía con mi “ya no tan segura pareja” atendiéndome en la cama, mientras yo, ante
cualquier movimiento de mi Irene Adler, descuidado o intencionado, podía
acceder a la completa visión de su “monte de venus” bajo el vestido, tras
surcar sus blancas y tersas piernas. Entonces le oí decir...
–Recupera el
color.
–Eso parece
–contestó Sara escueta y desabrida. Luego, se inclinó hacia mí y me susurró al
oído–. Si tu mejoría en el color de la cara es porque te estás ruborizando por
mirar en aquella dirección como un
vulgar viejo verde samueleador –me
indicó con sus ojos hacía mi Irene Adler–, puede que te sacuda en el otro
pómulo, y así te dejo la cara simétrica y de color amaranto. –Entonces Sara su
incorporó y siguió aplicándome hielo con algo de rudeza, mientras me miraba
inquisitivamente, y volvía, inquietantemente, a dar un bocado al sándwich con desafecto.
Ante aquella
tesitura no quedaba sino retirar mi vista inmediatamente de Irene Adler y humillarme
un buen rato más, permaneciendo paralizado en la cama, atrapado entre las
garras de aquellas dos bellezas arrobadoras. Ni en mis mejores sueños pude
imaginarme en mejor compañía, aunque en aquel momento resultara peligroso hacer
frente a esos dos caracteres de armas tomar.
–Niña, cambia esa
pose tan atrevida que a nuestro libidinoso D. Juan se le sigue distrayendo la
vista a pesar de mi presencia y de su patética estampa –concluyó Sara con un
afectado gesto de resignación dando un nuevo bocado al sándwich. Ambas rieron
mientras mi Irene Adler adoptada una postura más recatada cruzando sus ebúrneas
piernas, llevando el vestido prestado por la recepcionista forzadamente por
debajo de sus rodillas.
Cada vez estaba
más confuso, más extrañado por el tono de voz que había utilizado Sara para reprocharme
mi distracción con mi Irene Adler, y su actitud displicente mientras me cuidaba
y comía a la vez. El hecho de que ambas se rieran de aquello me desconcertó aún
más. Sara incluso parecía bromear a mi costa con ella.
–Ella me ha
explicado todo. –Sara se dirigía ahora a mí, señalando a mi Irene Adler. Como
siempre, gozaba de esa virtud de leerme los pensamientos como si mi cerebro
fuera un libro abierto para ella. Entonces mi nerviosismo aumentó porque no
sabía la versión de los hechos que ella le había dado.
–No te
preocupes. Le he contado la verdad. Todo lo que ha sucedido esta tarde, desde
el momento en que me auto invité al orujo, pasando por nuestra conversación con
alusiones literarias, para terminar con mi caprichoso baño, mis… traviesas
provocaciones… –Entonces Sara la interrumpió. Yo me sentí aún más incómodo, mi
Irene Adler parecía tener la misma virtud adivinatoria que Sara sobre mis
pensamientos.
–… Y tu
caballeroso comportamiento. Al menos hasta que yo llegara, aunque no sé qué
hubiera sucedido –Ambas rieron tras las palabras de Sara.
–Estoy segura de
que me hubiese llevado a casa, Sara. Y no se lo puse fácil –comentó mi Irene
Adler con descaro sin dejar de lado el tono juguetón de su conversación; era
evidente que a ella le había divertido todo aquel embrollo.
–Creo que debí darte
un par de tortas a ti también –afirmó entonces Sara alardeando de tener bajo
control la situación con su tono de voz matriarcal.
–Qué sepas que tu
Sara estuvo a punto de sacudirme la badana. Si no llega a ser porque supo
controlarse en última instancia al ver el rostro lívido del camarero del
servicio de habitaciones en el zaguán de la puerta.
La situación me
parecía rocambolesca. Ambas habían estado a punto de pegarse, y ahora parecían
incluso amigas. Yo seguía sin articular palabra, todavía no sabía si porque no
podía, o porque no me atrevía.
–¿Estás mejor?
–me preguntó Sara, mudando su expresión a preocupada. Yo asentí con la cabeza,
aunque aquel mínimo esfuerzo me provocó dolor. Entonces Sara se inclinó sobre
mí y me besó en los labios. No sé cómo explicarlo, pero sentí que aquel beso
era sincero y profundo; quizá después de todo aquella situación tan
comprometida nuestra relación siguiera en pie.
–El contusionado
progresa adecuadamente –afirmó divertida mi Irene Adler. Por fin yo abrí la
boca con torpeza.
–¿Qué haces
aquí? –acerté a preguntarle a Sara.
–Venir a
rescatarte de esta lagartona. –Ambas volvieron a reír.
–Yo… La hubiese
llevado a su casa.
–Lo sé,
tontorrón –Sara me sonrió–. Ella me lo ha dicho, aunque me ha costado creerla;
es muy atractiva, una irrechazable tentación. Y comprenderás que el panorama
con el que me encontré cuando me abriste la puerta era una auténtica condena.
–Lo siento. Ella
se metió en el mar…y yo… –no acerté a explicarme.
–Y tú eres un
bobalicón romántico, un trasnochado caballero y un rodrigón. Y por eso te quiero
tanto, ¡mamonazo! Aunque después de casi seis horas de coche, encontrarte con otra
mujer en tu habitación, me descompuso un tanto.
–¡Un tanto!
–exclamó mi Irene Adler volviendo a adoptar una postura tremendamente oferente,
dejando que la luz se adentrara más de la cuenta bajo el vestido entre la
brillante piel de sus muslos marfileños–. Entonces no quiero verte enfadada del
todo –concluyó.
–¡Niña! ¡Pues lo
vas a conseguir si no dejas de hacerte propaganda! –le volvió a reprochar Sara
haciéndole un gesto con las manos para que cerrara sus piernas–. Me voy a descomponer
el otro tanto si no te comportas… –Mi Irene Adler sonrió y volvió a recatarse,
aunque imaginé que por poco tiempo; ella era así–. A veces es mejor escuchar
antes de actuar, pero… –Sara no siguió hablando porque mi Irene Adler la
interrumpió con descaro.
–En este caso lo
mejor fue que un camarero asomó a la puerta y evitó un linchamiento.
–Bueno…el
camarero se asustó al verte en el suelo. Y yo… también –contestó dirigiéndose a
mí.
–Lo cierto es
que no fue exactamente así… –rebatió mi Irene Adler.
–¡Tú te callas!
–exclamó Sara elevando el tono de voz teatralmente. Entonces las dos se miraron y volvieron a reír,
ante mi evidente desconcierto.
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