lunes, 14 de septiembre de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (VII PARTE)

 


          No debí de estar mucho tiempo sin sentido; evidentemente no lo recuerdo. El hecho es que cuando lo recobré yacía sobre la cama de mi habitación. Durante un tiempo me mantuve expectante completamente en silencio, mitad porque seguía aturdido, mitad porque la situación invitaba más a un profundo análisis y una cuidada reflexión; en “román paladino” lo más inteligente para intentar salir airoso de aquella complicada situación era escuchar e intentar elaborar un plan que me permitiera esquivar siquiera el siguiente chaparrón.

        Parpadeé varias veces, todavía mirando hacia el techo y con dos dolores localizados en mi cabeza, uno en la parte derecha, correspondiente al golpe con la puerta, y el otro al del pómulo, este último doblemente lacerante, en lo físico por el contundente puñetazo cuasi profesional que me había dado Sara, y en lo anímico porque mi autoestima estaba bajo mínimos; “mandaba narices” que la primera persona que me había partido la cara era mi pareja, aunque quizá no lo fuera ya por mucho tiempo.

        Poco a poco me atreví a hacer algún movimiento y, al dejar de mirar al techo y girar la cabeza, el zumbido que se instalara en el interior de mi cerebro en el momento del noqueo se acentuó, al igual que la sensación de mareo, además pude comprobar que aquella molestia me impedía oír correctamente. Sara estaba sentada a mi lado, aplicando una bolsa de hielo a mi pómulo izquierdo, mientras daba un bocado a un sándwich, con un desaborido y helador gesto de indiferencia hacia mí. Tras ella vi el carrito del servicio de habitaciones con el refrigerio que había encargado en recepción. Deduje entonces que el camarero lo había dejado allí, tras la puerta de la habitación, y que también habría sido él quien le habría proporcionado el hielo a Sara, quizá incluso fuera invitado sutilmente a no abrir la boca ante semejante espectáculo; Sara era capaz de convencer al diablo de que en el infierno nevaba. También pude sentir que Sara iba alternando el hielo en los dos lados de la cabeza afectados por el siniestro, ambos latosamente palpitantes en cuanto ella dejaba de aplicar frío.

Por tanto, allí yacía yo, quebrantado y expectante, sin articular palabra y sin atreverme a dar un paso mucho más osado en mis evoluciones. Entonces, miré a Sara, sumiso y amartelado, buscando un resquicio de comprensión. Ella me rehuyó, supuse que algo más que ofendida, no era para menos. Pensé que, si me hubiera dado la oportunidad de explicarle mi realidad, aunque pareciera tan extraña y embarazosa… Pero… ¡qué demonios! Era imposible que aquello pudiera ser mínimamente comprensible; ella me había sorprendido con una hermosa joven en mi habitación, que parecía recién salida del baño ataviada con el albornoz del hotel y, lo peor de todo, Sara había visto el vestido rojo y las braguitas de mi Irene Adler a la puerta del baño impidiendo que ésta se cerrara. Todo intento de explicación se iba al garete en cuanto aplicaba un mínimo de razonamiento lógico a los hechos. Entonces giré la cabeza en dirección a la ventana. Para mi sorpresa me encontré con los ojos verdes de mi Irene Adler, imposibles de olvidar a pesar de las circunstancias, posados fijamente en mí. Ella, seguía allí, aunque ya no llevaba puesto el albornoz, si no el vestido de que me prestara la recepcionista. Sus labios color carmín se movían levemente, puede que estuviera diciéndome algo, pero yo no oía más que aquel molesto zumbido aún. Al volverme hacia Sara vi que ella también movía los labios en aquel momento, aunque yo tampoco la oía a ella; discurrí entonces que ellas se estaban hablando.

Aquel fue el momento en el que decidí darme una tregua; dejé de mirar a ambas. Lo malo es que mi vista descansó en lo más llamativo de toda la estancia, la entrada del baño, donde seguían en el suelo aquellas prendas que habían formado parte de mi ominoso horizonte rojo perturbador, el vestido de mi Irene Adler, y sus pequeñas y eróticas braguitas, aquel horizonte rojo que se había convertido en negro en el momento que apareció Sara con su vestido ajustado y sus tacones, y no sólo porque mi mundo se hubiera venido abajo al igual que mi cuerpo tras el leñazo que me había soltado en la cara, sino porque me vino a la mente un recuerdo, el de aquella noche en Roma con Sara, cuando ella acababa de volver de la Universidad de la Sapienza donde asistía a un congreso sobre historia medieval, ataviada con aquel mismo vestido negro que tan poco tiempo tardé en quitarle. Curiosamente, la imagen de su ropa interior negra junto a la puerta del baño de la habitación, vaya casualidad, teñía y erotizaba inexorablemente aquel inolvidable recuerdo.

Volví a mirar a Sara en cuanto conseguí abandonar mis excitantes evocaciones. El zumbido parecía remitir y dejaba de martirizarme. El panorama seguía confuso en mi interior y, sobre todo, en el exterior. Lo primero que oí de sus labios me tranquilizó un poco, o eso creo.

–¿Qué tal está mi D. Juan? –preguntó Sara ríspida acompañando sus palabras con su mejor sonrisa sardónica. Ella seguía alternando el paño a modo de bolsa con el hielo aplicándomelo a un lado y al otro de la cara, y había dejado de comer; al menos no percibí esa insensibilidad que emanaba instantes antes en la que pareciera estar acostumbrada a romperle la cara a su novio para luego ayudarle a recomponerse mientras merendaba con total naturalidad.  Mi Irene Adler estaba sentada sobre la mesa del escritorio apoyando su espalda sobre el ventanal que daba a la Playa de Santa Marina. Entre sus manos humeaba una taza de infusión, percibí cierto aroma a manzanilla. Lo chocante del asunto es que recogía sus piernas de manera sugerentemente dadivosa, más si cabe cuando recordé que su ropa interior seguía en el suelo, junto a la puerta del baño. Curiosa situación la mía con mi “ya no tan segura pareja” atendiéndome en la cama, mientras yo, ante cualquier movimiento de mi Irene Adler, descuidado o intencionado, podía acceder a la completa visión de su “monte de venus” bajo el vestido, tras surcar sus blancas y tersas piernas. Entonces le oí decir...

–Recupera el color.

–Eso parece –contestó Sara escueta y desabrida. Luego, se inclinó hacia mí y me susurró al oído–. Si tu mejoría en el color de la cara es porque te estás ruborizando por mirar en aquella dirección     como un vulgar viejo verde samueleador –me indicó con sus ojos hacía mi Irene Adler–, puede que te sacuda en el otro pómulo, y así te dejo la cara simétrica y de color amaranto. –Entonces Sara su incorporó y siguió aplicándome hielo con algo de rudeza, mientras me miraba inquisitivamente, y volvía, inquietantemente, a dar un bocado al sándwich con desafecto.

Ante aquella tesitura no quedaba sino retirar mi vista inmediatamente de Irene Adler y humillarme un buen rato más, permaneciendo paralizado en la cama, atrapado entre las garras de aquellas dos bellezas arrobadoras. Ni en mis mejores sueños pude imaginarme en mejor compañía, aunque en aquel momento resultara peligroso hacer frente a esos dos caracteres de armas tomar.

–Niña, cambia esa pose tan atrevida que a nuestro libidinoso D. Juan se le sigue distrayendo la vista a pesar de mi presencia y de su patética estampa –concluyó Sara con un afectado gesto de resignación dando un nuevo bocado al sándwich. Ambas rieron mientras mi Irene Adler adoptada una postura más recatada cruzando sus ebúrneas piernas, llevando el vestido prestado por la recepcionista forzadamente por debajo de sus rodillas.

Cada vez estaba más confuso, más extrañado por el tono de voz que había utilizado Sara para reprocharme mi distracción con mi Irene Adler, y su actitud displicente mientras me cuidaba y comía a la vez. El hecho de que ambas se rieran de aquello me desconcertó aún más. Sara incluso parecía bromear a mi costa con ella.

–Ella me ha explicado todo. –Sara se dirigía ahora a mí, señalando a mi Irene Adler. Como siempre, gozaba de esa virtud de leerme los pensamientos como si mi cerebro fuera un libro abierto para ella. Entonces mi nerviosismo aumentó porque no sabía la versión de los hechos que ella le había dado.

–No te preocupes. Le he contado la verdad. Todo lo que ha sucedido esta tarde, desde el momento en que me auto invité al orujo, pasando por nuestra conversación con alusiones literarias, para terminar con mi caprichoso baño, mis… traviesas provocaciones… –Entonces Sara la interrumpió. Yo me sentí aún más incómodo, mi Irene Adler parecía tener la misma virtud adivinatoria que Sara sobre mis pensamientos.

–… Y tu caballeroso comportamiento. Al menos hasta que yo llegara, aunque no sé qué hubiera sucedido –Ambas rieron tras las palabras de Sara.

–Estoy segura de que me hubiese llevado a casa, Sara. Y no se lo puse fácil –comentó mi Irene Adler con descaro sin dejar de lado el tono juguetón de su conversación; era evidente que a ella le había divertido todo aquel embrollo.

–Creo que debí darte un par de tortas a ti también –afirmó entonces Sara alardeando de tener bajo control la situación con su tono de voz matriarcal.

–Qué sepas que tu Sara estuvo a punto de sacudirme la badana. Si no llega a ser porque supo controlarse en última instancia al ver el rostro lívido del camarero del servicio de habitaciones en el zaguán de la puerta.

La situación me parecía rocambolesca. Ambas habían estado a punto de pegarse, y ahora parecían incluso amigas. Yo seguía sin articular palabra, todavía no sabía si porque no podía, o porque no me atrevía.

–¿Estás mejor? –me preguntó Sara, mudando su expresión a preocupada. Yo asentí con la cabeza, aunque aquel mínimo esfuerzo me provocó dolor. Entonces Sara se inclinó sobre mí y me besó en los labios. No sé cómo explicarlo, pero sentí que aquel beso era sincero y profundo; quizá después de todo aquella situación tan comprometida nuestra relación siguiera en pie.

–El contusionado progresa adecuadamente –afirmó divertida mi Irene Adler. Por fin yo abrí la boca con torpeza.

–¿Qué haces aquí? –acerté a preguntarle a Sara.

–Venir a rescatarte de esta lagartona. –Ambas volvieron a reír.

–Yo… La hubiese llevado a su casa.

–Lo sé, tontorrón –Sara me sonrió–. Ella me lo ha dicho, aunque me ha costado creerla; es muy atractiva, una irrechazable tentación. Y comprenderás que el panorama con el que me encontré cuando me abriste la puerta era una auténtica condena.

–Lo siento. Ella se metió en el mar…y yo… –no acerté a explicarme.

–Y tú eres un bobalicón romántico, un trasnochado caballero y un rodrigón. Y por eso te quiero tanto, ¡mamonazo! Aunque después de casi seis horas de coche, encontrarte con otra mujer en tu habitación, me descompuso un tanto.

–¡Un tanto! –exclamó mi Irene Adler volviendo a adoptar una postura tremendamente oferente, dejando que la luz se adentrara más de la cuenta bajo el vestido entre la brillante piel de sus muslos marfileños–. Entonces no quiero verte enfadada del todo –concluyó.

–¡Niña! ¡Pues lo vas a conseguir si no dejas de hacerte propaganda! –le volvió a reprochar Sara haciéndole un gesto con las manos para que cerrara sus piernas–. Me voy a descomponer el otro tanto si no te comportas… –Mi Irene Adler sonrió y volvió a recatarse, aunque imaginé que por poco tiempo; ella era así–. A veces es mejor escuchar antes de actuar, pero… –Sara no siguió hablando porque mi Irene Adler la interrumpió con descaro.

–En este caso lo mejor fue que un camarero asomó a la puerta y evitó un linchamiento.

–Bueno…el camarero se asustó al verte en el suelo. Y yo… también –contestó dirigiéndose a mí.

–Lo cierto es que no fue exactamente así… –rebatió mi Irene Adler.

–¡Tú te callas! –exclamó Sara elevando el tono de voz teatralmente.  Entonces las dos se miraron y volvieron a reír, ante mi evidente desconcierto.

 


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