Después de ver la sala 6 con
aquellos cuadros tan interesantes, sobre todo los que ella me explicó de
Caravaggio y Strozzi, y de habernos divertido con nuestras cosas durante un
buen rato, Sara me tomó de la mano y, pausadamente, me llevó a la sala contigua.
–¿La
cinco o la siete? –pregunté–.
–La
cinco. Vamos para atrás. –Ella me sonrió y me obligó a balancear el brazo,
como si fuéramos dos adolescentes en un recreo, hasta que se detuvo para
comentar algunos detalles sobre las obras allí expuestas, aunque, sin
pretenderlo, pronto dejé de escuchar; me quedé absorto observando su rostro de
perfil.
A
veces es difícil explicar el porqué de algunas reacciones humanas ante los detalles
más nimios, una mirada, una sonrisa, una caricia, unas palabras…. Lo cierto es
que a mí me pasa con muchas de las cosas que hace Sara; me gusta escucharla,
pero también observar sus ademanes, sus pequeñas manías, esos gestos que
contribuyen a embellecer una personalidad ya de por sí arrolladora y fascinante.
Ella sabe que yo, a veces, me abismo en mis pensamientos al mirarla, porque me
encanta hacerlo, porque me gusta sentirme atrapado en la telaraña de su arrebatadora
presencia, madura y atractiva, y rendirme embriagado ante su cautivadora esencia
de mujer cultivada e inteligente. Para mí, observarla, es como asomarme a un
luminoso amanecer con el cielo inmensamente azul y el sol anunciándose tras el
cerro frente a mi casa, en mi pueblo, es como admirar el monótono cabrilleo de
las olas del Mediterráneo con el horizonte mortecino y anaranjado espejeando sobre
su superficie, mientras me acerco a la orilla para escuchar el sonido cadencioso
y musical de los cachones, y paseo sobre la arena, rompiendo con mis pies
desnudos aquel gigantesco helado de turrón, o mejor aún, porque me recuerda más
a ella, es como el rielar de la luna, y el de las sombras de las murallas y el
Baño de la Cava iluminados de azul y rojo frente al Puente de San Martín, sobre
la superficie del Tajo, en un despejada noche toledana, con el fondo de las fantasmagóricas
semi-penumbras de las cresterías y pináculos de San Juan de los Reyes apuntando al
negro y estrellado cielo, allí donde, por primera vez, pude sentir el pánico
asfixiante, el dolor terebrante
de saber que mi corazón estaba en sus manos, de tener la certeza de que, sin
ella a mi lado, sería incapaz de seguir adelante, que mi vida no sería más que un lacerante e insoportable sinsentido.
Y observándola, mirándola… aprendí a
conocerla.
Aprendí que cuando
gira la cabeza para mirar hacia el lado contrario, el tiempo parece detenerse porque
su pelo toma vuelo alrededor de su rostro, suspendiéndose en el aire para
brillar bajo la luz del sol, como sucedió aquel día en la Gelateria detrás de Sant’Agnese in Agone, a un costado de la Piazza
Navona, en Roma.
Aprendí que su
sonrisa es tan sincera y natural que no puede fingirla. Es un gesto limpio y transparente
que acompaña de un involuntario parpadeo con el que siempre retira su mirada,
quizá porque tras el fondo de aquella expresión tan inocente se siente
vulnerable, y quiere reservarse el derecho de controlar la cantidad de páginas
del libro de su vida que tengo derecho a leer.
Aprendí, orgulloso,
que siente un leve escalofrío cada vez que acaricio su mejilla, como aquella
primera vez, cuando algo se la metió en el ojo en la Torre de la Catedral de
Toledo, junto a la gran campana, “la Gorda”. Después de limpiarla con un
pañuelo, inconscientemente, dejé resbalar mi mano por su rostro con el candor
del amor incipiente. Ella reaccionó
dando un pequeño respingo, sorprendida, pero agradada, porque acabó atrapando mi
mano entre su cara y su hombro, y preguntándome, con una mirada dulce y sedosa,
si era real lo que nos estaba pasando.
Aprendí que Sara
se lleva el pelo de su media melena con su mano detrás de la oreja derecha,
despejando momentáneamente su frente, como si ese ademán le permitiera no
perderse ningún detalle del mundo que le rodea, y observarlo todo con la avidez
de unos ojos, bellos, sugestivos, vivos y curiosos.
Aprendí que Sara
no para de juguetear con mis dedos cuando entrelazamos nuestras manos, como si tratara
con ello de hacerlos suyos, y que cuando toma una de mis manos entre las suyas
es para descansar después su cabeza sobre mi hombro, apoyar su cuerpo sobre el
mío, y cruzar los pies sobre el suelo, quizá buscando recogerse en mí,
anhelando mi cobijo.
Aprendí a adorar
sus silencios y abstracciones, porque Sara se lleva entonces los dedos de la mano
derecha a la barbilla tras rozarse levemente la punta de la nariz y la boca, y,
luego, humedece sus labios instintivamente dándoles el brillo irresistible de
la sensualidad, sonrosando sus carnaciones de tal manera que me veo incapaz de
pensar en otra cosa que no sea sentirlos moverse tiernos, voluptuosos y
llameantes bajo los míos.
Aprendí a no
resistirme cuando quiere desarmarme; que es inútil hacer frente a su mirada clara,
triste y lánguida, a sus bellos ojos titilantes, que parecen siempre aguanosos,
a sus cadenciosos e intencionados parpadeos mimosos, y a su leve sonrisa
melancólica, que tanto me recuerdan la primera vez que vi su rostro en la
fotografía que tenía en su habitación, en casa de su madre.
Aprendí que
cuando posa su dedo índice sobre mis labios dejándolo resbalar hacia abajo para
silenciarme, luego me mira fijamente con coquetería, se pone de puntillas, entrelaza
sus manos por detrás de mi cabeza, acaricia mi nuca, me susurra al oído
dejándome escuchar el intencionado y tentador jadeo de su respiración, y acaba
besándome.
Aprendí a dejarme
abrazar cuando ella descansa su cabeza en mi pecho, y a acompasar mi
respiración con la suya, a dejar que coquetee jugando con los botones y el
cuello de mi camisa cada vez que tiene que pedirme algo, o a dejarme hipnotizar
por el involuntario y leve balanceo de la pierna que cruza al sentarse, como si
aquella especie de péndulo controlara el tiempo de mi vida.
Aprendí a
admirar su delicada y educada forma de comer, su exquisito trato de los
cubiertos, las tazas, los vasos, la elegancia con que se lleva un bocado con la
cuchara o tenedor entreabriendo los labios sin mostrar los dientes, o la manía
que tiene de comprobar, disimuladamente, si ha dejado sus labios marcados sobre
la porcelana o el cristal, cada vez que da un sorbo a una copa, un vaso o una taza.
Aprendí a
disfrutar observándola cuando se cepilla el pelo, cuando se inclina frente al
espejo para delinear sus cejas quitando algún pelo de aquí y allá, para luego maquillarse,
las pocas veces que lo hace. Me deleito comprobando la rapidez con la que se
aplica un poco de rímel en las pestañas, algo de sombra de ojos en los
párpados, un leve toque de colorete, principalmente en invierno, cuando decae
su bronceado, y una pincelada del único pintalabios que utiliza, el de color
cereza, cuando se viste con su suéter rojo preferido bajo su vieja e informal
cazadora de los mil bolsillos.
Aprendí a saber
cuándo está disgustada, porque desaparece la cálida naturalidad de su rostro e,
involuntariamente. frunce el ceño y aletea levemente la nariz, en un gesto que
me hace gracia; o cuándo está nerviosa porque, sin darse cuenta, no para de
girar sobre sus dedos los dos anillos que lleva en su mano izquierda, cambia
más de la cuenta la pierna que cruza si está sentada, o revuelve
compulsivamente su bolso en busca de las llaves o de la cartera. porque no recuerda
si se las ha dejado en casa
Aprendí lo poco
que le gustan las faldas a pesar de tener las piernas bonitas y bronceadas, lo
elegante que es andando con tacones y lo sorprendentemente rápido que lo hace,
lo bien que le sientan los pantalones vaqueros y las prendas ceñidas, y lo más
extraño de todo, lo poco que le gusta probarse ropa y decidirse a la hora de
comprarla…
–¿En
qué piensas? Hace rato que dejaste de escucharme y por eso no seguí –preguntó
interrumpiendo mis pensamientos–.
–En ti –contesté
lacónico. No supe en ese momento decir más–. –Si
sigues mirándome me vas a desgastar. –Sara me sonrió y, cogiéndome de las dos
manos, apoyó su cabeza en mi hombro y descanso el peso de su cuerpo sobre el
mío. Luego esperé unos segundos hasta que cruzó sus pies.
–Sabía
que ibas a hacerlo.
–¿El
qué?
–Cruzar
los pies –Sara miró hacia abajo–. Siempre lo haces cuando coges mi mano entre las
tuyas. Luego apoyas la cabeza sobre mi hombro, dejas descansar tu cuerpo sobre
el mío y…
–Cruzo
los pies –Sara me sonrió de nuevo–. El escritor no deja de observar, por lo que
veo –dijo recuperando la horizontalidad y poniéndose frente a mí, posando sus
ojos sobre los míos con la delicadeza y suavidad de la caricia de una pluma–.
–Tengo
una buena maestra. Me estás enseñando a admirar los cuadros, a observarlos con
detenimiento. Aunque yo prefiero mirarte a ti.
–¿Y te gusta lo
que ves? –me preguntó con coquetería imposible de impostar–.
–Sara, eres
condenadamente hermosa –concluí directo, sincero y emocionado, con un tono de
voz que semejaba un armisticio sentimental, el abandono de toda resistencia
ante la palmaria realidad.
–Y, ahora,
¿sabes en lo que estoy pensando? ¿Lo que voy a hacer? –me preguntó mientras
acercaba el dedo índice a mis labios–.
–Pues claro
–concluí sonriente antes de que me silenciara con él. Luego lo dejó resbalar
delicadamente hacia abajo, descansó sobre mis ojos su mejor mirada clara, triste
y lánguida, se puso de puntillas, entrelazó sus manos detrás de mi cabeza, me acarició
la nuca, me susurró al oído dejándome oír intencionadamente el jadeante y tentador
sonido de su respiración y…
A veces, cuando
me despierto por las mañanas y la contemplo dormida, atractiva y angelical, su
presencia me parece tan dolorosamente próxima al mundo de los sueños que me aterra
la posibilidad de que, alguna vez, al abrir los ojos, ella ya no esté conmigo,
o ante la mera y cruel posibilidad de que jamás haya estado, de que haya sido
creada por mi atormentada imaginación; que no sea más que otro personaje fruto
de la absurda pasión de un aprendiz de escritor sin lectores que le presten atención,
que finalmente se diluya entre la maraña de mis atribuladas fantasías sin que
nadie sepa siquiera que ha existido, el día que mis dedos dejen de sentir sus
susurros y caricias a través del teclado.
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