lunes, 24 de junio de 2019

ILUSIÓN Y RECUERDO. RELATO FINALISTA EN LA XII EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS "LAS PALABRAS ESCONDIDAS" DE VILLA DEL PRADO.



       En medio de la tristeza que padezco cada vez que regreso de Toledo, de la melancolía en la que me sumo evocando en particular lo bella que estaba la ciudad engalanada para el Corpus Christi, sintiendo todavía el aroma a tomillo, cantueso y romero que impregnaba la carrera procesional, cobijando mi memoria bajo la sombra de sus calles entoldadas el día de su fiesta grande, adornadas con florones y  faroles, con coloridos estándares, banderas y reposteros pendiendo de sus balcones, recordando la sobria belleza y el frescor de sus patios, abiertos de par en par estas fechas, percibiendo aún los nítidos ecos del bullicio del momento culminante de la jornada del jueves día 20 de junio, con el paso ante nosotros de la maravillosa custodia de Enrique de Arfe, no quería dejar de compartir con vosotros el orgullo que supuso para mí recibir, en compañía de los míos, mi madre, hermanos y cuñada, al día siguiente, el día de San Luis, el 21 de junio, a las 20.00 horas, el premio como finalista de la XII edición del Concurso de Relatos de la Asociación “Las Palabras Escondidas” de Villa del Prado. He aquí el motivo de otra pequeña satisfacción que, con el permiso de la organización del evento, pasará a formar parte de los orgullos que yacen en el lateral de mi blog. Un saludo a todos.

ILUSIÓN Y RECUERDO

Ceferino, sentado en el escaño de su cocina como todas las noches, escuchaba el parte tras cenar frugalmente. Apoyado en su gayata, con sus lentes puestas, no perdía detalle de los movimientos de la buena moza que lo atendía, mientras ella se afanaba en avivar el fuego de la hornacha con el jubilado humeón, antaño espantador de abejas, reconvertido en fuelle de sonido ligeramente silbante.
        Ceferino tomaba de postre un chato de vino, acompañándolo de unas lonchas de cecina que, más que masticar, chupaba, poco ayudado por una dentadura postiza que bailaba claqué dentro de su boca, incapaz de ajustarse a su envejecido y deformado paladar, mientras recibía y hacía sitio a sus amigotes, más bien gorrones de sobremesa.
Ceferino, jaleado y animado ya por aquella variopinta comparsa, pedía a la muchacha, de tanto en tanto, que elevara o bajara el sonido de la vieja radio, para lo que la joven tenía que subirse a una silla, con el consiguiente regocijo de los presentes. Ella accedía con cierta resignación, sabiendo que lo único que querían aquellos pícaros cuchicheantes era admirar furtivamente sus estilizadas y sonrosadas piernas, ocultas bajo su falda y mandil.
        Ceferino adoraba aquella imagen de la muchacha sobre lo que él consideraba su pedestal, un pedestal del que, a pesar de su edad, pensaba que era mejor que no bajara, porque, cada vez que lo hacía, tenía la sensación de que iba a perder la cabeza.
–Si no fuera por mi Angustias…Cualquier día le haría un hijo –comentaba envalentonado para la alborotada y bulliciosa chusma.
        Ceferino acababa la sobremesa echando un pito, y pidiendo a la muchacha que sirviera una última ronda de vino con la única finalidad de que, al inclinarse, sus juveniles pechos se anunciaran voluptuosamente a través del escote redondeado de su blusa, empujados por un corpiño que, muy ceñido, estrechaba su cintura, nuevamente para regocijo de los crápulas presentes.
        –Si no fuera por mi Angustias… ¡Por los atributos de Príapo! ¡Habéis visto que hermosura de pantorrillas y que pechos tiene la condenada! ¡Membrillo! ¡Tienen que estar dulces como el membrillo! –exclamaba Ceferino descarado, ante las risas y murmullos de aquella cofradía de rufianes.
        –Es la hora. ¡Señores, cada uno a su casa y Dios a la de todos! Ceferino tiene que acostarse. –La muchacha interrumpía el jolgorio en cuanto el anciano acababa el pito, invitando al populacho a abandonar la función con firmeza y autoridad; función en la que ella era la única protagonista, una mujer joven, hermosa y extremadamente paciente.
        –Si no fuera por mi Angustias…Te haría mía ahora mismo –le decía el anciano, ya en la cama, cada noche, mientras ella lo arropaba con amor, se hacía cargo de su cachaba dejándola apoyada al pie de la cama, y posaba sus gafas sobre la mesilla.
        –¡Qué cosas tiene! Ahora, descanse –respondía ella resignada y comprensiva dedicándole una sonrisa dulce y cariñosa bañada en tristeza.
        Isabel, que así se llamaba la moza, besaba la frente del anciano, mientras Ceferino cerraba los ojos imaginando que aquellos labios carnosos y húmedos se posaban sobre los suyos y que, abriéndolos, recibiría como premio un manjar, la fruta fresca y prohibida del contacto de su lengua.
        Isabel apagaba la luz tras comprobar que el anciano estaba cómodo y tranquilo, percibiendo al instante la respiración regular, cadenciosa y monótona de su sueño profundo. Isabel cerraba entonces la puerta despidiéndose sin poder contener sus lágrimas:
        –Hasta mañana abuelito, te quiero –susurraba desesperanzada.
        Isabel era la nieta menor de Ceferino. Hacía un año que había pedido la excedencia en su trabajo para cuidar de él en el pueblo. Hacía meses que no la reconocía, que no la llamaba por su nombre, que había dejado de ser “su muñequita”, “su princesa”, “la niña más bonita del mundo”, “su Isabel”. Hacía meses que vivía en esa senil ilusión, en esa enferma irrealidad en la que ella encajaba a la perfección con su cuerpo lozano y su indiscutible belleza.
        Isabel, vestida con sus inseparables pantalones vaqueros, que no falda ni mandil, y una camiseta, que no blusa ni corpiño, atuendo que nada tenía que ver con el que fantaseaba su abuelo, regresaba a la cocina, apagaba la vieja radio, encendía el televisor y recogía de la mesa, la taza de la infusión, que no chato de vino, y el palillo del cenicero, que no pito.
        Isabel retiraba entonces los vasos imaginarios de los gorrones de sobremesa, caterva de rufianes que nunca les acompañaban, deshaciéndose así, de sus inexistentes risas y cuchicheos, devolviéndolos a esos hogares de los que nunca habían salido. Después, limpiaba la mesa, y extendía sobre ella el pañito de encaje que hiciera su difunta abuela. Sobre él, en el centro, colocaba el retrato de boda que Ceferino ocultaba en la alacena, boca abajo, todas las mañanas al levantarse, intentando así ocultar a su Angustias que ahora miraba a otra mujer.
        Finalmente, Isabel, atrapada por el sonido ligeramente silbante del jubilado humeón, aún con lágrimas en los ojos, avivaba por última vez el fuego de la hornacha y descansaba, arrellanada en el escaño, perdiendo sus pensamientos en el pasado, en su mejor recuerdo, en el que, vestida con un precioso uniforme, caminaba hacia el parque tras salir del colegio, de la mano segura y firme de su abuelo Cefe, quien siempre paraba en el quiosco para comprar alguna golosina que hiciera las delicias de “su muñequita”, “su princesa”, “la niña más bonita del mundo”, “su Isabel”.

5 comentarios:

  1. Enhorabuena por el premio!!
    Me ha gustado mucho el relato.😘😘

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    1. Gracias. Mereció la pena el esfuerzo creativo y el viaje. Besos

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  2. Te lo mereces, estoy segura q vendrán más premios y sover todo más escritura preciosa, digna de leer y de admirar 🙏🙏🌞😘

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  3. Luis ,ya te felicité en persona.ya sabes quien soy 🤗🤗🤗pero no quería dejar pasar la ocasión para felicitarte también por aquí.Muchas felicidades por tu premio.!!!! Te lo mereces y me hubiera encantado compartir ese momento con todos vosotros .🤗🤗🤗

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