En medio de la tristeza que padezco
cada vez que regreso de Toledo, de la melancolía en la que me sumo evocando en
particular lo bella que estaba la ciudad engalanada para el Corpus Christi,
sintiendo todavía el aroma a tomillo, cantueso y romero que impregnaba la
carrera procesional, cobijando mi memoria bajo la sombra de sus calles entoldadas
el día de su fiesta grande, adornadas con florones y faroles, con coloridos estándares, banderas y
reposteros pendiendo de sus balcones, recordando la sobria belleza y el frescor
de sus patios, abiertos de par en par estas fechas, percibiendo aún los nítidos
ecos del bullicio del momento culminante de la jornada del jueves día 20 de
junio, con el paso ante nosotros de la maravillosa custodia de Enrique de Arfe,
no quería dejar de compartir con vosotros el orgullo que supuso para mí recibir,
en compañía de los míos, mi madre, hermanos y cuñada, al día siguiente, el día
de San Luis, el 21 de junio, a las 20.00 horas, el premio como finalista de la
XII edición del Concurso de Relatos de la Asociación “Las Palabras Escondidas”
de Villa del Prado. He aquí el motivo de otra pequeña satisfacción que, con el
permiso de la organización del evento, pasará a formar parte de los orgullos que
yacen en el lateral de mi blog. Un saludo a todos.
ILUSIÓN Y RECUERDO
Ceferino, sentado
en el escaño de su cocina como todas las noches, escuchaba el parte tras cenar
frugalmente. Apoyado en su gayata, con sus lentes puestas, no perdía detalle de
los movimientos de la buena moza que lo atendía, mientras ella se afanaba en
avivar el fuego de la hornacha con el jubilado humeón, antaño espantador de
abejas, reconvertido en fuelle de sonido ligeramente silbante.
Ceferino
tomaba de postre un chato de vino, acompañándolo de unas lonchas de cecina que,
más que masticar, chupaba, poco ayudado por una dentadura postiza que bailaba
claqué dentro de su boca, incapaz de ajustarse a su envejecido y deformado
paladar, mientras recibía y hacía sitio a sus amigotes, más bien gorrones de
sobremesa.
Ceferino,
jaleado y animado ya por aquella variopinta comparsa, pedía a la muchacha, de
tanto en tanto, que elevara o bajara el sonido de la vieja radio, para lo que
la joven tenía que subirse a una silla, con el consiguiente regocijo de los
presentes. Ella accedía con cierta resignación, sabiendo que lo único que
querían aquellos pícaros cuchicheantes era admirar furtivamente sus estilizadas
y sonrosadas piernas, ocultas bajo su falda y mandil.
Ceferino
adoraba aquella imagen de la muchacha sobre lo que él consideraba su pedestal,
un pedestal del que, a pesar de su edad, pensaba que era mejor que no bajara,
porque, cada vez que lo hacía, tenía la sensación de que iba a perder la
cabeza.
–Si no fuera por
mi Angustias…Cualquier día le haría un hijo –comentaba envalentonado para la
alborotada y bulliciosa chusma.
Ceferino
acababa la sobremesa echando un pito, y pidiendo a la muchacha que sirviera una
última ronda de vino con la única finalidad de que, al inclinarse, sus
juveniles pechos se anunciaran voluptuosamente a través del escote redondeado
de su blusa, empujados por un corpiño que, muy ceñido, estrechaba su cintura,
nuevamente para regocijo de los crápulas presentes.
–Si
no fuera por mi Angustias… ¡Por los atributos de Príapo! ¡Habéis visto que
hermosura de pantorrillas y que pechos tiene la condenada! ¡Membrillo! ¡Tienen
que estar dulces como el membrillo! –exclamaba Ceferino descarado, ante las
risas y murmullos de aquella cofradía de rufianes.
–Es
la hora. ¡Señores, cada uno a su casa y Dios a la de todos! Ceferino tiene que
acostarse. –La muchacha interrumpía el jolgorio en cuanto el anciano acababa el
pito, invitando al populacho a abandonar la función con firmeza y autoridad;
función en la que ella era la única protagonista, una mujer joven, hermosa y extremadamente
paciente.
–Si
no fuera por mi Angustias…Te haría mía ahora mismo –le decía el anciano, ya en
la cama, cada noche, mientras ella lo arropaba con amor, se hacía cargo de su
cachaba dejándola apoyada al pie de la cama, y posaba sus gafas sobre la
mesilla.
–¡Qué
cosas tiene! Ahora, descanse –respondía ella resignada y comprensiva
dedicándole una sonrisa dulce y cariñosa bañada en tristeza.
Isabel,
que así se llamaba la moza, besaba la frente del anciano, mientras Ceferino
cerraba los ojos imaginando que aquellos labios carnosos y húmedos se posaban
sobre los suyos y que, abriéndolos, recibiría como premio un manjar, la fruta
fresca y prohibida del contacto de su lengua.
Isabel
apagaba la luz tras comprobar que el anciano estaba cómodo y tranquilo,
percibiendo al instante la respiración regular, cadenciosa y monótona de su
sueño profundo. Isabel cerraba entonces la puerta despidiéndose sin poder
contener sus lágrimas:
–Hasta
mañana abuelito, te quiero –susurraba desesperanzada.
Isabel
era la nieta menor de Ceferino. Hacía un año que había pedido la excedencia en
su trabajo para cuidar de él en el pueblo. Hacía meses que no la reconocía, que
no la llamaba por su nombre, que había dejado de ser “su muñequita”, “su princesa”,
“la niña más bonita del mundo”, “su Isabel”. Hacía meses que vivía en esa senil
ilusión, en esa enferma irrealidad en la que ella encajaba a la perfección con
su cuerpo lozano y su indiscutible belleza.
Isabel,
vestida con sus inseparables pantalones vaqueros, que no falda ni mandil, y una
camiseta, que no blusa ni corpiño, atuendo que nada tenía que ver con el que fantaseaba
su abuelo, regresaba a la cocina, apagaba la vieja radio, encendía el televisor
y recogía de la mesa, la taza de la infusión, que no chato de vino, y el
palillo del cenicero, que no pito.
Isabel
retiraba entonces los vasos imaginarios de los gorrones de sobremesa, caterva
de rufianes que nunca les acompañaban, deshaciéndose así, de sus inexistentes
risas y cuchicheos, devolviéndolos a esos hogares de los que nunca habían
salido. Después, limpiaba la mesa, y extendía sobre ella el pañito de encaje
que hiciera su difunta abuela. Sobre él, en el centro, colocaba el retrato de
boda que Ceferino ocultaba en la alacena, boca abajo, todas las mañanas al
levantarse, intentando así ocultar a su Angustias que ahora miraba a otra mujer.
Finalmente,
Isabel, atrapada por el sonido ligeramente silbante del jubilado humeón, aún
con lágrimas en los ojos, avivaba por última vez el fuego de la hornacha y
descansaba, arrellanada en el escaño, perdiendo sus pensamientos en el pasado,
en su mejor recuerdo, en el que, vestida con un precioso uniforme, caminaba
hacia el parque tras salir del colegio, de la mano segura y firme de su abuelo
Cefe, quien siempre paraba en el quiosco para comprar alguna golosina que
hiciera las delicias de “su muñequita”, “su princesa”, “la niña más bonita del
mundo”, “su Isabel”.
Enhorabuena por el premio!!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el relato.😘😘
Gracias. Mereció la pena el esfuerzo creativo y el viaje. Besos
EliminarTe lo mereces, estoy segura q vendrán más premios y sover todo más escritura preciosa, digna de leer y de admirar 🙏🙏🌞😘
ResponderEliminarFelicidades
ResponderEliminarLuis ,ya te felicité en persona.ya sabes quien soy 🤗🤗🤗pero no quería dejar pasar la ocasión para felicitarte también por aquí.Muchas felicidades por tu premio.!!!! Te lo mereces y me hubiera encantado compartir ese momento con todos vosotros .🤗🤗🤗
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