Espectacular capilla de San Ignacio de Loyola en Il Gesú.
Llegados a aquel momento, tras
nuestro nuevo encuentro con el fornido Padre Bernardo Escalante, el amigo de
Sara, un silencio se instaló entre nosotros, mientras deambulábamos por la
imponente y luminosa nave central de Il Gesú.
–¿Qué
piensas? Vuelves a estar muy callado, y eso no me parece normal. –Sara me
sonrió.
–Pues
tú me dirás… En que voy a pensar. En Berni.
–Un
gran tipo, sí señor.
–Grande
en todos los sentidos, sobre todo físico. Intimida.
–Es
un cacho de pan, y un sacerdote.
–Pues
a mí ya me ha soltado dos lindezas que han sonado a amenaza directa.
–Ya.
Y también te ha recomendado los lugares más penumbrosos del templo, por si
quieres hacerme alguna carantoña. No seas bobo, y vamos a ver las capillas.
–Era evidente que Sara se divertía, y era más que probable que el gigante
jesuita toledano también lo hiciera a mi costa.
–Mientras
explicaba las pinturas del “Salchicha” ese... –Sara soltó, involuntariamente, una
entrecortada carcajada que resonó levemente en todo el templo, mostrándonos de
aquel modo, y de forma fehaciente, la extraordinaria y estudiada acústica de la
que hacía gala aquel hermoso espacio.
–¡Cuánto
me divierto contigo! –Sara se abrazó a mí–. Si no supiera que tus conocimientos
de arte no son de andar por casa, seguiría riéndome con lo del “Salchicha”. Ha sido
una ocurrencia de las de enmarcar
–Pues
puedes seguir riéndote, mientras Berni nos explicaba la bóveda, la cúpula y el
cascarón del ábside, más que en las pinturas, yo me fijaba en sus expresivas y
enormes manos señalándonos los detalles. ¡Ah! Y sus dedos también parecen
salchichas, y de las gordas. –Sara volvió a reír, y me estrechó aún más entre
sus brazos, apoyando primero su cabeza en mi pecho, y luego elevando su rostro,
dejando caer lánguidamente sobre mis ojos una de aquellas miradas suyas, triste
e irresistible, mimosa en cierto modo; de niña perdida necesitada de luz y
cariño.
–¡Mi
dulce atontolinado! –exclamó entonces sonriéndome de nuevo, con una expresión
en su semblante repleta de dulzura–. Voy a hacer como que no sabes nada.
Veamos…no es el “salchicha”. Su nombre es Il
Baciccia, bueno, su apodo…
–En
gramática estaríamos hablando de un “hipocorístico”, quizá.
–Bufff,
el escritor pedante está trabajando de lo lindo –Sara ironizó–. Giovanni Battista Gauli, “Il Baciccia”
–El
enchufado por Bernini.
–Exacto.
Venga, vamos a ver algo de las capillas, lo más señalado, que quiero llevarte a
otro templo Jesuita antes de que nuestra tarde de turismo acabe.
–No
es que me aburra pero…en los últimos instantes te me has acercado mucho y…ahora
mismo estoy deseando más volver al hotel y así conocer más íntimamente el
hermoso templo que es tu cuerpo, la catedral de la pasión toledana que nubla mis
pensamientos, por el que he perdido cualquier atisbo de juicio, cuya sola
contemplación me vuelve tolondro, el… –teatralizaba en aquel momento mi
discurso, engolando la voz, sujetando a Sara por la cintura con firmeza hasta
que ella me interrumpió con cierta resignación en su expresión, poniendo sus
manos en mi rostro con delicadeza, acariciándome, sin oponer resistencia alguna
ante la presión con la que la mantenía asida–.
–¿Sabes
quiénes eran los Beocios? –me preguntó cambiando de conversación.
–Aquellos
que tienen algún problema de tiroides. ¿Bocio quizá?
–Pues
no. Eran los antiguos habitantes de la Beocia griega. Pero hay otra acepción de
la palabra que está definiendo más tu comportamiento y que me da a mí en la
nariz que la conoces.
–Me
lo temía. No sé por qué, pero intuía que tu pregunta acabaría en eso. O sea…soy
un poco tonto.
–Vamos
a dejarlo en un poco –Sara me sonrió, y me besó en la mejilla. Luego acercó su
boca a mi oído y me susurró–. Cuando lleguemos a la habitación te voy a abrir
las puertas del templo, vas a tener la nave central y todas las capillas para
ti solito, sin olvidar transepto y ábside. –Entonces rio con aquella
coquetería que me volvía la piel del revés y se zafó de mis manos.
–A
esto se le llama maltrato. No puedes decirme eso y luego dedicarte a hacer de
guía turístico. Eres cruel y despiadada. ¡El mismísimo pecado hecho carne! –exclamé
pomposo.
–Venga,
cada cosa a su tiempo –me comentó insinuante entonces, guiñándome un ojo y
dándome la mano–, acerquémonos al verdadero tesoro del templo, la Capilla de San Ignacio, en la parte izquierda del transepto.
–¿Tesoro?
¿Podré acceder también al tesoro de mi catedral toledana una vez que estemos en
la habitación del hotel? Una cosa es contemplar la belleza de un templo y conformarse
con ello, y otra muy diferente adentrarse en sus más recónditos secretos,
aquellos arcanos a los que solamente los privilegiados bendecidos por la
divinidad…
–Eres
incorregible, aunque creo que eso me vuelve loca.
–Es
un don natural el que tengo –apunté con inmodestia.
–Tú pórtate bien
el resto de la tarde, y luego veremos qué pasa –finalizó su frase con sensualidad.
–Acataré
entonces resignado, esta pesada condena, este inhumano y desalmado proceder por
tu parte –dije agachando la cabeza, y dejándome llevar por su mano. Instantes
después nos detuvimos ante aquella impresionante capilla, una joya barroca.
Sara comenzó sus explicaciones agarrándome del brazo derecho con ambas manos,
apoyando su cabeza en mi hombro.
–Esta
es la capilla de San Ignacio, lugar de peregrinación en el mundo jesuítico por
albergar las reliquias del fundador de la orden en esa bella urna, donada por
una acaudalada romana, obra de Alessandro Algardi en el S. XVII.
–Algardi
hizo cosas en Aranjuez, ¿verdad? Quiero recordar que algo me contaste allí
–apunté intentando apartar de mi mente la imagen de Sara desnuda, entre mis
brazos, de la noche anterior, que se había instalado en mi mente desde que me
susurrara al oído aquello de que me abriría las puertas de su templo.
–Sí,
bueno…nos lo contó Lucia en el Palacio Real. Un par de chimeneas son de él.
También las figuras de la Fuente de Neptuno en el Jardín de la Isla. Tienes
buena memoria, eso sí, cuando quieres y sobre lo que quieres –Sara me sonrió
insinuante sin dejar lugar a dudas de a qué se refería. Luego prosiguió–. El
diseño de la decoración de la capilla es del jesuita Andrea Pozzo, de finales
del s. XVII. En el altar, esas cuatro columnas corintias dan un movimiento
semicircular al espacio, y albergan la estatua del santo con los brazos
abiertos y la mirada extasiada y perdida en el cielo, obra de Pierre Legros. En
origen, era completamente de plata, aunque para hacer frente a las enormes
indemnizaciones que estipulaba el Tratado de Tolentino, en 1798, establecidas por
Napoleón al papado, Pio VII ordenó fundirla. Posteriormente se esculpió una
reproducción que solo está revestida de ese precioso metal, y que se colocó dentro
de la casulla nuevamente, como la anterior.
–Napoleón,
un héroe para Francia.
–El
resto de Europa seguro que tiene otro concepto sobre la figura de Bonaparte
–afirmó Sara con acierto–.
–Ahora me vas a
disculpar, pero no veo la famosa estatua.
Escultura de San Ignacio de Loyola. Originariamente de Pierre Legros.
–Ya. Está oculta
detrás de ese lienzo. Hoy no tendremos la suerte de verla. Te la enseñaré en
foto –Sara echó mano de su móvil para mostrarme la efigie del Santo y prosiguió–.
Los grupos escultóricos de mármol que flanquean el altar representan los
valores de la compañía; su afán misionero extendiendo la fe por todo el orbe, y
su lucha contra la herejía, como estandarte de la contrarreforma. A la
izquierda puedes ver el conjunto esculpido por Jean-Baptiste Théodon, que
representa a la fe como una figura humana que lleva un cáliz en la mano y que
pisa un dragón, y al otro lado la obra de Pierre Legros que representa a la
religión encarnada en una mujer con una cruz y la biblia en una mano, y una
llama en la otra, simbolizando el fuego invencible de la palabra divina derrotando
a los herejes. Fíjate que, a un lado, un bonito angelote arranca las páginas de
un libro prohibido.
–¡Que manía de
destruir los libros!
–Eran otros
tiempos, aunque no debemos olvidar que hay países donde se siguen prohibiendo
lecturas. Arriba, en el frontón partido, está representada la Trinidad, realizada
en estuco, y hay una bola sostenida por un angelote que está revestida de lapislázuli
y que representa al orbe, la universalidad del poder y el mensaje divino. En la
cúpula hay otro fresco de… –Sara me invitó a intervenir.
–El “salchicha”.
–Ella rió.
-Exacto, Il Baciccia. Giovanni Battista Gauli, pintó a San Ignacio entrando en la Gloria.
La espectacular balaustrada de bronce que nos separa del altar es obra también
del Padre Andrea Pozzo, y anuncia, en sus formas, el estilo el rococó que
estaba por llegar, con esos motivos vegetales que se retuercen pareciendo
cobrar vida y movimiento. Cada tramo está delimitado por una pilastra de mármol
sobre las que se sitúan candelabros de bronce sostenidos por graciosos puttis.
–Eso no ha
sonado muy bien.
–Para una mente
sucia como la tuya, seguramente no. Aunque sabes a que me refiero.
–Sí… Bombón… son
graciosos angelitos, amorcillos –le dije haciéndole una carantoña, acariciándole
el rostro con el dorso de mi mano derecha.
–Palentino
zascandil y zalamero… Anda, entremos ahora en la Capilla de la Madonna della Strada.
Sara me llevó al
espacio contiguo donde estaba aquella hermosa y recogida capilla.
Capilla de la Madonna della Strada. Il Gesú
–Cómo ya te
comenté antes de entrar al templo, aquí cerca había una pequeña iglesia puesta
bajo la advocación de la Virgen della Strada, que podríamos traducir como la
Virgen del Buen Camino, cuya protección buscaron los primeros jesuitas. Finalmente,
ese templo se quedó pequeño y fue derruido, pasando la imagen de la Virgen a presidir
este espacio diseñado por Giuseppe Valeriani en el S. XVI, autor de las
pinturas con ingenuas escenas sobre su vida. El fresco de la Madonna della Strada es del S. XIV, y destaca por la mirada serena y frontal, de la
Virgen y el Niño, ambos portando llamativas coronas de oro y piedras preciosas,
ornamentos que tuvieron que ser repuestos tras el paso de Napoleón.
–Ya. Imagino que
se llevó todo lo que pudo. Que se lo digan a los sevillanos a los que casi les
deja sin cuadros de Murillo. Por cierto, preciosa la pintura –afirmé
–Ahora vamos al
otro lado del transepto, allí está la capilla de San Francisco Javier, daremos después
un paseo por el resto del templo, y concluiremos nuestra visita a Il Gesú.
Sara me llevó hasta
aquella capilla, que, comparada con la de San Ignacio, presentaba un aspecto
mucho más sobrio y modesto.
Muerte de San Francisco Javier de Carlo Maratta
–La capilla fue
diseñada por Pietro da Cortona, y
está presidida por el cuadro de Carlo
Maratta que representa la muerte de San Francisco Javier, el gran misionero
jesuita cuando iba a entrar en China para evangelizarla. Abajo verás un
relicario de plata que contiene el antebrazo derecho del Santo; según escribió
una vez él mismo, se le cansaba de tanta gente como pedía su bendición y bautismo
en la India.
Sara siguió
dándome algunos detalles más sobre el resto de espacios del templo, ya con
cierta premura.
–Creo que
debemos irnos, nos espera “la Iglesia que hace trampa”… –dejó caer enigmática.
–¿Y eso?
–Eso… lo verás
cuando lleguemos, vamos.
–No crees que
antes deberíamos acudir a uno de esos lugares penumbrosos a los que se refería
tu amigo Berni, en la parte de atrás de la iglesia. –Sara me dio una cariñosa y
reprobadora colleja que me dejó sin palabras y me cogió la mano con más fuerza,
invitándome, sin dejar lugar a dudas, a salir de la iglesia. Una vez fuera, se
giró violentamente, y me acorraló contra una de las hojas de bronce de la
puerta de entrada.
–Ahora, bésame
–me ordenó, rodeándome el cuello con sus brazos, y buscando con ansiedad mi
boca. Por supuesto obedecí, un caballero jamás debe contrariar a una dama. Por
el abrazo que siguió a aquel intenso beso, y por su mirada cariñosa y cómplice,
creo que no la defraudé.
–Un par de besos
como este y tengo que ir al dentista o el maxilofacial… ¡Caray, que ímpetu!
–comenté con gracia palpándome los labios y la mandíbula.
–Vamos,
cuentista. –Rio ella mientras me arrastraba ya hacia “la Iglesia que hacía
Trampa”; eso había dicho.
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