domingo, 7 de julio de 2019

PASEOS CON SARA. LAS CAPILLAS DE IL GESÚ.



     Espectacular capilla de San Ignacio de Loyola en Il Gesú.
     Llegados a aquel momento, tras nuestro nuevo encuentro con el fornido Padre Bernardo Escalante, el amigo de Sara, un silencio se instaló entre nosotros, mientras deambulábamos por la imponente y luminosa nave central de Il Gesú.
        –¿Qué piensas? Vuelves a estar muy callado, y eso no me parece normal. –Sara me sonrió.
        –Pues tú me dirás… En que voy a pensar. En Berni.
        –Un gran tipo, sí señor.
        –Grande en todos los sentidos, sobre todo físico. Intimida.
        –Es un cacho de pan, y un sacerdote.
        –Pues a mí ya me ha soltado dos lindezas que han sonado a amenaza directa.
        –Ya. Y también te ha recomendado los lugares más penumbrosos del templo, por si quieres hacerme alguna carantoña. No seas bobo, y vamos a ver las capillas. –Era evidente que Sara se divertía, y era más que probable que el gigante jesuita toledano también lo hiciera a mi costa.
        –Mientras explicaba las pinturas del “Salchicha” ese... ­–Sara soltó, involuntariamente, una entrecortada carcajada que resonó levemente en todo el templo, mostrándonos de aquel modo, y de forma fehaciente, la extraordinaria y estudiada acústica de la que hacía gala aquel hermoso espacio.
        –¡Cuánto me divierto contigo! –Sara se abrazó a mí–. Si no supiera que tus conocimientos de arte no son de andar por casa, seguiría riéndome con lo del “Salchicha”. Ha sido una ocurrencia de las de enmarcar
        –Pues puedes seguir riéndote, mientras Berni nos explicaba la bóveda, la cúpula y el cascarón del ábside, más que en las pinturas, yo me fijaba en sus expresivas y enormes manos señalándonos los detalles. ¡Ah! Y sus dedos también parecen salchichas, y de las gordas. –Sara volvió a reír, y me estrechó aún más entre sus brazos, apoyando primero su cabeza en mi pecho, y luego elevando su rostro, dejando caer lánguidamente sobre mis ojos una de aquellas miradas suyas, triste e irresistible, mimosa en cierto modo; de niña perdida necesitada de luz y cariño.
        –¡Mi dulce atontolinado! –exclamó entonces sonriéndome de nuevo, con una expresión en su semblante repleta de dulzura–. Voy a hacer como que no sabes nada. Veamos…no es el “salchicha”. Su nombre es Il Baciccia, bueno, su apodo…
        –En gramática estaríamos hablando de un “hipocorístico”, quizá.
        –Bufff, el escritor pedante está trabajando de lo lindo –Sara ironizó–. Giovanni Battista Gauli, “Il Baciccia”
        –El enchufado por Bernini.
        –Exacto. Venga, vamos a ver algo de las capillas, lo más señalado, que quiero llevarte a otro templo Jesuita antes de que nuestra tarde de turismo acabe.
        –No es que me aburra pero…en los últimos instantes te me has acercado mucho y…ahora mismo estoy deseando más volver al hotel y así conocer más íntimamente el hermoso templo que es tu cuerpo, la catedral de la pasión toledana que nubla mis pensamientos, por el que he perdido cualquier atisbo de juicio, cuya sola contemplación me vuelve tolondro, el… –teatralizaba en aquel momento mi discurso, engolando la voz, sujetando a Sara por la cintura con firmeza hasta que ella me interrumpió con cierta resignación en su expresión, poniendo sus manos en mi rostro con delicadeza, acariciándome, sin oponer resistencia alguna ante la presión con la que la mantenía asida–.
        –¿Sabes quiénes eran los Beocios? –me preguntó cambiando de conversación.
        –Aquellos que tienen algún problema de tiroides. ¿Bocio quizá?
        –Pues no. Eran los antiguos habitantes de la Beocia griega. Pero hay otra acepción de la palabra que está definiendo más tu comportamiento y que me da a mí en la nariz que la conoces.
        –Me lo temía. No sé por qué, pero intuía que tu pregunta acabaría en eso. O sea…soy un poco tonto.
        –Vamos a dejarlo en un poco –Sara me sonrió, y me besó en la mejilla. Luego acercó su boca a mi oído y me susurró–. Cuando lleguemos a la habitación te voy a abrir las puertas del templo, vas a tener la nave central y todas las capillas para ti solito, sin olvidar transepto y ábside. ­­–Entonces rio con aquella coquetería que me volvía la piel del revés y se zafó de mis manos.
        –A esto se le llama maltrato. No puedes decirme eso y luego dedicarte a hacer de guía turístico. Eres cruel y despiadada. ¡El mismísimo pecado hecho carne! –exclamé pomposo.
        –Venga, cada cosa a su tiempo –me comentó insinuante entonces, guiñándome un ojo y dándome la mano–, acerquémonos al verdadero tesoro del templo, la Capilla de San Ignacio, en la parte izquierda del transepto.
        –¿Tesoro? ¿Podré acceder también al tesoro de mi catedral toledana una vez que estemos en la habitación del hotel? Una cosa es contemplar la belleza de un templo y conformarse con ello, y otra muy diferente adentrarse en sus más recónditos secretos, aquellos arcanos a los que solamente los privilegiados bendecidos por la divinidad…
        –Eres incorregible, aunque creo que eso me vuelve loca.
        –Es un don natural el que tengo –apunté con inmodestia.
–Tú pórtate bien el resto de la tarde, y luego veremos qué pasa –finalizó su frase con sensualidad.
–Acataré entonces resignado, esta pesada condena, este inhumano y desalmado proceder por tu parte ­–dije agachando la cabeza, y dejándome llevar por su mano. Instantes después nos detuvimos ante aquella impresionante capilla, una joya barroca. Sara comenzó sus explicaciones agarrándome del brazo derecho con ambas manos, apoyando su cabeza en mi hombro.
        –Esta es la capilla de San Ignacio, lugar de peregrinación en el mundo jesuítico por albergar las reliquias del fundador de la orden en esa bella urna, donada por una acaudalada romana, obra de Alessandro Algardi en el S. XVII.
        –Algardi hizo cosas en Aranjuez, ¿verdad? Quiero recordar que algo me contaste allí –apunté intentando apartar de mi mente la imagen de Sara desnuda, entre mis brazos, de la noche anterior, que se había instalado en mi mente desde que me susurrara al oído aquello de que me abriría las puertas de su templo.
        –Sí, bueno…nos lo contó Lucia en el Palacio Real. Un par de chimeneas son de él. También las figuras de la Fuente de Neptuno en el Jardín de la Isla. Tienes buena memoria, eso sí, cuando quieres y sobre lo que quieres –Sara me sonrió insinuante sin dejar lugar a dudas de a qué se refería. Luego prosiguió–. El diseño de la decoración de la capilla es del jesuita Andrea Pozzo, de finales del s. XVII. En el altar, esas cuatro columnas corintias dan un movimiento semicircular al espacio, y albergan la estatua del santo con los brazos abiertos y la mirada extasiada y perdida en el cielo, obra de Pierre Legros. En origen, era completamente de plata, aunque para hacer frente a las enormes indemnizaciones que estipulaba el Tratado de Tolentino, en 1798, establecidas por Napoleón al papado, Pio VII ordenó fundirla. Posteriormente se esculpió una reproducción que solo está revestida de ese precioso metal, y que se colocó dentro de la casulla nuevamente, como la anterior.
        –Napoleón, un héroe para Francia.
        –El resto de Europa seguro que tiene otro concepto sobre la figura de Bonaparte –afirmó Sara con acierto­–.
–Ahora me vas a disculpar, pero no veo la famosa estatua.
Escultura de San Ignacio de Loyola. Originariamente de Pierre Legros.
–Ya. Está oculta detrás de ese lienzo. Hoy no tendremos la suerte de verla. Te la enseñaré en foto –Sara echó mano de su móvil para mostrarme la efigie del Santo y prosiguió–. Los grupos escultóricos de mármol que flanquean el altar representan los valores de la compañía; su afán misionero extendiendo la fe por todo el orbe, y su lucha contra la herejía, como estandarte de la contrarreforma. A la izquierda puedes ver el conjunto esculpido por Jean-Baptiste Théodon, que representa a la fe como una figura humana que lleva un cáliz en la mano y que pisa un dragón, y al otro lado la obra de Pierre Legros que representa a la religión encarnada en una mujer con una cruz y la biblia en una mano, y una llama en la otra, simbolizando el fuego invencible de la palabra divina derrotando a los herejes. Fíjate que, a un lado, un bonito angelote arranca las páginas de un libro prohibido.
–¡Que manía de destruir los libros!
–Eran otros tiempos, aunque no debemos olvidar que hay países donde se siguen prohibiendo lecturas. Arriba, en el frontón partido, está representada la Trinidad, realizada en estuco, y hay una bola sostenida por un angelote que está revestida de lapislázuli y que representa al orbe, la universalidad del poder y el mensaje divino. En la cúpula hay otro fresco de… –Sara me invitó a intervenir.
–El “salchicha”. –Ella rió.
-Exacto, Il Baciccia. Giovanni Battista Gauli, pintó a San Ignacio entrando en la Gloria. La espectacular balaustrada de bronce que nos separa del altar es obra también del Padre Andrea Pozzo, y anuncia, en sus formas, el estilo el rococó que estaba por llegar, con esos motivos vegetales que se retuercen pareciendo cobrar vida y movimiento. Cada tramo está delimitado por una pilastra de mármol sobre las que se sitúan candelabros de bronce sostenidos por graciosos puttis.
–Eso no ha sonado muy bien.
–Para una mente sucia como la tuya, seguramente no. Aunque sabes a que me refiero.
–Sí… Bombón… son graciosos angelitos, amorcillos –le dije haciéndole una carantoña, acariciándole el rostro con el dorso de mi mano derecha.
–Palentino zascandil y zalamero… Anda, entremos ahora en la Capilla de la Madonna della Strada.
Sara me llevó al espacio contiguo donde estaba aquella hermosa y recogida capilla.
Capilla de la Madonna della Strada. Il Gesú
–Cómo ya te comenté antes de entrar al templo, aquí cerca había una pequeña iglesia puesta bajo la advocación de la Virgen della Strada, que podríamos traducir como la Virgen del Buen Camino, cuya protección buscaron los primeros jesuitas. Finalmente, ese templo se quedó pequeño y fue derruido, pasando la imagen de la Virgen a presidir este espacio diseñado por Giuseppe Valeriani en el S. XVI, autor de las pinturas con ingenuas escenas sobre su vida. El fresco de la Madonna della Strada es del S. XIV, y destaca por la mirada serena y frontal, de la Virgen y el Niño, ambos portando llamativas coronas de oro y piedras preciosas, ornamentos que tuvieron que ser repuestos tras el paso de Napoleón.
–Ya. Imagino que se llevó todo lo que pudo. Que se lo digan a los sevillanos a los que casi les deja sin cuadros de Murillo. Por cierto, preciosa la pintura –afirmé
–Ahora vamos al otro lado del transepto, allí está la capilla de San Francisco Javier, daremos después un paseo por el resto del templo, y concluiremos nuestra visita a Il Gesú.
Sara me llevó hasta aquella capilla, que, comparada con la de San Ignacio, presentaba un aspecto mucho más sobrio y modesto.
Muerte de San Francisco Javier de Carlo Maratta
–La capilla fue diseñada por Pietro da Cortona, y está presidida por el cuadro de Carlo Maratta que representa la muerte de San Francisco Javier, el gran misionero jesuita cuando iba a entrar en China para evangelizarla. Abajo verás un relicario de plata que contiene el antebrazo derecho del Santo; según escribió una vez él mismo, se le cansaba de tanta gente como pedía su bendición y bautismo en la India.
Sara siguió dándome algunos detalles más sobre el resto de espacios del templo, ya con cierta premura.
–Creo que debemos irnos, nos espera “la Iglesia que hace trampa”… –dejó caer enigmática.
–¿Y eso?
–Eso… lo verás cuando lleguemos, vamos.
–No crees que antes deberíamos acudir a uno de esos lugares penumbrosos a los que se refería tu amigo Berni, en la parte de atrás de la iglesia. –Sara me dio una cariñosa y reprobadora colleja que me dejó sin palabras y me cogió la mano con más fuerza, invitándome, sin dejar lugar a dudas, a salir de la iglesia. Una vez fuera, se giró violentamente, y me acorraló contra una de las hojas de bronce de la puerta de entrada.
–Ahora, bésame –me ordenó, rodeándome el cuello con sus brazos, y buscando con ansiedad mi boca. Por supuesto obedecí, un caballero jamás debe contrariar a una dama. Por el abrazo que siguió a aquel intenso beso, y por su mirada cariñosa y cómplice, creo que no la defraudé.
–Un par de besos como este y tengo que ir al dentista o el maxilofacial… ¡Caray, que ímpetu! –comenté con gracia palpándome los labios y la mandíbula.
–Vamos, cuentista. –Rio ella mientras me arrastraba ya hacia “la Iglesia que hacía Trampa”; eso había dicho.

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