domingo, 16 de junio de 2019

PASEOS CON SARA. EN IL GESÚ CON BERNI.


       

     Interior barroco de la Iglesia Jesuita de Il Gesú. Roma
     Hay lugares cuya contemplación impacta y atrapa, por eso, aquello que le dije a Sara, con pomposa teatralidad, de “barroquízame”, en el fondo, estaba justificado. Il Gesú resultó ser un templo realmente extraordinario, diáfano en los espacios y con una decoración profusa que fascinaba.
        –¿Qué te parece? –me interpelo Sara.
        –Sin saber nada sobre él, ya me parece una maravilla. Cuando me desveles parte de sus secretos, seguro que más.
        –Bueno, pues aprovechemos que casi estamos solos. Te voy a dar unas pinceladas sobre esta espectacular iglesia. Como te dije, la edificación la llevó a cabo Il Vignola, arquitecto del Cardenal Alejandro Farnesio…
        –Menos la fachada, que no le gustó, y eligió a… Della Porta.
        –Muy bien, veo que me prestas atención.
        –Por la cuenta que me trae –aseveré guiñándole un ojo.
        –¿No estarás asociando el interés por mis explicaciones en esta hermosa tarde de turismo con algún tipo de recompensa, pongamos…cuando lleguemos a la habitación del hotel?
        –No exactamente –mentí a conciencia, ella sabía, mejor dicho, ambos sabíamos que cuando llegáramos al hotel saltarían chispas entre nosotros–. Pero sí que es cierto que aceptaría de ti todo tipo de cohechos carnales. Es más, si quieres hacerme algún adelanto, algún beso furtivo, alguna carantoña… ya he visualizado un par de rincones penumbrosos, muy apropiados para algún roce… ya me entiendes     –afirmé con voz melosa y sugestiva mientras hacía el ademán de ir a hacerle cosquillas en la cintura
        –¡Quieto! ¡Esas manos! ¡Me acojo a sagrado! –Sara reculó un par de metros. Estaba claro que nos divertíamos en nuestra complicidad.
        –¡Si señorita, al más puro estilo Alatriste! –exclamé–, se ha llamado vuesarced a altana. ¡Con la iglesia hemos topado! Imposible batirse en este terreno.
–Si es que… ¡No hago vida de ti! –añadió ella recomponiendo su figura.
        –Pareces mi madre, esa frase la usa mucho.
        –Si es sobre ti, seguro que tiene razón. Eres incorregible.
        –Vamos a ver –me puse serio frente a Sara apoyando mis manos en sus hombros. Una leve sonrisa me anunciaba en su rostro que se esperaba alguna tontería por mi parte. Y no iba muy desencaminada–. Cualquier sitio es bueno para demostrarle a alguien su cariño. La iglesia no se opone al amor, que yo sepa. Recuerda a Adán y Eva…bueno…aunque Eva no sale muy bien parada en el Génesis por lo de la serpiente, la manzana, el pecado. Lo cierto es que a mí no me importaría morder la manzana que me dieras a probar, manzana, o lo que fuese… –comenté enarcando las cejas, sugerente, sonriéndole tolondro del todo, con la cándida picardía del ensartado por las flechas de Cupido.
        –No banalices el asunto, zalamero. Por lo que veo, este te parece un lugar apropiado –me interrumpió.
        –Ni más ni menos que cualquier otro. He de recordarte que en Sant’Andrea al Quirinale fuiste tú la que se echó en mis brazos y me besó, con el bochornoso resultado de que tu amigo Berni, el jesuita, nos pilló con todo el equipo. Eso sí, no te lo reprocho, porque debe de ser difícil resistirse a un tipo con tanto salero y atractivo, de innegable calidad y apostura –comenté engallado, apoyando mis palabras con unos gestos algo melodramáticos.
        –Ven aquí, anda… –dijo entonces con un tono fingidamente resignado, mientras me rodeaba el cuello con sus brazos y acercaba tentadoramente su boca a la mía. Y entonces, cuando yo esperaba recibir el sabroso y agradable estipendio de sus húmedos y cálidos labios, ella me dio una suave torta en la cara.
        –¿Los de la montaña palentina sois todos así de sacrílegos y de cochinos?
        –No lo sé. No puede dar fe de lo que hacen los demás. Lo que sí que puedo decir en mi descargo es que se me hace difícil hacer frente a la pesada prueba que el Señor me ha impuesto, este pecado en forma de irresistible belleza manchega. Cada minuto que pasa me precipito un poco más en el averno salaz al que me avoca tu presencia –le dije con grandilocuencia, cogiéndola por la cintura.
        –¡Ay madre! ¡Averno salaz! –Sara exclamó y soltó una carcajada–. Tenemos que poner coto a esa verborrea de escritor. Se te está yendo de las manos. Y…hablando de manos, mantén las formas. Hay tres jesuitas mirándonos desde el altar.
        –¡No mientas, amada mía! ¡No conseguirás alejarme de tus brazos con pueriles argucias, con burdas falacias y sofismas, con alambicados embustes! –le dije al oído con pedantería asiéndola con más fuerza–.
        –Dile al escritor redicho, que está fuera de control. Por cierto, uno de los sacerdotes se está acercando. Es alto, su espalda parece un ropero abierto, y tiene las manos como un manojo de nabos, creo que eso fue lo que dijiste ayer.
        –¿Berni? ¡No puede ser! –dije soltándola ipso facto. Ella rio por mi reacción. Su amigo el jesuita realmente estaba allí–. Cualquiera diría que me vigila –pensé algo incómodo.
        El inmenso Padre Bernardo Escalante, con su aspecto marcial de guardaespaldas o de soldado de fuerzas especiales, con su rostro de facciones duras, sus ojos glaucos, su potente quijada y su recio pelo cortado a cepillo, ataviado con su inseparable traje negro y su camisa gris con el cleryman que le proporcionaban ese extra de empaque, se acercó con una sonrisa en los labios a recibirnos.
        –Por lo que veo, disfrutáis de una nueva tarde de turismo, y de otro templo jesuítico –comentó estrechando, con excesiva contundencia para mi gusto, mi mano derecha. Luego besó a Sara en la mejilla. Pensé entonces en lo injusto que se había convertido aquel momento. Pasé de estar a punto de recibir la miel de los labios de mi bella acompañante a recibir una leve bofetada y ahora, a observar cómo, aquel sacerdote, con pinta de matón de la mafia, gozaba del roce de sus mejillas. Seguidamente me sentí de lo más absurdo cuando, absorto en mis estúpidos pensamientos, no atendí a la pregunta del clérigo­. Sara me dio un pequeño codazo en la cintura.
        –Sí, perdón. Me he quedado absorto con la contemplación de la decoración del templo –mentí sin mucha convicción.
        –Decía que si estás aprovechando el tiempo mientras ella está en el congreso.
        –Claro que sí –contesté muy animoso para intentar solventar mi despiste–. Es imposible escaquearse, me prepara los audios y me da el plano antes de salir de la habitación. Es como si volviera al colegio; a pesar de que la profe no esté presente, tengo que hacer los deberes. Aunque sólo por las mañanas. Afortunadamente, por la tarde, me da las clases presenciales.
        –¿Habitación? Ah, pero, ¿compartís estancia? ¡Vivís en pecado! –exclamó Berni frunciendo el ceño.
        Sara rio, y le dio un golpecito en el hombro a su amigo que a mí me tranquilizó; Berni bromeaba.
        –Ya que estás aquí, ¿por qué no nos cuentaas algo sobre los frescos del Baciccia, siempre fueron tu debilidad. –Sara se dirigía al jesuita, por supuesto.
        –Si a Luis le parece bien. Tengo un rato libre. –Yo asentí conforme, mientras Berni hacía un ademán a los otros dos jesuitas que le acompañaban hasta hacía unos segundos tras el altar, y que siguieron con sus tareas, al parecer, relacionadas con el micrófono del púlpito.
        –Venga, cuéntanos –le apremió Sara, mientras me daba la mano, quizá temiera que me escapara y no iba desencaminada. Aquel hombre me impresionaba por tamaño, presencia y palabra; su voz sonaba ronca y tajante.
        –Imagino que Sara ya te habrá dicho que esta es la iglesia típica de la contrarreforma. En el Concilio de Trento, entre muchas otras cosas, se dio prioridad a la predicación y se optó por este tipo de construcciones, diáfanas, que no entorpecieran la visión de la parte más importante de la iglesia, el altar; en definitiva, nada debía distraer al fiel de la celebración de la Eucaristía. El espacio central recupera entonces, en cierto modo, la forma de las basílicas romanas, y en este caso se eleva sobre dobles pilastras que sustentan la bóveda de la nave. Además, una de las cosas que se potenció desde Trento fue el culto a los Santos, algo que la Reforma de Lutero no aceptaba. Por eso se abrieron esas capillas laterales. Date cuenta que la nave es amplia, alta y muy iluminada gracias a los ventanales abiertos en sus muros, y eso contrasta con la penumbra de los espacios laterales que invitan a la meditación, contemplación y oración, quizá más privada e introspectiva.
        Pensé, durante breves instantes, en que a mí me habían invitado aquellos espacios a coger a Sara y darle un buen arrumaco, a colmarla de garatusas y cucamonas; el escritor pomposo que llevo dentro volvía a hacerse presente.
        –La decoración no parece que vaya muy acorde con las directrices del Concilio, ¿no? –pregunté con interés apartando momentáneamente aquellas sensuales fantasías de mi mente.
        –Buena observación Luis. En principio el templo tenía un aspecto muy austero, nada que ver con lo que hoy en día podemos disfrutar. Nada debía entorpecer, como te he dicho, el principal objetivo de la contrarreforma, la celebración eucarística y la predicación. Unos años después, pasado en parte el peligro que supuso la irrupción del protestantismo, se produjo la explosión formal del barroco, y las iglesias se adornaron con profusión. Il Gesú se revistió de mármoles, estucos, bellas esculturas y una magnificas pinturas, a mi juicio, el más excelso ejemplo del ilusionismo barroco que existe, de la mano de Giovanni Battista Gaulli, Il Baciccia.
        –Bernini le consiguió el encargo –apuntó Sara.
–Menudo padrino, supongo tuvo el mejor de los enchufes         –añadí.
–Inmejorable. Vamos con la bóveda, Berni –Sara animó a su amigo, y le cogió del brazo con su mano derecha, sin soltar la izquierda de la mía.
Espectacular bóveda de Il Gesú, cumbre del ilusionismo barroco. Obra de Giovanni Battista Gaulli, Il Baciccia.
        –La bóveda es espectacular. Representa el triunfo del nombre de Cristo y la protagonista es la luz, que se hace presente con la visión resplandeciente de la Gloria Divina. Parece que el techo esté abierto y que, a través de él, podamos ver el fulgor celeste con la divisa jesuita IHS en el fondo. Rodean ese rompimiento ángeles y querubines. Le siguen, entre nubes, los justos ataviados con ricas y elaboradas vestiduras, que gozan de la presencia divina mientras que, en la parte de abajo, los réprobos aparecen desnudos y tapándose los ojos, retorcidos en escorzos imposibles, cegados por el resplandor glorioso; en sus posturas y movimientos parecen incluso querer abandonar la cárcel de las paredes del templo para ir a precipitarse en el suelo. Observad el detalle de que a medida que se alejan del centro de la bóveda las figuras son de mayor tamaño, menos etéreas, más realistas. Una maravilla.
        Lo cierto es que la explicación del jesuita estaba cargada de pasión. Era evidente que los frescos del Baciccia le entusiasmaban.
Cúpula de Il Gesú. Decorada por Il Baciccia.
        –Situémonos bajo la cúpula, si os parece –nos rogó después de darnos algunos detalles más sobre la decoración de aquella fabulosa bóveda–. Bueno…estamos sobre al Gran Cardenal –Berni sonrió al ver que yo daba un respingo, echándome hacia atrás–. Alejandro Farnesio no había sido en vida un tipo muy humilde precisamente, pero, a la hora de su muerte, dispuso que se le enterrara aquí bajo una sencilla lápida de pórfido, quien sabe si con el modesto objetivo de que cualquiera pudiera pisarlo.
        –Supongo que las seis flores de lis sean el emblema de los Farnesio –aventuré.
        –Exacto –intervino Sara.
        –Y la cúpula –Berni retomó sus explicaciones mientras orientábamos nuestra vista al techo–, es otra de las obras maestras del Baciccia. Representa el Paraíso presidido, como no podía ser de otra manera, por la Santísima Trinidad. En el cupulino aparece el Espíritu Santo en forma de paloma y, un poco más abajo, Dios Padre, Cristo con la Cruz y la Virgen pisando un dragón. Ese conjunto aparece rodeado por un abigarrado grupo de ángeles y rollizos querubines, de santos y mártires entre nubes. En el tambor de la cúpula, intercaladas entre las ventanas, se sitúan cuatro estatuas que representan las virtudes cardinales, Fortaleza, Justicia, Prudencia y Templanza. Son la personificación de las obras necesarias para la salvación, y se representan aquí en contraposición a las enseñanzas luteranas que afirmaban que los actos no importaban, que la sola fe individual era capaz de llevar al fiel al reino de los cielos. La cúpula descansa sobre cuatro pechinas que, lejos de tener la tradicional iconografía del tetramorfos simbolizando a los evangelistas, o directamente los propios evangelistas, escenifican complejas composiciones en las que se mezclan Reyes y Profetas de Israel con Santos y Doctores de la Iglesia; quizá sea un guiño a la cercana comunidad judía del gueto. Es curioso como las figuras parecen luchar contra el poco espacio en el que se ven representadas y querer salir de él, en un efecto ilusionista magistral. En el ábside, il Baciccia representó la adoración del cordero místico rodeado de ángeles y querubines. Debajo de la insignia de la orden con el famoso IHS nuestro, está el altar presidido por un cuadro que representa la circuncisión de Cristo, quizá sea otro gesto de cara a la comunidad hebrea para remarcar que Cristo era judío y que tomó, tras ese ritual, el nombre de Jesús. Y…lamento tener que dejaros. Me reclaman –Berni hizo una seña de aprobación ante la llamada de uno de los jesuitas desde el púlpito del altar–. Luis, te vuelvo a dejar en buena compañía. –Berni me sonrió y estrechó con ímpetu de nuevo mi mano.
Cascarón del ábside de Il Gesú. Decorado por Il Baciccia.
        –Gracias –añadí–. Cuidaré de mi Cicerone –comenté con la intención de hacer una gracia.
        –Más te vale –añadió el Jesuita soltándome la mano y mirándome fijamente a los ojos, algo que me inquietó. Luego pasó su zarpa derecha sobre mi hombro y se inclinó para decirme al oído–: a estas horas de la tarde las zonas más oscuras de la iglesia son las capillas traseras, las más cercanas a la entrada. –Y me guiñó un ojo, dejándome atónito, o antes me había oído hablar con Sara, o Berni era adivino. Aunque quizá fuera públicamente notorio que mis hormonas andaban perturbadas por la presencia de mi irresistible acompañante, y se estuviera apiadando de mi sufrida alma.
        A continuación, Sara se despidió de él y ambos proseguimos nuestra visita por el interior de la iglesia; aún nos quedaban por ver las capillas laterales.
        –Ese “más te vale” ha sonado amenazante.
        –No seas bobo. ¿No te han gustado sus explicaciones?
        –Sí, pero prefiero las tuyas. Además, si me lo encuentro un par de veces más, tendrán que escayolarme algún dedo. ¡Cómo aprieta el tío!
        –¡Qué exagerado! Venga, vamos… –Sara me ofreció su mano, cuyo contacto era infinitamente más agradable que el de las fornidas “tenazas” del jesuita. Ambos continuamos nuestra visita al templo mientras en mi mente resonaban las palabras de Berni sobre los lugares más umbríos del recinto avivando mis más traviesos y rijosos deseos.

1 comentario:

  1. Genial .!!! Cómo siempre .Gracias por compartir conmigo tus relatos .🤗🤗🤗

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