En el libro “Señora de rojo sobre
fondo gris” de Miguel Delibes un pintor viudo habla con su hija de su fallecida
esposa y, refiriéndose a ella, el autor acaba describiendo con sinceridad y
realismo lo que supuso para él su propia mujer, ya fallecida. Hay una frase que
siempre recordaré por sublime, en ella Delibes expresa de manera magistral como
es el amor de toda una vida, convirtiéndola en un sentido epitafio, aquel que
cualquiera querría que fuera grabado en su tumba:
“Era una mujer
cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”
Y siempre que
recuerdo esta frase la veo a ella, en el marco de aquella tarde otoñal, desapacible,
cantábrica, ventosa, de cielo grequiano, amenazadoramente anubarrado y triste,
en la que decidí entrar en aquel bar, y sentarme a leer. Y lo recuerdo como si
fuera hoy porque sobre la grisura anodina de aquella lúgubre jornada surgió la
luz de su vestido rojo, como en la portada de la novela de Delibes.
Reparé
en ella nada más entrar. Estaba sentada en la barra, rodeada de un grupo de
jóvenes veinteañeros, enjambre de moscardones que, o reían sus gracias o las
hacían, probablemente intentando hacer méritos para llevarse el premio de su
atención, y quizá algo más que eso. En mi superfluo discurrir, y en la
distancia, observé…
–Joven, morena,
media melena, vestido rojo ajustado, zapatos de tacón del mismo color…
Llamativa.
Me
senté en una esquina de aquel local lóbrego, junto a una de las ventanas,
buscando la claridad necesaria para poder abrir mi libro, mientras, de reojo,
asistí divertido al momento en que ella soltaba una carcajada estridente y
golpeaba cariñosamente a dos de sus interlocutores.
–Sabe manejar la
testosterona –me dije con la misma inconsciente frivolidad.
Entonces me quité
mi sombrero panamá nuevo y lo deposité momentáneamente sobre mi libro, encima
de la mesa y pensé en mi último paso por Madrid, y en como acabé en aquella
sombrerería en la plaza Mayor, Casa Yustas. Era un mediodía brumoso de invierno.
Había dedicado la mañana a hacer turismo por los alrededores de la Plaza de la
Villa y, tras pasear curioso ante los coloridos puestos del Mercado de San
Miguel, me acerqué a la Plaza Mayor para darme un descanso y un homenaje; un buen
bocadillo de calamares acompañado de un par de cañas. Mientras esperaba mi
merecido avituallamiento me entretuve viendo en el móvil un video de un amigo
que hablaba de los miedos, esos compañeros de existencia que te la amargan si
eres incapaz de afrontarlos. Pues bien, mi amigo llevaba sombrero, y yo nunca
había tenido más que gorras deportivas. Y observando sus evoluciones con ese
aire presumido, jocoso y desenfadado que le caracterizaba me pareció buena idea
comprarme uno; quizá me aportara ese punto de madura distinción, ese aire
clásico, diferente, enigmático, interesante y bogartiano, que nunca había
tenido. Y tras dar cuenta de mi contundente y sabroso almuerzo me dirigí a la
sombrerería de la esquina contraria de la plaza, donde compré aquel panamá clásico
con cinta negra después de dejarme asesorar por el amable y profesional
sombrerero; creo recordar que me dijo que también se le llamaba sombrero de
paja toquilla, jipijapa o montecristi, que era originario de Ecuador, confeccionado
con las hojas trenzadas de una palmera la “carludovica palmata”, y que se
popularizó durante la construcción del canal de Panamá cuando se importaron de
Ecuador para proteger del sol a los trabajadores, más aún cuando lo puso de
moda el Presidente Theodore Roosevelt al ponérselo cuando visitó la obra.
Pensando en mi nuevo sombrero volví la
vista hacia la barra. El camarero ya se acercaba, y en mi campo de visión se
abrió ocasionalmente el taburete donde ella estaba sentada, algunos moscardones
habían volado, quizá desalentados por lo inalcanzable del premio. Ella miró causalmente
en mi dirección, aunque no creo que reparase en mi presencia en aquel momento siquiera.
–Bonita, facciones
suaves, dientes blancos, gracioso lunar a la derecha de un tentador y atezado cuello,
ojos claros, ligero toque de rímel, leve sombra de ojos rojiza, labios finos,
carmín cereza, todo muy acorde con su atuendo… Un bomboncito –me sorprendió de
nuevo mi superficialidad, y me divirtió la más que evidente diferencia de edad
entre ella y yo. Traté de devolverme la compostura pidiendo el café al camarero–.
Expreso, italiano, aromático, a ser posible bien hecho para variar. Hay que ver
lo que cuesta que a uno le hagan un buen café –le comenté con una media sonrisa
sarcástica con evidentes tintes de advertencia.
–No se preocupe,
le gustará. ¿Algo más?
–Tiene orujo
blanco.
–Claro que sí.
¿Un chupito?
–Perfecto.
Gracias
El barman no
tardó en regresar y aprobar inmediatamente el examen visual sobre el café;
tenía un dedo de crema, una pinta extraordinaria. Además, traía la botella de
orujo completamente escarchada, con algo menos de la mitad de aguardiente, y el
vasito helado, para servírmelo en la mesa.
–¿Tiene más?
–pregunté atrevido.
–Creo que no.
–Pues hágame el
favor de traerme una cubitera. Me lo quedo.
–No sé si
debería… –me comentó algo incómodo.
–No se preocupe.
Tengo pensado echar la tarde en este rincón discreto leyendo. Y qué mejor
compañía que la de un buen café, éste lo parece, y un trago de aguardiente para
aclarar la garganta –le sonreí zanjando la cuestión, sin darle oportunidad de
negarse.
–De acuerdo
–cedió encogiéndose de hombros y enarcando las cejas resignado.
–Cóbrese y no se
hable más –me afirmé con aire decidido, quizá algo esquinado, sin darle cuartel,
tras lo cual hizo una cuenta mental rápida, y me dejó la media botella y el
café en unos módicos diecisiete euros.
–Déjelo. Tómese
un café –concluí entregándole veinte, dejándole tres de propina, recibiendo una
inclinación de cabeza como premio a mi detalle.
Inmediatamente
me sumergí en la lectura del libro que llevaba, aquella novela, “El club Dante”,
de Matthew Pearl, que se me había atragantado hasta aquella tarde. En un
receso, mientras saboreaba el último sorbo de café y me servía el segundo
chupito de orujo, levanté la vista en dirección a la barra. Ella había
abandonado su taburete y se dirigía hacia donde yo estaba. Contoneaba con
voluptuosa naturalidad sus caderas, y se había echado al hombro una chaqueta a
juego con el vestido y los zapatos. De repente mi horizonte se volvió excitantemente
rojo sobre el fondo monótono y sórdido del local.
–Te has quedado
con el orujo –dijo un tanto altiva en cuanto estuvo a mi lado con ensayada
avilantez.
–¿Disculpe? –me
mostré sorprendido.
–Que me has
dejado sin orujo. Eso no se le hace a una dama –Me sonrió pícara antes de continuar–.
Matthew Pearl, que tostón, no puedo con ese autor. El sombrero es elegante –dijo
finalmente poco antes de cubrirlo con su chaqueta, pintando un poco más de escarlata
mi horizonte más cercano mientras se sentaba.
Me quedé aturdido
unos instantes, incómodo y desconcertado, mientras ella se mantenía
estudiadamente a la espera, como si fuera una actriz en un estudio de cine escuchando
con atención al auxiliar de cámara cantando la claqueta de la siguiente escena
de la película, aguardando expectante el momento de oírle decir: “cuadro”, y el
subsiguiente y mágico “acción” del director. De una belleza mediterránea espontánea
y arrobadora, de piel brillante y tostada, de pelo negro azabache, con un
gracioso lacito que sostenía un mechón que caía hacia la derecha de su cara, no
era una mujer alta, de cabeza pequeña, pero podía presumir de tener una mirada
penetrante, avizorada, escrutadora, difícil de sostener, de ojos glaucos
expresivos, espejeantes y aguanosos, hipnotizadores. Tenía mucho, muchísimo
estilo, algo que llevaba con absoluta naturalidad.
–No es que sepa
manejar la testosterona. Es una maestra –pensé mientras observaba, algo azorado,
como cruzaba las piernas con amplitud y gracia, y se inclinaba hacia adelante, provocadora.
El escote redondo sobre el vestido anunciaba un busto perfecto y firme. El
resto pude imaginármelo mientras mi voluntad se iba diluyendo ante el rojo turbadoramente
dominante de la escena. Entonces… tragué saliva ostentosamente, con nerviosismo.
Confundido, eché mano instintivamente a mi bolsillo en busca de un cigarrillo,
vicio que hacía tiempo que había dejado. Estoy seguro de que me ruboricé extraviado
en mis lúbricos pensamientos.
–Y bien –añadió
impaciente, probablemente al verme indeciso.
–Pues… no sé...
–añadí con torpeza–. ¿Quieres? –dije señalando titubeante hacia la cubitera.
–Claro. He
venido por eso, no para hablar de ese espantoso libro. –Rio divertida.
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