Aún
desconcertado por aquella inesperada compañía, procedí a coger la botella y servir
los dos vasos de chupito que el camarero acababa de depositar en la mesa, antes
de que yo se los reclamara. Probablemente ella se lo había sugerido de camino
hacia mí, segura de sí misma.
–¿Se trata de
algún tipo de apuesta? –le comenté mientras le hacía un gesto en dirección a su
antigua comparsa.
–¿Por? –fingió
extrañarse por la pregunta–. No, claro que no. Simplemente me has dejado sin
orujo –concluyó con cierto descaro, mientras levantaba ya el vasito helado con
el aguardiente presta a brindar. En cuanto me serví el mío, hice lo mismo.
–L’jaim –dijo
esbozando una sonrisa.
–L’jaim
–contesté sorprendido por el brindis hebreo poco antes de apurar el vaso al
igual que ella.
–¿Eres judía?
–pregunté curioso.
–No.
Simplemente me gusta ese brindis y su significado…
–“Por la vida”
–le interrumpí, mientras observé como ella relajaba su postura sedente, hasta
aquel momento algo forzada hacia adelante, algo provocadora, y se recostaba
sobre el respaldo de la silla llevando su mano izquierda sobre una de sus rodillas. Con la otra mano comenzó a juguetear con el vaso frío, algo que
humedecía y hacía brillar las yemas de sus dedos. Al poco tiempo comenzó a
tabalear con ellos sobre la mesa, sin decir nada. Entonces me fijé con detalle
en sus manos; eran finas, de dedos estilizados, con uñas perfectamente
arregladas y no muy largas, también pintadas de rojo.
–¿En serio que
no era una apuesta? Me refiero a algo así como… “veréis como le saco un orujo
al abuelo”
–¿Incómodo?
–No. Sorprendido,
divertido, quizá. No estoy acostumbrado a alternar con alguien que podría ser
mi hija. ¿Qué edad tienes? Imagino que podrás consumir bebidas alcohólicas
–bromeé.
–Diecinueve
–contestó escueta con el semblante serio, volviendo a juguetear con el vaso de
aguardiente, dejando momentáneamente el musical tamborileo de sus dedos sobre
la mesa.
–Pues aparentas
más.
–Gracias. Me lo
tomaré como un piropo.
–Te aseguro que
en este caso lo era. –Le sonreí sincero.
–No era una
apuesta –contestó entonces a mi pregunta, explicándose luego–. Bueno… sí que había
un envite por medio, pero no era contigo.
–No te
entiendo.
–Verás. Yo no
suelo vestir así. Me encuentro más cómoda con unos vaqueros y un suéter; y nada
de tacones. Lo que pasa es que me retaron hace unos días…
–Y por lo que
veo el resultado ha sido satisfactorio. Habrás ganado el órdago y seguro que has
quitado el hipo a más de uno de tus admiradores –comenté divertido mientras
seguía contemplándola; no llevaba pendientes, ni anillos y, por lo que yo podía
ver de su piel, tampoco tatuajes, tan de moda.
–No son más que
unos críos.
–Ya…imagino…pero
son los de tu edad.
–Me gustan más
hechos. –Me sonrió franca y provocadora, al menos esa fue la sensación que me
dio.
–Si lo dices
por mí, yo estoy ya “pasado”, quemado en la parrilla, como San Lorenzo. No soy
más que un “abuelo batallitas” comparado contigo –concluí alagado dándome en el
fondo por aludido quizá con un exceso de vanidad.
Durante unos
instantes, permanecimos en silencio mientras yo observaba como su mirada
oscilaba entre el vaso con el que seguía jugueteando, poniéndolo boca arriba y
boca abajo, y yo. Inconscientemente, casi hipnotizado, mis ojos se dejaron
mecer alternando varias veces la húmeda transparencia del cristal y el brillo
de sus ojos; unos ojos azules, claros, abismantes.
–Irene Adler.
¿Sabes quién es? –reinicié la conversación.
–¿No se tratará
de una de esas historias del “abuelo batallitas” del que hablas?
–No. Es un…
–Sir Arthur Conan
Doyle, Sherlock Holmes, "Escándalo en Bohemia"; supo enfrentarse y derrotar al
más famoso de los detectives, me encanta el personaje. –Me interrumpió con
suficiencia, sorprendiéndome por completo, mientras recolocaba su chaqueta
sobre mi sombrero panamá y recomponía su figura sobre la silla, cruzando las
piernas en sentido contrario, estirándose un poco el vestido sobre los muslos,
dando una nueva sensación de recato.
–Bueno…sí…
Aunque yo me refería a la Irene Adler de “El Club Dumas” de Arturo Pérez-Reverte
–aclaré.
–También me
gusta. ¿Me estás comparando?
–¡Por supuesto!
Joven, guapa, enigmática, sin adornos corporales, que yo vea –aclaré sonriéndole
con calculada picardía, no quería ser irrespetuoso de ninguna manera–, ojos cautivadoramente
claros, pelo castaño…Y tienes ese punto de misterio, de osadía que te ha
llevado a sentarte conmigo –Entonces bajé el tono de mi voz y me incliné un
poco en su dirección para dirigirme a ella con reserva–. He de confesarte que
en cierto modo me siento algo estúpido, un poco… como un delincuente; estoy
acaparando tu atención, no creo que me vean con buenos ojos tus amigos.
–Lo cierto es
que de lo último que creerán que estamos hablando es de literatura
–añadió con resignación.
–¿Te gusta leer?
–Es mi pasión.
–Pues nunca lo
hubiera imaginado… –pensé en alto con absoluta torpeza.
–Claro. Como
ellos; en lo único que te habrás fijado es en el color rojo del envoltorio.
–Acabamos de
conocernos –intenté justificarme–. Pero si me lo permites, el rojo te queda muy
bien. Eres una muchacha muy atractiva y, por lo que veo, con inquietudes
literarias. –Le sonreí con sinceridad.
–Gracias –concluyó
un poco cortante.
–Solo pretendía
ser cortés y realista, nada más –intenté justificar mis palabras, parecían
haberle defraudado.
–Lucas Corso
–me espetó entonces mirándome fijamente a los ojos de nuevo–… ¿Tomamos otro
orujo?
Intentando no
dar sensación de nerviosismo alcé mi mano haciendo una señal al camarero para
que nos trajera otros dos vasos helados. Volví mi mirada hacia ella,
sosteniéndosela durante unos instantes. Ella sabía que me había incomodado
aludiendo al personaje de la novela de Reverte, maduro, paciente y profesional
que se convierte en compañero de viaje y, sobre todo, en amante de Irene Adler.
Al llegar el camarero se produjo una suerte de desconexión entre nosotros. Saqué
entonces la botella de la cubitera e, intentando disimular cierta excitación y
temblor de manos, procedí a servir otra ronda.
–L’jaim –repitió
ella.
–L’jaim
–contesté mientras dejaba que sus ojos me atraparan esta vez lánguidos y
melancólicos, perdiendo un poco el desparpajo con el que me había mirado hasta
el momento tras apurar el vaso sin esperar a que yo lo hiciera.
–Creo que
harías un buen papel como Lucas Corso –me dejó caer sin dejar de observarme, provocando una aumento exponencial de mi inquietud. Mi Irene Adler estaba flirteando
descaradamente.
–No soy experto
en libros, ni me gusta la ginebra, prefiero el orujo –añadí con salero mientras
me revolvía en mi silla impresionado por su relajada y coqueta presencia.
Imaginé entonces a Sherlock Holmes quedándose con la foto de “la mujer”, como
siempre llamaba a Irene Adler, para tenerla siempre presente, “observando aquella
mujer deliciosa, aquel rostro por el que cualquier hombre se dejaría matar y su
figura, recortada contra las luces de la sala”.
–¿En qué
piensas? –me preguntó, retándome de nuevo con su mirada, mientras movía y
soltaba el vaso vacío de aguardiente sobre la mesa como si estuviera jugando
una partida de ajedrez.
–En estos
momentos… En lo afortunado que fue Lucas Corso –concluí atrevido desviando mis ojos del
fuego abrasador, de la inmensidad del océano de sus ojos glaucos, y del
tentador brillo húmedo de sus labios color cereza.
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