Durante unos eternos segundos
estuve pensando en las consecuencias que podría acarrear aquella última frase
que había dejado caer sobre la mesa, inconscientemente, dominado por el arcano y
atávico deseo de verme en la piel de Lucas Corso disfrutando del cuerpo de
Irene Adler, algo por lo que incluso debí de ruborizarme, y que nos sumió en un
reflexivo y ensordecedor silencio. A ella no pareció afectarle en exceso. Imagino
que estaría acostumbrada a todo tipo de piropos e insinuaciones y la mía, al
menos, carente de grosería o malicia, gozaba de un ligero toque de distinción
al haberla envuelto en pasión literaria.
Pensé en aquel
momento que ella podría ser una buena actriz, porque sus formas distaban mucho
de ser las de la jovencita que compartiera barra con aquellos muchachos unos
minutos antes. Ella seguía jugueteando con el vaso vacío de aguardiente con su
estilizada mano derecha, perdiendo su mirada en la contemplación, vaga y
monótona, del movimiento del recipiente sobre la mesa, mientras su mano
izquierda yacía lacia sobre su rodilla alternando el reposo de sus cuidados
dedos de uñas rojas con un gracioso y distraido tamborileo. Entonces, como si
con ese movimiento pretendiera dar paso a una nueva fase de nuestro original
diálogo, cambió la posición de las piernas cruzadas, recompuso su figura sobre
la silla y devolvió la mano sobre la rodilla de nuevo, tras volver a ajustarse
“a la baja”, con recatada coquetería, el vestido.
–¿Hasta
que el orujo nos separe? –rompí aquel inoportuno compás de espera intentando
sacarle una nueva sonrisa, señalando hacia la maltrecha botella de aguardiente.
Entonces ella elevó unos centímetros su mirada abandonando la visión insulsa
del cristal para posar sus irresistibles y radiantes ojos glaucos sobre los míos,
con estudiada naturalidad, consciente de que aquel gesto dulce y lánguido
provocaría un efecto demoledor sobre mi ánimo, imprimiendo sobre mi retina una abismante
evocación; la de verme como un náufrago perdido en la inmensidad de un mar
esmeralda, despojado de toda voluntad tras ser deslumbrado por el rielar de
aquellas dos brillantes pupilas.
–Creo
que a nosotros nos ha unido –contestó graciosa devolviendo su mirada hacia el
vaso; quizá considerando suficiente la fuerza con la que había penetrado en mi
mente.
–Hemos
obviado las presentaciones. Me gusta saber a quién estoy invitando –comenté
esbozando un gesto de incredulidad intentando salir de aquella sensación de
desazón que me causaba cada vez que me alanceaba con sus arrebatadores ojos
verdes–. ¿Cómo te llamas? –le pregunte finalmente.
–Irene
Adler está bien –contestó escueta, divertida y enigmática.
–Entonces
yo seré Sherlock Holmes. –Ambos reímos.
–¿No
te atreves a meterte en el papel de Lucas Corso? –Consciente de su insultante
belleza y juventud, y del poder de todos y cada uno de sus atributos, sus ojos
volvieron a buscar los míos con descaro, aunque esta vez pude evitarlos,
distrayéndolos sobre mi mano izquierda, que en aquel momento tocaba, con cierto
nerviosismo, las alas de mi sombrero panamá, mientras trataba de elaborar una
respuesta adecuada al envite que había dejado caer sobre el tejado de mi
ingenio.
–Corso
está un poco de vuelta de todo. Lo que es evidente es que conocer a Irene Adler
aportó una gran dosis de emoción, misterio y frescura a su vida. Cuando una
persona madura conoce a una muchacha de 19 años de esa manera tan íntima, tiene
que resultar afectado forzosamente –afirmé con salero sonriéndole y
probablemente ruborizándome un poco. Me resultaba difícil hablar con una
muchacha con un perfil tan parecido al de la protagonista de la novela de
Pérez-Reverte con atrevimiento, sin dar la impresión de ser un viejo baboso.
–¿Necesitas
emoción, misterio y frescura en tu vida?
–Hace
tiempo que dejé de plantearme esas cosas. Mi existencia es bastante previsible,
anodina si quieres, pero es la que llevo, y no puedo decir que no me guste, o
me sienta incómodo con ella, y no me sermonees con el eufemismo ese de “la zona
de confort” que se lleva tanto ahora, que me parece vulgar. En definitiva, me puedo
permitir vivir entre libros en mi tiempo libre, que es lo que me apasiona.
–¿Librero?
–No.
Sólo lector, y no de todo lo que quisiera. La vida está llena de libros que
jamás abriremos… –comenté mostrándome enigmático, dejando en el aire un amplio
arco de preguntas.
–¿Me
hablas de libros físicos o de la vida? ¿Crees que yo podría formar parte de uno
de esos libros que nunca abrirías? –Ella interpretó a la perfección mi
sugerencia.
–Querida
Irene. No te conozco. Llevas unos minutos sentada frente a mí, algo que no
suele ser habitual. Pero me pareces una mujer extremadamente inteligente, y
sorprendente e inquisitivamente incisiva.
–¿Incómodo?
¿Quieres que dejemos la conversación? ¿Quieres que me vaya? –De repente esas preguntas
dejaron un amargo regusto a tristeza sobre la mesa. Sin pensarlo acudí a la
cubitera para comprobar si había para una última ronda.
–No.
Tu sabes perfectamente que tu compañía es agradable. Seamos sinceros –bajé mi
tono de voz y me incliné hacia ella–, en estos momentos debo de ser la envidia
del local, aunque ellos no puedan ni imaginarse de qué estamos hablando.
–Si
te envidian será por mi físico.
–Y,
en el fondo, no se lo reprocho. Irene, eres una muchacha atractiva y sabes aprovecharte
de ello. Pero yo… no soy más que un viejo marinero que se ha retirado de la
mar… –dejé en el aire mis palabras, aunque en realidad ante ella me sentía más
un náufrago que un marinero.
–¿Y
has dejado una novia en cada puerto? –añadió sonriéndome pícara.
–No,
claro que no. Prefiero dejar un libro.
–¿Un
libro leído y cerrado, o un libro que de esos que ni siquiera abrirás?
–¡Irene
Adler! ¡Está usted rayando la impertinencia! –exclamé elevando pomposamente mi
tono de voz, divirtiendo con ello a mi acompañante–. Eres una muchacha traviesa,
aguda y curiosa… –añadí intentándome
dar un poco de tiempo para responder a aquella comprometida pregunta–. Veras…
la vida deja en tus manos todo tipo de libros. En mi caso, los más importantes,
nunca se abrieron o se cerraron cruelmente. Creo que es una debilidad muy
humana ese vanidoso anhelo de querer abrir libros con la esperanza de que sea
el definitivo. En mi caso quizá debiera haberlos quemado en la hoguera de mi
vanidad antes de hacer caso a esa esperanza que no es más que una afilada daga
envenenada con sueños que se clava, traicioneramente, en el fondo del alma.
–La
hoguera de las vanidades… Si ellos supieran algo sobre eso… –señaló a los
muchachos que de cuando en cuando nos miraban inquisitivamente–, lo
convertirían en uno de esos “vulgares tópicos” de los que recelas, sería algo
así como: “hacer un Savonarola” –Ambos soltamos una carcajada ante su perspicaz
ocurrencia, mientras yo, en mi interior, permanecía perplejo ante los derroteros
por los que caminaba nuestro diálogo–. La vanidad es muy humana –continuó–, y la
esperanza también. Aunque creo que no tienes muy buena relación con esta
última… –Ella rio otra vez.
–Todos tenemos
algo de vanidosos. La belleza es vanidosa, por ejemplo –dije atreviéndome a
mirar su rostro fijamente, buscando amparo a mi argumentación, admirando la
extremada delicadeza de sus suaves facciones exentas de adornos corporales,
resaltadas por el color cereza de sus labios. Noté una gran turbación al
sentirme indefenso de nuevo, y acudí a la cubitera definitivamente para pedir
auxilio a la botella de aguardiente. Necesitaba descansar la vista en algo que
no fuera tan dolorosamente hermoso. Luego serví los dos últimos vasitos de
orujo, esta vez, utilizando los que teníamos sobre la mesa.
–¡L’jaim!
¡Porque recobres la esperanza! –elevó ella el vaso para el brindis solemne y
sonriente.
–L’jaim
–contesté chocando mi vaso con el suyo mostrándome muy escéptico.
–Todos
tenemos algo de vanidosos. Imagino que te comprarías el sombrero para verte más
guapo y elegante. Eso siempre lleva algo de presunción y de esperanza. ¿No
crees?
–Quizá
el objetivo fue mucho más prosaico. Podría ser que fuera para proteger mi
despoblada testa de las inclemencias del tiempo. –Ambos reímos de nuevo.
Después de un
breve silencio, ella volvió a retomar la conversación con sana y pícara
procacidad, como si de un juego entre adolescentes se tratara, mirándome de
nuevo a los ojos, con la certeza de que los retiraría de inmediato tras
escucharla.
–Lucas
Corso no tuvo reparos en liarse con Irene Adler.
–Ya
te dije que Lucas Corso tuvo suerte. Yo no he tenido mucha a lo largo de mi
vida, ni creo que la tenga. En mi cómoda existencia, me he rendido ante la
evidencia de ser un gran fracasado, aunque no sufro por ello, es una cuestión
de asumirlo, de no perder ni tiempo ni fuerzas en luchar contra mi destino.
–¿Estoica y heroica
resignación? –me sorprendió de nuevo con otra inteligente pregunta.
–Algo así
querida Irene. Por eso prefiero ser Sherlock Holmes –logré argüir no sin esfuerzo.
–Entonces
te consideras inteligente y… ¿observador?
–me preguntó con un tono provocador, desafiándome a responder
inclinándose ligeramente hacia adelante a la espera, rebajando deliberadamente
el cariz travieso de la conversación.
–No
lo sé. ¿Crees que fue muy inteligente por mi parte compartir mi orujo contigo?
Creo que sí soy un buen observador. En cuanto entré en el bar me fue evidente
que eras el foco de atención –contesté esbozando
una sonrisa poco convincente.
–Pues
Sherlock no supo leer las páginas del libro que correspondían a tu irrupción en
este local.
–Nunca
imaginó que compartiría mesa con aquella joven atractiva y deslumbrante que
hacía las delicias de una abigarrada y juvenil comparsa. Eso es verdad.
–Como
también lo es que Lucas Corso no tuvo reparos a la hora de leer el mismo libro
que Irene Adler –me espetó pícara e insinuante con tono de caprichosa decepción
volviendo al tema anterior.
–Olvida a Lucas
Corso. Sherlock es un caballero. Nunca dejó de alabar, admirar, y respetar a
Irene Adler, pero nada más –finalicé incorporándome, invitándola a hacer lo
mismo. Luego, tomé su chaqueta roja, se la puse por encima de los hombros con
galantería, me puse el sombrero, cogí el libro de Matthew Pearl, “El club
Dante”, que era el objetivo primigenio de aquella curiosa tarde, y me dirigí
hacia la puerta con la certeza de que iba a perder el desafío personal que me
había planteado al levantarme; el de la decisión que ella tomaría.
Para mi sorpresa
me equivoqué. Mi Irene Adler se despidió de sus amigos y del camarero, y se dirigió
hacia mí con el mismo elegante y cadencioso movimiento de caderas con el que
antes se había acercado a mi mesa, agarrando la chaqueta roja con ambas manos
para que no se le cayera, una imagen que percibí con pasmosa y gozosa lentitud.
–Seguro
que Sherlock es un personaje más apropiado que Lucas Corso para dar un paseo
por la playa con Irene Adler, y dar un poco de sentido e interés a lo que queda
de esta jornada norteña, encapotada y triste –dijo cogiéndose de mi brazo con decisión a
la salida del local–. ¡Ah! Y te queda bien el sombrero, es elegante.
Interesante… –concluyó insinuante mirándome fijamente de nuevo y sonriéndome.
Entonces
pensé que, a pesar de la abismal diferencia de edad entre nosotros, quizá aquel
libro que había caído en mis manos de aquella forma tan inesperada en aquel
atardecer plomizo, en aquel bar a orillas del cantábrico, cuando ella decidió acercarse
a mi mesa e invitarse a un chupito de aguardiente, merecía ser leído, aunque
sólo fuera por disfrutar de una velada de agradable conversación. Volví
entonces a recordar el libro “Señora de rojo sobre fondo gris” y me sentí
plenamente identificado, fui consciente de que el rojo de la juventud de mi
Irene Adler destacaba sobre el fondo gris de mi madura y tediosa existencia.
Entonces las palabras de Delibes adquirieron aún más sentido para mi: “era una
mujer cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir".
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