Con mi “Irene
Adler” asida fuertemente a mi brazo derecho comenzó otra fase de la tarde,
quizá mucho más intimista. Hasta el momento, aquel casual encuentro provocado
por el travieso atrevimiento de mi hermosa acompañante se había desarrollado en
el interior de un bar. Por eso quiero aclarar donde estaba para que el relato
goce de mayor coherencia, dado que ahora nos encontrábamos en el exterior, y
aquel maravilloso entorno ambientaba perfectamente una más que posible
interesante velada, bajo el romántico y nostálgico cielo que envuelve esos
lugares donde la luz es tamizada por un grisáceo manto de nubes, donde se
mezcla el aroma del incesante orvallo y el olor a mar del bravo Cantábrico,
donde se aletargan los sentidos hasta el punto de acariciar la paz más absoluta.
Aquella
misma mañana había llegado a Ribadesella. Me alojaba en un hotel en la Playa de
la Marina, entorno encantador que surgiera de aquel deseo de las élites de
principios de siglo XX de veranear en el norte. Junto a San Sebastián y Santander,
la costera localidad asturiana se convirtió en uno de los más importantes destinos
del turismo patrio de las clases pudientes del momento.
Tras dejar mi equipaje en el hotel hice una visita guiada que organizaba el ayuntamiento para conocer la villa. Luego tomé un aperitivo, y comí una fantástica lubina al horno acompañada con una botella de sidra fresca en el barrio del Portiellu. El resto ya lo sabéis, ocurrió cuando entré en aquel bar y me encontré con ella…
–¿Dónde me
llevas? –preguntó mirándome de nuevo con aire travieso con la intensidad de
aquellos ojos centelleantes, recién salidos del establecimiento.
–Bueno… –dudé–,
me temo que conozco lo básico de la villa. Prefiero que elijas tú, imagino que
seas de aquí.
–No. Vengo
mucho, todos los veranos; pero no soy de aquí.
–Pues mejor
decide tú. Para que te hagas una idea, esta mañana hice la visita guiada que organiza
el ayuntamiento. Cuando voy a un lugar prefiero que alguien, un profesional, me
dé a conocer sus peculiaridades. Luego, profundizo por mi cuenta si permanezco en
él el tiempo suficiente.
–¿Cuántos días
vas a estar?
–¿Ya te has
cansado de mi compañía? –bromeé–. No lo sé. Tres o cuatro. Vengo a descansar, a
evadirme. Si me encuentro a gusto y me surge alguna idea para poder trabajar
con ella, alargaré mi estancia.
–¿A qué te
dedicas?
–Ahora mismo a
escribir “cosillas” –quité importancia a mi hobby.
–¿Eres
periodista?
–No. Funcionario.
Escribo historias, relatos cortos, novelas si la idea se descontrola en mi
cabeza, es mi pasión. –Le sonreí.
–Tu “Irene Adler”
estudia filología hispánica –sentenció con coquetería y orgullo–. ¿Por qué
dejaste que me invitara a tu mesa? –De
pronto cambió de conversación.
–Cuando alguien
escribe se convierte en un cazador de personajes. Es como si todo lo que le
rodeara fuera susceptible de pasar a formar parte de una narración.
–¡Qué decepción!
Sólo lo hiciste por trabajo –añadió con ñoñería apoyando su cabeza en mi hombro.
–No es eso.
Verás, es obvio que eres una mujer muy atractiva. Y supongo que además me
ofreciste la oportunidad de comprobar si había algo más tras esa hermosa…
fachada e irresistible mirada –noté cierto sonrojo por mi parte, pero en realidad
era lo que quería decir, era la verdad. Luego intenté desdramatizar aquello que
podía parecer tan superficial–. Aunque he de añadir que me arriesgué al confiar
en tu palabra al afirmar que tenías más de 18 años. Podría haber cometiendo un
delito dejándote beber orujo. –Ambos reímos.
–Eso ya pasó.
Ahora vamos del brazo, nada más. Podría ser tu hija, o tu sobrina.
–O mi nieta –añadí
con un gesto de resignación. Ella sonrió.
–Aún creo que
debería pedirte que me enseñaras el carnet.
–Sherlock se
hubiera dado cuenta si era menor.
–Ya. Pero Irene
Adler le derrotó; fue más inteligente.
–¿Qué es lo que
no soportas en una mujer? –me espetó cambiando bruscamente de conversación.
–Admiro la
belleza en general, imagino que como todo el mundo. Pero, no soy de esos
hipócritas que dicen que lo importante es el interior. El interior de una
persona no lo puedes conocer a simple vista. No niego que, con el tiempo, la
belleza interior, pueda llegar a ser más importante, pero lo primero que llama
la atención es lo que se ve; en mi caso aprecio la intensidad de una mirada, el
movimiento de unas caderas, la elegancia de unos andares, el tabaleo de unos
dedos bien cuidados, la coquetería de unas piernas cruzadas, el insinuante
movimiento de unos labios al hablar…
–Creo que escribir
te influye. Observas demasiado. Pero no me has contestado. Al menos del todo…
Doy por hecho que te gustó lo que viste.
–Tú sabes bien
la respuesta. Creo que tu aspecto no le es indiferente a nadie y… –dejé
deliberadamente abierto el comentario.
–Gracias. Y…
–Querida Irene.
Siempre hay una primera frase –me mostré enigmático.
–Explícate.
–No soporto la
vulgaridad, por ejemplo. Si te hubieras sentado en mi mesa diciendo algo así
como… “Tío, ¿me invitas a un orujo? La respuesta hubiera sido no.
–Colega, ¿vamos
hacia el puerto? –me interrumpió jocosa.
–Algo así. La
belleza tiene que estar acompañada de estilo, y te sorprendería la cantidad de
gente que pierde todo su encanto en el momento de abrir la boca.
–Estoy de acuerdo
–zanjó antes de permanecer unos instantes en silencio. Luego decidí intervenir,
hacía unos instantes que estábamos parados frente al puerto pesquero.
–Dijiste algo de
que “Sherlock sería más adecuado que Lucas Corso para dar un paseo por la
playa…
–Sí.
–Pues vayamos a
la Playa de Santa Marina. Además, me alojo allí.
–Pues vamos. Si
llegaste esta mañana, y la dedicaste a la visita guiada, no conoces el paseo. Comenzarías
por el casco antiguo de la Villa con sus palacetes y arquitecturas
renacentistas, sus casas solariegas blasonadas, los balcones floridos, los
voladizos, arcos y escudos que adornan sus fachadas, continuarías apreciando el
regusto marino que aún conserva el barrio del Portiellu y sus edificios tradicionales,
y visitarías la iglesia de Santa María Magdalena con las impresionantes
pinturas de los hermanos locales Uría Aza.
–De haberlo
sabido me hubiera quedado en el hotel o en la playa por la mañana y hubiera
hecho la visita guiada contigo por la tarde –bromeé. Ella sonrió.
–Es lo más
común. Después irías al puerto pesquero en el que te explicarían que vivió su
máximo esplendor con la industria que se desarrolló en torno a la pesca de la
Ballena, y como puerto de salida de la emigración a Cuba, de donde partían,
entre otros, “el bergantín Habana. Luego a la lonja, inaugurada en vísperas de la
Guerra Civil y que ahora da salida al trafico local de pescado principalmente
lubina, rape y pescadilla, o mariscos como centollos, langostas, nécoras o
bogavantes, aunque la pesca estrella es el ansiado “oro blanco” del sella, la angula.
Sin duda acabarías en el Paseo de la Grúa viendo los vistosos paneles de Mingote
con la historia de Asturias y la “fuentina” con la Xana y los dos osos
mitológicos.
–Exacto, yo le
añadí la ascensión hasta la ermita de Nuestra Señora de Guía donde me
sorprendieron las curiosas y caprichosas formas del acantilado esculpido por el
bravo cantábrico, y la maravillosa bahía que forma el estuario del Sella,
incluida la Playa de Santa Marina.
–Pues crucemos
el puente y vayamos hacia allí –concluyó ella animosa sin soltarse de mi brazo,
continuando su interesante conversación.
–¿Tienes pareja?
–me soltó comprometedora.
–Sí. No ha podido
acompañarme. Sara tenía un congreso de Historia Medieval en Cáceres.
–¿Cómo es Sara?
–Alguien a quien
no le va a gustar nada saber que me estoy paseando con una jovencita
desconocida muy atractiva, inteligente y descarada por Ribadesella.
–No tiene nada
de malo. Pero si te encuentras incómodo preferiría irme.
–No. Paseemos. Además,
ha habido momentos en que parecía que estaba hablando con ella cuando nos
conocimos. Si no fuera por el color de tus ojos…
–¿Te gustan? –me
miró fijamente provocadora y juguetona, situándose delante de mí.
–Jovencita proterva, nadie podría sobrevivir
a un naufragio en ese abismo esmeralda.
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