Cautivado por la belleza de su
rostro, desarmado por la fuerza de la seductora mirada de aquellos insondables
ojos verdes, ahora, además, sentía cercano y electrizante el calor de su cuerpo
a través de mi brazo. Intenté distraerme en la contemplación del bello paisaje
que nos rodeaba, aunque no conseguí apartar mis pensamientos turbadoramente encarnados.
Entonces, un breve silencio se instaló entre nosotros, una cálida tregua que recompuso
en parte mi ánimo, mientras caminábamos plácida y lentamente por el Paseo
Agustín de Argüelles, en la Playa de Santa Marina, cubiertos por aquella tarde
plomiza que amenazaba aguacero.
–No sólo soy
unos ojos bonitos –dijo reflexiva y cándida, con cierta melancolía, consciente
de su belleza arrobadora, instantes después.
–Eso
ya lo sé. No me malinterpretes. No quiero resultar superficial pero tu atractivo
puede llegar a perturbar y lo sabes –me disculpé por si acaso.
–Estoy
demasiado acostumbrada a que sólo se fijen en el “envoltorio”.
–A
mí me parece que eso te divierte. Pero no me gusta el tono en que lo dices. Mi
querida Irene… Es lógico y humano admirar la belleza. No debe afligirte ser
objeto de deseo, al contrario. Eso sí, debes saber gestionarlo o aprender a
hacerlo. ¿Qué te parece si nos acercamos a mi hotel? Me gustaría coger una
gabardina y el paraguas, por si llueve y se pone fresco el día –cambié de
conversación intentando disipar aquella tristeza que parecía acompañarla desde
que ensalcé, con sinceridad, el indiscutible encanto de sus ojos.
–¿Dónde
te alojas?
–En
el Villa Rosario.
–¿En
el I o en el II?
–En
el I, me parece señorial. Admiro la arquitectura indiana.
–Muy
pocos tuvieron suerte, pero algunos volvieron de América enriquecidos y
pudieron construirse preciosos edificios como éste.
–Te
esperaré allí –dijo una vez que llegamos a la altura del elegante hotel,
señalando a la barandilla del paseo. La vi alejarse murria, con su pelo castaño
vibrando al compás de la brisa, con la elegancia de sus andares con zapatos de
tacón, y la extremada sensualidad del movimiento cadencioso de sus caderas. En
cuanto llegó la baranda se giró; imagino que sabía que la estaría observando.
Sonrió lánguidamente.
–Bajo
enseguida –dije avergonzado mientras le saludaba con el brazo.
No
tardé más que unos minutos, a pesar de lo cual me paré a contemplarla desde la
ventana de mi habitación, apartando la cortina furtivamente, no sé si por mero
placer, o por miedo a que ya no estuviera, que hubiera sido fruto de mi imaginación
exaltada, de una idea literaria pintada de rojo atrapada entre los efluvios alcohólicos
de aquella botella de orujo. Seguidamente cogí la gabardina y el paraguas y,
poco antes de cerrar la puerta, decidí bajarle una sudadera que, por esas cosas
del destino, también era roja, por si tenía frío más tarde.
–Ya
estoy aquí –dije al llegarme a su lado. Ella no contestó, tenía los ojos
cerrados y disfrutaba, abstraída, de la caricia de la brisa marina sobre su
rostro.
–Adoro
el mar, a pesar de su crueldad –comentó enigmática.
–Explícate.
–¡Cómo algo tan
hermoso puede haber arrebatado la vida a tantas personas! –exclamó antes de
abrir los ojos y volverse hacia mí–. Caray, sí que te vas a abrigar. Creo que
estás exagerando. Hace buena temperatura.
–La
sudadera es para ti.
–Gracias.
Eres todo un “Sherlock”. La verdad es que una sudadera roja no combinaría bien
con el traje de indiano que llevas, tus lustrosos zapatos y el elegante
sombrero panamá –Rio–. Y mucho menos con la gabardina. –Me sonrió divertida.
–Sí,
creo que iría hecho un adefesio.
–Sabes…
No me gusta vestir así.
–Pues
a mí me parece que estás sumamente atractiva.
–Con
palabras más finas, pero piensas como ellos –volvía a percibir tristeza en sus
palabras.
–Sólo
he sido sincero, sin más. ¿Y qué debería pensar? –inquirí entre curioso y molesto.
–No
lo sé –contestó algo enrabietada, como si buscara en mí la respuesta al ancestral
instinto de la atracción sexual que ejercía la belleza femenina sobre el hombre–.
¿Nos mojamos los pies? –sugirió entonces utilizando afectadamente un tono
mimoso y pueril, adelantando los labios, elevando las cejas y girando la cabeza;
un visaje nuevo para mí.
–¿Lo
crees apropiado?
–Nadie
dice apropiado –me reprochó–. Tan “apropiado”… –se burló– como que me hayas
convidado a unos orujos o que estés dando un paseo conmigo. Anda…no seas
cobardica… –repitió su anterior ademán sugerente, esta vez cogiéndome de la
mano e intentando arrastrarme en su ingenua chiquillada.
–Ve
tú. Yo te esperaré aquí. Te observaré en lontananza –añadí ampuloso y serio, llevándome
cómicamente la mano por delante del ala de mi sombrero panamá.
–Nadie
dice lontananza tampoco… –Rio esta vez acompañando su regañina–. Está bien. Tú
te lo pierdes –concluyó contrariada–.
Entonces la
acompañé hasta la bajada del paseo a la playa. Yo me quedé tras la barandilla
mientras ella descendía al borde de la arena, se quitaba los zapatos rojos de
tacón para sostenerlos en su mano izquierda, y comenzaba a andar hacia el agua.
La
fotografía era perfecta. El mar se presentaba oscuro reflejando los nubarrones
amenazantes que se cernían sobre el horizonte. El viento agitaba las olas
creando vistosas cabrillas que pintaban su superficie oscura de espuma blanca.
Ella avanzaba con parsimonia, con su melena suelta agitada por la brisa,
hollando la arena con sus pies blanquecinos acercándose a su objetivo, la
orilla, poniendo el punto de color a una instantánea que cada vez parecía más
en blanco y negro a medida que se alejaba. De pronto recordé la película de
Spielberg, “La lista de Schindler”, donde aquella inocente niña aparecía recurrente,
con su abrigo rojo sobre el fondo blanco y negro de la crueldad del holocausto,
y que al final aparecía muerta sobre un carro junto a otros cadáveres, una
evocación que me resultó inquietante, y que me provocó un intenso espeluzno. Volví a observarla. Cada
poco, ella se giraba y levantaba la mano dirigiéndose a mí, quien sabe si con
el objeto de incitarme a acompañarla o por temor a que me hubiera ido. Agitado
por aquellos lúgubres pensamientos en rojo, y blanco y negro, intenté
extraviarlos en la contemplación del asedio de un grupo de gaviotas a un barco
pesquero que volvía de faenar.
Y
de repente, algo desenfocó la fotografía perfecta. No sé cómo ocurrió, pero, en
pocos segundos, su escultural y venusina silueta había desaparecido del fondo
de mi instantánea, y sólo había un punto rojo e inerte sobre la arena, probablemente
la chaqueta que llevaba sobre los hombros junto a los zapatos, y volví a pensar
en la atroz e ignominiosa imagen
de la niña de la película de Spielberg muerta encarnando el negro carro de
cadáveres. Me puse en pie, alarmado. No era posible que ella hubiera decidido
zambullirse. El mar estaba agitado y la temperatura ambiente no era la más
adecuada para el baño. Empujado por mis lóbregos presagios amusgué los ojos
intentando afinar mi vista, la brisa marina la entorpecía. Azorado, bajé a la
arena y corrí hacia donde la recordaba haber contemplado por última vez. A los
pocos segundos, ella apareció entre las olas. Disminuí entonces mi paso, y me
tranquilicé. Mis zapatos habían perdido todo su lustre salpicados por la arena.
Me los quité, y los dejé, con los calcetines en su interior, junto al paraguas
y la sudadera, al lado de su chaqueta y sus zapatos de tacón, sobre la arena.
–¿Te
has vuelto loca? Vas a coger un constipado de mil demonios –le grité ya desde
la orilla, sintiendo el gélido contacto de las aguas del cantábrico en mis
pies.
–Has
venido –me respondió sonriente y triunfante.
–Pero
como se te ha ocurrido semejante locura. Si lo llego a saber, al menos hubiera
traído una toalla –añadí nervioso sin saber qué hacer.
–Seguro
que un caballero como tú puede prestarme su gabardina –dijo emergiendo finalmente
de las aguas, llevándose el pelo hacía atrás con sutil elegancia, dirigiéndose
hacia mí con el vestido empapado pegado con alarmante sensualidad a su cuerpo, haciendo
desaparecer progresivamente el fondo grisáceo que conformaban el cielo anubarrado
y el mar embravecido, coloreando cada vez más la escena de rojo.
–¿Te
gusto? –Se exhibió insinuante con una pose zalamera y coqueta, llevando sus
manos a las caderas, pasando una pierna por delante de la otra y girándose un
poco, segura del impacto que despertaría en cualquiera la contemplación de sus
voluptuosas formas transparentándose con llamativa turgencia por el efecto de
la perfecta adherencia de la tela mojada a su piel.
–Lo
ves, disfrutas con ello –Esta vez el que reprochaba era yo–. Anda, déjate de
tonterías. Vas a coger una pulmonía –respondí intranquilo en cuanto llegó a mi
altura –. Y ahora, ¿qué hacemos? –pregunté con la torpeza e inseguridad de
sentirme totalmente desbordado por los acontecimientos, mientras nos apartábamos
de la orilla en dirección a la ropa que habíamos dejado sobre la arena.
–¡Te
has mojado los pies! Era lo que quería.
–¡Déjate
de juegos! Te vas a helar. ¿Sólo lo has hecho por verme en la orilla con los
pies mojados? –pregunté incrédulo.
–Siempre
me salgo con la mía.
–Estás
loca Irene Adler.
–Y
ahora un poco helada, elegante y caballeroso Sherlock –Ella esbozó una leve
sonrisa que pronto despareció cuando comenzó a tiritar. En ese momento me di
cuenta de la lividez de su rostro y manos. La inquietud debió de hacerme
recuperar la lucidez.
–Vamos,
tendrás que quitarte esa ropa mojada –dije despojándome de mi gabardina. Luego cogí
la sudadera roja.
–¿Me
vas a ayudar a desvestirme?
–Déjate
de bromas. Obedece o te daré unos azotes –añadí jocoso–. Date la vuelta y mira
hacia el mar. –Ella rio divertida.
–¿No
te gustaría verme? –preguntó sugerente resistiéndose traviesa a volverse.
–Sí,
verte fuera del agua, seca y sin un constipado –intenté mantener la compostura
a pesar de la turbación que me provocaba la sensual cercanía de su cuerpo tan
pegado al vestido.
–Nadie
dice constipado –continuó regañándome por mi vocabulario.
–Yo
sí, sí me parece “apropiado” –añadí con retintín aludiendo al anterior reproche–.
Toma este pañuelo. Algo te secará –dije sacándolo del bolsillo de mi traje de
lino blanco y tendiéndoselo.
Finalmente, ella se dio la vuelta y comenzó a quitarse la ropa. A medida que el vestido
resbalaba por sus hombros, el rojo iba perdiendo protagonismo en favor de su
cérea piel. Por unos libidinosos y breves instantes sentí envidia del mar al
que imaginé gozando de la contemplación de su escultural anatomía, del
esplendor de la insultante turgencia de la juventud de su torso. El sujetador
acompañó enseguida al vestido, y en cuanto se secó un poco con mi pañuelo, le
ayudé a ponerse la sudadera. Ella se dio la vuelta prematuramente,
provocadora y sensual, dejando intencionadamente a la vista la parte inferior
de sus pechos. Instintivamente bajé la vista, avergonzado e incómodo, y la
obligué a volverse de nuevo, mientras me esforzaba por acompasar el movimiento
de la sudadera para que fuera ocultando lo que el vestido desvelaba hasta cubrir
sus nalgas. Finalmente, el color rojo tiñó la arena al resbalar sobre sus
piernas el vestido junto a unas pequeñas braguitas de encaje de la misma
tonalidad.
–¿No
te has atrevido a mirar?
–No
–respondí desabrido en
apariencia–. Ahora te pondré mi gabardina encima. Luego nos acercaremos a mi
hotel.
–¿Me
llevarás a tu habitación? –preguntó traviesa–. ¡Qué emocionante! –exclamó–. Y que dirás… ¿Que soy tu hija, tu
sobrina, tu nieta, quizá, tu amante?
–No
importa lo que diga, no me van a creer…