Iglesia del Santo Nombre de Jesus, conocida popularmente como Il Gesú. Roma.
Abandonamos la Piazza Colonna, dejando el Palazzo
Wedekind, con sus vetustas columnas dóricas, a nuestra derecha. Cogidos de
la cintura, anduvimos unos metros sin decir nada. Sara rompió el silencio.
–Empiezo
a preocuparme. Estás muy callado.
–No…Pensaba
en el mal rato que he pasado.
–¿Y
eso?
–He
buscado ávidamente un hotel a mi alrededor, porque no podía contener mis
libidinosos instintos –Sara rio, me cogió de la mano, y apoyó su cabeza sobre
mi hombro, mirándome con ternura–. ¡Qué no me mires así, leñe! ¡Qué pierdo los
estribos! Y… –Ella me puso el dedo en los labios.
–Creo
que no me hubiera aburrido mucho si me hubieras arrastrado hasta el hotel más
cercano –añadió insinuante.
–¡Nunca
debimos quedar en la Piazza Colonna,
bella dama! –exclamé simulando
sentirme decepcionado–. Hemos perdido la oportunidad de conocernos un poco
mejor. Ahora…tendremos que hacer turismo. –Le sonreí haciéndole un arrumaco.
–No
será mala forma de pasar la tarde tampoco. ¿Tomamos ese café, entonces?
–Hecho
–asentí dándole la mano, mientras transitábamos la Via della Colonna Antonina.
Al
llegar al Obelisco de Monte Citorio, giramos
hacia la Via in Aquiro para entrar
luego en la Piazza Capranica. Tras
cruzarla, Sara giró a la izquierda, y nos internamos en la Vía degli Orfani.
–Este
es el camino más corto. No quiero que andes más de lo necesario. Ya me
entiendes…las cosas propias de tu edad… –bromeó.
–Adjudicado.
Vas a ser nombrada puñetera imperial.
–Eso
es todo un ascenso, he pasado de puñetera toledana a imperial. –Ella me sonrió
mientras soltaba mi mano para luego entrelazar sus dedos con los míos. La Tazza dóro se anunció al final de
aquella calle, en la esquina.
El
local estaba muy concurrido. Pensé que, dada su situación, tan cercana al
Panteón, uno de los lugares más visitados de Roma, quizá siempre estuviera así
de animado. Lo cierto es que, mientras Sara fue a la barra a pedir el café, yo
me hice con un pequeño banco para tomarlo siquiera sentados. Era el típico
local de tránsito.
–Está
claro. Prefiero el camarero desabrido del Trombetta
–Sara regresó recordando a nuestro antipático y admirado barman que tanta
gracia nos hacía, de la cafetería que frecuentábamos junto a Termini–. El que me ha servido ha sido
muy amable, pero nada entretenido en comparación. Eso sí, me ha decorado los
capuchinos como le pedí, con gran profesionalidad.
–¿Decorado?
–Espera.
No puedo con todo de una sola vez. No te muevas.
Ella
me dejó en la mano un plato con un lazo de crema partido en dos, que tenía una
pinta extraordinaria.
Capuchinos en la Tazza dóro, junto al Panteón. Roma.
–Hoy
toca capuchino. ¿Derecha o izquierda? –Sara me sonrió a su regreso. Yo posé el
plato con aquel pastelillo en el minúsculo taburete que teníamos al lado libre.
–Derecha.
–Sara rio al ver la cara que puse al ver que en lo alto de la espuma del café
el camarero había dibujado un osito.
–¿O
prefieres corazoncito? –comentó pícara guiñándome un ojo, y regalándome una de
aquellas expresiones coquetas que me hacían sentir absolutamente indefenso,
rendido y embrujado. Entonces, ella se sentó a mi lado y me besó en la
mejilla–.
–Me
gusta el osito. Son obras de arte –afirmé.
Instantes
después, una vez que nos habíamos beneficiado la deliciosa bollería y el
artístico capuchino, nos dispusimos a salir de la Tazza d’oro.
–Imagino
que tienes algún plan. Teniendo en cuenta que me organizas hasta los tiempos en
los que debo ir al baño –bromeé; regresaba de atender a su sugerencia de “acudir
al escusado” antes de abandonar el local–. Eso sí, he tenido un pequeño
incidente. Me he chocado con un tipo con malas pulgas cuando salía del
“escusado”, y él no se ha excusado precisamente. Ha dicho algo terminado en
…culo, que no me ha sonado muy bien
–¡Vaffanculo!
–Eso.
–Pues
te puedes imaginar. –Sara rio.
–Pues
que le perforen el sieso con
herramienta contundente por maleducado. Ha sido sin querer, y yo, sí que me he
disculpado.
–Pues
olvídalo… Había pensado en dedicar la tarde a los jesuitas, si te parece bien.
–Ella volvió a la planificación turística.
–Aquí
mandas tú, querida. Lo que te parezca a ti bien, a mí me encantará, seguro
–dije tomándola por el hombro y acercándola hacia mí. Luego nos dimos de la
mano, y seguimos adelante, dejando atrás enseguida la silueta del Panteón.
–Pues
vamos hacia Il Gesú. La iglesia jesuita del Santo Nombre de Jesús. La casa
madre de la orden.
–¿Qué
se conmemora hoy? –cambié de conversación bruscamente al pasar ante un local en
el que se emitían, en la televisión, los mismos actos que había visto en una
pantalla en la Galleria Alberto Sordi,
mientras me comía aquel delicioso bocadillo de prosciuto; lo que aquí llamamos jamón.
–Esta
semana se cumple un nuevo aniversario de la masacre de las Fosas Ardeatinas.
–Ya
entiendo.
–¿Quieres
que te cuente algo sobre ello?
–Refréscame
la memoria, querida –dije con elocuencia.
Mausoleo de la Fosas Ardeatinas. A las afueras de Roma.
–Qué
bobo –Sara entrelazó los dedos de su mano con los de la mía de nuevo–. El 23 de
marzo de 1944 unos partisanos englobados en el llamado GAP (Grupo de acción
patriótica) emboscaron al 3er batallón de policía alemana Bozen, que en su
mayor parte estaba compuesto por italianos germano-parlantes de la región de Bolzano;
Bozen es el nombre de la región en alemán.
–Sí,
sé algo de ello. El famoso atentado de Via
Rosella. ¿Nos queda cerca esa calle?
–Pasamos
justo al lado el otro día, pero no me acordé de decirte nada. Está frente del Palazzo Barberini, bajando la Vía de delle Quattro Fontane. La reacción
alemana a la treintena de muertos del ataque fue la ejecución, al día siguiente,
de diez italianos por cada militar muerto. La orden vino de Hitler, y la hizo cumplir Herbert Kappler, jefe de la Gestapo en
la ciudad. Los alemanes seleccionaron a 335 personas, sacadas principalmente de
las cárceles de la ciudad, formando un grupo de judíos, partisanos y acusados
de terrorismo en espera de juicio; también algunos civiles. Los ejecutores de
la orden fueron los SS, Erick Priebke y
Karl Hass. En resumen, llevaron a aquellos infelices a las Fosas
Ardeatinas, antigua mina, y de cinco en cinco, los ejecutaron de un tiro en la
nuca. Luego dinamitaron la entrada. Al acabar la guerra se reabrió el lugar y
se convirtió en Mausoleo. Esta semana habrá varios actos conmemorativos.
–Si
pasamos por la Vía Rosella otra vez,
y te acuerdas, me lo dices. –Sara asintió.
Me
fijé entonces que acabábamos de dejar atrás la Piazza della Minerva y el elefantito de Bernini, para adentrarnos,
según rezaba la placa de calle, en la Via
dei Cestari.
–Esta
calle es bastante curiosa. Aquí está la sede de la ORP la Opera Romana Pellegrinaggi, entidad que depende directamente del Cardenal
Vicario del Papa, y que se dedica a promover y organizar peregrinaciones a
lugares como Tierra santa, Fátima, Lourdes o la propia Ciudad eterna.
–O
sea, turismo religioso.
–No
exactamente. ¡Qué no te oigan! Son peregrinaciones, con apoyo logístico y
espiritual, con el fin de que la visita se convierta en una completa e
inolvidable experiencia cristiana.
–Retiro
lo de turismo, por si la curia se ofende –añadí con salero.
De Ritis. Comercio de ropa litúrgica en la Vía dei Cestari. Roma.
–Además,
en este pequeño tramo de calle, hay varias galerías de arte sacro y dos
originales tiendas, clásicas en roma. Esta primera es De Ritis y, un poco más adelante, está Ghezzi. De Ritis comercializa
indumentaria litúrgica, Ghezzi todo
lo relacionado con el culto, ropa, estatuas y exvotos, muebles, vidrieras,
mosaicos…etc.
Nos
detuvimos ante el escaparate de De Ritis.
Allí había vestimenta de todos los colores utilizados en el ritual católico, y
de los más variados diseños y ornamentaciones.
–Nunca
había visto una tienda como esta. Bueno…aquí debe de tener su mercado, claro.
–Cierto.
–Sara confirmó mi aserto mientras me cogía la mano derecha con ambas manos, y
hacía descansar su cabeza sobre mi hombro frente al escaparate.
–¿Sabes?
No te quedaría mal esa casulla azul. Me veo despojándote de ella sin que lleves
nada debajo y…
–Sacrílego
y cochino, buena mezcla. –Sara rio.
–Puedo
percibir como el azul que cubre tu cuerpo va dejando paso a tu atezada piel
desnuda, tersa y brillante, visión que acaba obnubilándome, paralizando mis
sentidos, sojuzgándome…
–Calla,
cencerro. –Sara me dio una colleja cariñosa.
–¿Crees
que tengo la mente sucia y calenturienta?
–No
lo creo, lo sé. Anda, vamos. Si es que te imaginas unas cosas que…
–¡Que
no lo pongan en el escaparate! Ahí está la ropa, y yo me paseo con la mejor de
las modelos. Tendré que probarte las prendas, aunque sea de forma figurada.
–No
sé qué habré visto yo en ti –comentó con graciosa resignación tirando de mí,
alejándome de aquel comercio–. Ni se te ocurra imaginarte nada cuando pasemos
ante la otra tienda. –Ambos reímos mientras dejábamos atrás la Via dei Cestari, y nos asomábamos a la Piazza Largo di Torre Argentina, en cuyo
centro se anunciaban unas ruinas romanas.
–Gran
espacio arqueológico –afirmé mientras nos asomábamos a aquel complejo.
Complejo arqueológico de Piazza Largo di Torre Argentina.
–Te
resumo un poco. Aquí están los restos de hasta 4 templos con más de dos mil años
de antigüedad, concretamente de época republicana, también los restos del teatro
de Pompeyo. En este lugar se produjo en hecho importante, el asesinato de Julio
César el 15 de marzo del 44 a.c.
–¿El
nombre tiene algo que ver con Argentina?
–Pues
no, más bien con Estrasburgo.
–Me
parece que te vas a tener que explicar, querida. –comenté cogiéndola por la
cintura con teatralidad.
–Veamos.
Finales del S. XV. Johannes Buckard
fue un alto prelado que llegó a ser maestro de ceremonias de hasta cinco
Pontífices. Era de Estrasburgo, en latín, Argentoratum,
y se hizo un Palacio, el llamado Palazzo del Bucardo (italianizaron el apellido
del prelado alsaciano para dar nombre al edificio), un poco más allá, en la Via del Sudario, con una torre que es la
que dio el nombre a la plaza.
–Entonces
no es aquella del fondo. –Señalé una construcción situada al otro lado de la
plaza.
–No.
La de la Casa del Bucardo fue casi toda demolida en el s. XIX. Esa es la Torre del Pappito, curioso nombre que no
se sabe bien si lo toma del antipapa del s. XII Anacleto II Pierleoni que era muy bajo, apodado Pappeto, o porque
fue construida por la familia Papareschi,
en el s. XIV.
Dimos
la vuelta al complejo arqueológico mientras Sara me iba contando más curiosidades
de los alrededores.
–Hay
muchos gatos –comenté.
–Sí,
hay una asociación que los alimenta y los cuida. Incluso creo que organizan
visitas guiadas de las ruinas, en las que piden la voluntad a beneficio del
refugio de los gatos.
–Curioso
–concluí, pensativo.
–Bueno,
vamos a Il Gesu. Está un poco más adelante.
Eran
poco más de las cuatro de la tarde cuando, paseando de la mano, nos plantamos
ante la espléndida fachada de la iglesia madre de los jesuitas.
–Ahora
puede que no destaque mucho, pero, en su día, fue toda una novedad –dijo Sara.
–Explíquese,
bella cicerone –le animé tomándola de nuevo por la cintura.
Soberbia imagen de la fachada de Il Gesú.
–Verás.
San Ignacio de Loyola decidió instalar en Roma, en 1538, la casa madre de la
Compañía de Jesús que había fundado poco antes. Él, y sus compañeros eligieron
este lugar dónde se hallaba una pequeña iglesia bajo la advocación de la Madonna della Strada. Por un lado, esta
zona era ideal para la predicación, lugar de paso de pobres y peregrinos, cercano
al gueto judío y, además, estaba al lado de los centros del poder eclesial, con
la residencia Papal del Palazzo Venecia
de la Plaza de San Marcos, y político, con la proximidad del Capitolio. La
labor decidida de predicación de la fe que hicieron los jesuitas les convirtió
en el principal brazo ejecutor de la Contrarreforma, nacida del Concilio de
Trento entre 1545-1563, para combatir la Reforma protestante de Lutero. No obstante,
San Ignacio, por diversas vicisitudes, no pudo ver la iglesia, siquiera
comenzada. Fue en 1568 cuando el ímpetu y el dinero del Cardenal Alejandro Farnese pusieron en marcha las obras del nuevo
templo. Y lo hizo imponiendo a su arquitecto personal Jacopo Barozzi, Il Vignola. El Gran
Cardenal, así se le apodaba, tenía un carácter expeditivo y, descontento
con el proyecto para la fachada de Il Vignola,
no dudó en apartarle de su ejecución para encargársela a Giacomo della Porta, discípulo del anterior, que presentó un diseño
muy atractivo y novedoso. Ese es el que ves.
–Interesante,
siga instruyendo a este humilde e indocto mortal –afirmé ampuloso.
–Pero
que payasete eres.
–Albardán,
prefiero que me llames albardán –comenté con pedantería.
–De
nuevo el escritor cargante… ¿Qué es eso de albardán?
–Bufón.
–Te
va que ni pintado. En fin…Vamos con la fachada –Sara continuó con simulada
resignación. Indudablemente le divertían mis tonterías–. Giacomo della Porta rompió con muchas normas en su ejecución. Por
ejemplo, prescindió del nártex, y dinamizó su aspecto, adornándola con una
sucesión de dobles pilastras corintias que recorren la fachada, salvo en el
centro, en el que alternó una pilastra con la columna que flanquea la puerta
central. También innovó con el doble frontón, el triangular dentro del
semicircular. En la parte de arriba, en menor tamaño, duplica el esquema
inferior con las columnas flanqueando el vano. Remató el templo con ese gran
frontón, y enlazó los pisos con esas enormes volutas que, a partir de ese
momento, serán imitadas en todo el mundo. El mecenas de la obra se hace
presente en la inscripción del friso del entablamento, y en el escudo de la
parte superior que, aunque de menor tamaño, se sitúa por encima del emblema de
la Compañía de Jesús, que está sobre la puerta, con las letras IHS, Iesus,
Hominum Salvator; Jesús, Salvador de los hombres. Flanqueando la entrada, en
esas dos hornacinas, se sitúan las estatuas de San Ignacio y San Francisco Javier,
y aparecen representadas pisando a sendas figuras desnudas, alegorías del error
y la ignorancia. ¿Entramos?
–Te
sigo.
Sara
me volvió a coger de la mano y me llevó al interior del templo. Durante breves
instantes, mientras traspasábamos el umbral de la puerta y accedíamos a la gran
nave central, pensé de nuevo en lo afortunado que era al tenerla al lado
dándome todas aquellas explicaciones. Ante la espectacular visión del barroco
en su máximo esplendor de la decoración de aquel espacio exclamé:
–¡Barroquízame,
princesa mía!
–Serás
boberas –concluyó sonriéndome, volviéndome a mirar de aquella forma que me
desarmaba, dejando descansar con intencionada inocencia sobre mi rostro,
aquella mirada de niña mimosa y desamparada que me hacía sentir su protector,
su salvador; algo que me sacó una nueva sonrisa por ser una palabra capital en
la divisa jesuítica.