domingo, 12 de mayo de 2019

PASEOS CON SARA. JUNTO AL PULCINO DELLA MINERVA CON BEA.


       Fachada de Santa María Sopra Minerva. Roma
      Durante unos minutos más, estuve paseando alrededor de la Piazza de la Rotonda. Eran casi las once de la mañana, el día era soleado, la temperatura primaveral, y la zona iba adquiriendo el bullicio habitual de uno de los centros neurálgicos de la Roma turística. Siguiendo las indicaciones de Sara, me dirigí hacia la cercana iglesia de Santa María Sopra Minerva que ya había visto el primer día de nuestra estancia en la ciudad, aunque fuera de pasada, mientras ella acudía a la inauguración de su Congreso de historia.
        Cómo ya conocía el camino, era difícil perderse si el templo estaba en la plaza de al lado, inicié la marcha pasando por el lateral del Panteón, admirando sus potentes muros, los grandes arcos de descarga embebidos en la construcción y, en la parte trasera, los pocos restos del Templo de Neptuno, que Sara me había indicado en el audio, construido también por Agripa tras la Victoria de Actium, famosa batalla naval en la que se pasó por la piedra a la flota egipcio-romana de Cleopatra y Marco Antonio.
        El caso es que, distraído en aquel paseo y deleitándome en la contemplación de los exteriores del Panteón, me entró un repentino y agudo vértigo al comparar, instintivamente, a Cleopatra con Sara, y a Marco Antonio conmigo. Por un pequeño agujero que mi mente (bien entrenada por esa afición que tengo a imaginarme personas y situaciones, y escribirlas) abrió en el tiempo, pude ver a Cleopatra bañándose por última vez en leche de burra mientras intentaba consolar a su amado Marco Antonio que bebía una copa de vino especiado detrás de otra, ayudándose a adquirir el valor necesario para dejarse morder por un áspid, y abandonar así este mundo con cierta compostura, antes de que las tropas de Octavio Augusto le rebanaran el pescuezo para más gloria del Imperio, pensando con cierta amargura que quizá nunca hubiera tenido que poner su romano pie en Egipto, maldiciendo quizá el día en que conoció a aquella mujer; compañía extremadamente placentera, supuse, pero que, en el fondo le iba a costar el pellejo. Luego pensé en mí, en los extraños meses que había vivido desde que había conocido a Sara; extraños para lo que había sido mi vida hasta aquel momento, claro. No pensaba que Sara fuera como Cleopatra, pero he de decir que algunos de sus aspectos me la recordaban, no lo de la leche de burra, afortunadamente se duchaba con agua, geles y jabones, y no desprendía ningún aroma ácido y lácteo, a lo sumo olía ligeramente a azahar o lavanda, pero sí comprendí, o quise comprender, lo que debió de sentir el probo Marco Antonio; como había caído en el abismo de su mirada, de la insoportable belleza de sus ojos, como se turbaba en su presencia y era seducido por su atractivo maduro y sensual, como vivía fascinado por su inteligencia y se electrizaba con el aroma de su piel, ni que decir tiene con su contacto.
Tannhäuser en el Venusberg. Sugerente y bella obra de John Collier.
Por unos instantes me sentí muy agobiado, atrapado, superado por los acontecimientos. Predispuesto a divagar, me vi como Tannhäuser descubriendo el Monte de Venus (Venusberg), disfrutando de los placeres de la diosa. ¿Me llegaría el momento del remordimiento como al protagonista de la leyenda? ¿El destino me habría guardado la cruel sorpresa de haberme traído a Roma para arrepentirme de mis libidinosos actos, para solicitar el perdón Papal, como Tannhäuser? ¿Me sería negado ese perdón y desaparecería para siempre en el interior del Venusberg? ¿Se convertiría Sara en mi Lilith particular? ¿Aquella lilith hebrea que fuera la primera esposa de Adán y que le abandonaría, saliendo del Edén con sus hijos, instalándose en el Mar Rojo para ayuntarse con fruición con el mismísimo Lucifer, y que luego, como un súcubo pecaminoso se dedicaría a engendrar hijos con el semen que derraman los hombres involuntariamente mientras duermen? Lo cierto es que, deseaba volver a estrechar a Sara entre mis brazos, como Marco Antonio a Cleopatra, como Tannhäuser a Venus, incluso como Adán a Lilith, a pesar del peligro. Deseaba volver a verla, a beber de sus labios y vivir del maná de sus besos…
Lilith. Precioso cuadro de John Collier.
Aquello no tenía buena pinta. Aquello no era apto para diabéticos… Me sentía pegajoso, meloso, melifluo, ñoño hasta la arcada…Tanta dulzura no podía ser buena. Estaba enamorado hasta las trancas y, en mi soledad, me veía como un pelele ridículo. Hacía tiempo que no experimentaba esa dependencia y, por momentos, me exasperaba haber perdido el control sobre mis sentimientos.
Empalagado por mis pensamientos, enfadado conmigo mismo, recobre la cordura aferrándome a la realidad de mi planeada jornada turística llegado ya a la contigua Piazza della Minerva. Acercándome al famoso elefantito de Bernini, con el obelisco en lo alto, activé un nuevo audio. La voz de Sara cautivadora, agradable y sensual, que me iba a parecer a mí, me acompañaba de nuevo.
        –Estás ante el famoso “polluelo de Minerva”, también conocido como el “pulcino della Minerva” o cerdito de Minerva. Este gracioso elefantito, rechoncho y sufrido por el peso que carga, es diseño de Bernini. El obelisco egipcio que está encima estaba en el templo de Isis, aquí cerca, junto al que has visto en la Fontana de la Rotonda, y tiene más de 2500 años.
Pulcino della Minerva, diseño de Bernini, y obelisco, en la Piazza della Minerva.
        Atendiendo a sus explicaciones, dando vuelta al monumento que presidía la plaza, contemplando el elefantito y el pedestal sobre el que estaba erigido, mis ojos y mi cerebro se detuvieron unos instantes; sufrieron una especie de espasmo que me obligó a parpadear repetidas veces, hasta recobrar la normalidad. ¡Aquello no podía estar ocurriendo! No podía haber unos zapatos iguales a los que conservaba en mi memoria desde hacía unos meses, unos zapatos que imitaban la moteada piel de Leopardo rematados con un gracioso lacito rojo.
        –¿Bea? ¿Qué haces aquí? –pregunté a pesar de ser la más absurda de las obviedades. Que iba a hacer aquella mujer en Roma, más que turismo.
        –Luis, ¡que sorpresa! –Bea me obsequió con una mirada cálida, y con una espléndida y amplia sonrisa. Su pelo corto y oscuro era el perfecto marco para un rostro agradable, delicado y ebúrneo, de ojos arrebatadores, de perenne alegría y optimismo en su expresión, que emanaba lozanía, frescor y  encanto, quizá herencia de la tradición heladera familiar. 
Bea se acercó y me dio dos besos.
        –Cuando he visto los zapatos no me lo podía creer. ¡Alguien en Roma calzando algo similar, imposible!
        –Vaya manía que tienes a mis preciosos y originales “adornapieses”. –Ella rio.
        –Pero, dime. ¿La familia?
        –Acabamos de llegar. Tengo a mi marido y los niños instalándose en el apartamento que hemos alquilado aquí a la vuelta, en la Vía Santa Caterina di Siena. He bajado a por la primera compra, lo básico. No he visto mucho comercio, y me he acercado a la plaza. El elefante es gracioso –matizó.
        –Muy mono.
        –¿Y tú? ¿Qué…? Cuentan las malas lenguas que andas enamoriscado, no se te ve el pelo. Bueno… tampoco es que tengas mucho. –Bea rio de nuevo.
        –El mundo está lleno de puñeteras… –dije resignado, refiriéndome a Sara y a ella, por supuesto
        –Te estás poniendo colorado. Cuéntame… ¿cuándo me vas a presentar a Sara?
        –Las malas noticias vuelas –comenté divertido y conformista–. Ya sabes hasta su nombre.
        –Bueno…se te echa de menos y preguntamos cuando vamos a la oficina. No se sabe mucho de ti, pero acudiendo a la persona adecuada, alguna información saco –Bea me guiñó–. Alguien me dijo que habías pedido una excedencia para escribir. A mí me sonó algo raro y, ya sabes, toda mujer tiene buenas fuentes de información. Pensé que debía de haber algo más detrás de tu decisión.
        –Bueno… he de ocuparme de un pequeño negocio de turismo rural que regento, y de ella. Y también escribo, eso sí que es cierto. Además, ahora tengo una crítica profesional en casa, Sara es una magnífica correctora de textos. Era el momento de dar un paso hacia delante, de “echar por la calle del medio”, de pasar página, y dejar todo lo que rodeaba a mi antiguo trabajo; aquello me estaba consumiendo anímicamente, era un pozo negro de pérdida de tiempo en un ambiente irrespirable. Espero no tener que volver jamás –me sinceré.
        –Lo siento por tu querido amigo y mi fuente de información. Lo has dejado sólo. Pero… ¿Dónde está ella? ¿Dónde la escondes? –Bea me sonrió pícara.
        –Hemos venido juntos, claro. Ella tiene un congreso de Historia Medieval en la Universidad de la Sapienza. Yo hago turismo. Solo, pero con ella, por las mañanas, y con ella por la tarde.
        –¿Y eso? No te entiendo.
        –¡Manda narices, Bea! Me graba hasta los audios para hacer las visitas. A veces, incluso hago el ademán de darle la mano y todo, como si me acompañara.
        –¡Qué grande la muchacha!  –Bea rio–. Creo que me encantará conocerla. Tiene que tener poderes mágicos o ser una auténtica diosa. –Ella soltó una monumental carcajada.
        –¡Beatriz! –exclamé serio, aunque mi expresión corporal y mi rostro debieron sugerir lo contrario–.
        –No sabes cuánto me alegro de verte así.
        –¿Cómo? ¿Vestido casi como un guiri en Benidorm?
        –No seas tontaina. Feliz, se te ve feliz –Bea me golpeó el hombro cariñosamente.
        –¡Vaya! Sara también me pega en el hombro. –Ambos reímos.
        –Bueno…que ya me estarán echando de menos. Te dejo que sigas con tus “audios”.
        –Me ha encantado verte. No puedo decir lo mismo de tus zapatos.
        –Eres un diablo calvo y encantador, pero diablo, eso sí. –Bea me sonrió, y se despidió dándome un abrazo.
        –Llámame Luzbel, querida –comenté saleroso y pomposo.
–Veo que sigues con tus palabrejas.
–Eso ya es de serie. Recuerda…escribo. En fin, da recuerdos a la tropa.
        –De tu parte. Y di a Sara que tengo ganas de conocerla. Estamos en contacto. Si tenéis un hueco en vuestra apretada agenda turístico-amorosa –Bea volvió a reír–, nos dais “un toque”, tomamos un café, y nos la presentas.
        –Bea…
        –Dime. Te estás poniendo colorado otra vez. ¿Qué pasa?
        –Sara es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es un bombón, una bomba…un… Pero a veces siento vértigo, me siento inseguro, sobrepasado por lo rápido que ha ido todo entre nosotros –Me había puesto serio, no así mi interlocutora que rompió a reír de nuevo.
        –Eso es normal. No tienes que dar tantas vueltas a las cosas. Déjalas fluir, que sucedan… Mira…yo siempre recuerdo una frase que me dijo una amiga y que es de Tristan Bernard, “los amores son como las setas, que no sabe uno si son venenosas hasta que ya las ha comido y es demasiado tarde. La vida es eso, riesgo, pero hay que apostar por vivir. Y si te equivocas…a otra cosa mariposa. Ahora mismo, yo te veo genial y me alegro, de veras. Así que disfruta del momento.
        Carpe diem –añadí confortado por las sabias, directas y sinceras palabras de Bea.
        –Lo dicho, Luis, si quieres nos llamas –Bea me obsequió, de nuevo, con una generosa sonrisa, y también con un guiño. Luego se alejó riéndose, seguramente sorprendida por mi actitud.
Durante unos instantes me quedé pensativo junto al elefantito de Bernini. Luego me dispuse a seguir escuchando los audios de Sara, aunque me sacó una sonrisa recordar la sorpresa que me había causado ver aquellos zapatos en Roma.
–Y ahora vamos con la fachada y la historia del templo. Ya desde el s. VIII aquí había una capilla sobre unas ruinas romanas que se decía que correspondían al antiguo templo de Minerva; algo que luego se descubrió que no era verdad, porque están a un centenar de metros. Lo cierto es que la capilla recibió el nombre de Santa María Sopra Minerva. Ya en el S. XIII, el Papa cedió los terrenos a la recién creada orden dominica en un lugar donde se situaba un convento femenino. Minerva era la diosa de la sabiduría y la inteligencia en la antigua Roma, la Atenea griega, y también podía ser una diosa con malas pulgas si las circunstancias lo requerían, por eso se la representaba con yelmo, escudo y lanza. Lo curioso del tema es que los dominicos se convirtieron un poco en la “Minerva de Occidente”. Fueron clérigos muy preparados, doctos y defensores a ultranza de la fe católica. Durante siglos, sus hábitos blancos y sus capas negras vagaron por toda Europa propagando la verdadera fe en Cristo, vigilantes de su ortodoxia ante la proliferación de la herejía. No todo fueron luces, su gran preparación jurídica y eclesiástica hizo que muchos presidieran los temibles tribunales de la inquisición –Sara interrumpió brevemente su narración–. Me centraré en el templo porque me estoy enrollando malamente, querido –Ella rio–. La construcción de la iglesia comenzó hacia 1280 y lo hizo en un momento de grave crisis en la ciudad, con continuas luchas entre nobles, despoblación …etc; un periodo claro de decadencia. Esta inseguridad, entre otras cosas, provocó el traslado del papado a Avignon veinticinco años después, agravándose por tanto la situación de abandono de Roma. A pesar de ello los dominicos siguieron construyendo poco a poco, y culminaron la única iglesia de aspecto gótico de la urbe. La llegada de los nuevos aires renacentistas coincidirá con la finalización de las obras y con el regreso de los papas, luego tiene aportes renacentistas en su fachada y barrocos en la decoración del interior –Sara pausó su explicación unos instantes–. La fachada es del S. XV. Las pilastras, levemente esbozadas, anuncian la distribución del templo en tres naves. La decoración renacentista se hace presente en el tímpano triangular sobre el dintel central y los semicirculares a los lados decorados con frescos. En el lado derecho de la fachada veras unos mármoles que indican hasta donde llegaron las crecidas del Tiber entre los siglos XVI y XIX; estamos en la zona más baja de la ciudad y era azotada con frecuencia por esas catástrofes. Ahora pasemos al colorido interior.
Siguiendo las instrucciones de Sara, me dirigí hacia las grandes puertas de bronce que al parecer eran del s. XV. En mi mente resonaban sus palabras aludiendo al colorido del interior y pensé, con sorna, que, después de ver los zapatos de Bea, a lo mejor, mis ojos, deslumbrados por la contemplación de aquel calzado tan vistoso, no serían capaces de apreciar en toda su magnitud la diversidad de tonalidades que me anunciaba mi amada Cicerone. Divertido, me dije que lo intentaría al menos. Reconfortado mi ánimo por mi breve encuentro con Bea, me dispuse a traspasar el umbral de la puerta principal de Santa María Sopra Minerva.

1 comentario:

  1. Me ha encantado este capítulo tan real e inteligente que solo algunas personas podemos entender.👍🤗🤗🤗

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