San Carlo a la Quattre Fontane. San Carlino.
Hace un par de semanas dejé la narración de mis
peripecias con Sara en Roma en un momento íntimo. No quiero daros detalles
porque no sería propio de un caballero; creo que podréis comprenderlo. Lo
cierto es que después de aquella placentera batalla campal en la que fui
derrotado, pero con honor, fue inevitable echar una cabezada, aunque me fuera
difícil en un primer momento, dado que mi victoriosa Venus yacía bella y
desnuda bajo las sábanas, recostada sobre mi pecho de fornido Marte, también sin
ropa, como podréis aventurar. Lo curioso del tema es que, en aquella envidiable
circunstancia, me dio por pensar en la contradicción que suponía que la Diosa
del Amor, Venus, hubiera vencido al todopoderoso Dios de la guerra, Marte.
Quizá fuera cuestión de edad, de preparación, de decisión, o quizá que el
terreno elegido para el enfrentamiento no había sido el adecuado para una
deidad tan batalladora. Atrapado en aquella pequeña insania de extraños
pensamientos, finalmente me quedé dormido.
Sara
enseguida se despertó, y yo con ella. En un principio, le hice una serie de carantoñas
que casi acaban en una nueva batalla campal, esta vez en la ducha. Menos mal
que el criterio de mi Diosa particular del amor se impuso y acabamos aseándonos
por riguroso turno, mi Venus primero, por eso de que su Marte estaba imbuido
del espíritu caballeresco. Cuando yo salí de la ducha, ella ya estaba preparada
para iniciar una nueva tarde turística, y daba cuenta con apetito, del olvidado
y frío bocadillo de Salchiccia del Mr Panino. Hice lo mismo en cuanto me vestí
y, ambos, manteniendo la cordura, dejamos las Peroni a buen recaudo en el Minibar. En un santiamén, ya estábamos
tomando un ristreto en nuestro lugar
habitual, la cafetería Trombetta, de
nuevo sorprendidos por las desabridas evoluciones de aquel camarero peculiar.
Pero no
nos podíamos entretener, eso es lo que decía mi preciosa guía. Íbamos a ver un
par de monumentos que cerraban a media tarde. Así que nos pusimos en camino
enseguida, cruzamos la Piazza del Cinquecento, dejamos a un lado el Palacio Máximo
Alle Terme, una de las sedes del Museo Nacional Romano, donde Sara prometió
llevarme otro día, y nos adentramos en la Via Viminale para desembocar en la
Plaza del mismo nombre. Allí tomamos la Vía Agostino Depetris en dirección al lugar
que Sara había decidido para esa tarde; en un principio, el cruce de las cuatro
fuentes, así lo denominó ella.
–Pues
hemos llegado, mi querido Marte derrotado –Sara ironizó, aunque yo la había
dado pie a ello, durante el trayecto había bromeado con aquellos pensamientos
que me habían surgido sobre la supuesta batalla mitológica disputada en la
intimidad de la habitación del Venetia Palace.
–Pues
comienza el trabajo de la victoriosa Venus, me temo –contesté con donaire.
–Verás.
Este es el famoso cruce de las cuatro fuentes, resultante de la intersección
del Vial della Quattre Fontane y el Vial del Quirinale que se prolonga en la
Via Venti Settembre.
–Y por lo
que veo y, dada mi enorme intuición, el nombre se debe a las cuatro fuentes que
ocupan los cuatro chaflanes de los edificios situados en el cruce –apunté con
salero.
Las cuatro fuentes. Tiber y Arno
Las cuatro Fuentes. Juno y Diana
–Exacto,
veo que la batalla no ha afectado a la perspicacia de mi querido Marte –Sara me
pellizcó cariñosamente en la cadera y rio. Luego se agarró a mi brazo y me
llevó al otro lado de la calle, donde ella quería comenzar su explicación–. Las
cuatro fuentes representan a dos hombres con barba que son la personificación
de dos ríos, el Tiber y el Arno, identificados con Roma y Florencia, y dos Diosas,
Diana y Juno, que simbolizan la lealtad y la fortaleza, respectivamente. Estamos
junto a la fuente de Juno, Diana está a nuestra izquierda, en diagonal, el Arno
y, enfrente, el barbudo Tíber acompañado por Luperca, la loba que amamantó a Rómulo y Remo, según la leyenda de
los orígenes de Roma. Son fuentes renacentistas encargadas por Sixto V.
–Vaya
tipo, no paraba. Se va a quedar con eso del hiperactivo Sixto V. Aunque por lo
que me dijiste, algo insoportable.
–Puede que tres de las
fuentes fueran proyectadas por el sufrido Doménico Fontana, su arquitecto de
cabecera. Son Juno, Tíber y Arno. Diana puede que sea diseño de Pietro da
Cortona. Pero yo te he traído a esta zona por otra cosa. Mira…estamos en la vía
del Quirinale. En su día, el palacio que está al final de la calle fue
propiedad del Papa; ahora es la sede del Presidente de la República italiana. Vamos
a fijarnos, desde aquí, en las estudiadas vistas de los cuatro lados desde el
cruce. Enfrente, al fondo, está el obelisco de Santa Maria la Mayor; detrás
nuestro, el de Trinitá dei Monti, en la parte de arriba de la escalinata de la
Piazza Di Spagna, donde pretendo llevarte a pasear al final de la tarde. A
nuestra derecha está el obelisco del Quirinale y, a la izquierda, la Porta Pía
que te enseñé esta mañana diseñada por Miguel Ángel.
–Pues sí
que es un cruce interesante –afirmé.
–Sobre
todo porque, además, aquí está situada una de las iglesias más bellas de Roma.
Verás… en esta calle se escenifica el enfrentamiento personal y artístico más importante
del barroco italiano; Borrromini, frente a Bernini.
–No me
hables de enfrentamientos que aún tengo en mente el humillante armisticio de hace
un par de horas –bromeé pomposo.
–Pues ya
puedes ir preparándote para el siguiente. La paz y las treguas no son eternas y
no me gusta abusar, prefiero enemigos bien pertrechados, nada de deidades
débiles o viejunas –Sara rio y volvió a su relato–. Venga, en serio. Francesco
Borromini fue un personaje atormentado, y este fue el primer encargo que
recibió y en el que pudo desarrollar todo su genio; antes había trabajado para otros
artistas como su pariente Carlo Maderno, o su archienemigo Bernini. En este
solar estaban instalados, desde principios del S. XVII, los Trinitarios. Estos austeros
monjes españoles dieron su confianza a Borromini, quizá ayudados por su escasez
de fondos –Sara puso una expresión de resignación al pronunciar estas
palabras–, y le encargaron la edificación de un complejo monacal o conventual,
como quieras llamarlo, con la Iglesia, y todo lo que rodea a un monasterio, el claustro,
biblioteca, refectorio, celdas, incluso una cripta, en un solar muy pequeño. Así
que Borromini su puso manos a la obra en 1634, y diseñó esta maravilla
caracterizada por la escasez de espacio y el bajo presupuesto, que obligó a que
la decoración fuera a base de ladrillo enlucido y estucos. Borromini no cobró
por su trabajo, es más, buscó benefactores que lo financiaran para ayudar a los
Trinitarios. A cambio, pudo dar rienda suelta en este proyecto a su enorme
talento artístico sin ninguna cortapisa. En cuanto a la fachada, no hay más que
observarla. Es todo movimiento, se presenta dividida en dos partes en la línea
horizontal y tres en la vertical, y Borromini tuvo que integrar, en su diseño,
la existente fuente del Tíber. El gran entablamento con la balaustrada divide
la fachada en dos en el plano horizontal, ambas partes adornadas por columnas
corintias que dividen a su vez, en tres espacios, el plano vertical. Las
hornacinas que se integran en estos espacios también están flanqueadas por columnas
corintias. En la Parte de abajo, sobre la puerta, entre querubines, está San
Carlos Borromeo, titular del templo, flanqueado por San Juan de Mata y San
Felix de Valois, fundadores de la Orden Trinitaria que, en un principio, allá
por el S. XIII, se dedicaba al rescate de cautivos cristianos en tierras
musulmanas. Arriba, en ese enorme óvalo sostenido por Ángeles, hubo en su día
un fresco sobre la Trinidad. A ambos lados de él está representado el emblema
trinitario; la cruz griega con el aspa vertical en azul, y la horizontal en
rojo. Verás que este símbolo es el que predomina en toda la decoración del complejo.
–Lo del color hay que
imaginárselo. Y…un lavado de cara le haría falta a la “casa”, ¿no crees?
–inquirí ironizando, observando la suciedad que oscurecía, de forma ostensible,
algunos tramos de la fachada, impidiendo admirar todos sus detalles.
–Su situación no ayuda a que
se mantenga inmaculada precisamente. Hay mucho tráfico y las calles no son muy
anchas. Sí, la piedra está sucia, ganaría mucho con una exhaustiva limpieza. La
portada, aunque fue proyectada por Borromini, fue terminada por su sobrino,
Bernardo Castelli, que aportó algunos cambios e hizo el Campanile del lateral.
–Aun así,
me parece una obra de arte espectacular. Esa sucesión de líneas convexas y
cóncavas le otorgan el movimiento y la teatralidad propia del barroco. Me llama
también la atención, la solidez y el equilibrio que le aportan las columnas
corintias, el entablamento y la balaustrada… Me encanta –apunté con cierta
erudición.
–Buena
interpretación. Pienso lo mismo, pero he de confesar que yo no soy imparcial
analizando a Borromini. Tengo una debilidad especial por su obra y por esta
iglesia en particular. Cuando veamos a fondo la Piazza Navona, te enseñaré
Santa Agnese en Agone, otra obra genial del mismo autor.
–Recuerdo
que el día que estuvimos en San Luis de los Franceses me dijiste que lo
dejábamos pendiente; cuando íbamos a comer el helado en las callejuelas tras
esa iglesia.
–Buena
memoria. Veo que, a tu edad, el Alzeimer no ha hecho de las suyas todavía –Sara
bromeó de nuevo, me cogió de la mano y, juntos, accedimos al interior.
Interior de San Carlino.
Al entrar
en aquel espacio, me sentí aún más impresionado, sabiendo que los materiales
eran modestos. El blanco de las paredes y la decoración de estucos se veían
acentuados por la luz primaveral que entraba desde lo alto. Las enormes
columnas corintias invitaban a mirar hacia arriba, donde la sucesión de líneas
curvas, de lunetos y pechinas orientaban la contemplación hacia la pequeña y
espléndida cúpula ovalada.
–Simplemente,
es un edificio único. En general es de esos lugares donde la decoración o las
capillas me dicen poco en comparación con la arquitectura. En el altar mayor se
representa a los mismos Santos Trinitarios de la fachada y, en los laterales, a
otros Santos de la misma orden. Lo importante es que el templo es tan diferente
que me emociono cada vez que entro aquí. Hay tal cúmulo de soluciones
arquitectónicas originales que no me canso de buscar alguna que se me haya
escapado, siempre veo detalles nuevos en los que no me había fijado antes. El
templo se sustenta en cuatro grupos de columnas corintias en cada lado, y los
intercolumnios se adornan con la cruz trinitaria y hornacinas, algunas
rematadas con arcos trilobulados. Luego, las lunetas y pechinas con los
casetones con florones nos llevan irremediablemente a la soberbia y, única en
su género, cúpula oval, en la que se mezclan hexágonos, octógonos y la cruz
trinitaria; fíjate que, a medida que se acercan al centro, estos ornamentos van
disminuyendo de tamaño lo que produce la ilusión de mayor profundidad, de mayor
altura. La luz entra por unos tragaluces situados en el tambor de la cúpula
acentuando la sensación de lejanía. Es algo asombroso.
Espectacular bóveda de San Carlino
A medida
que Sara me iba explicando la soberbia arquitectura de la iglesia, iba
comprendiendo el genio del artista. Nunca había visto algo igual. Era de una
originalidad y genialidad que no tenía parangón.
–Me
parece que me voy a hacer fans de Borromini también. Esta iglesia me parece
coqueta, distinta, llena de dinamismo. Parece que se mueve horizontal y
verticalmente, y para rematarla ideó todos elementos constructivos que
desembocan en esa cúpula que no me canso de observar.
–Pues
vamos a claustro. Ya verás que monada de lugar. Y mira algo hacia abajo no te
partas la crisma. Quiero e mi guerrero en plena forma para sucesivos
enfrentamientos –Sara me guiñó con ese gesto de picardía y cariño con el que
ella me mostraba sus sentimientos. O quizá era yo el que interpretaba así sus
miradas y ademanes, totalmente cautivado por su sabiduría y buen hacer en
cuanto a guía y, como no, recordando de nuevo, con ardor, nuestro encuentro del
mediodía.
Seguí a
Sara sin dejar de mirar a mi alrededor, y sobre todo hacia arriba. De hecho, me
tropecé con un banco por ello con el consiguiente estruendo propio de un lugar
casi vacío a aquellas horas, acompañado de la mirada reprobadora de mi cicerone
en la que se leía un claro: “Pero pedazo de acémila, que te acabo de avisar”.
Luego, nos acercamos al claustro.
Claustro de San Carlino.
–No
tienes más que asomarte. Es una construcción singular para un espacio diminuto.
Lo diseñó de planta rectangular y de dos pisos separados por una bella
balaustra. Borromini dotó al sitio de una amplitud que no tiene, a base de
separar las columnas irregularmente, y de utilizar las líneas curvas, cóncavas
y convexas, mezclándolas con trazados rectilíneos con gran dosis de imaginación
e innovación.
Cripta de San Carlino.
Acabamos
nuestra visita a San Carlino, así llamaban cariñosamente a ese pequeño recinto,
bajando a la Cripta, que reproducía en menor tamaño la planta de la Iglesia.
Sara me comentó que Borromini tenía un nicho allí para ser enterrado, pero que,
finalmente, decidió que lo sepultaran en la Iglesia de San Juan de los
Florentinos, cerca de la que vivía. Salimos de la cripta y volvimos a pasar por
el coqueto e interesante claustro, y por la llamatiba iglesia. Allí
permanecimos un buen rato hablando sobre las soluciones arquitectónicas que
Borromini había ido ideado para edificar aquel señero y asombroso templo.
Luego, salimos para admirar de nuevo la fachada.
–Bueno…Vamos
que nos cierran –me apremió Sara–.
–¿Destino?
–inquirí.
–Via del
Quirinale, hacia el obelisco. Antes de llegar, en la acera de la izquierda
pasaremos por el Jardín de Santa Andrea al Quirinale con el monumento conmemorativo
del bicentenario de la creación de los Carabinieri
y, junto a él, entraremos en la Iglesia de Sant’Andrea al Quirinale, obra maestra
de Ioannes Laurentius Bernini –concretó mi consejera artística privada y docta
en la materia.
–Para los
amigos, Juan Lorenzo Bernini, el enemigo del genio que hemos dejado atrás. La
batalla está servida –comenté haciendo referencia a la comparación de estilos y
calidades que a buen seguro me iba a plantear Sara. Y, pensando en batallas
otra vez, me sorprendí divertido rememorando aquel extraordinario mediodía, convencido
de que no tenía ninguna posibilidad de vencer a mi bella Diosa en sucesivos
enfrentamientos. Mi Venus particular había mostrado suficientes virtudes en aquellas
lides como para perder toda esperanza en la victoria.
–Llevas
un rato callado, ¿te he aburrido? –añadió Sara mientras nos acercábamos a la
obra maestra de Bernini, soltaba mi mano y se detenía ante mí.
–Me
resulta imposible aburrirme contigo. Me ha encantado San Carlino y las
explicaciones. Estaba pensando en la originalidad de Borromini. Ya puede ser
bonita la iglesia de Bernini para superarlo –mentí como un bellaco.
–Ya. Y yo
me lo tengo que creer –contestó Sara insinuante mientras se ponía de puntillas,
me rodeaba con sus brazos y me besaba.
–No ha
colado, ¿verdad? Sí…, reconozco que mi “inconsciente” –bromeé confundiendo
deliberadamente el vocablo inconsciente con subconsciente–, vuela hacia la
habitación del hotel cada poco. Puede que siga en una especie de estado
cataléptico. –Sara rio.
–Es que… ¿no
fue la derrota lo suficientemente contundente? –Sara volvió a flirtear conmigo, a
insinuarse con esa mirada pícara de niña necesitada de amparo que sabía
dedicarme y, a besarme.
–Hay
derrotas… y derrotas. Hay derrotas amargas, derrotas dulces, derrotas
humillantes… En fin, que me estoy liando y total, solo para decirte que lo que deseo
es que me derrotes a todas horas –Sara soltó una carcajada y me volvió a besar.
–Vamos, dulce tontorrón.
Habrá tiempo para eso más tarde –concluyó
sugerente, cogiéndome firmemente de la mano, llevándome hacia la escalinata de
acceso a Sant’Andrea al Quirinale.