Fachada de la Basílica de Santa María de los Ángeles y de los Martires. Roma
Era sábado por la mañana. Nuestra
estancia en Roma se prolongaría durante toda la semana siguiente. El congreso,
al que Sara asistía, no había hecho más que arrancar el día anterior y
retomaría su curso el lunes siguiente. Teníamos todo el fin de semana para
nosotros. Nos alojábamos en el Hotel Venetia Palace, en la Vía Marghera, a un
escasos metros de la bulliciosa estación de Termini; un buen hotel de 4
estrellas con un desayuno buffet correcto y un pequeño SPA.
Salimos
temprano para aprovechar la mañana. Sara había preparado un largo paseo por los
alrededores de la estación. Nos acercamos primero hasta la monumental Puerta
Tiburtina dónde ella me comentó que llegaron a juntarse hasta 3 acueductos Aqua
Marcia, Aqua Iulia y Aqua Tépula. Luego admiramos los potentes muros de la
muralla Aureliana que recorrían tramos de calles enteros. De vuelta, hicimos
una breve parada en la Iglesia del Sagrado Corazón, incluso curioseamos en
algunos comercios de la estación de Termini…
–¿Tomamos un café? Se acercan las doce
del mediodía y tenemos que ir a un sitio muy especial antes de esa hora. –Sara
me interpeló mientras contemplaba la variedad de bombones de un establecimiento
de Termini.
–Perfecto. Habrá que ir al baño también.
Mi vejiga es de titanio pero no debe de ser del bueno.
–Por supuesto –Sara me sonrió–. Vamos al
Trombetta, está aquí al lado. Hay un tipo de aspecto huraño, de trato seco y desabrido,
que me divierte. Se lo perdono porque hace un ristretto espectacular.
–Vayamos pues.
Sara tenía razón. El ristretto fue de gran calidad. También
acertó con el carácter de uno de los camareros. No nos atendió él, pero pudimos
asistir a sus evoluciones tras la barra; se reveló como un gran profesional,
pero…una sonrisa de vez en cuando tampoco hubiera estado de más. Tras aquel breve
y casi divertido receso volvimos a entrar en la estación para salir de nuevo
por un lateral y acceder a la Plaza del Quinquecento. Tras cruzar aquella
extensa plaza, que parecía servir de parada de todos los autobuses habidos y
por haber, Sara se detuvo para señalarme la situación de un gran edificio.
–Se trata del Palazzo Massimo alle
Terme. Una de las sedes del Museo Nazionale Romano. Otra de las sedes queda
aquí a nuestra espalda, las termas de Diocleciano. Sigamos hasta la Piazza de
la República. –Sara me cogió del brazo y continuamos nuestro periplo hasta que
se detuvo frente a aquella enorme plaza. Habíamos dejado a nuestra derecha
restos de grandes construcciones de ladrillo.
–Toda esta parte de la ciudad formaba
parte de la colina del Esquilino. Era una zona de Roma alejada del centro que hasta
el emperador Augusto no quedó incorporada a la urbe. Aquí se construyeron sus villas
personajes ilustres como el mismo Mecenas o el Senador Pudente. Se dice que en casa
de este último se alojó San Pedro. Sobre las ruinas de esa edificación se
erigió la Basílica de Santa Pudenciana, nombre de una de las hijas del senador.
La otra, Práxedes, también tiene su templo. En ambos hay unos mosaicos
maravillosos que seguramente visitemos. Hay que dedicar unas horas a esos dos
templos y a una de las Basílicas mayores de Roma, Santa María la Mayor. Y, antes
de acceder a nuestro destino…
–¿Acceder? Pareces una audioguía. –Reí.
–Déjame meterme en mi papel, aprendiz…
–Ella me guiño.
–De acuerdo, continúa.
–El resto de la mañana vamos a pasear en
torno a lo que fue el mayor complejo termal del Imperio Romano, las Termas de
Diocleciano, construidas a principios del s. IV d.c.
–Un SPA.
–Algo más complejo que un SPA. Por
cierto, ¿sabes de dónde viene eso de SPA?
–Bella dama, mi ignorancia no tiene
límites –afirmé.
–Viene del latín, Salutem Per Aquam, podría traducirse como salud por el agua. Bueno…
Ahora quiero que, desde dónde nos situamos, intentes visualizar el complejo. Ahora
mismo estaríamos dentro del caldarium
o sala de agua caliente de las Termas. La forma de la plaza emula una gran
exedra que se situaría en este extremo de la construcción. La extensión total
era, más o menos, la de un cuadrado de 380 metros de lado. Además de las
instalaciones termales, el complejo albergaba gimnasios, llamados palestras, salas de exposiciones,
amplios jardines...etc. Era un gigantesco centro termo-lúdico. Se calcula que,
sólo las termas, tenían capacidad para albergar a tres mil bañistas.
–Caray. Sí que era grande. No me imagino
un SPA actual con esa cantidad de gente a la vez en sus instalaciones.
–La exedra de la que te hablo, la plaza,
se hallaría hacia la mitad de uno de los lados de ese cuadrado. En uno de sus
extremos se edificó la Iglesia de San Bernardo alle Terme, construida aprovechando
uno de los espacios termales, una sala circular que hacía esquina. Luego iremos
para que te hagas una idea de las dimensiones. Y a mis espaldas está la
Basílica de Santa María de los Ángeles y los Mártires.
–Quién lo diría. Más bien parece una
cutre fachada de ladrillo sin restaurar.
–Algo cambiará al cruzar esta moderna puerta
de bronce colocada aquí hace unos pocos años; es obra del artista de origen polaco
Igor Mitoraj y representa a la Anunciación en una hoja y el Redentor en otra.
Luego te enseño una cabeza de San Juan del mismo autor en el interior. Ahora
pasemos…
Al cruzar el zaguán de entrada accedimos
a un espacio abovedado que luego se habría a una amplia nave. En mi vida había
experimentado una sorpresa de tal magnitud, era tal el contraste entre la modesta
fachada y lo que me acababa de encontrar, que me había quedado obnubilado.
–¿A que no te esperabas esto? A
principios del s. XX se retiró una fachada que se había hecho en el s. XVIII
para dejar el ladrillo a la vista. Creo que fue un acierto, evoca más sus
orígenes.
–Es difícil explicar lo que se siente al
entrar en esta basílica, Sara. –Mi tono de voz expresaba la perplejidad más
absoluta.
–Sigue imaginando... Hemos dejado atrás
el caldarium de las termas. Ahora
pisamos el tepidarium, o sala de agua
templada, que servía de transición entre el caldarium
y el frigidarium, la sala de agua
fría. Ocuparía este espacio abovedado. Me gustaría que te fijaras en los
ángeles que sostienen las pilas de agua bendita, son espectaculares, hechos por
discípulos de Bernini.
–¡Menuda pilas! Y esa será la cabeza de
San Juan del tipo polaco de la puerta.
–Igor Mitoraj, exacto.
–Y ahora pasemos al centro de la nave.
Lo que era el frigidarium. Mi cara debía ser el reflejo de mi estado
anímico porque Sara me dejó sólo unos instantes, mientras yo trataba de hacerme
una idea de la magnitud del espacio al que acababa de acceder. Giré varias
veces sobre mí mismo dirigiendo mi mirada a las bóvedas, al profundo presbiterio,
a las paredes…
–Impresiona, ¿verdad?
–Es un contraste tal que parece que el
cuerpo tarda en asumirlo. Es como cuando pasas de un lugar con mucha luz a uno
oscuro; en este caso del exterior, la plaza y la modesta fachada, a este
interior tan… tan… increíble. No sé qué decir.
–No digas nada. Ahora escucha. Dicen que
un modesto sacerdote siciliano, Antonio Del Duca, a mediados del siglo XVI,
tuvo una visión en la que aparecía una luz sobre este lugar. En esa visión el
sacerdote se acercó y pudo distinguir aquí la presencia de algunos mártires
cristianos.
–¿Martires?
–Vayamos por partes, decía Jack el
destripador –Sara bromeó–. Diocleciano fue un emperador militarista y reformista
que pasó su reinado fuera de Roma y que acabó retirándose a unas posesiones que
tenía en los Balcanes, lugar que dio origen a la ciudad de Split. Probablemente,
no llegara a ver las termas, pero mandó construirlas y para ello necesitaba
mano de obra. Diocleciano consideraba que la fe cristiana minaba las bases del
Imperio, en cierto modo no le faltaba razón, y ordenó la persecución más feroz
y sangrienta que se había dado contra esta creencia. Se dice que miles de
cristianos trabajaron aquí, forzados y condenados, y que muchos de ellos
perdieron la vida entre estos muros. Así que las termas se convirtieron en el
mayor centro lúdico del imperio, pero se edificaron sobre las espaldas de una cruenta
persecución religiosa, podríamos calificarla incluso de genocida. Fueron
algunos de esos mártires los que dijo ver en su visión Antonio del Duca.
–Vaya vista la del cura. Vio a los
mártires doce siglos después –comenté
sardónico.
–Lo que cuenta es que fue el empeño de
este sacerdote el que acabaría generando el templo en el que nos encontramos y
que ahora podemos admirar.
–Bendita visión, entonces –apunté.
–Lo cierto es que tardó más de veinte
años en ser escuchado. Apoyado por San Felipe Neri, Del Duca acabó convenciendo
al Papa Pio IV quién encargó a un anciano Miguel Ángel la ejecución de la
iglesia e instaló aquí a una comunidad de cartujos. Por lo tanto, la base del
proyecto se la debemos al genio del florentino, que no vio acabada esta iglesia
puesto que murió en 1564.
–Siempre imaginé a Miguel Ángel
enfrascado en la inmensa tarea de construir San Pedro. Por la magnitud de las
obras el anciano debía de estar más agobiado que D. Quijote en un parque
eólico.
–Pero qué bobo… –Sara me dio un cariñoso
puñetazo en el hombro por mi broma y continuó con su explicación–. La nave
central está cubierta con bóvedas de arista, muy de estilo imperial, y están
sostenida por ocho imponentes columnas de granito rojo de catorce metros de
altura, y metro y medio de diámetro. Tienen la friolera de dieciocho siglos. La
nave mide más de 100 metros de largo y 27 de ancho. De alto, se eleva hasta los
28 metros.
–Sigo sin poder imaginarme el tamaño del
complejo termal si esta nave era únicamente la sala de agua fría.
–Más o menos era así. El proyecto de
Miguel Ángel se basaba en aprovechar más espacios termales aledaños, pero al
final no se llevó a cabo. Durante los dos siglos siguientes los cartujos realizaron
varios añadidos que, al parecer, desmejoraban el aspecto general del templo.
Finalmente, en el s. XVIII encargaron al arquitecto napolitano Luigi Vanviteli
una intervención que a la postre fue la que le dio al lugar su aspecto actual;
se amplió el presbiterio, se uniformizaron los espacios laterales con la nave
central creando ese entablamento de mármoles fingidos donde se alojan esos
lienzos de los que ahora te hablaré, y apoyó esas estructuras sobre ocho
columnas más, iguales a las originales que aprovechara Miguel Ángel, sólo que éstas
están hechas de mampostería, y luego rematadas con estuco y pintura imitando el
granito de las romanas. Ven, acompáñame y verás la diferencia.
Sara me llevó hacía dos columnas que
parecían similares. Al golpearlas, el sonido era totalmente diferente.
–Una es de granito y la otra es
imitación –me corroboró Sara.
–Pues dan el pego.
–Sobre la decoración de la iglesia
podríamos entretenernos un buen rato. Te destacaré el tema de los doce grandes
lienzos que cuelgan de las paredes. Fíjate en ellos porque cuando vayamos al Vaticano
hay unos similares en la Basílica de San Pedro. Aquellos son copias de éstos, con
la peculiaridad de que allí no son lienzos, son inmensos mosaicos. Una
maravilla. Destacan esos dos del presbiterio, el martirio de San Sebastián del
Domenchino y el bautismo de Cristo de Carlo Maratta.
–Ese es el Carlos Maratta cuya gran
colección de pintura comprara Isabel de Farnesio.
–¿Y tú de que sabes eso? –Sara se mostró
sorprendida.
–He visto una conferencia de Mercedes
Simal sobre Isabel de Farnesio y las colecciones reales.
–Mercedes es una experta en el tema. He coincidido
con ella en algún congreso. Tiene una voz que enamora.
–Lo cierto es que me encantó la
conferencia y, claro está, su voz también, tiene un tono amable, atrayente. Invita
a ser escuchada. ¿Esa gran línea que atraviesa
la nave central, qué es?
–Es una meridiana, es la línea
clementina. Fue mandada instalar por el Papa Clemente XI con motivo del jubileo
de 1700. Fue construida en bronce por Francesco Bianchini, un clérigo erudito
de principios del s. XVIII y mide 44 metros de largo. Sirvió para poner en hora
los relojes de Roma hasta mitad del s. XIX.
–¿Los relojes? –pregunté extrañado.
–Verás. Fíjate en ese pequeño orificio
que hay allí arriba en la fachada, a unos veinte metros de altura. La luz entra
por allí y va recorriendo la nave hasta que cruza la línea. Cuando lo hace, son
exactamente las doce del mediodía. Fíjate porque está a punto de suceder, por
eso hemos venido a esta hora.
Unos minutos más tarde, admirando la
construcción en su conjunto nos acercamos a la concurrida, a esa hora, línea
clementina. Allí corroboré el exacto fenómeno que Bianchini había creado. A lo
largo de la línea también se situaban los signos zodiacales y los solsticios y
equinoccios.
–He de decirte que hay una parte del
artilugio que no funciona. –Sara me llevó a un extremo de la meridiana donde
se dibujaban unas elipses concéntricas.
–Habrá
que llamar al relojero. –No pude evitar el chascarrillo.
–No
creo que se tan sencillo, mi querido aprendiz. Esto se hizo para medir el
movimiento de la estrella polar hasta 2502, pero el agujerito de la pared que
permitiría señalarlo en el suelo se cerró con las obras del arquitecto
napolitano en el s. XVIII, así que esta parte no está operativa.
–Es curioso, si señorita. ¿Algún detalle
más sobre este impresionante edificio?
–Bueno… –Sara se quedó pensativa unos
instantes–. Miguel Ángel estudio los espacios termales disponibles y,
respetuosamente, lo que hizo, fue cubrir el ladrillo. Ahora vayamos a la
sacristía y salgamos por allí, así te harás una idea de cómo se encontró la
edificación el genio florentino.
Al entrar en aquel oscuro lugar pude
comprobar lo que me quería decir mi particular y bella Cicerone. Las paredes
desnudas de ladrillo, con las hornacinas expoliadas de mármoles y estucos le
daban un aspecto desangelado, aunque robusto y potente.
–Has de tener en cuenta que las termas
funcionaron durante dos siglos. En el 537 los bárbaros cortaron el Aqua Marcia,
el acueducto que las daba vida. A partir de ese momento esto se convirtió en
una gigantesca cantera de materiales. Salgamos ahora a la calle por este lado, a
la Via Cernaia, donde podremos ver restos por todos los lados del inmenso
complejo. Luego pasaremos por el Aula Ottagona, que aprovecha otro de los
espacios termales y es otra sede del Museo Nazionale de Roma, y nos acercaremos
a San Bernardo Alle Terme, iglesia de la que te hablé antes. Con eso, y si entramos
otro día en el Museo de las Termas de Diocleciano, con el claustro de los
cartujos en su interior, podrás hacerte una idea completa de lo grande que era
esta construcción.
–Te aseguro que no me hubiera importado
vivir una temporada cerca de aquí en época romana para disfrutar de las termas.
–Siendo cristiano, mejor que las
hubieras conocido después del reinado de Constantino.
–Me hago cargo.
–Hoy…me temo que te tendrás que
conformar, si quieres, con el SPA del hotel.
–Cómo siempre, mi experta guía tiene
razón. –Sara me sonrió, se aferró a mi brazo y, juntos, comenzamos otro largo
paseo en torno a los restos de las fabulosas termas de Diocleciano, dejando
atrás la sorprendente y fantástica edificación que Miguel Ángel y Luigi Vanviteli
dejaron para la posteridad.
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