Sentado en aquella soleada y
apartada terraza, disfrutaba de la lectura de una buena novela. El camarero le
interrumpió cuando le sirvió su café preferido, un ristretto. Entonces, pidió
miel para endulzarlo levemente, y comenzó a revolverlo con parsimonia, dejando deliberadamente
que su mente girara al compás del remolino que creaba la cucharilla, que quedara
atrapada entre la bruma del tiempo y de sus recuerdos…
Apenas se
conocían. Habían intercambiado durante meses corteses saludos, breves frases intranscendentes,
algunos chascarrillos quizá insinuantes, conversaciones superficiales sobre
sucedidos personales y algún que otro efímero, ocasional y coqueto intercambio
de visajes, aparentemente sin pretensiones, sin intenciones…
Pero aquel día,
uno de los dos, no importa quién, porque probablemente ninguno lo recordara con
certeza, dio un paso adelante, y ambos se sentaron en torno a una cándida y humeante
taza de café.
Y fue aquella
preciosa tarde invernal de cielo añil, terroso ya en el horizonte muy próximo
al ocaso, pintada de suaves trazos de nubes irregulares casi inmóviles suavemente
mecidas por una casi inexistente brisa, cuando él, sin darse cuenta, se imaginó
viendo la vida a través de unos ojos que no eran los suyos. Acostumbrado a
transitar en la comodidad de la soledad, estaba a punto de asomarse a un
precipicio ignoto en cuyo fondo corría el peligro de ser engullido por las
aguas bravas e indomables de una nueva ilusión. Y sin proponérselo, sin
pensarlo, soñó…, ¿cómo pudo suceder?
Aquellos ojos… ¿eran
glaucos? ¿quizá esmeralda? Se dio cuenta de que nunca los había observado con
aquel deseo, de aquella manera tan intensa. Su mirada había pasado hasta ese
momento con suavidad por aquel pequeño, dulce y bronceado rostro, con la
levedad inocente de la amistad. Pero esta nueva mirada, era muy diferente, era
una fantasía, era un anhelo, era… una caricia, una caricia limpia y pura,
melosa y delicada, pero era una caricia.
El vértigo se
apoderó de él, era muy arriesgado intentar ver la vida a través de aquellos
ojos. Era consciente de que se estaba dejando atrapar en un profundo arcano, un
misterio abisal peligroso y desconocido del que difícilmente podría huir. En un
definitivo arranque de valentía, fijó su mirada con decisión en aquellos ojos
sinceros, tiernos, pícaros y pueriles. Inmediatamente se sintió perdido,
alanzado por un intenso resplandor electrizante y paralizador. No había
palabras, sólo silencio y la sensación de que un placentero dedeo recorría su
cuerpo, como si aquellos ojos guiaran con agilidad y destreza a un experto
pianista que, certeramente, recorría tabaleando su expuesta, receptiva y
sensible piel con su agradable melodía.
–Y ahora… ¿qué?
–se dijo descompuesto, abrumado por aquel cúmulo de olvidadas sensaciones.
De repente, no
había respuestas, sólo preguntas, muchas preguntas escritas con dolor y pánico,
con un miedo cerval.
–¿Se habrá dado
cuenta? –se cuestionó.
–Pues claro que
se ha dado cuenta, estúpido –se contestó apesadumbrado inmediatamente al percibir
su leve y algo forzada sonrisa, un rostro que le devolvía un “no” cargado de sincera
e intensa tristeza, mientras a él se le derramaba torpemente el azúcar sin haber
atinado a depositarlo en el interior de la taza de café, cubriendo la mesa de pequeños
granos blancos.
Entonces ella se
levantó, le tomo de la mano y le acarició con sus ojos, ahora ligeramente melancólicos
y aguanosos, dejándole, durante unos breves instantes, mirar la vida a través
de ellos, quizá por pura compasión, quizá para que comprobara que aquello… era imposible.
Luego, rozó su mejilla suavemente con el dorso de la mano y se fue, dejando inconscientemente
una estela vaporosa, el aroma de un sueño, y lacerante, una daga envenenada de
esperanza clavada cruelmente en el fondo del alma.
Desde aquel día,
él nunca se atrevió a mirarla a los ojos… Y, el café…lo empezó a edulcorar con
miel; la albura del azúcar le recordaba demasiado a aquella fugaz mirada, y a
aquella dolorosa caricia.