lunes, 4 de diciembre de 2017

LA SOLEDAD DEL CRISTO CRUCIFICADO DE VELÁZQUEZ


            Entrando en la sala donde está colgado el Cristo crucificado de Velázquez en el Museo del Prado me embarga una intensa sensación de soledad…
        Velázquez nos muestra un “Christus Patiens”, no tiene todas las características de esta típica representación, puesto que nos lo presenta con la cabeza caída, vacío de voluntad, recién muerto, con las cinco llagas a la vista, pero no es un Cristo desprendido, arqueado, sino uno más humano, veraz y natural, en el que sigue las indicaciones teóricas de su suegro Pacheco que aboga por la representación del Cristo con cuatro clavos que él cree más próximo a la expresión exacta de lo que fue la crucifixión.
Velázquez representa un Cristo silente y calmo con halo de santidad, de extraordinaria perfección corporal, anatómicamente dibujado con una maestría envidiable, huyendo tanto de modelos estilizados, como de figuras fuertes y musculadas, de una serenidad y belleza conmovedora, exenta de todo dramatismo y sufrimiento; un Cristo que desprende humanidad y nobleza, que denota paz y quietud tras haber padecido el horrible calvario.
Velázquez dio toda la importancia en la composición al cuerpo del Señor cuya sombra proyecta con suma destreza, levemente, sobre el fondo verde oscuro del lienzo. También podemos apreciar que Los tablones con los que está construida la cruz están trabajados, pulidos y esmeradamente pintados, incluso los nudos de la madera y que la cruz está clavada en un montículo, algo que se descubrió en la última restauración del lienzo.
El pintor sevillano no dio mucha importancia a la sangre, sólo perceptible en cantidad en las zonas de manos y pies y en la madera cercana a los clavos; en menor medida aparece en la herida del constado, para estar minuciosamente representada con pequeñas gotas en su frente, y con finos hilillos y salpicaduras en su rostro y cuerpo.
La luz ilumina desde la derecha el cuerpo del crucificado, un cuerpo limpio, surcado por algunos rasguños, cuerpo semiblanquecino, pálido, grisáceo en algunas zonas, céreo en otras, acentuando las luces y sombras de este modo sobre un cuerpo en el que empieza a anunciarse el “rigor mortis”.
Llegados a este punto hay algunas cosas que os quiero destacar y que me llaman un poco más la atención observando la pintura con algo más de detenimiento:
–La ejecución magistral de la corona de espinas con las gotitas de sangre que surcan la frente del crucificado y resbalan por el lado izquierdo del rostro derramándose sobre su cuerpo.
–La serenidad imperturbable de su rostro acentuado por esos ojos cerrados, y la fina delicadeza del tratamiento de la cabellera que se desprende ocultándonos el otro lado de la cara.
–La falta de tensión en los brazos y en el cuerpo al descansar los pies sobre el supedáneo, y la sensación de ligero movimiento conseguido por el hecho de que Velázquez retrasa un poco la posición de la pierna derecha haciendo recaer el peso del cuerpo sobre la cadera de ese lado.
–El incremento de la luminosidad y el volumen con algunas pinceladas de blanco de plomo en algunas zonas del paño de pureza (perizoma) y con minucioso detalle en las uñas.
        Una vez desbrozada la esencia del cuadro vuelvo a la sensación de soledad que despierta en mí la obra y el contexto. Quizá sea eso lo que han querido conseguir los responsables de la pinacoteca colocando el Cristo entre otras dos pinturas de motivo religioso del mismo autor, pero muy diferentes en todo, me refiero a “la Coronación de la Virgen” y al “San Antonio abad y San Pablo primer ermitaño.












Me explico…
Observemos la majestuosa Coronación de la Virgen. Se trata de una típica escena mariana, gloriosa, llena de reconocimiento a la figura de la Virgen María, representada pensativa, llevándose la mano al pecho, con la mirada baja y las mejillas arreboladas, llena de dulzura y timidez, de respeto hacia la divina presencia de la Santísima Trinidad, rodeada de ángeles y querubines, formando una abigarrada y colorida composición en forma de corazón.
Miremos ahora al lado opuesto. El cuadro del San Antoni Abad y San Pablo primer ermitaño presenta multitud de figuras puesto que aparecen cinco escenas de la vida de San Antonio; el santo aparece encontrándose con el sátiro y el centauro, llamando a la puerta del ermitaño, conversando con él y esperando la llegada del cuervo con su sustento diario, y observando a los leones cavar la tumba de San Pablo ermitaño ya muerto. Velázquez pinta un cuadro de gran variedad cromática, dando una importancia capital al paisaje y a los celajes del fondo, algo que recuerda mucho a la obra de Patinir, por ejemplo en el “Paisaje con San Jerónimo” del Museo del Prado o en el “San Jerónimo en el desierto” del Museo del Louvre.
Y concluyo volviendo la vista al frente, al Crucificado de Velázquez. Percibo la soledad del cuerpo de Cristo lleno de luz, una soledad turbadora y estremecedora acentuada de forma sublime por contraposición a los grandes lienzos que lo flanquean de compleja composición y variedad cromática, ofreciéndonos una imagen del Salvador que llama a la emoción y la devoción; a la fe y la religiosidad. Bueno…eso me parece a mí.
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