Iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma
Sara me llevó en un periquete a la Piazza de San Ignacio. Era evidente que
había pasado mucho tiempo en la ciudad, se movía por sus calles con la misma
naturalidad que lo hacía por Toledo, con el añadido de que Roma es mucho más
grande.
–¿Cuántas
veces has estado aquí? –pregunté–. En mi caso es la segunda vez, y la primera
fue un paso fugaz de fin de semana.
–Muchas.
Aunque la más duradera fue el año que vine de Erasmus. Estudié mucho, pero también
conocí Roma como siempre había deseado, despacio, sin prisas y sin planes,
dejándome perder por sus calles.
Creo
recordar que mientras hablábamos me llevó callejeando por la Via della Gatta y la Vía San Ignacio,
calle que desembocaba en la plaza que lleva también el nombre del santo, donde
se encuentra el flamante templo que está bajo su advocación. Transitándola me
indicó cual era la fachada lateral derecha de la iglesia.
–Hablando
de fachadas… –debí poner una cara de pícaro que ella advirtió sin ningún tipo
de duda.
–Madre
mía…No sé por dónde me saldrás ahora… –aventuró sonriéndome resignada.
–Me estoy
acordando del templo ese que me vas a abrir en cuanto lleguemos a la habitación
del hotel y…
–Ya decía
yo que tardabas… –me interrumpió mientras se dejaba tomar por la cintura.
–Me
gustaría inspeccionar la fachada del templo, digamos que es…una especie de
adelanto, necesario para que el maestro de obras proceda con seguridad en su
interior. Ya me entiendes… –insinué enarcando las cejas varias veces.
–Me lo
temía. No ha sido suficiente con el beso en la puerta de Il Gesú.
–He de
concretar que ha sido muy interesante. He encontrado muy acogedor, húmedo y
cálido el interior del… “ábside”.
–¡Qué
metafórico te has vuelto! –dijo, mientras yo encogía levemente mis hombros y le
sonreía.
–Desde
luego, el incienso no es necesario, el templo tiene un aroma…una fragancia… que
me embarga. ¿Sabe la propietaria de tan hermoso espacio que el aroma de su piel
me hace perder el sentido? –añadí mientras la olisqueaba el cuello, incluso
llegué a rozarlo varias veces con mis labios, jugueteando.
–Me
parece que el “inspector” está perdiendo las formas en plena vía pública. –Sara
rio.
–¡Y cómo
sabe la fachada! –exclamé relamiéndome.
–Eres
incorregible, peor que un adolescente.
–Lo confieso.
Tengo Saritis. Se me inflama todo teniéndote cerca.
–Y un
guarro. El “maestro de obras” es un pervertido y un cochino –exclamó mientras
reía, y trataba de zafarse ya de mis manos que, como un pulpo, comenzaban a
buscar allá donde la espalda pierde su ilustre nombre. ¡Vale, ya! ¡Estate
quieto! –exclamó entonces en cuanto comencé a intentar hacerle cosquillas. ¡Te
voy a dar un soplamocos! –Sara terminó por sujetarme las manos–. A lo mejor el
templo se cierra antes de ser visitado, y no me refiero a San Ignacio.
–Necesito
una cura, un alivio a mi Saritis, urgentemente –dije poniéndome meloso y
teatral.
–Se está
rifando una torta y tienes todas las papeletas por el momento. Tira…delante de
mí –finalizó enérgica, indicándome el camino haciendo aspavientos, mientras nos
cruzábamos con una anciana viandante que debía de haber asistido divertida a
todos mis requiebros, y que gesticulaba a mi paso señalándome a Sara, mientras
repetía en italiano algunas frases de las que extraje algunas palabras:
–Bellísima ragazza. Grande pazienzia.
Sara le
obsequió con una sonrisa conformista, y le contestó:
–Grande pazienzia. È vero signora.
Seguidamente
Sara me dio un cariñoso golpe en el hombro a lo que la anciana respondió con un
comentario repetido que acompañó con un gesto en su rostro de cierta tristeza,
quizá nostalgia; a lo mejor nuestro encuentro le evocaba algunos recuerdos.
–È l’amore. È l’amore.
Después
de este divertido episodio, llegamos a la Piazza
de San Ignacio. Sara comenzó sus explicaciones sobre la fachada del templo
sin más dilación, probablemente para no darme tiempo a volver a las andanzas.
–Como
puedes ver, la fachada recuerda mucho a la de Il Gesú. Aquí puedes comprobar la influencia que tuvo, como te dije
allí, el diseño de la portada por parte de Giacomo
della Porta.
–È vero signorina–comenté jocoso–, se
repite el esquema de las doble pilastras, las columnas que se adelantan en la
puerta central y en el vano del piso superior, el frontón curvo, las volutas… Aunque
la veo menos compacta, no sé… más estilizada, ¿no crees?
–Exacto.
La nave central es aquí más alta en comparación con las laterales. Las volutas presentan
una mayor inclinación que en Il Gesú.
Me sorprendes cuando prestas tanta atención a algunos detalles.
–Es que cuando te pones
seria me das miedo, y me convierto en un alumno aplicado que admira
profundamente a su profesora, y la respeta.
–Ya…, veamos lo que dura
–apuntó con sorna–. Pasemos entonces al interior. –Sara tomó mi mano, aunque
antes de cruzar del todo la Piazza de San Ignacio volví a cogerla por la
cintura.
–Ya decía yo que el alumno respetuoso
no tardaría en desaparecer dando paso al libertino.
Entonces me arranqué:
–¡Oh señora de la fermosura,
esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo de que vuelvas los
ojos de tu grandeza a este, tu cautivo caballero… –entonces, no supe seguir–.
¿Qué tal me ha quedado este elogio a lo Quijote?
–No puedo
contigo. Pero es que… me encantan tus zalamerías. –Entonces Sara se rindió ante mi galantería,
se dejó abrazar y, más tarde, besar en el centro de la Piazza de San Ignacio. Luego, imbuida por el espíritu cervantino,
al que yo había acudido con mis lisonjas, parafraseo al insigne príncipe de las
letras españolas:
–Y ahora,
“la lengua queda y los ojos listos, mi caballero andante”. –Y me llevó al
interior del templo. Allí retomo sus doctas explicaciones.
Interior de la iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Puedes apreciar que hay una
amplia nave central y tres capillas laterales a cada lado, el mismo esquema que
en el Il Gesú de Vignola. La obra la financió la familia Ludovisi, a la que pertenecía el Papa Gregorio XV. El proyecto se
le adjudicó al jesuita Horacio Grassi. Sobre su diseño surgieron dos problemas;
uno ya lo has visto en la fachada, por la diferencia de altura de las naves
laterales respecto de la central, solucionado con esas volutas más verticales, y
el otro fue el de la cúpula que, por el gran espacio que debía ocupar, sería
grande y costosa de edificar.
–Dijiste que era el templo
de la trampa.
–Sí, enseguida te hablaré de
eso. Pero primero, observa la monumentalidad de la nave central en la que se
abren las capillas laterales, con esas dobles pilastras que enmarcan arcos de
medio punto sostenidos por columnas corintias, ligeramente exentas respecto a
los pilares.
–Las dobles pilastras… como
en Il Gesú –añadí admirado.
–Vamos con las trampas. En
cuanto a la decoración de la bóveda, todo es un enorme trampantojo, obra del
Padre jesuita Andrea Pozzo.
–Se ve que en esto era todo
un experto –comenté fascinado.
Bóveda trampantojo de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Representó el papel de San
Ignacio en la expansión del nombre de Dios en el mundo. Juega con imágenes
relacionadas con el fuego y la luz, siguiendo el pasaje del evangelio de San Lucas
en el que se recoge la frase de Cristo “he venido a arrojar un fuego sobre la
tierra, y ¡Cuánto desearía que ya hubiera prendido!” San Ignacio hizo suyas las
palabras de Jesús, y convirtió a la Compañía en un ejemplo de labor misionera, expandiendo
la luz de su palabra por todos los rincones del planeta. Eso lo escenifica el
Padre Pozzo en los cuatro extremos de
la bóveda pintando la alegoría femenina de los cuatro continentes conocidos en
aquel momento, Europa, África, Asia y América. Europa aparece como una matrona
sobre un caballo, Asia sentada sobre un camello, África, con facciones árabes,
sentada sobre un cocodrilo y blandiendo un colmillo de elefante, y América,
como una señora con ropajes indígenas hiriendo a un gigante.
–Desde luego el autor domina
la perspectiva. Juega con la ilumincaión y las figuras, con el espacio, la
arquitectura y la pintura de tal manera que no sabes qué es qué, ni su origen ni
fin.
–Exacto. Sigamos, vayamos
hacia la cúpula –Sara me llevó hasta un punto amarillo señalado en la iglesia–.
Ahora mira hacia arriba.
Cúpula trampantojo de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Antes creí entender que no
se había edificado.
–Y no se hizo.
–Pues ya me contarás que
estoy viendo –dije confundido.
–Muévete hacia alguno de los
lados.
–¡No puede ser! –exclamé.
–Es también de Andrea Pozzo. Pintó una cúpula con todos los
detalles, incluida la luz que entra por un vano. En las pechinas representó a
guerreros victoriosos del antiguo testamento como Judith, David, Sansón y Yael.
–Me estoy haciendo fan del
Padre Pozzo. Me parece increíble y
muy original. Tiene que ser muy difícil pintar esa realidad fingida.
–Ideó una solución barata.
El techo es plano, no hay cúpula. Sentémonos o se nos va a quedar el cuello
hecho un higo.
Sara me llevó a un banco y
ambos contemplamos durante un buen rato los detalles de la bóveda y la falsa cúpula.
Luego me invitó a pasear por el interior de las capillas, apuntándome una serie
de detalles; como siempre, daba gusto escucharla. Se detuvo en una
especialmente, en el crucero.
–Eso de la iglesia que hace
trampa es de los más gráfico. Creo que no he visto nada igual en mi vida.
Capilla de San Luis Gonzaga. Iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Para no cansarte te contaré
alguna cosa sobre esta capilla porque es la
de tu tocayo, San Luis Gonzaga. También la diseñó Andrea Pozzo en su arquitectura.
La escultura fue obra de Pierre Legro. En el centro, el Santo fue esculpido en
relieve orando mientras los Ángeles le coronan alborozados, celebrando su
santidad, enmarcado por robustas columnas salomónicas. Bajo el altar hay dos
ángeles; uno juega con una bola del mundo de lapislázuli y, el otro, con los
símbolos de la inocencia y la penitencia. La balaustrada la rematan dos ángeles
más con lirios, obra de Bernardino Ludovisi.
Tras admirar largamente de nuevo
los frescos del Padre Pozzo salimos
del templo.
–¿Qué te pareció?
–Increíble. No sé con cual
me quedo, si con el “salchicha” de Il Gesú, o con el de los embutidos, de aquí.
–Sara rio.
–Espero que ningún purista
de la historia del arte te escuche, llamar “Salchicha” a “Il Baciccia”, y relacionar al genial Padre jesuita Andrea Pozzo con la industria cárnica
murciana “el Pozo”, tiene su guasa.
–Y ahora… ¿cómo rematamos la
tarde, mi sueño toledano? –comenté
tomándola por la cintura.
–Qué le parece a mi
caballero andante si tomamos un buen ristretto, y un pastelillo o unas pastas primero,
y disfrutamos de un bello atardecer romántico pongamos que en Il Campidoglio?
–Me parece una idea
estupenda. Bueno…la verdad es que todo me parece bien contigo –le dije mientras
la besaba en la mejilla.
–Pues vamos a descansar un
rato. Aquí cerca está el Caffé Doria,
en la Via della Gatta. Esperamos allí
a que el sol baje lo suficiente para admirar su ocaso desde lo alto del Campidoglio, al amor de las sugestivas
ruinas del foro y de la original arquitectura renacentista del genial
florentino, Miguel Ángel.
–Seguro que será el mejor
broche final para una intensa tarde de turismo con esta “bellissima ragazza” –dije pasándole mi brazo izquierdo sobre sus
hombros, atrayéndola hacia mí, mientras salíamos de la Piazza de San Ignacio.
–Ya, pero no se te olvide
que la anciana que te ha sugerido lo de “bellisisma ragazza” también dijo que
tenía “grande pazienzia”. –Ambos
reímos, mientras Sara pasaba su mano por mi cintura, y descansaba su cabeza
sobre mi hombro, ya de camino al Caffé
Doria.