Dejo señalado en verde el Poblado de Iberdrola donde me crié. El punto rojo es la casa donde nací.
Aquella
ventana ejercía sobre mí una atracción especial, era mi atalaya. Allí, solía pasar
las horas muertas observando lo que yo consideraba “mi paisaje”; un paisaje que
se abría a través de ella presidido al fondo por la inmensa mole pétrea de “mi montaña”,
colosal, de formas redondeadas, en cuya cúspide se erigían algunas herrumbrosas
antenas; surcada por aquellas estilizadas y brillantes torres de alta tensión,
arañas de cableado eléctrico bajo las cuales se extendían grandes cortafuegos,
heridas tristemente necesarias, cicatrices dolorosas en la tupida vegetación.
Multitud
de cuevas perforaban la estructura caliza de “mi montaña”, creando un sinfín de
trampas traicioneras que los niños debíamos evitar. Su vientre era roído por
las explosiones que puntualmente, a mediodía, iban formando un enorme boquete,
la cantera. El color rojizo de la arcilla saltaba aquí y allá sobre el grisáceo
de la rocalla conformando un fondo de tonos apagados que contrastaba con el verdor
luminoso de la pradera, los arbustos, los helechos y las hojas del robledal;
con el ocre leñoso de los troncos de aquellos árboles, cuyo rey, era el anciano
roble que, majestuoso y solitario, lleno de heridas y muñones de edad provecta,
permanecía intemporal y desafiante en el medio del prado, en un claro del
bosque, al pie de “mi montaña”.
Y
este paisaje general que me proporcionaba mi ventana, recuerdo nítido, presente
e imperecedero, lacerante y abismante, quizá porque fue grabado en mi memoria
con el cincel de la tristeza y la melancolía, al amparo de una profunda y
pueril soledad, evoca en mi interior un momento muy especial… aquel seis de junio.
Como
tantas veces, de rodillas sobre el sofá que daba la espalda al radiador,
refugio y lugar acogedor, en pantalones cortos, volvía a hincar mis descarnadas
rodillas sobre las colchonetas para asomarme… ¡Nevaba!
Estupefacto,
abrí la ventana y dejé que el frío azotara mi rostro. Amusgué los ojos unos
instantes para poder enfocar mejor ante las ráfagas de viento y nieve que se
colaban juguetonas en el cuarto. Sorprendido, observé como, poco a poco, la
montaña se iba difuminando en el horizonte entre la niebla, la ventisca y unos
copos de nieve como trapos.
Cierro
los ojos ahora. Aún puedo oír aquel mágico y bendito silencio traspasado por el ladrido
de algún perro, el crocitar de algún cuervo, el murmullo perenne y monótono de
la central térmica a mis espaldas y el rumor del pequeño arroyo que, casi sin
vida, se empeñaba en serpentear entre la montaña, el bosque y la pradera para morir
en las cunetas del poblado, frente a mi casa.
Nostálgico,
vuelvo a abrir los ojos para romper esa alcancía de recuerdos que todos
llevamos, más o menos impresa en nuestro corazón, capaz de contristarle a uno
el alma con su remembranza. Mi tierra está en la montaña palentina, tierra húmeda,
fría, hosca y áspera, tempestuosa y desapacible a veces, pero bella, de una
belleza dolorosa en la distancia. Tierra de verdes praderas, de pinares y
robledales, de monte bajo, de cumbres y riscos, de ríos y arroyos, donde el
cierzo campa a sus anchas azaroso y cruel, capaz de aborrascar el día a
conciencia en un santiamén; donde la lluvia o la nieve te puede sorprender cualquier
día, incluso un seis de junio…un seis de junio.
Mi
recuerdo y mi respeto a esa, mi tierra palentina, cercana y lejana a la vez, que
llora flébil, inconsolable, desesperanzada y abandonada ante un lóbrego futuro,
porque lo que hay en sus entrañas, antaño oro, hace tiempo que dicen… es ponzoña.
RECUERDO DE LA MONTAÑA PALENTINA -
(c) -
Luís Miguel Morán Bregel
Muy bueno!!!
ResponderEliminarTodos tenemos la trite añoranza por todo lo que dejamos atrás y por el final de algo que pensamos tan nuestro!!
Gracias por compartirlo.😂😂