domingo, 12 de noviembre de 2017

UN RECUERDO DE LA MONTAÑA PALENTINA


     Dejo señalado en verde el Poblado de Iberdrola donde me crié. El punto rojo es la casa donde nací.

Aquella ventana ejercía sobre mí una atracción especial, era mi atalaya. Allí, solía pasar las horas muertas observando lo que yo consideraba “mi paisaje”; un paisaje que se abría a través de ella presidido al fondo por la inmensa mole pétrea de “mi montaña”, colosal, de formas redondeadas, en cuya cúspide se erigían algunas herrumbrosas antenas; surcada por aquellas estilizadas y brillantes torres de alta tensión, arañas de cableado eléctrico bajo las cuales se extendían grandes cortafuegos, heridas tristemente necesarias, cicatrices dolorosas en la tupida vegetación.
Multitud de cuevas perforaban la estructura caliza de “mi montaña”, creando un sinfín de trampas traicioneras que los niños debíamos evitar. Su vientre era roído por las explosiones que puntualmente, a mediodía, iban formando un enorme boquete, la cantera. El color rojizo de la arcilla saltaba aquí y allá sobre el grisáceo de la rocalla conformando un fondo de tonos apagados que contrastaba con el verdor luminoso de la pradera, los arbustos, los helechos y las hojas del robledal; con el ocre leñoso de los troncos de aquellos árboles, cuyo rey, era el anciano roble que, majestuoso y solitario, lleno de heridas y muñones de edad provecta, permanecía intemporal y desafiante en el medio del prado, en un claro del bosque, al pie de “mi montaña”.
Y este paisaje general que me proporcionaba mi ventana, recuerdo nítido, presente e imperecedero, lacerante y abismante, quizá porque fue grabado en mi memoria con el cincel de la tristeza y la melancolía, al amparo de una profunda y pueril soledad, evoca en mi interior un momento muy especial… aquel seis de junio.
Como tantas veces, de rodillas sobre el sofá que daba la espalda al radiador, refugio y lugar acogedor, en pantalones cortos, volvía a hincar mis descarnadas rodillas sobre las colchonetas para asomarme… ¡Nevaba!
Estupefacto, abrí la ventana y dejé que el frío azotara mi rostro. Amusgué los ojos unos instantes para poder enfocar mejor ante las ráfagas de viento y nieve que se colaban juguetonas en el cuarto. Sorprendido, observé como, poco a poco, la montaña se iba difuminando en el horizonte entre la niebla, la ventisca y unos copos de nieve como trapos.
Cierro los ojos ahora. Aún puedo oír aquel mágico y bendito silencio traspasado por el ladrido de algún perro, el crocitar de algún cuervo, el murmullo perenne y monótono de la central térmica a mis espaldas y el rumor del pequeño arroyo que, casi sin vida, se empeñaba en serpentear entre la montaña, el bosque y la pradera para morir en las cunetas del poblado, frente a mi casa.
Nostálgico, vuelvo a abrir los ojos para romper esa alcancía de recuerdos que todos llevamos, más o menos impresa en nuestro corazón, capaz de contristarle a uno el alma con su remembranza. Mi tierra está en la montaña palentina, tierra húmeda, fría, hosca y áspera, tempestuosa y desapacible a veces, pero bella, de una belleza dolorosa en la distancia. Tierra de verdes praderas, de pinares y robledales, de monte bajo, de cumbres y riscos, de ríos y arroyos, donde el cierzo campa a sus anchas azaroso y cruel, capaz de aborrascar el día a conciencia en un santiamén; donde la lluvia o la nieve te puede sorprender cualquier día, incluso un seis de junio…un seis de junio.


Mi recuerdo y mi respeto a esa, mi tierra palentina, cercana y lejana a la vez, que llora flébil, inconsolable, desesperanzada y abandonada ante un lóbrego futuro, porque lo que hay en sus entrañas, antaño oro, hace tiempo que dicen… es ponzoña.

RECUERDO DE LA MONTAÑA PALENTINA - (c) - Luís Miguel Morán Bregel

1 comentario:

  1. Muy bueno!!!
    Todos tenemos la trite añoranza por todo lo que dejamos atrás y por el final de algo que pensamos tan nuestro!!
    Gracias por compartirlo.😂😂

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