Piazza Venezia desde el Monumento a Vittorio Emanuelle II
El momento
“ristretto con pastas” del Caffé Doria
en la Via della Gatta, fue de lo más
agradable y reparador; ambos nos confesamos cansados. No había mucha gente en
el local, y el ambiente y la decoración clásica del salón donde nos sentamos
resultaron acogedores. Durante los breves instantes en los que Sara puso al día
su Whatsapp, me quedé absorto observándola…
–¿En
qué piensas? –me interrumpió.
–En
lo afortunado que soy.
–Ambos
lo somos, eso creo. –Ella me sonrió, distraída, mientras seguía atendiendo el
teléfono. Entonces, extendí mi mano y le llevé su media melena por el lado
izquierdo de su rostro, detrás de la oreja. –Sara me volvió a sonreír e inclinó
su cabeza, atrapando mi mano entre su cara y su hombro, girando después un poco
su boca, para acabar besándome en el dedo índice.
–¿Te
gusta ver mi oreja?
–Para
que voy a negarte la mayor. Aunque creo que no hay nada que me disguste de ti.
No soy objetivo. Me tienes turulato del todo. –Sara soltó una carcajada, mi
expresión facial y mis palabras debieron de ser de una sinceridad que incluso
le sorprendieron.
–¡Mi
dulce palentino! –exclamó dejando el móvil a un lado, acercando su rostro al
mío, besándome suavemente en los labios.
Conscientemente
dejé mis ojos cerrados durante unos instantes saboreando teatralmente aquel momento.
Al abrirlos me encontré con aquella mirada suya limpia y triste, cuya
sinceridad me desarmaba.
–No
me mires así. Lo dicho… Alelado del todo. No sé qué va a ser de mí. Me siento
melifluo hasta la arcada. ¡Me has arrebatado el juicio, bribona! –exclamé
sacándole una nueva sonrisa.
–¿Preparado
para ese atardecer romántico en el Campidoglio? –Ella cambió de conversación.
–Su
fiel servidor, Mademoiselle, está
listo para lo que sea menester.
–Pues
vamos. –Sara guardó el teléfono en el bolsillo de su cazadora, y me dio la
mano, invitándome a salir del Caffé Doria,
un lugar que también me había parecido romántico, aunque, siendo realista, si
en vez de café y pastas sentados en aquel discreto espacio, hubiéramos tomado
una cerveza y unas patatas con ali-oli en la barra, también me lo hubiera
parecido.
Caminamos
en la misma dirección que veníamos y enseguida nos asomamos a la Vía del Plebiscito.
–Ese
es el Palazzo Venezia. –Sara me
señaló el enorme edificio marrón frente al que desembocaba la Vía della Gatta, y que parecía ocupar
toda la manzana.
–Antes
vinimos de allí. Aquello es Il Gesú, ¿no? –comenté mirando hacia la derecha.
–Exacto.
Hemos ido y vuelto de la Piazza de San
Ignacio. Ahora, vayamos hacia la izquierda. Quiero que tengas una
perspectiva de conjunto de la Piazza
Venezia. –Ella me llevó hasta el punto dónde la Vía del Corso desembocaba en la plaza.
–Dispara –le
animé una vez que nos detuvimos.
Palazzo Venezia. En el centro el balcón del Duce
–El palacio fue
construido en el siglo XV y sirvió de residencia papal, fue sede de la Embajada
de la República de Venecia, de ahí su nombre, y, en el s. XIX, de la del
Imperio Austro-húngaro, hasta que pasó a manos del estado italiano, creo que en
1917.
–A
mí me suena por Mussolini, ¿Es posible? –pregunté.
–Sí.
Aquí tenía su famoso despacho, en la Sala del Mapamundi, decorada con algunos
frescos de Andrea Mantegna. En esa habitación
la luz nunca se apagaba, simbolizando así que el gobierno no descansaba; muy
populista. Desde aquel balcón, todavía conocido como “balcón del Duce” –Sara me
señaló el que presidía la fachada principal del palacio–, arengaba a la
multitud, incluso declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña desde allí.
Actualmente, el palacio es la sede del Museo
Nazionale del Palazzo di Venezia, que recoge, por ejemplo, la importante
colección que atesoró el Papa Pablo II, con obras de arte de autores de primer
nivel como Carlo Maratta, Bernini, Giotto, Guido Reni, Benozzo Gozzoli,
Giorgione, Beato Angélico…etc., y de la puntera, a nivel mundial, Biblioteca de
Arqueología e Historia del Arte.
–¡Una
cosa! Mantegna es el que pintó aquel
famoso cuadro “La lamentación sobre Cristo Muerto”, ¿verdad? –le interrumpí.
Lamento sobre Cristo muerto de Andrea Mantegna. Oleo sobre tabla.
–El
mismo –asintió arrancándose instintivamente en una nueva explicación–.
Extraordinario óleo sobre tabla. Cristo aparece representado en una de los
escorzos más forzados de la historia de la pintura, casi perpendicular al
espectador, con los estigmas de la pasión representados con gran realismo. Llaman
la atención los contrastes de luces y sombras en todo el cuadro, y esa riqueza
en los tonos grises que acentúan el dramatismo…
–¡Cuanta
pasión sientes por el arte!
–Sí,
mucha, pero es que estamos hablando de una de las obras maestras de la pintura
universal. –Sara a veces parecía dar por hecho que algunas cosas todo el mundo las
debía conocer, y no le faltaba razón, en parte.
–Lo
sé. Pero mira… Yo nunca olvidaré esa obra por un detalle que leí, no recuerdo
donde.
–¿Cuál?
–No
hay que ser ningún “lumbreras” para llegar a la conclusión de que Mantegna pintó el cuadro colocando en el
centro de la tabla… el “asunto”… de Nuestro Señor.
–¿Asunto?
–¡Sus
partes pudendas, chiquilla! Claro está, ocultas bajo esas sábanas de color tan mortecino
como el del cadáver. –Sara soltó una carcajada.
–Sí,
conocía el detalle –Sara volvió a reír–. ¿Y eso es lo que recuerdas del cuadro?
–Ya
sabes…tengo una mente retorcida y pubescente –añadí jocoso, mientras ella
volvía a reír y exclamaba…
–¡Ay
madre! ¡Pubescente! El escritor está descontrolado –Sara se cogió a mi cintura
mientras seguía riendo.
–No
sé… Me pareció el adjetivo adecuado. Iba a dejarlo en pueril, pero me pareció
más apropiado acercar la edad de mi mente a la adolescencia.
–Déjalo, no
sigas… que voy a creer que hasta piensas lo que dices, pedazo de cochinote
–Ella me acarició la cara y me volvió a coger de la mano, retomando su
narración.
–Bueno,
pues este es el centro de Roma ahora. El entorno fue remodelado por completo
entre finales del s. XIX y comienzos del XX. El motivo fue la construcción del
monumento a Vittorio Emanuelle II que es la edificación que se sitúa enfrente.
–Parece una
tarta –apunté con espontaneidad.
Monumento a Vittorio Emanuelle II. Piazza Venezia.
–Hay
opiniones para todos los gustos, incluso llegaron a proponer su demolición. Es
una de tantos edificios que se pusieron de moda en el siglo XIX por toda
Europa. Algunos dicen que parece una máquina de escribir, incluso una
dentadura. Tras la unificación italiana y el despertar del fervor patriótico en
Roma, una vez que la ciudad se había liberado del dominio papal, se trató de
ensalzar la laicidad del pueblo italiano; con ese monumento se ocultó a la
vista la Iglesia de Aracoeli, símbolo eclesial que presidía la colina del
Capitolio, situada ahora a sus espaldas.
Palazzo de la Assicurazioni Generali. Piazza Venezia
–A nuestra
izquierda, y para dar simetría a la plaza, se edificó el Palazzo de la Assicurazioni Generali, a principios del S. XX.
Fíjate en el relieve del s. XVI que decora su fachada, un león alado que
sostiene en una de sus garras un libro; simboliza a San Marcos. Con esa gran
remodelación se le dio todo el protagonismo al Monumento a Vittorio Emanuelle
II, también llamado Vittoriano, abriendo esta magnífica vista que puedes
apreciar desde aquí, desde la Via del
Corso. A 1,5 kilómetros, en línea recta y en esa otra dirección –Sara me indicaba
que era a nuestras espaldas–, está el Obelisco
Flaminio, en la Piazza dil Popolo
Respecto a la arquitectura del Palazzo
Venezia, te daré cuatro pinceladas.
–Dame
esos brochazos… –añadí con salero.
–El
cardenal veneciano Pietro Barbo, luego Papa Pablo II, ordenó construir este
palacio junto a la iglesia de San Marcos, que él había mando restaurar ya cuando
se convirtió en su titular, com cardenal, a mediados del s. XV. Se supone que
el arquitecto fue Leon Battista Alberti, quien integró algunas estructuras
existentes como esa torre, La Torre de la Biscia o Torre de la culebra, de
corte medieval. El palacio es renacentista, y la fachada se estructura en tres
pisos decrecientes en altura de abajo a arriba. La planta de abajo se adorna con
sencillos ventanales con arcos de medio punto, la intermedia con vanos
adintelados divididos en cuarterones por una cruz de piedra y, el último, con pequeñas
ventanas cuadradas. Se remata con almenas y canecillos meramente decorativos
pero que lo acercan, en la estética, a la medievalidad de la torre. En su
interior se construyó un jardín al estilo romano de los viridarium, jardines abiertos rodeados de pórticos diseñados para
la paz y la tranquilidad de las clases pudientes. Antes de que se me olvide te
diré que el Papa, Paulo II, popularizó las carreras sin caballos para Carnaval,
algo muy del gusto de todo veneciano. Salían de la Piazza dil Popolo y acababan
aquí; esas competiciones dieron nombre a la Vía del Corso.
–Resulta
innegable la monumentalidad de la plaza –apunté impresionado.
Palazzo Bonaparte. Piazza Venezia. Roma.
–Cambió mucho
con la construcción del Monumento a Vittorio Emanuelle II. Incluso parte del
Palacio fue trasladada piedra a piedra para que nada interfiriera en la
contemplación de la nueva construcción. Y este edificio que tenemos a nuestra
espalda es el Palazzo Bonaparte, del s. XVII, donde vivió la madre de Napoleón
tras la caída y muerte de su hijo. Desde las ventanas del enorme mirador techado
que tenemos encima –Sara me señaló un ampuloso balcón en esquina–, observaba la
cotidianidad romana.
–¿Has leído “La
Sombra del Águila” de Arturo Pérez Reverte? –le pregunté de repente.
–No.
–Me “troncho”
con ese libro. Los soldados españoles llaman a Napoleón, “le petit cabrón”. Así
que deduzco que la madre de “le petit cabrón” era una especia de “vieja del visillo”.
–Sara rio.
–Es muy
probable. No se dejaba ver mucho en sociedad la señora Letizia Bonaparte.
–No me extraña,
con la que había liado su amado hijo por toda Europa, y en Roma en concreto, era
para esconder la cabeza como un avestruz.
–Ahora,
no perdamos mucho tiempo. Otro día, tendremos mucho que ver por el otro lado de
la plaza y aprovecharemos para subir al Vittoriano.
–A mí me parece
una construcción colosal.
–Una de las
cosas que más se le criticaron era que su grandilocuencia y su color blanco, contrastaban
con el tradicional equilibrio y la armonía de la monumentalidad romana
existente. En fin, cuestión de gustos.
Sara me llevó
por el lateral de la plaza y, doblando la esquina del Palazzo Venezia, nos asomamos a la Piazza de San Marcos.
–Adosado al Palazzo Venezia está la Basílica di San Marco. Imagino que esté
cerrada. Vayamos el centro de la plaza para ver mejor su fachada.
Sara
se adentró por la acera peatonal que cruzaba la Piazza de San Marcos hasta que tuvimos una perspectiva adecuada.
Logia de las bendiciones de la Basilica di San Marco. Roma.
–Esa
es la logia de las bendiciones. Fue construida con materiales provenientes del
Coliseo y del Teatro Marcelo. El interior, como imaginaba, no podremos verlo,
pero te diré que el templo es de planta basilical con la decoración barroca
propia de los templos restaurados entre los siglos XVII y XVIII. La basílica
fue mandada edificar por el Papa San Marcos en el s. IV, en época del emperador
Constantino, y luego fue restaurada por primera vez en época de Gregorio IV en
el siglo IX. De esa época son los mosaicos del ábside que representan a Cristo
escoltado por ángeles con la mano levantada en señal de bendición, y a Gregorio
IV presentándole el modelo de la basílica sosteniéndola en una de sus manos. Dentro está la lápida sepulcral de Vannozza Cattaney. Su capilla y
enterramiento en Santa María dil Popolo
fueron expoliados por los lansquenetes alemanes en el Saco de Roma de 1527. Sólo
se salvó eso.
–Me parece
estupendo, pero… ¿quién era esa señora?
–La madre de Lucrecia,
César, Juan y Godofredo Borgia, la principal amante de Rodrigo Borgia, el famoso
Papa Alejandro VI.
–Ya entiendo… Un
Papa con pocos miramientos en cuanto al voto de castidad, sólo entendible si la
belleza de su Vannozza era tan irresistible como la de mi Sara –añadí guiñándole
un ojo y haciéndole un arrumaco.
–Eres un
zalamero incorregible y un pulpo –me reprendió cogiéndome de las manos–. Y como
no vamos a poder entrar hoy, veamos esa escultura que está en la esquina de la
plaza, y te cuento alguna cosa sobre ella. ¡Vamos! –me apremió.
Sara
me llevó hacia ella.
–Se trata de una
de las seis estatuas parlantes de la ciudad, la de Madama Lucrecia.
–¿Estatuas parlantes?
–le inquirí curioso.
–En Roma hay
seis esculturas que aún usan los habitantes de la ciudad para colgar de ellas
reivindicaciones, críticas, y protestas políticas.
–¿Cómo un tablón
de anuncios?
–Algo así. La
más famosa es la del Pasquino situada
en la plaza que lleva su nombre, muy cerca de Piazza Navona.
–A Piazza Navona
tenemos que volver, la vimos muy de pasada el primer día cuando me llevaste a
San Luis de los franceses a ver la fantástica Capilla Contarelli, con las
pinturas de Caravaggio.
Madama Lucrecia. Roma.
–Seguro que lo
haremos –comentó llegados ya ante la escultura–. Te presento a Madama Lucrecia –dijo Sara con gracia–,
es de época romana y se cree que representa a la Diosa Isis. Se le puso ese
nombre porque fue donada por Lucrecia D’Alagno, amante de Alfonso II de
Nápoles, que se retiró aquí a la muerte de este último, y vivió en este solar.
Y ahora, vayamos hacia el Campidoglio
que, si nos descuidamos, no llegamos a tiempo para ver el atardecer –Sara dio
por concluida la visita a la Piazza di
San Marco. Ambos giramos en dirección a la Piazza Aracoeli.
–Esa fuente
parece una piña –apunté curioso llegando a la esquina de la Piazza di San Marco.
Fontana de la Piña. Piazza di San Marco. Roma
–Es una piña. La
Fontana de la piña. Hay quien dice que tiene la mejor agua de Roma, aunque yo
no la he probado.
–Pues yo tampoco
la cataré. Por cierto, te han dicho alguna vez que eres la enciclopedia con
piernas más hermosa del mundo mundial –Sara rio y se agarró a mi brazo–. A tu
lado voy más hinchado que un pavo real. Debo de ser la envidia urbi et orbi, permítaseme el latinajo.
–Muy apropiado.
–Sara volvió a reír.
–No acierto a
imaginarme lo que sería visitar estos lugares sin ti, ahora que lo estoy
viviendo.
–Roma es una
ciudad muy especial, seguro que la disfrutarías.
–Ya, pero no es
lo mismo. Una guía local o una audioguía no tienen nada que hacer ante la más
bella medievalista que la Mancha diera, la más fermosa y afamada doncella,
aquella que condenó al ostracismo a la simpar Dulcinea del Toboso…
–Bueno, bueno…
Me aparece que a mi caballero andante se le está empezando a ir la calabaza.
Vamos, charlatán.
–Está bien,
dejaré los halagos, pero este nuevo D. Quijote, este “caballero de la triste
figura” necesita embrazar a la dueña
de su corazón, necesito un estímulo para poder seguir adelante.
Sara me abrazó y
permaneció en silencio durante unos instantes. Luego me miró con ternura y me
beso.
–No dejaría de mantenerte
de esta guisa ni para comer.
–Un poco
incómodo, ¿no?. Anda que… ¿De esta guisa? Qué daño te hace la lectura –añadió risueña.
–Los caballeros andantes
somos muy virtuosos, podemos hacer varias cosas a la vez. –Sara rio y me cogió
de la mano, llevándome a través de la Piazza de Aracoeli.
–¿Está
preparado mi fiel caballero?
–Adarga
embrazada y lanza en ristre, presto para el combate –bromeé, mientras ella retomaba su relato
ante las ruinas de un edificio de ladrillo, al pie ya de las escalinatas del
Campidoglio, cuya cartela anunciaba que se trataba de una Insulae.