SINAGOGA DE SANTA MARIA LA BLANCA. TOLEDO
Atravesé
aquella portada adintelada construida con ladrillo, como el resto de tapial que
rodeaba el recinto, y me adentré en un pequeño patio salpicado de enhiestos
cipreses. Distraje mi vista en aquel modesto y minúsculo paisaje unos instantes
antes de entrar en el templo pensando en la paradoja que me supone leer el
nombre cristiano de una sinagoga.
Cabizbajo, flanqueé la puerta de entrada
y me dirigí hasta el centro de la construcción, intentando recibir de una sola
vez, y con fuerza, aquel conjunto de sensaciones que se adueñaban de mí y me
abstraían cada vez que me abandonaba para deambular por aquella sala. Y… volvió
a ocurrir. Pude apreciar la energía telúrica que emanaba de aquel lugar sagrado
construido por mudéjares y honrado por judíos y cristianos. Mis sentidos,
alertados y concentrados, experimentaron de nuevo aquel cúmulo de soledosas y
contradictorias percepciones, extrañas y lacerantes, a la par que cercanas y
agradables, grabadas en mi memoria.
La luz primaveral del atardecer penetraba por
las lacerías del murete situado bajo un pequeño tejaroz, aguijoneando las níveas
paredes, y el bosque de columnas que sostenían los arcos de herradura y las
arquerías ciegas polilobuladas de las alturas, conjunto de albura inmaculada.
El barro cocido del suelo, asperjado de cerámicas estrelladas, reflejaba
diferentes tonalidades por la claridad tamizada que se colaba inmisericorde a
través de las celosías, o que reverberaba en la encalada edificación.
Por un momento pude escuchar las sabias y
expertas instrucciones de los alarifes, las voces roncas de los albañiles
agarenos y el repiqueteo de las herramientas que forjaron con minuciosa y docta
dedicación aquel inmortal templo.
Pude
oír el eco de los jazanes semitas leyendo la Torá desde la bimá; pude contemplar
y apreciar la felicidad de las parejas bajo la jupá a punto de contraer nupcias
frente al sagrado Hejal, situado tras un suntuoso parojet; pude ver a los
hombres ataviados con coloridas y listadas túnicas, con su kipá y su talit como
mandaba la tradición; pude observar, al fondo, a las mujeres en su galería con
sus ricos y largos vestidos de tonalidades vistosas, y sus cabezas y moños cubiertos
por hermosos velos y tocados; pude escuchar el inexorable paso del tiempo, el
cruel y tumultuoso asalto a la judería de 1355, las matanzas de 1391 tras las
virulentas proclamas antisemitas del Arcediano de Écija, Ferrán Martínez, los
sermones incendiarios de San Vicente Ferrer que dieran paso al cierre del templo
al culto judaico, a su desaparición como Sinagoga Mayor y símbolo de una
cultura, las luchas entre los Ayala y los Silva, entre cristianos viejos y
conversos de 1467, y los últimos estertores de la presencia hebrea en la ciudad
tras el Decreto de Expulsión firmado por los Reyes Católicos contra la
calificada como “perfidia judaica” en 1492; la orden inapelable de abandonar aquella
tierra que los había visto nacer y el sórdido sonido de aquella lectura que
tuvo que sumir en el desasosiego y la desesperación a aquella, ya marchita, aljama
toledana:
…”aviendo avido sobre ello mucha deliberación,
acordamos de mandar salir todos los dichos judíos y judías de nuestros reynos”…
Reparé entonces en un cambio en las oraciones, los rezos
cristianos sustituyeron a los hebreos, sacerdotes y frailes ocuparon ambones y
púlpitos; retablos, vírgenes y santos sustituyeron a la iconoclastia judía.
Luego percibí la presencia, de aquellas mujeres, con sus penurias
y pesares, mujeres antaño descarriadas, ora arrepentidas, que sanaban sus
heridas de cuerpo y espíritu en aquel templo de caridad, en aquel lugar
convertido en beaterio por el Cardenal Silíceo, y más tarde pude apreciar el
ruido de las rudas botas de la infantería, el olor almizclado e insano de un
cuartel militar…
Perdí
la noción del tiempo paseando por aquellas cinco naves en que se dividía el
recinto sorteando las 32 columnas octogonales que las sustentaban. Me deleité
con la contemplación de aquellos arcos de herradura mudéjares ricamente
decorados con frisos y medallones, plagados de motivos vegetales y geométricos
imágenes de la perfección de la creación divina en la naturaleza, con veneras
que se asocian al agua y a la vida, de aquella bella arquería polilobulada de
las alturas rematada por las armaduras de madera de alerce; disfruté de aquellos
hermosos capiteles con cintas, volutas y piñas, fruta que simboliza la unidad
del pueblo hebreo.
Finalmente, fue al salir, cuando cruzaba
de nuevo el umbral de la portada adintelada de ladrillo que daba paso al patio,
cuando el gozo de la contemplación de tan extraordinario lugar desapareció
súbitamente al aparecer ante mí la visión de la tragedia en toda su extensión...
La calle estaba ocupada por una larga y
dramática fila. Los judíos abandonaban la ciudad, dejaban Sefarad. Con sus
coloridas vestimentas, arrastrando con pesadumbre sus babuchas bajo los adarves de
su ya añorada judería, guiaban a sus familias en un nuevo viaje, una nueva
diáspora. Sus atuendos vistosos contrastaban con la oscuridad y la tristeza que
llenaban sus corazones, con la incertidumbre de un nuevo comienzo, de un nuevo
futuro. El sonido de una floreciente comunidad se apagaba a medida que se
abrían paso los contristados ecos que emanaban de la lúgubre y tétrica columna
desarraigada y pesarosa de personas, carros y mulas. “Ecos de Sefarad”