Para
algunos, el hecho de entrar en un baño para lavarse las manos, mirarse al
espejo y ver el aspecto que presentaN, es algo normal, sin trascendencia alguna,
un monótono y anodino ritual de higiene y presentación personal, algo que
podríamos definir como “adecentarse”. Sin embargo, para otros, para aquellos
que buscan la trascendencia, lo paranormal en cualquiera de los actos de su
vida, puede llegar a convertirse en un momento de serena y contrita introspección,
abstruso del todo para los primeros, por supuesto...
Al entrar en el baño comenzaba un
ligero manoteo con la intención de ocultar aquel leve pero desagradable
tembloteo, oprobio evidente, silencioso, injusto y cruel, propio de la edad, que
sólo parecía atenuarse levemente en el momento en que vertía el jabón sobre sus palmas y comenzaba aquel masaje suave, rítmico y relajante de una mano sobre la
otra; ahora ambas brillantes, lubricadas y espumosas.
Contemplaba
entonces, contristado, el inexorable paso del tiempo; ya no quedaba nada de
aquellas manos hábiles, venosas, expresivas y fibrosas, más que gesticulantes,
aspaventeras a machamartillo; se habían convertido en torpes, lentas, inertes e
inexpresivas, desmazaladas y lábiles. Contemplaba, melancólico, sus uñas
cortas, mordidas, débiles y agostadas; su piel ajada y algo cuarteada; las
inevitables manchas marchitas que iban colonizando poco a poco el dorso; o las
líneas de sus palmas macilentas que daba la impresión que día a día se iban
acortando, como si su menguante longitud fuera, inexorablemente, el reflejo de su
vitalidad.
A pesar de todo, se lavaba
cuidadosamente, con esmero, demorando resignado, empecatado y temeroso, deliberadamente,
el momento de alzar la vista y verse en el espejo, solo y fané. Ese momento definitivo
y palmario en el que volvía a contemplar, atónito, como se le había escapado la
juventud. Ya no quedaba nada de aquella mirada sincera, transparente, cálida y
penetrante, de aquellos ojos rebeldes, vivaces, pícaros y retrecheros. Bajo el
imperio de su actual mirada turbia y cetrina, algo despectiva, aviesa y torva, sus
ojos amusgados y aguanosos, cansados y pitañosos, esperaban el involuntario
momento del inevitable grito agónico y gemebundo de reproche y desprecio…
–¿Hay alguien en el baño? ¿Está
ocupado? ¿Oiga? Hay gente esperando, por favor.
–¡Y dale Perico al torno! Creo que se
te va la fresa cada vez que te lavas las manos. Piensas demasiado las cosas. ¡Deja
de magancear, pedazo de zangolotino! ¡Si es que eres un mamacallos, un majagranzas
mangorrero! ¡Ya va!¡Disculpe!